LA SEDE VACANTE

Durante dos años Leonor se había visto libre de embarazos. De nuevo comenzó a sentirse joven. El pequeño Ricardo, el más inteligente y hermoso de sus hijos tenía casi tres años. Su madre siempre lo consideraba su preferido. Ese amor con que lo trataba era evidente, tanto como su antipatía por el mayor de los Godofredos. La princesa Margarita estaba en Inglaterra, pero Luis no había querido que su hija fuese educada por la misma mujer que otrora había sido su esposa. Creía que se trataba de una situación que podía encerrar ciertos riesgos. Por lo tanto, se había convenido en que la pequeña Margarita viviría en la casa de Robert Newburgh, de quien se sabía que era un hombre virtuoso y de carácter muy íntegro.

Leonor se despidió de sus hijos y se reunió con Enrique en Normandía. La soberana deseaba viajar a Aquitania. Siempre que ella regresaba a su país natal, había mucho regocijo. No importaba que rumores se difundieran acerca de su persona, siempre se la recibía bien. De nuevo organizó su pequeña corte, y llegaron los trovadores; de nuevo se habló de amor, y pareció que Leonor, que ya no era joven, y que tenía seis hijos vivos, era tan deseable como siempre.

A veces, ella pensaba en Luis, que había tenido únicamente tres hijas… y dos con ella. Marie y Alix ya estaban comprometidas, Marie con Henry de Champagne, y Alix con Theobald de Blois. ¿Recordaban a su madre? Y cuando nació su pequeña Margarita, sin duda Luis había sentido intensa envidia de Leonor y Enrique, que habían tenido varios hermosos varones. Por lo menos esa niña había consolidado la alianza entre Francia e Inglaterra, y el vínculo sería aún más firme cuando se consumara el matrimonio con el pequeño Enrique.

Mientras escuchaba el canto de sus bardos, Leonor pensaba que la vida había sido interesante. Enrique la había decepcionado, y sin embargo, por extraño que pareciera, ella aún le demostraba interés. Leonor a menudo se preguntaba qué había en Enrique que la atraía tanto. Ella era tan elegante; él, todo lo contrario. Oh, pero él era un hombre; y el poder parecía una cualidad natural en él. Su temperamento angevino la divertía, pero el de ella misma no le iba en zaga.

Ahora que ella se había acostumbrado al hecho de que Enrique de tanto en tanto le era infiel, podía gozar de los encuentros con su marido, e incluso desearlos. La única reserva que formulaba era que no hubiese más embarazos. Creía que tres saludables varones bastaban. De todos modos, aún era bastante joven y podía engendrar más hijos.

Estaba un poco celosa del canciller, pues Enrique parecía preferir su compañía a la de cualquier otro. E incluso a la compañía de las demás mujeres. Leonor reconocía que Becket era inteligente y era un buen servidor, de modo que quizá ella cometiera un error cuando se irritaba ante la devoción que Enrique demostraba a su servidor. Un rey siempre necesitaba muchos colaboradores eficaces.

La divirtió la noticia de que la esposa de Luis se había embarazado nuevamente. Pensó burlona: ¡Bien por Luis! Por lo menos, él había logrado embarazarla dos veces a ella. Se preguntó si Luis aún mostraba cierta renuencia, y prefería escuchar la música religiosa en lugar de la música del amor. Ni por un instante ella se había arrepentido de la separación.

La vida reposada no le sentaba, y siempre que estaba en Aquitania comenzaba a pensar en Tolosa, un asunto que siempre la había irritado porque creía que le pertenecía por derecho propio. Antaño había reclamado su posesión, sobre la base de los derechos emanados de su abuela Philippa, y siempre había abrigado la esperanza de que ella y Enrique consiguieran recuperarla. Ahora estaba en poder de Raymond, el quinto conde, que era un débil de carácter; sin embargo, era poco lo que podía hacerse, porque con mucha astucia Raymond había desposado a la hermana del rey de Francia.

Leonor pensaba: ¡Oh, estos matrimonios! Son un ingrediente tan necesario del gobierno.

Enrique se acercó a ella, que estaba sentada en el jardín con sus cantores. Batió palmas impaciente, para indicar que deseaba que los trovadores se alejasen. Nadie ignoró la señal. Era muy conocido el temperamento del rey, y había que evitarlo.

Enrique estaba muy perturbado. Se acostó al lado de Leonor y dijo: -Traigo noticias. La reina de Francia dio a luz…

- Un hijo -dijo ella.

