LA ESPOSA ABADESA
Mientras Leonor esperaba el nacimiento de su hijo en el palacio y Rosamunda estaba en Woodstock, también esperando la llegada del hijo del rey, Enrique mandó llamar a Becket, porque deseaba comentar el proyectado matrimonio entre su hijo y la princesita de Francia.
Como de costumbre, se sintió complacido de ver al canciller.
- No sé cómo encontrarás al rey francés -dijo Enrique-. Como sabes, la reina fue su esposa, y ella lo apartó para casarse conmigo.
- Lo sé bien - dijo Becket.
- Creo que sintió celos, y no quería separarse de la reina; pero ella estaba decidida. Como también sabes, canciller, es una mujer decidida.
- Eso me han dicho -contestó Tomás.
- Ahora bien, creo que se trata de una situación que excitará tu humor, como excita el mío. Nuestro hijo Enrique será prometido de la hija de Luis por su segundo matrimonio. ¿No crees que es una situación divertida?
- Creo que es una situación muy apropiada, mi señor, porque garantizará la alianza con el rey de Francia, y en este momento nada podría beneficiamos más.
- Lo mismo pensé -dijo el rey-. Pasarán años antes de que pueda celebrarse el matrimonio. Mi hijo tiene tres años. La princesa Margarita sólo uno. Pero eso no estorbará la ceremonia, aunque sí la consumación del matrimonio. No debemos meter en la cama a niños tan pequeños… todavía.
- Lo mismo digo.
- ¡Pobres inocentes! Sea como fuere, es el destino de los niños reales. Canciller, deberías sentirte agradecido porque no fuiste hijo de rey, te habrían casado cuando estabas en la cuna, y es probable que eso no te agradara, ¿verdad?
- Nunca me interesó el vínculo conyugal.
- No, Becket, eres un hombre extraño. No te importan las mujeres y eso parece extraño a un hombre como yo, a quien le importan mucho. No sabes lo que te pierdes. Es un placer que nunca se gasta. Aunque de tanto en tanto uno desea cambiar de compañera de juego.
- A la reina no le agradaría oír tales comentarios.
- Aciertas, Becket. Mi reina es una mujer de opiniones firmes. Tendrás que cuidar tus actitudes con ella… lo cual es también mi caso.
- La reina es una persona acostumbrada a que la obedezcan.
- Dices la verdad. Yo me arreglé muy bien durante nuestra vida en común. Siempre me las ingenio de modo que ella esté embarazada o atendiendo a uno de sus hijos. Es un modo muy eficaz de sofrenar su voluntad de mando.
- Pero no es un método que pueda aplicarse indefinidamente.
- Lo mismo dice la reina. Afirma que cuando nazca este hijo, necesita un respiro.
- Ese descanso beneficiará su salud.
- Becket, dentro de unos tres meses nacerá otro niño.
- Lamento saber eso, Sire.
El rey rió estrepitosamente, y palmeó la espalda de Becket
- Sabes muy bien que el rey que no puede tener herederos es una maldición para la nación.
- Sé que es bueno que un rey tenga herederos legítimos.
- Mi abuelo solía decir que es bueno que el rey tenga hijos… dentro o fuera del matrimonio, pues los que tienen sangre real son fieles a la familia.
- Señor, no es una receta infalible para obtener lealtad.
- Oh, vamos, Becket, estás decidido a censurarme. No lo toleraré. ¿Me oyes?
- Oigo muy bien, mi señor.
- Entonces, cuídate, porque si me ofendes puedo apartarte de tu cargo.
- Mi señor debe apartarme de mi cargo si así lo desea y yo rogaré que encuentre otra persona que lo sirva tan bien como yo lo haría.
- Jamás encontraría a esa persona, Tomás.
- Lo sé, y por eso soporto tus predicaciones.
- Pero no exageres, hombre. Recuérdalo.
- Lo recordaré, mi señor.
- Becket, ya conociste a mi bella Rosamunda. ¿No es muy hermosa? Más ahora que cuando yo la conocí. Me sorprende que mis sentimientos hacia ella no se atenúen. Becket, amo a esa muchacha. Guardas silencio. ¿Por qué te quedas así, con esa expresión impenetrable en el rostro? ¡Cómo te atreves a juzgarme, Tomás Becket! ¿Eres mi guardián?
- Mi señor, soy vuestro canciller.
- No por mucho tiempo… si yo lo deseo. Recuérdalo, Becket. Y si piensas decirme que debo renunciar a Rosamunda, puedo encolerizarme, y ya conoces mi temperamento.
- Lo conozco muy bien, Sire.
- Creo que no es agradable soportar esas escenas.
- Decís la verdad, mi señor.
- Por eso mismo, más vale que quienes me rodean no me provoquen. Instalé a Rosamunda en Woodstock, y ordené construir allí una casita. Una casa en el bosque… rodeada por un laberinto cuyo secreto sólo yo conozco. ¿Qué te parece?
- Que es un plan digno de vos, mi señor.
El rey entrecerró los ojos y volvió a reír.
- Me diviertes. Tomás -dijo-. Me juzgas y me reprochas. Me desapruebas, pero me diviertes. No sé por qué, pero lo cierto es que decidí que seas mi amigo.
- Sire, también soy vuestro canciller -dijo Becket-. ¿Hablamos de la misión a Francia?
En una misión como esa, Tomás podía exhibir magnificencia y lujo sin experimentar vergüenza. Todos los arreos escarlatas y dorados que tanto le agradaban podían mostrarse sin que él se sintiera culpable, porque lo que hacía ahora era por la gloria de Inglaterra. No podía ir a Francia como un pobretón. Durante el viaje debía impresionar a todos los que lo veían con el poderío y el esplendor de Inglaterra.
