ENRIQUE Y TOMÁS
LA VOLUNTAD DEL REY
Apenas concluyeron las festividades de la Navidad, Leonor comenzó a preparar su parto. El palacio de Westminster no parecía un lugar apropiado y la reina decidió trasladarse al de Bermondsey.
Estaba situado en una aldea próxima a Londres, donde poco antes se había construido un priorato. Era un lugar agradable, y ella se instaló complacida en el palacio sajón. Desde las largas y estrechas ventanas sin vidrios, Leonor podía ver los campos verdes que rodeaban el palacio, y se sentía impresionada por su frescura; los jardines era muy hermosos, y ella se alegraba de haber ido allí en previsión del nacimiento de su segundo hijo.
Enrique no la acompañaría durante las semanas en que ella esperaba el parto. El monarca sabía muy bien que necesitaba consolidar su posición. Aunque él tenía solo veintiún años, su sensatez sobrepasaba por mucho su edad; era un gobernante nato, y buen juez del carácter humano. Las aclamaciones del pueblo durante la coronación todavía resonaban en sus oídos, pero sabía muy bien que la simpatía popular podía ser muy voluble. Jamás olvidaría que no debía descuidarse si deseaba retener la corona.
Ante todo, decidió elegir a sus principales ministros. El conde de Leicester era un candidato evidente; ya había recibido signos de su amistad, y Enrique había juzgado el carácter de este hombre. Sabía que si él era buen amigo de Leicester, el conde actuaría siempre como un súbdito fiel. Por lo tanto, fue su primera decisión. Eligió también a Richard de Luci, un hombre que había alcanzado cierta jerarquía durante el reinado de Esteban. A Enrique no le importaba que hubiese sido partidario de Esteban. Simpatizó inmediatamente con este hombre, y vio que era honesto; y Enrique confiaba en su propio juicio.
Estos dos serían sus principales consejeros y Enrique les explicó que se proponía actuar inmediatamente. Demostraría al pueblo de Inglaterra que su intención era respaldar la ley y el orden en el país entero, y eso significaba que tenía que acallar a quienes no lo aceptaban como rey; y aunque en Londres y en Winchester había conquistado popularidad, sabía que era imposible que todos los habitantes del país lo aceptaran. Por ejemplo, todos esos barones que se habían beneficiado con la blandura de la ley y habían amasado riquezas explotando a los más débiles. Enrique decidió guerrear inmediatamente contra esa gente y destruir sus castillos; con ese fin, decidió recorrer el país, de modo que todos comprendiesen las intenciones del nuevo rey.
Esta sugerencia mereció la entusiasta aprobación de sus ministros y de todos los hombres y las mujeres de pensamiento recto; y un vivo optimismo se apoderó del país.
En Bermondsey, Leonor esperaba el nacimiento de su hijo, mientras Enrique comenzaba su peregrinación. Viajó con mucha pompa, como cuadraba a un rey, y con él se desplazaba no sólo su ejército sino el personal doméstico con todos sus arreos. Llevaban su lecho, con un colchón de paja limpia; y también muebles, ropas y alimentos. Con los soldados se mezclaban los cocineros, los camareros y otros miembros de la casa real.
La gente se acercaba a contemplar la procesión, y así durante esos primeros tiempos de su reinado Enrique comenzó a limpiar el país de los barones salteadores, e incendió muchas de sus fortalezas con gran complacencia de los que durante tanto tiempo habían vivido atemorizados.
Por supuesto, muchos demostraron hostilidad ante esta actitud, pero tenían pocas posibilidades de oponerse al rey. A medida que pasó el tiempo aumentó la fuerza de Enrique, y la mayoría comprendió que había terminado el débil gobierno de Esteban.
Entretanto, en la aldea de Bermondsey, Leonor dio a luz a su hijo.
El hecho fue motivo de gran regocijo porque no solo era un varón; además, esta vez era un niño rozagante. Todos se sintieron reconfortados porque la salud del pequeño Guillermo no había mejorado, y parecía poco probable que el pequeño alcanzara la edad adulta.
- Ese niño merece un solo nombre -declaró Leonor-. Es necesario llamarlo Enrique, por su padre.
Apenas Leonor abandonó el lecho de parturienta, se reunió con Enrique, y ambos recorrieron juntos el país, para mostrarse a su pueblo.
- Continuemos juntos mientras podamos -dijo Enrique-, pues temo que habrá dificultades en Normandía, Aquitania, Maine o Anjou… y en ese caso, tendré que dejarte aquí, con el fin de que gobiernes en mi ausencia.
Leonor replicó que esperaba que no fuese necesario separarse; pero si el destino obligaba a Enrique a alejarse, ella apelaría a toda su habilidad para gobernar en su lugar y de acuerdo con sus deseos.
- Nuestra unión ha sido una bendición del destino -le dijo Enrique-. Ya me diste dos hijos, y no ha pasado tanto tiempo desde que nos casamos.
- Estoy inquieta por Guillermo -dijo Leonor-. Parece que no desea vivir.
- Con el tiempo mejorará.
- Tú seguramente nunca fuiste así.
- Oh, yo berreaba reclamando todo lo que quería, y cuando mi abuelo me tenía en sus rodillas, me contó que su propio padre había aferrado un manojo de juncos cuando tenía pocos días, y que eso era un símbolo de lo que sería su vida. Estaba dispuesto a apoderarse de la tierra dondequiera la encontraba. Y parece que yo soy como él. No puedes pretender que todos sean como nosotros.
- Quería que tu hijo fuese igual -replicó Leonor-. Enrique se parece más a ti. Ya tiene más vida que nuestro pobre y pequeño Guillermo.
- Guillermo cambiará. Probablemente será un erudito. No olvides que tiene dos padres muy cultos.
Aunque Enrique sonreía, estaba pensando en su hijo ilegítimo,
el que había tenido con Hikenai, y en su promesa de llevarlo a la
corte.
Se consoló pensando que todavía no había llegado el momento. Durante unos años el niño aún sería demasiado pequeño.
Durante una de sus visitas a Bermondsey, su hermano Godofredo se acercó al palacio y pidió audiencia.
La expresión de Godofredo era hosca.
- ¿Te agrada Inglaterra? -preguntó Enrique.
- ¿Cómo puede agradarme un país donde soy un pobretón que depende de los caprichos de su hermano? -replicó Godofredo.
- ¡Qué impaciente eres! -replicó Enrique-. Hace poco que ceñí la corona, de modo que aún no he podido distribuir tierras y castillos.
- Creo que algunos ya recibieron tus favores.
- Aquellos cuyo apoyo yo necesitaba conquistar. Hermano, espero que el tuyo se otorgue sin retribución.
- Quizá pretendes demasiado -rezongó Godofredo.
- Ten paciencia, hermano. Te beneficiarás mucho si sabes esperar.
- Deseo beneficiarme mucho ahora. ¿Acaso mi padre no me dejó Anjou y Maine en su testamento, y dijo que debías dármelo cuando obtuvieses la corona de Inglaterra?