- Una hija.

Leonor se echó a reír, pero el rey dijo en voz baja: -La reina de Francia murió de parto.

Ambos guardaron silencio, pensando en el significado de la noticia. ¡Otra hija para Luis! Era la cuarta. ¿Significaba que jamás tendría varones? Leonor podía pensar complacida en los tres varones saludables que estaban alojados en la nursery. ¡Pobre Luis! ¿Qué haría ahora? Tendría que contraer nuevo matrimonio. La misma idea cruzaba la mente de Enrique.

- Esperará un tiempo -dijo-, y después se casará. El matrimonio del rey de Francia es muy importante para mí.

Enrique estaba explorando mentalmente la posibilidad de hallar, para el rey de Francia, una esposa que conviniese al rey de Inglaterra.

Para asombro general, apenas un mes después de la muerte de la reina Constanza, Luis desposó a Adela de Blois.

Enrique y Leonor quedaron mudos de asombro, un sentimiento que pronto se convirtió en aprensión.

- De modo que -exclamó Enrique- se casa con Adela de Blois demostrando una prisa indecente, y el hermano de Adela, ese Theobald, está comprometido con la hija de Luis. Así se crea una alianza muy firme entre el conde de Blois y el rey de Francia.

- Demasiado firme -dijo Leonor.

- Esto no me agrada -gruñó Enrique-. No olvides que el último rey de Inglaterra salió de la casa de Blois. No deseo que esa casa sea demasiado poderosa.

- ¿Crees que puede reclamar el trono de Inglaterra?

- Y si lo hiciera -replicó Enrique-, ¿Luis retiraría su apoyo a una casa con la cual mantiene una alianza tan firme?

- Lástima que Enrique y Margarita son demasiado pequeños para casarse. Si su propia hija estuviese casada con el heredero de Inglaterra, Luis no tendría más alternativa que apoyarte.

- ¿Por qué crees que son demasiado pequeños para casarse?

- Enrique tiene seis años. Margarita aún no cumplió tres.

- Su dote matrimonial es el Vexin -recordó Enrique a su esposa-. Si el Vexin está bajo mi control, podremos considerar segura la situación en Normandía, y así yo podré desviar mi atención hacia otros rumbos.

- ¡Pero son tan pequeños!

- ¡Qué importa! No tendrán que acostarse en la misma cama. Pero podremos organizar una ceremonia. Luis no tiene motivos para oponerse. Aceptó la unión. Ordenaré que los casen, y una vez celebrado el matrimonio el Vexin será nuestro. Todos los duques de Normandía conocieron la importancia de ese territorio.

- Tendrás que obtener una dispensa del Papa.

- Recuerda que ya conseguí una, aprobando el matrimonio de nuestra abadesa. Alejandro se siente muy inseguro. Si le prometiese mi apoyo a cambio de la dispensa, ¿dudas de que me la otorgaría?

- Enrique, eres un hombre sagaz.

- Mi querida esposa, no duraría mucho tiempo en el trono de Inglaterra o en el ducado de Normandía si no lo fuese.

Ella no podía dejar de admirar el modo en que él hacía su voluntad.

Margarita y Enrique se casaron. Fue una ceremonia discreta, pero se celebró en presencia de dos cardenales, y como era un auténtico matrimonio, no fue posible retener la dote. El Vexin estaba ahora bajo el dominio de Enrique, de modo que él pudo considerar con más ecuanimidad el matrimonio del rey de Francia con Adela de Blois.

Apremiado por Leonor, Enrique decidió que podía desencadenar un ataque contra Tolosa, y promover el cambio tan deseado por ella: la unión con Aquitania, bajo el gobierno del duque y la duquesa de dicha provincia.

El Vexin defendía a Normandía; Inglaterra estaba bien gobernada por el conde de Leicester, y Enrique ordenó al canciller Becket que fuese a Inglaterra y reuniese una compañía de caballeros, que debía pasar a Francia. Estaba seguro de que no se necesitaba mucho esfuerzo para someter a Raymond de Tolosa. Luis odiaba la guerra; se mantendría al margen, y todo lo que Enrique tendría que hacer era ocupar un castillo o dos para convencer de su fuerza a Raymond.