Una tropa de soldados acompañaba la procesión, además de los despenseros, los camareros y otros servidores de la casa; varios miembros de la nobleza se habían incorporado a la embajada, y de su propia casa Tomás llevó doscientos jinetes. Traía perros y aves, así como doce caballos de carga con sus cuidadores, y sobre el lomo de cada caballo había un mono de larga cola. La procesión marchaba seguida por carros que llevaban las ropas de Tomás, y por otros que transportaban las prendas del resto del grupo y regalos que serían sensatamente distribuidos en la corte de Francia. Después, venían carros más grandes, uno de ellos arreglado como capilla para uso de Tomás y otro como dormitorio. En un tercero venían utensilios de cocina, de modo que el grupo podía detenerse donde le parecía conveniente.
Cuando esta magnífica cabalgata -un espectáculo que jamás había sido visto- atravesó Francia, la gente salía de las casas para contemplarla.
- ¿Qué clase de hombre puede ser el rey de Inglaterra? -se preguntaban unos a otros-. Seguramente es la persona más rica del mundo, porque éste, que no es más que su canciller y su servidor, viaja con tanto lujo.
Luis recibió la noticia de que el canciller se acercaba, y de que la magnificencia de su séquito había sorprendido a todos los que lo habían visto. Decidido a no ser menos, ordenó que cuando el grupo llegase a París ningún mercader debía vender artículos a los miembros de la delegación inglesa. Francia sería anfitriona de los ingleses, y ellos debían obtener lo que deseaban, sin que se hiciera cuestión del pago.
Tomás adivinó que la medida posiblemente venía del rey, y para no asumir ningún género de obligaciones -cosa que podía perjudicar a su misión-, despachó en secreto a varios servidores con orden de comprar las provisiones que la caravana podía necesitar. No obstante, aceptó alojamiento en el Temple. Allí tenía una mesa suntuosa, y a todos los que venían a visitarlo se los invitaba a compartir los manjares.
En vista de tanta extravagancia, los franceses no tuvieron más remedio que replicar del mismo modo. No podían ser menos hospitalarios, menos elegantes y generosos que los ingleses.
Luis recibió con honras a Tomás. Cómo podía rehusar la mano de su hija al hijo de un rey que se presentaba de ese modo.
Al principio se había sentido inquieto. Su hijita Margarita tenía apenas un año. Pobre niña, qué inocente era, pues aún no sabía el sentido de la misión que ahora llegaba. Con el tiempo viajaría a la corte inglesa, para que se la educara como correspondía a la futura esposa de Enrique, quien si todo funcionaba bien se convertiría en rey de Inglaterra mientras la pequeña Margarita sería la reina.
Luis aún pensaba en Leonor, y en ese estado pasional en que ella lo había iniciado. Temía no olvidarla jamás, y aún ahora recordaba cómo lo había abandonado, y que casi inmediatamente después del divorcio se había casado con Enrique Plantagenet, de quien ya era la amante.
Y ahora, el hijo de Leonor con otro hombre, y su propia hija con otra mujer…
Era una situación poco convencional, pero típica de las que provocaba siempre una mujer como Leonor. Se preguntó si ella pensaría a menudo en él.
Pero esa no era una pregunta que podía formular al canciller del rey de Inglaterra. Tenía que coincidir con sus ministros en que era una alianza destinada a beneficiar a ambos países. Aseguraría la paz entre ellos, y la paz era lo que el pueblo más deseaba.
Con su magnificencia el canciller había agradado al pueblo francés. Luis no se opuso a la proyectada unión. De hecho, la acogió de buen grado.
Tomás estaba muy complacido. La importante misión se había visto coronada por el más grande de los éxitos.
En el palacio en miniatura próximo al que el propio Enrique tenía en Woodstock, el rey visitó a Rosamunda Clifford. Le agradaba mucho la residencia que había construido para ella. La llamó El Cenador de Rosamunda. Parecía una casa encantada, y allí ella podía vivir aislada mientras el grupo real residía en el palacio; y él podía escapar de su palacio y visitarla cómodamente. Lo había divertido crear un laberinto cuyo secreto conocían sólo él, Rosamunda y sus servidores. Ni siquiera a Tomás había confiado el secreto. No estaba del todo seguro de Tomás. No podía comprender a un hombre que no se interesaba en la relación sexual con las mujeres. En ocasiones, sospechaba que Tomás practicaba en secreto lo que otros hombres mencionaban francamente. Siempre abrigaba la esperanza de que uno de esos días sorprendería a Tomás. La idea lo divertía. A menudo pensaba complacido en la posibilidad de que él y Tomás corriesen aventuras juntos. A decir verdad, ninguna compañía masculina le parecía más grata. La afición de Tomás a la extravagancia era más acentuada que la del propio rey, pues Enrique era un hombre sencillo y detestaba revestir los arreos de la realeza. Más aún, durante las ceremonias de Pascua en la iglesia había depositado la corona sobre el altar y jurado que jamás volvería a usarla.
- Ahí está -había dicho-, como símbolo del soberano. El símbolo nada pierde si permanece en un lugar tan bien protegido como lo estaría en mi cabeza. Que nadie se equivoque. Soy el rey. Pero no necesito corona para serlo. Estoy aquí, vuestro rey por derecho de nacimiento y en este trono permaneceré, pero puedo servir mejor a mi país dictando leyes justas y defendiéndolo de todos los que quieren someterlo, con el poder de mi fuerte brazo y la sabiduría de mi mente, y ambos trabajan mejor cuando no los estorba una corona depositada sobre mi cabeza.