- Todo a su tiempo -objetó Enrique.
Y pensó: “¿Cuánto tardaría este muchacho en perder Anjou y Maine? Entregárselas equivaldría a regalarlas a nuestros enemigos.”
- ¿En qué tiempo? -preguntó Godofredo-. ¿El mío o el tuyo?
- En el tiempo del rey contestó Enrique; y Godofredo se marchó irritado.
Muy poco tiempo después Enrique supo que su hermano había salido de Inglaterra y había regresado a Anjou.
Fue como él había previsto. Godofredo regresó para reunir tropas bajo su estandarte. Declaró que el derecho estaba de su lado. Su padre le había dejado Anjou y Maine, y debía recibirlas cuando su hermano obtuviese la corona de Inglaterra; pero ahora Enrique rehusaba cumplir esa cláusula. Solo le restaba hacer una cosa, y era luchar para recuperar su herencia.
Como Enrique estaba enfrascado en los asuntos de Inglaterra, muchos hombres se declararon dispuestos a seguir el estandarte de Godofredo.
Matilda había llegado a Inglaterra. Deseaba ver a su hijo ciñendo la corona que ella había creído siempre le pertenecía por derecho propio. Enrique la recibió complacido, pues la devoción que ella le demostraba la hacía muy grata a su corazón de hijo; por otra parte, él creía que Matilda nunca se había interesado realmente por nadie que no fuese él mismo. Precisamente por eso el rey podía confiar en su consejo.
Enrique habló a Matilda de la cólera de Godofredo, y señaló que no podía entregarle las tierras que su padre le había prometido. Matilda comprendió inmediatamente la actitud de su hijo mayor. Solo Enrique merecía gobernar. Todas sus esperanzas descansaban en él. Matilda creía también que los hermanos de Enrique debían contentarse sirviéndolo.
Cuanto más dilatadas las posesiones del rey de Inglaterra, más poderoso sería; y esa actitud convenía a la casa de Plantagenet.
- Jamás conseguirás que mis hermanos lo comprendan así -suspiró Enrique-. También está William. ¿Cómo puedo satisfacerlo? Pronto reclamará territorios sobre los cuales pueda gobernar. Estuve conversando con Leonor un plan para conquistar Irlanda. William podría ocupar el trono de ese país.
Matilda reflexionó.
- Es una idea bastante buena; pero podemos considerarla después. Ante todo, debes asegurar tu posición aquí; ¿y qué me dices de Anjou y Maine? ¿Qué ocurriría si vas a guerrear a Irlanda? Godofredo se rebelaría inmediatamente, y ocuparía todas tus posesiones en esa región. Quizá incluso Normandía. ¡No! Ya tienes la corona de Inglaterra. Ahora, antes de iniciar nuevas conquistas, cuida de no perder nada de lo que conseguiste. Debes ir a ver qué fechoría está preparando Godofredo.
Enrique conversó el asunto con Leonor y ella dijo que a su juicio Matilda tenía razón.
- Te echaré de menos -dijo-. Pero debes ir para salvar Anjou y Maine. -Leonor palideció-. Quizá incluso Aquitania corre cierto peligro. No, es necesario que vayas. Puedes dejarme aquí, con Leicester y Richard de Luci. Sabes que puedes confiar en nosotros.
- Sí, lo sé -contestó Enrique-; y pensó: “Es cierto. Fue el destino de mi abuelo y mi bisabuelo. Vivieron su vida entre Inglaterra y Normandía, porque la posesión de una los obligaba siempre a conservar la otra”'.
Leonor de nuevo estaba embarazada. Enrique debía separarse de ella. Seguramente la soberana sería capaz de gobernar con la ayuda de hombres en quienes él podía confiar.
Y así, Enrique partió en dirección a sus turbulentas posesiones allende el mar.
Muchas cosas absorbían el tiempo de Leonor.
Se propuso organizar en Inglaterra una corte que pudiese compararse con las que le habían complacido en Aquitania y París. Algunos trovadores de Provenza ya estaban llegando a su corte. Cantaban sus canciones de amor, y a menudo la reina era la heroína de las historias románticas que ella relataba.
Siempre que ella salía a caballo sus ropas eran admiradas por el pueblo, que se reunía a mirarla y prorrumpía en aclamaciones. Impuso nuevas modas. Con frecuencia se la veía con los cabellos formando sueltas trenzas y cubiertos por una fina gasa; sus vestidos, con las largas mangas colgantes, eran la delicia y la maravilla de los ciudadanos de Londres, una ciudad a la cual ella había acabado por aficionarse mucho.
La complacía visitar la Torre de Londres, en el barrio oeste de la ciudad; le agradaba pasar bajo el portal de Ludgate, y entrar en la antigua catedral; la encantaba descender por el río Westminster, dejando atrás el Strand, con los hermosos jardines que descendían hasta la orilla del río. Lo que ella amaba era el poder de la ciudad, porque era la ciudad más rica de Inglaterra, y le agradaba recordar que toda esta gente reconocía su poder, y que con Enrique ella gobernaba sobre el país entero.
Pero en ocasiones suspiraba recordando las brisas más tibias de Aquitania, y anhelaba regresar a su país natal, acompañada por Enrique y sus trovadores; pero comprendía que el destino que había convertido a su marido en rey ordenaba que a menudo los dos esposos se separasen, como era el caso ahora en que el deber de Leonor era vigilar los intereses de ambos en Inglaterra, mientras Enrique cuidaba de que su turbulento hermano no realizara sus ambiciosos planes.
Como estaba embarazada, no echaba tanto de menos a su marido. Los niños ocupaban su tiempo. Parecía que, después de todo, estaba destinada a ser madre, porque su carácter cambiaba cuando se embarazaba y cuando sus hijos eran muy pequeños. A menudo pensaba en Marie y Alix, y se preguntaba si la extrañaban. Pensaba también en Luis y en su nueva esposa y en la posibilidad de que él la hubiese olvidado.
Pero había muchos problemas inmediatos y muchas situaciones presentes, de modo que ella no podía preocuparse demasiado del pasado.
Estaba el nuevo hijo, las travesuras que el pequeño Enrique imaginaba a cada momento, y la debilidad cada vez más acentuada de Guillermo.
Esta era la preocupación principal de Leonor. Las niñeras meneaban la cabeza al verlo. El niño estaba cada vez más pálido y débil; y poco antes del nacimiento del nuevo hijo, Leonor tuvo la certeza de que cuando tuviese un niño perdería a otro.
Y así ocurrió.
Leonor estaba con él cuando murió. Sostuvo en la suya la manecita del pequeño y él la miró con ojos asombrados, como preguntándole por qué lo había engendrado, puesto que su estada sobre la tierra debía ser tan breve. Tenía apenas tres años.
Ella lo alzó en brazos y apretó contra su cuerpo el frágil cuerpecillo.
- Descansa, mi pequeño -dijo-. Puede ser que te hayas ahorrado muchos pesares.
Y así murió el pequeño Guillermo, el primogénito, el hijo en quien ellos habían depositado tantas esperanzas.