Enrique había subestimado a Luis, y fue una desagradable sorpresa enterarse de que el rey de Francia rehusaba adoptar una actitud de prescindencia. Tenía un vínculo familiar con Raymond, que había desposado a la hermana del monarca; más aún, el conde de Tolosa era uno de sus vasallos. De hecho, Enrique Plantagenet estaba convirtiéndose en un hombre demasiado dominante y por lo tanto, parecía demasiado poderoso. Luis veía que era necesario contener ese progreso permanente; y ahora declaró que estaba dispuesto a acudir en auxilio de su cuñado.

Enrique se sintió muy desagradado. No deseaba ir a la guerra contra el rey de Francia; advertía que se aproximaba un enfrentamiento fundamental; no le convenía derrotarlo. Tampoco le convenía al rey de Francia derrotar a Enrique. Enrique no podía imponerse a Francia. Si lo hacía soportaría una serie interminable de dificultades. Tendría que consagrar el resto de su vida a pelear en Francia.

Pero, ¿qué podría hacer? Había declarado la guerra a Raymond de Tolosa. Becket había llegado con su cortejo de caballeros, y el rey de Escocia había ofrecido su ayuda.

Inseguro, marchó sobre Tolosa, y cuando vio los muros de la ciudad recibió la noticia de que el propio Luis se había instalado en la plaza.

El rey ordenó que sus ejércitos se detuviesen. Mandó llamar a su canciller.

- Becket, es una situación lamentable -dijo.

- ¿Por qué, mi señor? Vuestro deseo fue hacer la guerra a Tolosa.

- Lo sé, lo sé. Pero en la ciudad está el rey de Francia.

- Si está allí, por eso mismo declara que es vuestro enemigo.

- ¿Qué ocurriría si yo matase al rey de Francia?

- Mi señor, yo estaba pensando: ¿Qué ocurrirá si él os matara?

- ¡No! Nunca podría hacerlo. No es soldado. No querrá luchar.

- Tiene voluntad suficiente para ponerse a la cabeza de sus ejércitos y reunirse con Raymond de Tolosa, contra vos.

- Ojalá nunca hubiera comenzado esto. Tomás, ayúdame a salir de este embrollo. Dime qué puedo hacer ahora.

- El duque de Normandía es vasallo del rey de Francia.

- No me digas lo que ya sé.

- Habéis jurado servirlo y aceptarlo como vuestro señor. Entonces, ¿cómo podríais tomar las armas contra él?

- Puedo y lo haré, si me parece oportuno.

- Sin embargo, lo hacéis de mala gana, porque os preguntáis: ¿Es una guerra justa? Mi señor, en Inglaterra muchos súbditos os juraron fidelidad. Si quebrantáis vuestra promesa al soberano del duque de Normandía, otros pueden creer que esa actitud es un precedente, y adoptar la misma postura frente al rey de Inglaterra. ¿Y si quienes os juraron fidelidad quebrantan igualmente sus votos?

- Entiendo lo que quieres decir, Tomás.

- Podemos abandonar este proyecto. Alejarnos de los muros de Tolosa.

- ¿Y qué dirá la gente?

- Que el rey de Inglaterra es un hombre honorable. Como el rey de Francia tomó partido por Raymond de Tolosa, y como en su condición de duque de Normandía, Enrique Plantagenet juró fidelidad a Luis, renuncia a lo que pareció una victoria segura, y lo hace en defensa de su honor.

Enrique miró a su canciller, entrecerró los ojos y rompió a reír.

- Muy cierto, Tomás. Lo conseguiste, amigo. Yo siempre supe que tú me darías la respuesta justa y virtuosa.

La actitud del rey provocó desconcierto. ¿Por qué había reunido un ejército, lo había acercado a los muros de Tolosa, y después se había marchado?

¿Quizá Enrique Plantagenet temía a las fuerzas combinadas de Tolosa y Francia? Era extraño, porque las ventajas estaban de su parte.

Las conjeturas acerca de su capacidad fueron acalladas casi inmediatamente, pues el hermano de Luis, Robert, que estaba ansioso de poder, aprovechó la oportunidad para atacar a Normandía.

Aquí, Enrique no tuvo escrúpulos. Luchó sin vacilar, y derrotó a Robert, que poco después inició negociaciones de paz. Así, la reputación de Enrique como hombre honorable se vio realzada, sin desmedro de su prestigio como jefe militar.