Ahí estaba, ese hombre que no era alto ni bajo, con las manos curtidas por el viento; la túnica corta, de modo que podía moverse más fácilmente, la energía limitada, el temperamento fiero que intimidaba a todos, y su actitud de absoluta confianza en su propia condición de rey. Era cierto. No necesitaba corona para proclamarse rey de Inglaterra. Nadie podía verlo y dudar de eso.
Y sin embargo, venía en secreto a Woodstock. En el fondo de su corazón sabía que lo hacía por ternura hacia Rosamunda. No deseaba que ella sufriese. Quería mantenerla pura e inocente como era… completamente distinta de Leonor. Quizá Enrique temía un poco a la reina. No estaba dispuesto a reconocer ese sentimiento, pero ella era muy capaz de urdir planes, y Enrique no podía saber cómo ella se vengaría de él.
Precisamente a causa de Leonor, Enrique deseaba mantener secreto su vínculo con Rosamunda.
La encontró alimentando a los cisnes en el lago, frente al pequeño palacio.
Cuando lo vio, la joven se puso de pie con un grito de placer. Era visible que estaba embarazada, y Enrique de nuevo pensó que se la veía aún más bella que cuando él la había conocido. En su actitud se trasuntaba un aire de serenidad. Ya tenía una expresión maternal.
Le apretó las manos y las besó.
- De modo que mi rosa se alegra de ver a su rey.
La joven asintió, como si la emoción que la embargaba de ver a Enrique fuese tan intensa que no pudiera hablar.
Avergonzado de sus propios sentimientos. Enrique tocó alegremente el vientre de Rosamunda.
- ¿Y el niño?
- Está bien. Pero, ¿si fuese una niña? Confío en que no te desagradará.
- No, no -dijo él-. La perdonaré si tiene la décima parte del encanto y la belleza de su madre.
Tomados del brazo, entraron en la casa.
Allí, Enrique pasó la noche. Era idílico vivir así, como un hombre sencillo. No se engañaba hasta el extremo de desear haber nacido para vivir una vida como ésa. Estaba demasiado enamorado de su condición real; pero era grato vivir un momento sin otro incentivo que la expresión de adoración de una amante muy querida.
Pensó: Tomás debería verme ahora. Quizá debería tratar de explicar sus sentimientos a Tomás.
No, no. Ni siquiera a Tomás. Nadie debía saber cómo lo afectaba esa bella e inocente joven.
El niño nacería muy pronto, y ella debía recibir la mejor atención.
- Cuando regrese de Francia, vendré a ver el niño -le dijo.
La idea de que él viajaba a Francia siempre la inquietaba. Imaginaba toda suerte de peligros. Le rogó que tuviese cuidado.
El se rió de sus temores, pero lo hizo tiernamente. ¿Cómo podía cuidarse un rey?
- Es una misión pacífica. Voy a ver a Luis para arreglar las condiciones del matrimonio de mi hijo con su hija. Él ya aceptó. Mi buen canciller obtuvo su aprobación, y yo voy a sellar la alianza y a traer conmigo a la niña, porque si ha de casarse con mi hijo debe educarse en mi reino.
- ¡Pobre niña! ¡Pobre madre!
- Ah, Rosamunda, agradece a Dios que no eres una reina madre. Serás mucho más feliz con tu hijo, en esta casita, esperando la llegada de tu amo y señor. Yo te juro que él vendrá a verte siempre que pueda hacerlo, y que este niño que llevas en tu seno recibirá grandes honores, y que nunca le pesará, si yo puedo evitarlo, el día que el rey fijó los ojos en la Rosa más bella del mundo.
Cuando él se marchó, ella se sentía contenta con su suerte; su única ansiedad estaba representada por los peligros que podía afrontar en Francia.
¡Qué alegría estar con el ser cuyo amor era generoso, que nada pedía, que no reclamaba honores -excepto quizá para el hijo de ambos- que nada deseaba para sí misma! Rosamunda rezó, no por sí misma sino por él y el niño.
Enrique pensó: Si ella hubiese sido mi esposa, yo me habría sentido más feliz.
Qué diferente era Leonor. Él debía marchar a Francia, y era inevitable que ella permaneciese en Inglaterra, porque nuevamente estaba embarazada.
- Te prometo -renegó ella-, que esto no se repetirá. Desde que me casé contigo, he tenido un hijo tras otro.
- Mi reina, tienes una hermosa y poblada nursery -dijo Enrique. Hay muchas reinas que rezaron e hicieron peregrinaciones con la esperanza de conseguir un hijo. Tú tienes dos. y quien sabe si el próximo, que bondadosamente puse en tu vientre, no es otro varón. Piénsalo. ¡Tres varones en tu nursery!
- Sin hablar del pequeño bastardo que nos trajiste.
- El pequeño Godofredo. ¿Cómo está?
- No me interesa saberlo.
- Leonor, eres una mujer celosa.
Ella no contestó. Jamás le perdonaría ese bastardo. Mientras ella lo amaba -y pensaba constantemente en él- Enrique se divertía con otras mujeres, y aparentemente ésta le importaba tanto que cuando tuvo un hijo había necesitado llevarlo a la nursery.
- Daría cualquier cosa por cruzar el mar contigo.
- Me halaga que te complazca tanto mi compañía.
- No deseo estar contigo -dijo Leonor-. Deseo ver mi propia tierra, Aquitania.
- ¿Para sentarte en los jardines, y rodearte de cantores de ojos dulces que elogian tus encantos y te fingen amor?