El recién nacido fue una hija. Leonor pensó que complacería a la emperatriz que diese su nombre a la pequeña, y así, la llamaron Matilda.
Enrique no había necesitado mucho para doblegar a Godofredo. Por supuesto, Enrique no tenía la más mínima intención de entregarle Anjou. Era cierto que su padre lo había prometido, pero Enrique sabía que su padre no se había caracterizado por su sensatez. Enrique no pensaba entregar Anjou a su hermano irresponsable. De todos modos, el padre había dejado a Godofredo esa bella región. Las cláusulas eran muy claras. Debía pasar a manos de Godofredo cuando Enrique se convirtiese en rey de Inglaterra. Así, Enrique buscó una solución de compromiso, y prometió pagar una renta de varios miles de libras anuales por la posesión de Anjou.
Parecía un acuerdo razonable para ambos hermanos. Para Godofredo, porque sabía que él nunca podría retener la posesión contra su hermano; y para Enrique porque sabía que Anjou jamás estaría segura si él no la protegía. Además, las promesas siempre pueden quebrantarse, y si Godofredo era tan tonto que creía que Enrique podía pagarle una suma anual tan elevada, bien merecía perderlo todo.
En definitiva, se concertó el acuerdo y de pronto Godofredo recibió una oferta inesperada de Bretaña. Esa provincia era presa de grave agitación. Los bandidos la asolaban, y necesitaba un gobernante enérgico. Como Godofredo era el hermano del hombre a quien muchos comenzaban a demostrar respeto, y que acudiría a ayudarlo si era necesario, pareció un buen candidato para asumir la dirección del país. A los ojos de Enrique, era una oportunidad realmente maravillosa.
Ahora. Godofredo podía gobernar sobre una región. Sería un hombre importante. Recibiría su pensión a cambio de Anjou… o más bien, si se abstenía de organizar movimientos para apoderarse de Anjou.
Durante un tiempo todo anduvo bien.
Enrique llegó a la conclusión de que Inglaterra estaba segura en manos de Leicester y Richard de Luci, y de sus ministros; y de que Leonor, que había sufrido la pérdida del pequeño Guillermo y poco antes había afrontado un parto, debía pasar un período en su amada Aquitania. El invierno sería más soportable allí.
Leonor se sintió encantada, no sólo de reunirse con su marido sino de volver a su país natal.
¡Qué alegría volver allí! De nuevo se sintió joven. Recordó los tiempos en que ella y su hermana Petronelle se sentaban en los jardines, y tocaban los laúdes, y entonaban canciones acerca de los placeres del amor.
Por supuesto, Petronelle estaba ahora en la corte de Francia. Leonor a menudo pensaba en el matrimonio de su hermana con Raoul de Vermandois y en que ella misma otrora se había sentido un poco celosa, pues las miradas apasionadas de Raoul antaño se orientaban a ella misma. Ahora tenían dos hijas: Eleonore e Isabelle. Todo eso parecía muy antiguo, y Leonor se preguntaba ahora cómo había podido pensar otrora que el irritante Raoul de Vermandois era atractivo.
Solía comparar a todos los hombres con Enrique, y la comparación los perjudicaba. Eso parecía extraño, pues incluso Leonor tenía que reconocer que no era un hombre apuesto. No era alto, como había sido Raymond de Antioquía. Raymond había sido un hombre que atraía la atención general, no sólo por su apostura sino también por su notable estatura. Enrique era un hombre que llamaba inmediatamente la atención a causa de su fuerza. No era pulcro, como lo habían sido los hombres a quienes ella había admirado antes. No era galante; era demasiado impaciente para malgastar palabras. En su vida había muchas cosas interesantes y él no tenía tiempo para descansar. Dormía poco; se levantaba al alba; rara vez se sentaba; no podía soportar la inactividad. Cuando sus cabellos, espesos y rizados, estaban bien cortados, parecía un león, porque se le agitaban nerviosamente las aletas de la nariz, y los ojos podían encendérsele de cólera. Era evidente que había nacido para montar a caballo, y cuando lo hacía parecía que él y el animal eran un mismo ser: Nunca vestía con elegancia; la única excepción era las ocasiones oficiales, porque comprendía la necesidad de mostrarse majestuoso e impresionar a la multitud. Tenía las manos fuertes y la piel áspera, porque despreciaba los guantes y cabalgaba sin ellos aunque soplase un viento cruel. Afirmaba que los guantes molestaban sus movimientos, y que estaban destinados a las damas. Era gran cazador, un rasgo heredado de sus antepasados. Era su forma preferida de descanso. Y pese a todos sus intereses, era un erudito. Jamás olvidaba la instrucción que le había impartido su tío, el hermano bastardo de su madre. Enrique era un hombre que necesitaba poco sueño, que deseaba mantener activa su mente todos los minutos de las horas de vigilia, exactamente como se mantenía activo su propio cuerpo.
Leonor pensaba a menudo que mal podía extrañar que ella hubiese continuado enamorada de su marido.
Pensaba constantemente en Enrique. Se preguntaba qué habría ocurrido si hubiera podido casarse con él por el tiempo en que había contraído matrimonio con Luis. La idea le arrancó una sonrisa. Entonces. Enrique no era más que un niño. Ella jamás había percibido la diferencia de edad entre ambos. Pero la inquietaba la posibilidad de que él hubiese prestado atención al asunto.
La pasión que los unía era tan intensa como siempre, y después de las frecuentes separaciones volvían a unirse como durante los primeros tiempos del matrimonio.
Por supuesto, ella estaba aprendiendo a conocerlo. El carácter de Enrique era rápido y violento, y cuando se excitaba todo su entorno se dejaba dominar por el terror. Se le agitaban las aletas de la nariz y le brillaban los ojos; aplicaba puntapiés a los objetos, y a veces se arrojaba al piso y descargaba puñetazos.
Estas cóleras eran terribles, y cuando sobrevenían parecía que los demonios lo poseían.
Leonor, que personalmente era muy capaz de encolerizarse, se horrorizaba de ver hasta dónde la furia podía llevar a Enrique. Durante los primeros años de su matrimonio apenas había conocido este aspecto del carácter de su marido, porque él estaba demasiado satisfecho con su unión y la conquista de la corona inglesa. Pero cuando alguien lo contrariaba, esos accesos de cólera dominaban, al rey y una vez que él había decidido que un hombre o una mujer era su enemigo jamás podía modificar su opinión.
De todos modos, ella lo entendía y lo amaba, y él le bastaba. Leonor habría preferido que él la acompañase cuando los trovadores se reunían alrededor de ella. Habría deseado que Enrique cantase una canción de amor, escrita por él mismo en homenaje a su esposa.
Enrique no disponía de tiempo para esos entretenimientos. De modo que la reina suspiraba y en definitiva decidió mantener sin él su pequeña corte.