Después de todo, no había sido un movimiento tan estéril. Solamente Leonor sentía cólera y frustración. Estaba furiosa porque había descubierto que de nuevo se había embarazado, y secretamente se reprochaba haberlo permitido; pero concentró sus reproches en la incapacidad de Enrique para tomar Tolosa.

- Es mía -declaró-. Fue un legado de mi abuelo. Tú, que te apoderaste de Inglaterra y Normandía, no pudiste tomar a Tolosa.

Enrique se encogió de hombros.

- Tomaré lo que desee y cuando lo desee -contestó.

- ¡Pero no a Tolosa! Temes al rey de Francia. ¡Temes a mi manso monje Luis!

- Reniega cuanto quieras -dijo el rey-. No te escucharé.

- Quizá -replicó ella-, uno de estos días mis hijos tendrán edad suficiente para combatir por su padre.

- Excelente comentario, cuando quizá ahora mismo tienes en tu vientre a uno de ellos.

- Enrique, no me irrites demasiado -replicó Leonor-, o te pesará.

- Lo mismo vale para mí -contestó él.

La frustración de Leonor era intolerable. Era injusto que siempre tocase a la mujer engendrar a los niños.

Se prometió que ése sería el último. Pero, ¿no había dicho lo mismo cuando nació Godofredo?

A su debido tiempo, dio a luz en la ciudad de Domfront.

La llamó Leonor.

El arzobispo Theobald escribía con frecuencia a Tomás.

- Aún eres archidiácono de Canterbury, y sin embargo jamás te vemos aquí. ¿Qué ocurre con las cosas de la Iglesia? ¿Las olvidas a causa de tus deberes seculares?

Tomás informó al rey acerca del pedido del arzobispo.

- Dile al viejo que te necesito conmigo -replicó el rey.

- Sería conveniente que renunciara a mi cargo de archidiácono.

- No, es mejor que permanezcas en la Iglesia.

- Ha pasado mucho tiempo desde que salí de Canterbury. Debería volver, porque mi antiguo amigo y protector está envejeciendo. En su última carta dice que es mi padre espiritual, y profetiza que no le resta mucho tiempo en este mundo. Desea que yo vuelva a Canterbury antes de que él muera.

- Tomás, no puedes marcharte. Te necesito aquí. Escribe al arzobispo y dile que el rey necesita a su canciller. ¿Quién mencionó tu nombre cuando yo necesitaba un canciller? Theobald, arzobispo de Canterbury. De modo que ahora no puede quejarse de que haya aceptado al hombre que él eligió para mí, y de que pretenda que continúe en su cargo.

Así, Tomás escribió a Theobald y le explicó que regresaría apenas pudiese separarse del rey.

Enrique se sentía íntimamente complacido. Había decidido que Tomás jamás se alejara de sus funciones. De hecho, se preguntaba cómo podía acercarlo todavía más, pues su compañía le parecía particularmente grata. Trataba de dispensarle los mayores honores posibles, y decidió que pondría a cargo de su canciller la educación de Enrique, el pequeño esposo de la princesa Margarita.

Varios nobles ya habían enviado a sus hijos a la casa de Tomás Becket, donde los niños aprendían no sólo los rudimentos de la cultura, sino el modo de comportarse de acuerdo con las normas de la clase noble. Allí podían adquirir elegancia y espíritu cortesano con un hombre como Tomás Becket.

- Te entregaré a mi hijo Enrique -dijo el rey a Tomás-. Tú le enseñarás a ser un hombre honorable, y virtuoso; y también a comportarse como un rey. Le enseñarás a gustar de las cosas buenas de la vida, y al mismo tiempo a vivir en paz con Dios. Una extraña combinación, amigo mío. A veces creo que sólo tú conoces el secreto.

- Haré todo lo que pueda para educar a vuestro hijo como a un buen príncipe cristiano -replicó Becket.

- Llévalo a Inglaterra. Ordena que todos los barones y los obispos le rindan homenaje. Que Inglaterra lo reconozca como a su futuro rey.

Antes de que Tomás llegase a Inglaterra, Theobald había muerto, y Tomás lamentó no haber desobedecido las órdenes del rey. En definitiva, no había podido despedirse de su antiguo amigo.

En realidad, tales escrúpulos de conciencia podían desecharse. Era el canciller del rey, y en virtud de esa importante función tenía sus obligaciones. Theobald así lo habría entendido. Tomás se preguntaba si en los últimos tiempos Theobald se había arrepentido de haberlo enviado a ocupar el cargo de canciller.