- ¿Por qué dices que fingen?
- Porque ya no eres joven, y los hijos no embellecen a una mujer, sino que la avejentan. Fingirán que te adoran como a la Reina del Amor. ¿Y por qué? Sencillamente, porque eres la reina de Inglaterra.
- Termina de una vez -dijo Leonor-. Después que nazca este niño, iré nuevamente a Aquitania.
Enrique asintió, con una sonrisa burlona; pero sus pensamientos estaban muy lejos, en la casita de su bella Rosamunda.
Poco después, salía para Francia.
Llegó un mensaje de su madre. Deseaba que Enrique la viese en Nantes, donde ella estaba con Godofredo, el hermano de Enrique.
Matilda recibió a su hijo con el placer que ella siempre mostraba cuando lo veía. Se abrazaron, y ella lo miró ansiosa.
- ¿Cómo están las cosas en Inglaterra? -quiso saber.
- Todo está bien. Dejé el gobierno en manos hábiles. Mi canciller es el hombre más eficaz del mundo. Y Leonor sabe gobernar.
- Fue un buen matrimonio -dijo Matilda.
Enrique esbozó una mueca.
- Es una mujer dominante.
Matilda no creía que eso fuese un defecto. Nadie habría podido ser más dominante que ella misma.
- Quise que vinieses -dijo-, a causa de Godofredo.
- ¡Otra vez Godofredo! ¿De nuevo conspirando contra mí?
- Godofredo jamás volverá a conspirar contra ti.
- Confías en un milagro.
- No, hijo mío. Tu hermano Godofredo está gravemente enfermo. Creo que jamás volverá a abandonar su lecho.
- Godofredo… ¡Es tan joven!
- La muerte golpea a los jóvenes tanto como a los viejos. Debes asegurarte que no pierdes nada con su muerte.
- ¡Su muerte! ¡No hablarás en serio!
- Ya lo verás por ti mismo. Deseaba prepararte.
Se acercó con Enrique a la cama donde yacía Godofredo.
- Godofredo, hijo mío -dijo Matilda-, ha llegado tu hermano.
Godofredo sonrió secamente.
- El rey de Inglaterra -murmuró.
- Aquí estoy -dijo Enrique. Se arrodilló junto a la cama y miró ansioso el rostro de su hermano. -¿Qué te ocurre, Godofredo?
- Ha llegado mi hora. Fue una estada breve, ¿verdad?
- No, curarás.
- ¿Es una orden?
- Deberías interpretarla así.
- Siempre quisiste mandar a todos. Pero hermano, no puedes imponerte a la muerte.
- Tonterías. Curarás.
- Creo que no. Y así, ahora gobiernas a Inglaterra, y también a Normandía, que debió haber sido mía.
- Te pagué por ella, ¿verdad?
- Recuerdo que me prometiste pagar una pensión. No recuerdo haber recibido gran cosa.
- Los fondos reales deben atender muchos pedidos.
- Lo sé, lo sé. Y eso ahora poco importa.
- Tuviste a Bretaña. La conseguiste gracias a mi buena voluntad.
- En efecto, tengo que agradecértelo. ¿Acaso los perros no agradecen las migajas que caen de la mesa del rico?
- Sí, lo agradecen, pero yo nunca fui rico, y tú nunca fuiste un perro.
- Aun teniendo a Inglaterra y a Normandía… ¿qué más, hermano? Seguramente ahora te apoderarás de Bretaña.
- Godofredo, seamos amigos. Godofredo sonrió y extendió la mano.
- Siempre es útil ser amigo de un moribundo. No temas, no intentaré perseguirte con reproches, hermano mío. Siempre me sentí orgulloso de ser tu hermano. Fuiste el favorito de nuestra madre. Te amaba. Debiste tener cualidades muy especiales, puesto que ella te amaba. -Sonrió-. ¿Recuerdas cómo odiaba a nuestro padre?
Enrique inclinó la cabeza.
- Y ahora, él ha muerto. Y yo lo seguiré muy pronto. Enrique, continuarás conquistando cada vez más gloria. Fue muy amable de tu parte acercarte a mi lecho de muerte. ¿O viniste por Bretaña?
Enrique miró a su hermano con los ojos entrecerrados. Recordaba cómo habían jugado juntos cuando eran niños; pero también pensaba en Bretaña. ¿Cómo hubiera podido evitarlo? Los duques de Normandía siempre habían codiciado esa región. Podría hablar del asunto cuando viese a Luis.
No habló de esto con Godofredo. Trató de tranquilizarlo. Recordó episodios de la niñez de ambos; aunque el conflicto permanente entre los padres había impedido que esa fuese una época feliz.
Godofredo murió un cálido día de julio. Mientras contemplaba el rostro inmóvil de su hermano, Enrique no podía creer que se había ido. Sintió lágrimas en los ojos, y deseó que hubieran sido mejores amigos.
Pero casi inmediatamente llegó la noticia de que Conan de Bretaña, hijo del duque desplazado, marchaba hacia Nantes.
Enrique se dio inmediatamente a la tarea de agrupar sus fuerzas. Se separó de su ejército, que debía enfrentar a los invasores, y fue a París, decidido a obtener el apoyo de Luis en su plan de conservar a Bretaña.
Luis recibió a Enrique con todos los honores posibles. La reina lo acompañaba. Constanza ansiaba conocer al hombre con quien se había casado la primera esposa de Luis. Lo encontró atrevido, un poco tosco en ciertos aspectos, pero al mismo tiempo un hombre de mucha fuerza; y comprendió inmediatamente que su carácter era completamente opuesto al de Luis.