Muchos estaban dispuestos a dedicarle canciones. Leonor volvía a sentirse joven. Los ojos ardientes de algunos hombres se clavaban en los de la soberana, y los dedos delicados -diferentes de los toscos y curtidos de Enrique- pulsaban las cuerdas del laúd.
Mientras escuchaba, Leonor se preguntaba: ¿Qué hice desde mi matrimonio con Enrique? Engendré hijos… tres en tres años. Estuve embarazada o dando a luz. Se echó a reír. Naturalmente, era la obligación de una reina; pero mal podía afirmarse que esa actividad armonizaba con la heroína de una canción de amor.
Aparentemente, Enrique se sentía satisfecho. La muerte del pequeño Guillermo lo había conmovido, no tanto por la pérdida del niño como porque se trataba de su hijo mayor. Tenían al pequeño Enrique -eso estaba bien- y a Matilda; pero Enrique quería más hijos. A menudo se refería al aprieto en que se había encontrado su abuelo Enrique I, que había tenido un hijo legítimo -aunque muchos ilegítimos- y que, cuando ese varón se había ahogado, descubrió que podía prolongarse únicamente en su hija. ¿Y qué había ocurrido? Había estallado la guerra civil.
- Debemos tener varones -dijo Enrique-. Contamos con mi pequeño Enrique, pero mira lo que ocurrió con Guillermo. Necesitamos más varones y será necesario engendrarlos mientras tú tienes edad para eso.
Él estaba al comienzo de la veintena… disponía de tiempo sobrado. ¿Y ella? El momento en que cesaría su capacidad para engendrar hijos no estaba tan lejano.
Era la primera alusión a la diferencia de edad. La rozó como el levísimo movimiento de una brisa que comienza a cobrar fuerza.
Por lo tanto, debía continuar engendrando hijos. Podía ser una madre afectuosa, pero era una mujer que tenía una personalidad demasiado fuerte para someterla a los dictados ajenos y poco importaba para el caso que se tratase de su marido o sus hijos.
La edad que la presionaba, los embarazos… eran cosas del futuro. Aquí estaba en su bienamado castillo, rodeada de trovadores que se complacían en cantar a la dama de sus sueños; ¿y quién podía elevarlos a las alturas del éxtasis con la misma eficacia que su reina?
Uno de los que cantaban para Leonor atrajo su atención más que otros. Era un apuesto joven llamado Bernard. Afirmaba ser Bernard de Ventadour, pero se murmuraba que no tenía derecho a usar el apellido. Era cierto que había nacido en el castillo de Ventadour, pero sus enemigos decían que era hijo de una de las fregonas de la cocina y de un siervo. Como se acostumbraba en muchas casas, el conde y la condesa de Ventadour habían permitido que el niño se criase en su propiedad; y así él había tenido acceso al castillo.
Que poseía dotes especiales pronto fue evidente; y como el conde y la condesa amaban el canto y la poesía, se permitió que el joven se incorporase al grupo de cantores.
Muy pronto se vio que era un poeta de no poca capacidad; y como ambos condes lo alentaron, su fama se difundió y muchos fueron al castillo para oír sus versos.
Naturalmente, el tema de los mismos era el amor; y todos los poetas contemporáneos elegían a la dama más bella y deseable de su círculo, para dedicarle sus letras. La condesa de Ventadour era sin duda una mujer bella; y un miembro de la casa no podía dedicar sus poemas a otra persona que no fuese la dama del castillo.
Las canciones de Bernard cobraron más y más vuelo y audacia, y mientras las cantaba se sentaba a los pies de la condesa, y la miraba con sus ojos elocuentes y hambrientos de amor. Tal era la costumbre; cada trovador tenía a su dama; pero la mayoría de los trovadores provenían de familias nobles, y que el hijo de una fregona y un siervo fijase los ojos en una condesa y le hablase de sus anhelos implicaba más atrevimiento que el que podía aceptarse.
Sea como fuere, eso es lo que pensó el conde. Dijo a Bernard que ya no había lugar para él en el castillo de Ventadour.
Bernard no tuvo más remedio que prepararse para partir. No se sentía demasiado inquieto, pues había oído decir que la reina Leonor estaba residiendo en su país natal; y por otra parte su reputación de excelente poeta del país había llegado lejos.
Se presentó ante Leonor, quien lo recibió en seguida. En efecto, hacía mucho que admiraba los poemas del joven, e incluso había compuesto música para algunos de ellos.
- Eres bienvenido -le dijo-. Ansío oírte cantar para nosotros.
Expresar respetuosa admiración era casi automático en Bernard. Y ahora que la belleza de la condesa estaba lejos, venía a reemplazarla una luminaria más interesante. Leonor no pudo evitar sentirse complacida ante la franca admiración, rayana en la adoración, que leyó en los ojos del joven. Le pareció reconfortada después de la sugerencia de Enrique en el sentido de que debían tener hijos mientras ella aún pudiera engendrarlos.
Bernard, llamado ahora Bernard de Ventadour -un nombre tan excelente como el de cualquier otro de los cortesanos de la reina- se convirtió en el poeta favorito de la corte. Estaba constantemente a los pies de la soberana. De sus labios brotaban poemas y canciones, y su tema era siempre Leonor, la Reina del Amor.
Ella tenía que sentirse complacida. Bernard poseía una voz tan hermosa. Estaba componiendo algunos de los mejores poemas de Francia y a ella los dedicaba. Sus palabras la embriagaban.
Enrique se acercó cierta vez al círculo de trovadores, y se sentó entre ellos. Su mirada pronto se fijó en la figura de Bernard de Ventadour extendida a los pies de su esposa, y vio las miradas tiernas que Leonor dirigía al poeta.
Entrecerró sus ojos. No pensó ni por un momento que ese sentimiento que existía obviamente entre ellos pudiera ser resultado del amor físico. Leonor tenía demasiada sensatez para eso. El niño que ella concibiese podía ser rey o reina de Inglaterra, y ella poseía sentido suficiente para comprender que el niño podía tener un solo padre: el propio Enrique, el rey. Aun así, no cabía duda de que le agradaba ese bonito muchacho, con sus delicadas manos cuajadas de anillos. Se preguntó si Leonor le habría regalado los anillos que el joven usaba.
Observó y escuchó, y recordó que muy pronto tendría que presentar a sus bastardos en la corte. En el caso de los hijos de Avice, la cosa era fácil, porque habían nacido antes de que él conociera a Leonor. Pero cuando apareciese el pequeño Godofredo, hijo de Hikenai, habría que ofrecer algunas explicaciones, porque había nacido después de su matrimonio. Pese a su inquieto pasado. Leonor había sido una esposa fiel, y eso parecía sorprendente. En realidad, los hijos la habían absorbido. Poco tiempo después del nacimiento del niño, concebía otro, de modo que para ella era muy escasa la posibilidad de cometer aventuras extraconyugales. Enrique vio el afecto que demostraba a esos poetas que cantaban un amor que nunca llegaba a realizarse físicamente, y comprendió que ella vivía en un sueño romántico, lo cual significaba que para ella sería difícil aceptar las necesidades de un hombre como el propio Enrique. El rey no era un individuo romántico. Era una realista. Las mujeres eran importantes en su vida, y no pensaba permitir que la situación cambiase. Leonor había acabado por reconciliarse con ese rasgo del carácter de su marido, y el día que él llevase al joven Godofredo a la corte y ordenara que lo criasen de ese modo especial reservado a los bastardos reales, ella tendría que demostrar que comprendía la situación. Enrique I, abuelo del monarca, había tenido un número considerable de bastardos. Aparentemente, Guillermo el Conquistador no los había tenido. Enrique nunca había oído hablar de un solo bastardo de su ilustre bisabuelo. Pero nadie podía asemejarse al Conquistador, que había vivido únicamente para vencer y gobernar. Dos actividades muy interesantes, pero que no bastaban para ocupar la vida entera de un hombre. Y sería necesario que Leonor supiera a qué atenerse.