A diferencia de Tomás Becket, Enrique entró en París sin hacer alarde de magnificencia. Había dejado atrás la mayor parte de su ejército, con misión de defender a Bretaña; y como era el rey de Inglaterra y el duque de Normandía, y el gobernante de un territorio más dilatado que el reino de Francia, no tenía necesidad de proclamar lo que era evidente.
Los dos hombres se midieron. Seis años atrás, Leonor había manifestado sus preferencias cuando se casó con Enrique. Luis ya había reaccionado de los efectos de la humillación, y tenía una nueva reina; en el caso de Enrique, su pasión por Leonor decaía velozmente, de modo que las causas de resentimiento mutuo aparentemente estaban desapareciendo.
Nunca serían buenos amigos. Eran dos tipos muy diferentes. Luis había organizado que realizaran servicios religiosos especiales, pues creía que eso podía complacer a su invitado. Enrique habría preferido ver cómo vivía la gente, y cómo reaccionaba frente a las leyes de su país; también le habría agradado conocer a alguna de las bellas mujeres de Francia. Pero había venido en una misión, y era imperativo que la concluyese satisfactoriamente.
Se iniciaron las conferencias. Luis declaró que apoyaría a Enrique en Bretaña; se daría, como dote de la pequeña Margarita, el disputado territorio de Vexin, que estaba en los límites de Normandía y la isla de Francia. Era el estado tapón entre los dos primeros, y su posesión implicaba cierta seguridad para Normandía.
Fue una reunión muy satisfactoria, y cuando Enrique salió de París llevó consigo a la pequeña Margarita, a quien se enviaba a Inglaterra para que recibiese la misma educación que se impartía a las hijas del monarca.
Aún más satisfactorio fue el hecho de que cuando Conan de Bretaña vio las fuerzas del duque de Normandía y rey de Inglaterra, cambió de idea y ya no quiso oponérsele; llegó a la conclusión de que más le valía tratar de concertar la paz. Astutamente Enrique aceptó la propuesta, e incluso concertó un compromiso, pues designó a Conan duque de Bretaña, con la condición de que se declarase vasallo del duque de Normandía y rey de Inglaterra. Conan aceptó; y en la ceremonia pública juró que serviría sin reservas a Enrique.
Mientras ocurría todo esto, Enrique recibió dos mensajes de Inglaterra.
Su esposa había dado a luz otro varón. Lo había bautizado Godofredo, en homenaje al hermano fallecido y al padre del rey.
Enrique sonrió de mala gana. De modo que ahora en la nursery habría dos Godofredos. Imaginaba al mayor identificado como Godofredo el Bastardo. Era lo que su esposa deseaba. ¿Por eso había elegido el mismo nombre para su propio hijo?
La segunda noticia fue que Rosamunda también había dado a luz otro varón. Lo había llamado Guillermo.
Enrique se sintió complacido. Anhelaba ver a su hijo, y sobre todo deseaba ver a Rosamunda.
Antes de que Enrique regresara a Inglaterra, recibió la noticia de otra muerte, un hecho que lo desconcertó un poco. No era que le interesase mucho el hombre que había fallecido; pero su desaparición tenía cierta importancia política, porque se trataba del hijo del rey Esteban. Enrique tenía motivos para sentirse agradecido a este hombre, pues si hubiera sido ambicioso hubiera podido reclamar el trono, en su condición de único hijo sobreviviente del finado rey, lo cual habría parecido a todos una actitud razonable. Pero William no era ambicioso; no deseaba organizar un ejército y hacer la guerra contra Enrique Plantagenet. Más aún, tenía discreción suficiente para comprender que el pueblo de Inglaterra consideraba a Enrique el verdadero heredero, y que estaba dispuesto a apoyarlo.
William no había tenido inconveniente en dejar el sitio a Enrique, y se había convertido en conde de Boulogne, título heredado de su madre; así, nadie podía afirmar que no tenía derecho al rango que lo distinguía. Pero por su relación con la Corona, Boulogne era un estado vasallo de Inglaterra. Enrique estaba satisfecho con esa situación, pues bajo el gobierno de William, un hombre sin ambiciones, Boulogne no era motivo de ansiedad; pero cuando William murió, Enrique comprendió que era necesario adoptar medidas inmediatas para mantener a Boulogne en su condición tradicional. Es decir, un vasallo de Inglaterra y Normandía.
No deseaba guerrear; la guerra no era una actitud sensata cuando el asunto podía resolverse de otro modo. Y había otro modo.
Esteban también había tenido una hija, Mary, que desde muy temprano había decidido consagrarse a la religión. Ahora era la abadesa del convento de Romsey.
Enrique actuó rápidamente. Ordenó a Mary que viniese a verlo sin pérdida de tiempo. La sobresaltada abadesa protestó ante el mensajero que llegó a Romsey con la orden del rey, pero se le contestó que era una orden, y que la desobediencia implicaba traición. Ella imaginaba su convento abandonado, las monjas dispersadas, pues si lo deseaba el rey era muy capaz de llegar a tales extremos; y en su condición de hija del finado rey, Mary se encontraba en una situación precaria. Sabía que William el hermano recientemente fallecido, había decidido salir de Inglaterra, porque creía que no era sensato de su parte permanecer allí, era el único hijo legítimo del finado rey, y ahora un nuevo personaje ocupaba el trono.
Desconcertada, la abadesa viajó a Normandía, y allí la recibió Enrique, quien le dijo que tenía un novio para ella, y que debía prepararse para contraer matrimonio sin pérdida de tiempo.
- Mi señor, -exclamó sorprendida la abadesa-. ¿Cómo puedo casarme? He tomado mis votos religiosos. Soy la abadesa de Romsey.
- Eso es cosa del pasado -dijo obstinado el rey-. Ya no sois la abadesa.
- ¿Cómo es posible, si he pronunciado mis votos? Sólo el Papa puede darme una dispensa.
- Dejad eso a mi cargo -dijo Enrique.
- Me temo, mi señor…
- Teméis -tronó Enrique-. Os casaréis, y ésa es mi orden.
- No comprendo. ¿Quién desearía desposarme?
- Mi primo Matthew desea casarse con vos, señora, porque le he dicho que debía hacerlo. Sabe muy bien que no puede desobedecerme.
- Pero… ¿con qué propósito? No tengo edad para…
- Tenéis edad para obedecer a vuestro rey. Cuando os caséis, Boulogne será vuestra, y Matthew sería el nuevo conde de Boulogne.
Ahora se aclaraban las cosas. William había muerto, y Enrique temía que un enemigo se apoderase de Boulogne. Era necesario conservar ese territorio en la familia.
La abadesa dijo: -Debo apelar al Papa.
Enrique entrecerró los ojos, y se le sonrojó la cara.
- No creáis que carezco de influencia en esa esfera -dijo.
Despidió a la mujer, y ella acudió inmediatamente a Tomás Becket, que se había reunido con el séquito del rey.
Cuando le explicó lo que había ocurrido, Tomás se horrorizó. El rey, que sabía cuál sería la actitud de su canciller, nada le había dicho. Pero Tomás no temía ofender al rey.
- El Papa os apoyará -dijo Tomás, que trataba de confortar a Mary-. Habéis pronunciado vuestros votos. No es posible ignorarlos como si jamás hubiesen existido, sólo para complacer los deseos del rey.
- ¿Qué debo hacer? -preguntó la desconcertada abadesa.
- Dijisteis al rey que apelaríais al Papa. Hacedlo sin perder un minuto.
- ¿Me ayudaréis, mi señor canciller?
- Despacharé ahora mismo un mensaje al Papa -dijo Tomás.
Cuando el rey supo lo que Tomás había hecho, se enfureció. Entró en las habitaciones del canciller, los ojos desorbitados, el rostro escarlata, los cabellos poco menos que erizados, de modo que ahora parecía más que nunca un león irritado.
- De modo, maestro Becket, que has decidido seguir la corona. Entonces, ¿tú gobiernas Inglaterra y Normandía?
Tomás lo miró serenamente.
- Mi señor, ¿este asunto de la abadesa es lo que os irrita?
- ¡Si me irrita! Te digo que estoy tan enfurecido que yo mismo sostendré el hierro candente que destruirá tus ojos tan altivos.
- De modo que me habéis sentenciado sin oír mi defensa.
- Becket, soy tu rey.
- Lo sé bien, mi señor.
- ¿Y no temes enojarme?
- Temo únicamente lo que sé que está mal.
- De modo que nos juzgas, ¿eh? ¡Tú, Tomás Becket, empleado de la contaduría, juzgas a tu rey!
- Mi señor, sólo Dios puede hacer eso.
- ¡Tú y tu piedad! Tomás, me enfermas. Eres un hombre, y siempre te las das de santo. Uno de estos días te pescaré en falta. ¡Cómo deseo llegue ese momento! Y si aprecias tu vida, retirarás tu solicitud al Papa en defensa de la hija de Esteban.
- Mi señor, envié su caso al Papa con el consentimiento de la interesada.
- Lo sé. Aquí el único que consiente es el rey.
- Hay un poder más alto.
- Entonces, ¿servirás al Papa… más que a tu rey?
- Mi señor, serviré lo que es justo.
La furia del rey se calmó un poco. Era extraño que le pareciera tan difícil disputar con Tomás.
- No seas tonto, Tomás. ¿Pretendes que pierda Boulogne?
- Si Dios lo quiere.
- Termina con esta charla acerca de Dios. Nunca supe que Él acompañase en la batalla a mi abuelo o a mi bisabuelo.
- No dudo de que ellos muchas veces solicitaron su ayuda.
- Quizá su ayuda, pero no se sentaron a esperar que Él realizara las conquistas que les interesaban. Si hubieran hecho eso, habrían esperado mucho tiempo. No deseo perder a Boulogne. Si lo hiciera, ¿qué ocurriría? ¿Qué ocurriría si cayese en las manos de un perverso que no supiese gobernar? No. Tomás, eres canciller, no sacerdote. Olvida tus ropas de clérigo. Mediante este matrimonio, puedo apoderarme fácilmente de Boulogne. Evitaremos guerras y conflictos, y todo porque pedimos a una monja que renuncie a sus votos y se case.
- Está mal.
- Termina de una vez.
- No, mi señor, no puedo.
- Envía otro mensajero al Papa. Dile que la dama ha consentido en el matrimonio. Que todos sepan que tú no pretendes poner obstáculos en el camino de esta unión.
- No puedo hacerlo, mi señor.
El rostro del rey se tiñó de sangre. Avanzó un paso hacia Tomás, la mano levantada para golpearlo. Tomás se mantuvo impasible. Durante unos segundos pareció que Enrique caería sobre el canciller y lo destrozaría, o por lo menos ordenaría a sus guardias que lo arrestase. Sus ojos, salvajes de cólera, se fijaron en los ojos fríos de Tomás, y de pronto se volvió, levantó un taburete y lo arrojó contra la pared.
- Me desafían - exclamó-. Me desafían los mismos a quienes di mi amistad. Trabajan contra mí en secreto. Por Dios, me vengaré.