Enrique vio en este episodio de Ventadour un medio de facilitar su tarea cuando llegase el momento de hablar a su esposa del pequeño Godofredo.
Se puso de pie bruscamente en medio de una de las canciones de Bernard, y se alejó del grupo. La reina lo miró asombrada, pero permaneció sentada hasta el final de la canción.
Entonces dijo: -Bernard, parece que tu obrita no agradó al rey.
- ¿Y a mi señora?
- Me pareció excelente. Si la dama de la cual hablas realmente posee tanta belleza y tan notables virtudes, seguramente es una diosa.
- Lo es -replicó fervorosamente el poeta.
- Y es evidente que tu enumeración de las virtudes de la dama aburrió al rey.
- No me importa el aburrimiento del rey si complazco a la reina.
- Ten cuidado, Bernard. El rey es un hombre violento.
El joven inclinó la cabeza. ¡Qué gráciles sus movimientos! ¡Qué gallardo! ¡Y cuánto agradaba a Leonor su poesía!
Cuando estuvo a solas con Enrique, éste decidió iniciar el ataque.
- Ese bastardo de la fregona tendrá que abandonar la corte -dijo.
- ¡Bernard! Caramba, se lo reconoce como uno de los poetas más grandes del país.
- ¡El bastardo de una trotona se da aires!
- Su talento lo pone en pie de igualdad con un noble.
- No a mis ojos -dijo el rey-. Y no me agrada el modo insolente en que te mira.
- ¿Insolente? Jamás se muestra insolente. A nadie respeta tanto como a su reina.
- Por Dios -exclamó Enrique-, parece que ese individuo aspira a ser tu amante.
- Solo en sus sueños.
- ¡Sueños! ¡Ese perro trepador! Dile que yo lo enviaré de regreso a la cocina, donde está su lugar.
- La cocina no es el lugar de un gran poeta. Enrique, tienes cierta instrucción. Respetas el talento… en este caso podríamos hablar de genio.
- Y yo hablo de insolencia -gritó el rey-. Ordenaré que le arranquen los ojos.
- Aquitania entera se alzaría contra ti. Un gran poeta… uno de los más grandes de nuestro país… y todo porque escribe un poema…
- A la reina -gritó Enrique-, para sugerirle… ¿qué le sugiere? Por la sangre de mi madre, si las palabras fueran hechos ya se habría metido en tu cama. Lo juro.
- Pero las palabras no son hechos y creo conocer mi deber.
El rey la aferró por los hombros y la arrojó sobre la cama.
- Sábelo -dijo-, si alguna vez me entero de que me engañaste, mataré a tu amante. ¿Lo sabes?
- Tendrías derecho. No te criticaría.
- Entonces, no habrías censurado a Luis si hubiese destruido a tus amantes.
- No me hables de Luis.
- En efecto, no soy Luis.
- ¿Te habría amado, te habría dado hijos si hubieses sido Luis?
- Diste hijas a Luis.
- Entonces era más joven. Estaba atrapada, y no había descubierto el modo de liberarme.
- No me agrada este embrollo con tu poeta.
- Bien, ¿temes que lo prefiera?
El rey alzó el taburete que estaba en la habitación, y lo arrojó contra la pared.
En el castillo reinaba un temeroso silencio. El rey sufría uno de sus ataques de cólera. Estaba demostrando su irritación y sus celos, así como sus sospechas contra Bernard de Ventadour; y poco después se advirtió al joven poeta que le convenía alejarse discretamente, hasta que hubiese pasado la tormenta.
Enrique se paseaba de un extremo al otro de la habitación, y la acusaba de infidelidad; pero en su cólera había un extraño elemento de insinceridad.
Finalmente, se desplomó sobre la cama, donde Leonor yacía, los ojos fijos en su marido.
La tomó con súbita pasión, y declaró nuevamente que atravesaría con la espada al hombre que se atreviese a hacer el amor a su mujer.
Ella aceptó sus caricias; Ventadour se retiró de la corte aunque habría de regresar más tarde; y poco después de este incidente, Leonor descubrió que de nuevo estaba embarazada.
Después de la aparición de Enrique en Francia, la situación en ese país era más pacífica; y el soberano consideró que era hora de regresar a Inglaterra.
No deseaba dejar a Leonor en Francia. Él decidió que ella y los niños debían volver a Inglaterra antes que él. El nuevo hijo nacería allí.
Leonor echaba de menos a Aquitania y a sus trovadores, pues si bien en su corte había muchos poetas y bardos, parecían inferiores a los de Provenza. Pensaba a menudo en Bernard de Ventadour, expulsado del castillo de Ventadour a causa de sus versos a la condesa, y que ahora había desagradado al rey por su devoción a Leonor.
Bernard era un hombre que necesitaba tener una dama a la cual dedicar sus poemas. Era indudable que esta vez había encontrado otro castillo y otra dama.
Leonor se encogió de hombros, desechó los pensamientos románticos y se entregó a la tarea de preparar el parto que se aproximaba. Pensó: ¡Qué destino! ¿Esto no acabará nunca? Si tengo otro varón, interrumpiré esta serie.
Soñaba con un varón. Esta vez ella misma lo deseaba profundamente. Quería a sus hijos, pero el joven Enrique la abrumaba, y él se parecía a su propio padre. Maltrataba a Matilda, que no demostraba el espíritu de la abuela cuyo nombre llevaba.
La reina se decía que este hijo sería distinto. Alto y apuesto como Raymond de Antioquía, un gobernante tan grande como su padre, un auténtico rey. Pero ¿cómo podía llegar a rey, si tenía un hermano mayor?
La complacía soñar con este hijo que había sido concebido en el calor de Aquitania. Aquitania sería suya. Palmeaba su propio cuerpo y murmuraba: -Hijito, yo la reservaré para ti.
El niño se movía en su vientre, y ella reía complacida. Seguramente él la había entendido. Estaba convencida de que éste no sería un niño común.
Había viajado a Oxford, porque había decidido que allí debía nacer su hijo. Inmediatamente después de los muros de la ciudad, cerca de la puerta norte, estaba el palacio Beaumont, con su serena perspectiva de prados verdes, allende los cuales se alzaban las torres del castillo de Oxford, del que años atrás la madre de Enrique había escapado caminando sobre el hielo. Aquí debía nacer el niño.