Tomás nada dijo. Permaneció de pie, y de pronto, con un grito de cólera, el rey se arrojó al piso y tomando un puñado de juncos los masticó enfurecido.
Tomás salió y se alejó.
Había visto a Enrique dominado por una cólera que el monarca no podía controlar; eso había ocurrido una o dos veces, pero jamás esa cólera había estado dirigida contra él.
Esperó ver qué ocurriría.
Llegó el mensaje del Papa. Había recibido información tanto del rey como del canciller en relación con el asunto de la abadesa de Romsey. El papa Alejandro estaba en una situación muy incómoda. El cónclave lo había elegido poco tiempo antes, y se había suscitado cierta oposición a su nombramiento. Como la oposición estaba respaldada por el emperador Barbarroja, el Papa creía que su corona papal no estaba muy segura.
No se atrevía a ofender a Enrique Plantagenet, que era rey de Inglaterra, y además se convertía rápidamente en el hombre más poderoso de Francia. El hecho de que el canciller del rey discrepase con su amo, y además tuviese razón, representaba una razón muy especial para otorgar al rey lo que deseaba, pues el hecho de que uno de sus servidores estuviese contra él, y el propio Enrique se equivocara, determinaría que el rey se irritase todavía más si el Papa tomaba partido contra él.
De modo que Alejandro concedió la dispensa.
Cuando la recibió, el rey reía profundamente satisfecho. Ante todo, mandó llamar a Tomás Becket.
- ¿Ah! -exclamó cuando el canciller compareció ante él-. Tomás, ¿recibiste noticias de tu amigo el Papa?
- No, mi señor. Quizá todavía sea un poco temprano.
- No tan temprano para mí, que recibí respuesta. Tomás, el Papa es un hombre sensato. Más sensato que tú, mi divino canciller. Aquí tengo la dispensa que esperaba.
Enrique se sintió satisfecho cuando vio que Tomás palidecía un poco.
- No puede ser.
- Mírala tú mismo.
- Pero…
Enrique aplicó un afectuoso empujón su canciller.
- ¿Acaso podía adoptar otra actitud diferente? Su Estado afronta problemas. Caramba, Tomás, deberías estudiar sus tácticas. Si no lo haces, podrías ofender mortalmente a quienes tienen recursos para perjudicarte. A veces es mejor servir a esta gente, y no a lo que tú llamas el bien. Oh. ¿no me crees? Por extraño que pueda parecer, por eso mismo me agradas. Pero tengo la dispensa, y nuestra vergonzosa abadesa muy pronto se acostará en el lecho conyugal, y yo retendré el control de Boulogne.
Tomás estaba silencioso y el rey continuó: -Vamos, Tomás, aplaude mi habilidad. Jugué bien mis piezas, ¿eh?
Tomás continuó silencioso.
- ¿Y qué haré con mi canciller, que se atrevió a contrariar mis deseos? Podría arrojarlo a una mazmorra. Podría arrancarle los ojos, creo que eso te lastimaría más que nada. Es lo que más teme la mayoría de los hombres. No poder contemplar la luz del sol, no ver nunca más los campos verdes. Ah, Tomás, qué tonto fuiste al ofender a tu rey.
- Haréis conmigo lo que os plazca.
- A veces soy un hombre blando. ¿Acaso no eres mi amigo? Podría ordenar que te matasen, y acabaríamos de una vez. Pero creo que si procediéramos de ese modo después no tendría un momento de paz. Es bueno contar con amigos. Sé que eres mi amigo, y que en realidad sirves con más celo sólo a uno, que es Dios o la Verdad, o la Virtud… llámala como quieras. Me agradas, Tomás. Sábelo. Si eres mi amigo, yo soy tu amigo.
Aquí, el rey tomó del brazo a Tomás Becket, y juntos salieron de la habitación.
La amistad entre ellos fue más firme que nunca.
Cuando Enrique retornaba a Inglaterra, los dos siempre estaban juntos, y era evidente que para Enrique la compañía de su canciller era más grata que la de cualquier otra persona. La distancia entre Enrique y Leonor había aumentado. Ella jamás le perdonó la introducción del bastardo Godofredo en la nursery real; y él la molestaba prestando mucha atención al niño. Enrique deseaba refugiarse en la paz doméstica, de Woodstock. Su amor por Rosamunda no disminuyó. Quizá eso respondía al hecho de que Rosamunda nada le exigía. Siempre se mostraba gentil y afectuosa, siempre desplegaba su belleza. Tenían un hijito, y de nuevo estaba embarazada. Rosamunda ofrecía al rey esa grata domesticidad que los monarcas rara vez encuentran; y él se complacía en mantener secreta la existencia de la joven; y sólo los criados de Rosamunda sabían que él la visitaba, y comprendían bien que su propio destino estaba amenazado si por hablar demasiado se divulgaba el secreto.
El rey era feliz. Su reino gozaba de relativa paz. Por supuesto, se mantenía alerta; por lo demás, siempre tendría que mantener esa actitud. Durante un tiempo pudo vivir tranquilo en Inglaterra, y gozar de la compañía de su mejor amigo. Tomás Becket.