No pensaba amamantar personalmente a su hijo, y pidió a sus servidoras que encontrasen una buena mujer, que también tuviese un hijo, y que pudiese ser la nodriza del infante real.
La mujer, que visiblemente se encontraba en una etapa avanzada de embarazo, fue llevada al palacio, y allí se la instaló en una nursery real.
La reina yacía lánguidamente en su lecho, y pidió a la mujer que se sentara, porque deseaba estudiarla. Era una mujer limpia, sin duda una campesina. Tenía la piel fresca, el busto generoso, y el cuerpo robusto.
- No tardarás mucho en dar a luz -dijo Leonor.
- No, mi señora. De un momento a otro.
- ¿No temes el parto?
- Bien, no, mi señora. Es una cosa natural.
No era el primer hijo de esta mujer, y por eso se la había elegido, pues era sabido que tenía buena leche, y en cantidad suficiente para dos niños.
El niño real sería alimentado primero, y si quedaba lo suficiente ella podía amamantar a su propio hijo, la mujer entendía la situación, y estaba complacida de prestar el servicio que se le pedía. Una temporada en el palacio real, el honor de amamantar a un niño de sangre real. Todos sabían que por eso se recompensaba bien a una mujer.
- ¿Cómo te llamas? -preguntó Leonor.
- Hodierna, mi señora.
- Pues bien, debes cuidarte, porque así tendrás buena leche, y sólo la mejor será adecuada para mi hijo.
- Lo comprendo muy bien, mi señora -dijo Hodierna.
Al día siguiente la acostaron, y dio a luz un varón. La propia reina la visitó y admiró al niño.
Se lo llamaría Alexander.
Pocos días después, Leonor dio a luz un varón.
Se lo bautizó Ricardo, y desde el principio fue más hermoso que su hermano. Tenía las piernas largas y rectas, y su madre lo amaba profundamente.
Hodierna fue la mejor madre adoptiva que hubiera podido concebirse, y no se había equivocado cuando dijo que tenía leche suficiente para dos varones.
A medida que pasaron los meses, los dos niños se convirtieron en los dos infantes más hermosos de la corte, y con el tiempo llegaron a conocerse bien, tanto como hermanos.
Cuando Enrique regresó, fue a Oxford a ver a su hijo. Admiró al pequeño Ricardo, como era inevitable que ocurriese. Pero era evidente que el monarca estaba pensando algo. Así era. Había visto a Hikenai, y ella le había recordado su promesa de hacer algo por el hijo de ambos. Enrique sabía que no podía demorar mucho tiempo el asunto. Sería necesario que el pequeño Godofredo ingresara en la nursery, y mientras esa buena madre adoptiva estuviese en el palacio con su hijito Alexander parecía un momento oportuno para dar ese paso.
Estaba en el dormitorio cuando dijo a Leonor: -La nursery tendrá otro habitante.
Al principio, ella no comprendió.
- ¿Otro habitante? Tenemos dos hijos y una hija. ¿No es bastante? ¿Deseas que pase mi vida entera en ese desagradable estado de embarazo?
- No, no -dijo él-. No pensaba en otro hijo que tendríamos nosotros, aunque sin duda habrá más. Es un niño que me interesa.
- ¡Que te interesa! -Leonor se sentó en la cama. Se recogió los largos cabellos y se le colorearon las mejillas.
- Sí -contestó él con firmeza-, un interés muy especial.
- ¿Y por qué? -preguntó Leonor.
- No deseo ser interrogado.
- Quizá no. Pero me propongo interrogar.
- Olvidáis, señora, que estáis hablando con el rey.
Ella se había levantado de un salto. Permaneció de pie, frente a él, los brazos cruzados sobre el pecho.
- ¿Estás diciéndome que deseas traer a uno de tus bastardos a mi nursery?
- Estoy diciendo, que traeré a uno de mis bastardos a mi nursery.
- No lo toleraré.
- El niño llegará dentro de pocos días.
- No se quedará aquí.
- Se quedará con su medio hermano. Esa buena mujer Hodierna recibirá la orden de dispensarle el mismo tratamiento que a los demás.
- ¿Cuántos años tiene?
- Alrededor de tres.
- Un poco más joven que lo que habría sido Guillermo. De modo que… -Lo miró, incrédula. -¡Tú… lascivo! Él se echó a reír.
- Miren quién habla. Una mujer que se acostó con su propio tío.
Ella levantó la mano para golpearlo, pero él se la aferró y la apartó.
- Sabe esto -dijo-. Aquí soy el amo. Eres un súbdito como cualquier otro.
- ¡Yo… tu súbdito! ¡No eras más que el duque de Normandía. y te di Aquitania!
- Eso es cosa del pasado. Ahora soy el rey de Inglaterra.
- Y yo soy la reina.
- Por mi dispensa. Recuérdalo. Podría conseguir que te encarcelaran esta misma noche si lo deseara.
- ¡Cómo te atreves!
- Verás que el rey de Inglaterra se atreve a mucho.
- De modo que no me fuiste fiel… ni siquiera entonces… ¡al principio de todo!
- Había largas separaciones. ¿Cómo pretendías que me mantuviese apartado de las mujeres? Ella era una mujer de moral liviana. No fue más que eso.
- ¡Y debo soportar que el bastardo de una mujer de moral liviana se críe con mis hijos!
- Por sus venas corre sangre real.
- ¿Crees que lo soportaré en mi nursery?
- Sí, señora, eso creo. Y te juro que si intentas dañarlo me vengaré de ti, y de tal modo que lamentarás el día que pensaste nada parecido.
- ¿Crees que soy una mujer capaz de vengarse en los niños?
- No, no lo creo. Creo que tienes inteligencia suficiente para ser razonable.
- Enrique, soy gobernante por derecho propio. No me tratarás así.
- Serás tratada como a mí me parezca propio.
- Hice mucho por ti…
- Y yo por ti. ¿No me casé contigo… con una divorciada doce años mayor que yo?
- Te odiaré por esto.
- Hazlo. Engendraremos más hijos en el odio. Ven, comenzaremos ahora.
Ella se apartó de él bruscamente, pero él no cejó. Se sentía exultante. La tarea difícil que había temido estaba realizada. Leonor sabía que había un niño, y que llegaría a la nursery; y aceptaba ese hecho, exactamente como ahora estaba aceptando a su marido. Para ella, Enrique era irresistible.
Ya se le pasarían esas fantasías románticas. Olvidaría las canciones cantadas por sus trovadores. La vida no era así.
Los hombres como él, separados de sus esposas tomaban a otras mujeres. Enrique había creído que Leonor tenía experiencia suficiente para saberlo. Habría separaciones en el futuro, y otras mujeres… legiones de mujeres Ella debía aprender a aceptarlo, y si había un bastardo o dos a quienes él deseaba introducir en la corte, su voluntad debía ejecutarse.
En efecto, ella lo aceptó. Era demasiado realista para oponerse a lo inevitable. Pero a partir de ese momento sus sentimientos hacia él cambiaron. Ya no le interesó lo que convenía a su marido; en adelante, contemplaría sus propios deseos y su placer.
El bastardo Godofredo llegó a la nursery. Era un pequeño encantador, y el rey estaba especialmente interesado en él, y decidido a conseguir que no se sintiera inferior a sus medio hermanos.
Por su parte, la reina ignoró al niño, y en ella comenzó a manifestarse hacia su hijo Ricardo una ternura de la cual la propia Leonor nunca se había creído capaz.
Cuando cambió la relación entre ellos, cada uno comenzó a ver en él otros defectos que no habían percibido antes. A juicio de Leonor, Enrique a menudo tenía modales toscos; su atuendo carecía de imaginación; le desagradaban sus manos ásperas. Aunque podía ser abrumador cuando se trataba de hacer su voluntad, ella a menudo pensaba que carecía de la dignidad de un rey. Eso no era del todo cierto. Su actitud era tal que imponía obediencia inmediata. Lo que ella objetaba era su falta de elegancia, sus prendas simples y el hecho de que rara vez se sentaba a comer, e ingería de pie sus alimentos, como si comer fuese un hábito para el cual disponía de escaso tiempo. Cuando Leonor recordaba los elegantes banquetes ofrecidos en la corte de su padre y también en la de Luis, se impacientaba. También sus accesos de cólera se habían agravado. Ahora no trataba de controlarse en presencia de su esposa. Ella lo había visto de bruces sobre el piso, renegando enfurecido. Había ocasiones en que ella creía que Enrique estaba enloqueciendo, porque se le desorbitaban los ojos, se le movían las aletas de la nariz y en efecto se parecía al león con el cual la gente lo comparaba. Esas cóleras violentas eran el factor que intimidaba a muchos. Sin embargo. Leonor tenía que reconocer que era muy respetado, y que obtenía el acatamiento de los hombres, lo cual era sorprendente porque no tenía escrúpulos en mentir o quebrantar las promesas. Su idea fija era engrandecer Inglaterra y retener cada pulgada de tierra que caía en sus manos. Quería que la gente lo considerase como había hecho con su bisabuelo, el poderoso Conquistador. Sin embargo, había una diferencia; el Gran Guillermo jamás había pensado en otra cosa que sus conquistas. Se había casado con su esposa, y a pesar de las prolongadas separaciones le había sido totalmente fiel. Guillermo había sido sexualmente un hombre frío: Enrique no poseía esa condición. Leonor lo sabía, y la entristecía que sus propios sentimientos hubiesen variado, porque Enrique todavía era importante para ella. No lamentaba su matrimonio. Se despreciaba por haberlo imbuido de un idealismo que, como ella debió saber, nunca pudo existir. Ella era una romántica, Enrique era un hombre sensual y terreno. La condición que ambos compartían era el gusto del poder, y el espíritu orgulloso de Leonor se sintió ofendido porque tenía que aceptar la infidelidad de su marido. Lo que la lastimaba más, era que mientras ella en su fidelidad soñaba con Enrique, él se divertía con prostitutas; y seguramente una de ellas había suscitado su afecto, pues había llevado el niño a la nursery real. Se preguntaba cuántos bastardos vivían dispersos en los diferentes rincones del país.
No podía odiar al niño que estaba en la nursery; pero para someterla, Enrique prestaba mucha atención al pequeño. Había dicho claramente que no debía tratárselo de distinto modo que a Enrique o al pequeño Ricardo, o a Matilda. Sería diferente cuando creciera. El pequeño Godofredo conocería la diferencia entre los herederos del rey y sus bastardos.
Leonor sabía que Enrique se interesaba mucho en el niño sobre todo para irritarla, y se negaba a permitir que él viese cuánto la molestaba esa situación.
Su hijo Ricardo la reconfortaba mucho. Sería un hombre apuesto. Ya mostraba signos de su carácter, y lloraba cuando deseaba algo y al mismo tiempo seducía a todos los que visitaban la nursery. Enrique no hacía caso del niño. A veces Leonor pensaba que Ricardo advertía esa actitud, pues siempre que su padre se acercaba, el pequeño aullaba irritado.
También Enrique pensaba en el cambio de sus mutuas relaciones. Llegó a la conclusión de que ella era una marimacho; y todos los reyes necesitaban esposas sumisas, que obedecieran sin discutir. Esteban había sido afortunado con su Matilda, pues aunque ella hubiera sido una mujer inteligente, y según se vio después una estratega experta, y aunque había hecho mucho para promover la causa de su marido, jamás lo había criticado, y siempre se había esforzado por complacerlo. Enrique pensaba que si Esteban se hubiese casado con Leonor, habría advertido la diferencia. Reía recordando las fieras disputas entre sus padres. Siempre que se encontraban estaban en conflicto. Recordaba los gritos y los insultos que cada uno arrojaba al otro. ¡Cuánto odio se había suscitado entre esos dos! Su madre era diez años mayor que su padre. Y el propio Enrique doce años más joven que su esposa. ¿Las familias de su estirpe respondían a una pauta… maridos jóvenes, esposas de más edad, y matrimonios tormentosos?
Pero no podía comparar su matrimonio con el de sus padres. La unión de Matilda y su marido había estado signada desde el comienzo por el desprecio y por el odio. Era difícil comprender cómo su padre había conseguido que Matilda engendrase tres hijos. Pero habían cumplido su deber, y ahí estaba Enrique… gracias a Dios el mayor, porque tenía escaso respeto por sus hermanos Godofredo y Guillermo.
¿Y sus sentimientos hacia Leonor? Bien, no lamentaba su matrimonio. Ella le había aportado Aquitania, y era una reina de la cual podía sentirse orgulloso. No había mujer más elegante que ella. Sabía qué vestidos debía usar, y cómo llevarlos. Dondequiera aparecía, atraía las miradas de la gente, y para eso estaban las reinas. El pueblo inglés desconfiaba de ella, como desconfiaba de todos los extranjeros; pero le agradaba mirarla, y en verdad valía la pena contemplar su figura elegante.
Pero era una mujer orgullosa. Un hombre de carácter blando se habría dejado dominar por ella. Enrique pensaba en el pobre Luis de Francia. Mientras duró su matrimonio con él, Leonor lo había tratado mal. y aún así él se había resistido a la separación. Enrique reía para sí cuando imaginaba la escena… Ella llegaba a Antioquía y conocía a su hermoso tío. ¡Y poco después compartía el lecho de Raymond, y según decían también el de un infiel! Luis tenía mucho que criticarle, si en verdad deseaba cuestionar la conducta de su esposa.
En adelante, la vida con ella sería una batalla permanente. La perspectiva entusiasmaba a Enrique, de modo que mal podía pesarle su matrimonio. Además, ella le había dado Aquitania. ¿Acaso podía lamentarse de la posesión de Aquitania?