A veces, se preguntaba por qué amaba a este hombre. Hubiera sido difícil encontrar un ser tan distinto del propio rey. Incluso por la apariencia ofrecían un verdadero contraste. El alto y elegante Tomás, y el rey corpulento y descuidadamente vestido. La afición de Tomás a la buena ropa divertía a Enrique. En relación con este asunto, se burlaba constantemente de su canciller. ¿Por qué él, un rey todopoderoso, que hubiera podido elegir por compañeros a los individuos más nobles de su reino, se interesaba sólo en la sociedad de este hombre? Tomás tenía quince años más que Enrique. ¡Un viejo! Tomás creía en tantas cosas con las cuales el rey discrepaba; y Tomás jamás cedía en una discusión. El temperamento del rey podía alcanzar una temperatura muy elevada, pero Tomás conservaba la calma y se aferraba a su tesis. A Enrique lo divertía el hecho de que. a pesar del sentido estético de Tomás y de su interés por los asuntos espirituales, en el fondo del corazón amaba el lujo. En eso no había la más mínima duda. Sus ropas lo traicionaban. También a veces se mostraba muy alegre. A Enrique le agradaban las bromas pesadas a costa de su amigo, y Tomás respondía en el mismo tono. En ocasiones, el rey reía estrepitosamente de algunas de estas bromas, e incluso de las que se hacían a su propia costa. En la corte nadie podía divertirlo tanto como lo hacía Tomás Becket.
Siempre estaban juntos. Cuando el rey realizaba sus frecuentes peregrinaciones al interior del país, su canciller cabalgaba junto al monarca. A veces salían de incógnito, y se sentaban en las tabernas, y conversaban con la gente. Nadie reconocía al hombre alto y moreno de largas y elegantes manos blancas, y a su compañero más joven, el rostro pecoso y el cuerpo robusto, que tenía las manos anchas y curtidas por el frío. Quienes los veían seguramente pensaban que eran una pareja contradictoria; y pocos sabían que eran el rey de Inglaterra y su canciller.
A Enrique nada le agradaba más que sacar ventaja a su canciller. Nunca había olvidado el asunto de Boulogne.
Cierto día de invierno, mientras Enrique y el canciller atravesaban a caballo las calles de Londres, y el frío viento del este silbaba entre las casas, Enrique miró irónicamente a su amigo. Tomás odiaba el frío. Usaba doble cantidad de ropa que otros hombres, y aunque comía poco, su criado tenía que preparar carne de vaca y pollo para él. Tenía la sangre aguada, decía el rey; no era un hombre endurecido como el brote originado en el árbol Plantagenet. Las bellas manos blancas de Tomás estaban protegidas por guantes elegantes pero cálidos; en cambio, incluso con un viento cruel como el que ahora azotaba las calles de Londres, el rey llevaba las manos desnudas. Decía siempre que los guantes le molestaban.
De pronto, el rey vio a un anciano pobre que se acercaba temblando, el rostro azul de frío, las carnes apenas cubiertas por harapos.
Enrique se volvió hacia su canciller.
- ¿Ves a ese pobre hombre? -preguntó.
- Pobrecito -dijo Tomás-. Sin duda sufre mucho a causa del viento.
- Veo su carne a través de los harapos. Sería un acto de caridad, grato a los ojos de Dios, regalarle una capa cálida.
- Lo sería -convino Tomás-. Y vos, mi señor, que necesitáis obtener el favor del Cielo, podríais conquistar su aprobación con un acto tan noble.
- Ven -dijo el rey-. Desmonta.
Así lo hicieron, mientras el anciano se acercaba.
- Eh, mi buen amigo - dijo Enrique-. ¿No te parece que este viento es insoportable?
El anciano asintió.
- Mi señor -dijo-, moriré de frío si esto dura mucho más.
- Necesitas una capa caliente -dijo el rey-. ¿Qué dirías si te regalasen una?
- Señor, os burláis de mí -dijo el anciano, e intentó continuar su camino; pero el rey lo detuvo y volviéndose hacia Tomás dijo: -Veo que anhelas realizar este acto de caridad. Caramba, ¡mira qué hermosa capa llevas! Es de rico lienzo escarlata, y está forrada de piel. Dásela a este pobre anciano.
- Mi señor -dijo Tomás, palideciendo, pues la idea de cabalgar por las frías calles sin su capa lo había horrorizado-, vos sufrís menos que yo el frío. Si le dierais vuestra capa, no sentiríais lo mismo que yo.
- Es cierto -dijo el rey-. Por lo tanto, es un acto más noble si le regalas tu capa.
Dicho esto, intentó arrebatar la capa a Tomás, que trató de conservarla, y poco después los dos estaban peleando, Tomás para conservar su capa, el rey para quitársela.
Enrique se reía tanto que el anciano pensó que ambos estaban locos.
- Vamos, buen hombre -dijo el rey-. Vamos, santo Tomás Becket. Este pobre hombre necesita una capa y tú la tienes. Dámela. Debes hacerlo. Tienes que hacerlo.
Tomás no era rival para la fuerza física del rey, y finalmente Enrique le quitó la capa.
- Tómala, mi buen amigo -dijo Enrique al viejo. -Te dará calor muchos días y muchas noches. En tus plegarias no olvides al hombre que te la dio, porque si bien no es el propietario, gracias a su buena voluntad la tienes.
El anciano, que no podía creer en su buena suerte y pensaba que los hombres eran dos calaveras que podían cambiar de idea, se ajustó la capa al cuerpo y huyó a la mayor velocidad posible. La risa de Enrique resonó en las calles.
- Caramba, Tomás, tienes la nariz azul. ¡Qué viento helado! Deberías agradecerme que no te ordené regalar los guantes a ese pobre viejo. Qué tragedia si esos delicados deditos blancos se enrojecieran y agrietaran como los de tu amo real. Agradece a Dios, Tomás Becket, porque te convertí en un hombre caritativo.
Enrique creía que era una broma maravillosa. Mientras cabalgaba por las calles frías, Tomás se sentía menos divertido.
Pero el incidente era característico de la amistad entre ellos.