Leonor poseía todas las cualidades propias de una reina, siempre que tuviese un marido que supiese someterla. Cuando ella comprendiese que la voluntad del rey era ley, se sentiría bastante feliz con su matrimonio. Habría más hijos. Había demostrado que podía engendrar hijos, y Enrique no se oponía a tener una niña o dos. Eran excelentes peones en el juego de la política. Un matrimonio aquí y allá podrían consolidar una alianza mucho mejor que un convenio por escrito.
Pero ella tenía que comprender que él era el rey, y que había que obedecerle. Ella era su reina, y se le debía cierto respeto; pero lo que se le otorgaba era por buena voluntad del monarca, y ella bien debía agradecérselo.
Exigir esa actitud a Leonor era pedir mucho, y precisamente por eso la batalla entre ambos sería muy interesante.
Los hijos la habían cambiado. Aunque no amamantaba a sus niños, porque temía perjudicar sus hermosos pechos, altos y firmes, la concepción de tantos niños en tan breve lapso había modificado ligeramente su figura. Ella había dado a Enrique cuatro hijos, y además había que tener en cuenta las dos niñas con Luis. Una mujer que había dado a luz a seis hijos mal podía ser la sílfide de sus años juveniles. Ya no lo atraía físicamente como antaño. El deseo intenso que él había experimentado durante los primeros años se había reemplazado por una pasión que arraigaba en el deseo de someterla.
Sin embargo, en lo más profundo de su ser alentaba la esperanza de un tipo diferente de relación. La mujer ideal habría sido la que lo adorase, se le sometiese, le fuese completamente fiel, y contuviese su egoísmo personal a causa del deseo de servirlo. Había mujeres así. El finado rey Esteban había encontrado una. Con una mujer de ese tipo él se habría mostrado bondadoso y tierno. No le habría sido fiel. ¿Acaso Esteban había sido fiel a su Matilda? Era bien sabido que no. Sin embargo, los sentimientos de Matilda jamás habían vacilado, y ella había demostrado que era una mujer inteligente en el servicio de su marido. En el mundo había muy pocas mujeres como Matilda de Boulogne, y Leonor ciertamente no era una de ellas.
Se alegraba de que Leonor comprendiese que él no tenía la más mínima intención de serle fiel, que estaba dispuesto a vivir como un rey, extrayendo su placer donde tal cosa fuera posible, y que todos sus súbditos -desde la reina hasta el más humilde criado- debían comprender que ese era el modo propio del rey, y que ninguno debía atreverse a cuestionarlo.
Nunca podía reposar mucho tiempo en el mismo lugar. Cuando estaba en el sur, necesitaba preguntarse qué estaba haciendo la gente del norte. Tenía por costumbre recorrer el país sin dar aviso previo de su itinerario. Lo cual significaba que todos debían estar dispuestos a verlo aparecer de un momento a otro, y pobre de quien no ejecutase sus órdenes. Esta costumbre merecía el aplauso del pueblo común, que había visto el efecto inmediato que tenía sobre la ley y el orden. Los barones salteadores ya no se atrevían a desencadenar sus crueles ataques. El rey se enteraba de sus fechorías y su palabra era ley.
Inglaterra se regocijaba. De nuevo tenía un rey fuerte. Enrique estaba decidido a defender la felicidad de su país.
Muy satisfecho, descubrió que Leonor de nuevo estaba embarazada. Pero ella deploró el hecho.
- Entonces, ¿qué soy? -preguntó-. ¿Un animal cuyo único propósito en la vida es engendrar?
- Es el destino de las mujeres -replicó Enrique con una sonrisa.
- Te digo una cosa. Después de este embarazo, descansaré largamente.
- Tres varones son suficientes -admitió él.
Ella detestaba verlo… tan joven, desbordando salud y vigor, siempre viajando, buscando jóvenes y bellas que consideraban un honor dejarse seducir por el rey; y si de la unión resultaba un hijo… bien, quizá el rey aceptara incorporarlo a la nursery real. ¿Acaso no había hecho precisamente eso con Godofredo, el hijo de la trotona?
Ella lo odiaba porque era un hombre libre y joven.
Enrique acostumbraba levantarse temprano, y sólo entonces informaba que estaba dispuesto a iniciar sus peregrinaciones. ¡Cuánta agitación en el castillo! Los criados abandonaban de prisa el lecho, y los palafreneros, los ojos cargados de sueño, corrían hacia los establos. Los propios caballos, que percibían la atmósfera general, viajaban inquietos; los cocineros y los camareros y todos los miembros del hogar real, que viajaban con el rey, reunían de prisa los elementos de su oficio, pues el rey ansiaba partir, y las demoras lo impacientaban.
Leonor miraba desde su ventana. Le temían; sin embargo, ninguno deseaba quedar rezagado. Las temibles cóleras de Enrique intimidaban, pero sus ásperas palabras de cordialidad los alegraban.
Leonor tenía que admitir de mala gana que en efecto era un rey. Ahí estaba, barboteando instrucciones mientras todos corrían frenéticos. Ahora retiraban su cama. ¿Quién la compartiría con él? Paja limpia, pues quizá no fuera posible obtenerla en el camino. Sus platos y sus copas. Leonor pensó renuente que no se celebrarían grandes banquetes. El placer de Enrique estaba en la cama más que en la mesa.
Él elevó la mirada y la vio en la ventana. Se inclinó irónicamente. Ahora, a diferencia de los viejos tiempos, no había pesar. Antaño ella misma hubiera descendido al patio. Le habría rogado que regresase cuanto antes, que pensara en ella como ella pensaba en él. Todo eso había cambiado. Ahora lo conocía mejor. Había traicionado su verdadera naturaleza, la de hombre sensual. Enrique no había podido serle fiel siquiera cuando ambos estaban en la cumbre de su pasión.
Que fuese con sus prostitutas y sus trotonas. Ella se alegraba de la separación.
Y Enrique se había atrevido a despedir a Bernard de Ventadour. ¿Por qué? ¿Realmente sentía los celos que había demostrado ante ella? En él había muchas cosas que no entendía. Quizá por eso no podía dejar de pensar en su marido.
Y aquí estaba ella… Leonor de Aquitania. la dama elegante de buen gusto y cultura, la protectora de las artes, una mujer que debía aguardar el placer de las visitas del rey a su lecho, una mujer que comenzaba a sospechar que esas visitas tenían un solo propósito: producir hijos. ¿Era éste el romance cantado por los poetas a quien ella tanto apreciaba?
Se consolaba con sus hijos, y sobre todo con Ricardo.
Era un niño maravilloso, y muy pronto llegaría otro. Apenas había pasado un año desde el último parto, y ella de nuevo estaba embarazada.
Alzó en brazos a Ricardo, y acercó a sí el rostro, liso e infantil.
- Ricardo, el rey se marchó -dijo.
El niño gorjeó complacido, como si hubiese comprendido.
Ella rió fuertemente y lo apretó contra su cuerpo; con este hermoso niño podía olvidar la desilusión que suscitaba en ella su propio marido.