Ahora, se consagró a la tarea de cumplir las órdenes del rey acerca del pequeño Enrique. El niño pronto concibió un firme sentimiento de lealtad hacia Tomás, y la tarea era agradable; pero no pasó mucho tiempo antes de que llegase un mensaje del rey.

Tomás debía reunirse con él en Normandía.

La sede de Canterbury había permanecido vacante varios meses, y la nación se veía privada de su principal arzobispo. Enrique no tenía mucha prisa para llenar el cargo, pues mientras estuviese vacante, las elevadas rentas que le correspondían afluían a los cofres reales.

El invierno había sido muy crudo, y Tomás se sentía incómodo a causa del frío, enfermó, y se vio obligado a descansar en Saint Gervase, Ruán, mientras el rey y su séquito se dirigían a Falaise.

Cierto día que se sentía bastante bien para abandonar el lecho, se envolvió en una amplia bata, y estaba jugando ajedrez con uno de sus caballeros cuando vino a verlo el prior de Leicester.

El prior se asombró de verlo con ese atuendo tan escasamente eclesiástico.

- Caramba, mi señor -dijo-, parecéis más un halconero que un archidiácono. Sin embargo, sois eclesiástico. Ya mismo vuestros títulos son formidables. Archidiácono de Canterbury, deán de Hastings, preboste de Beverley y canónigo de Ruán. Y eso no es todo.

- ¿Por qué decís “eso no es todo”? -preguntó Tomás.

- Me refiero a los rumores, y a lo que se dice… lo que el rey piensa acerca del arzobispado de Canterbury.

- ¿Y de qué se trata?

- Está pensando nombraros su arzobispo.

Tomás se incorporó con movimientos inseguros.

- Oh, habéis oído mal.

- Eso dicen en los círculos de la corte. Quienes gozan de la intimidad del rey afirman que mencionó vuestro nombre en relación con ese asunto.

- No debe ser. Conozco en Inglaterra a tres sacerdotes que merecen más que yo el arzobispado.

- Canciller, ¿no sois hombre ambicioso?

- Mi ambición es cumplir con mi deber.

- En tal caso, ¿no podríais complacer doblemente a Dios como jefe de la Iglesia de Inglaterra?

- El rey ha sido mi buen amigo. Lo conozco íntimamente. Sé que no me convendría ser su arzobispo. Soy su canciller. En esa condición, puedo servirlo bien. Me complacería continuar así.

- El rey os estima tanto que desea veros a la cabeza de la Iglesia.

- Si yo llegara a ser arzobispo de Canterbury, no conservaría su favor.

- ¿Por qué no?

- Porque el rey no simpatiza con quienes no aprueban sus opiniones.

- Simpatiza con su canciller.

- Podemos discrepar en cosas seculares, y discrepamos. Y en esos asuntos me veo obligado a ceder ante el rey. Si yo fuera arzobispo, tal vez debiera olvidar mi deber con Dios para complacer al rey.

- Tomás Becket, sois un hombre extraño.

- Me conozco -contestó Tomás-, y conozco al rey. Declinaré su ofrecimiento del arzobispado.

Fue difícil continuar la partida de ajedrez. Inquietos pensamientos habían asaltado la mente de Tomás, y él no podía desecharlos.

El rey ordenó que Tomás acudiese al castillo de Falaise.

- Hola, Tomás -exclamó-. Confío en que te sentirás bien. Vaya, hombre, se te ve delgado y pálido. Anímate. Pronto iremos a Inglaterra. Estoy seguro de que nuestros campos verdes te permitirán recuperar la salud.

Los ojos del rey estaban empañados por el sentimiento. Pensaba en Rosamunda, que lo esperaba en la casa del bosque. De veras, sería bueno regresar al hogar.

Se volvió hacia Tomás, y en sus ojos se manifestaba profundo afecto.

- Tomás, deseaba conversar contigo acerca de cierto asunto. Hace meses que murió el viejo Theobald.

- Casi un año -dijo Tomás.

- Y durante ese período la sede de Canterbury estuvo vacante. De lo cual no me quejo. Pero parece que necesitamos arzobispo, y mis pensamientos se orientan hacia el hombre más apropiado para desempeñar esa función.

- Mi señor, conozco a varios sacerdotes que desempeñarían admirablemente ese papel.

- Yo conozco a uno solo, de modo que mi selección es fácil. -Enrique dio un paso hacia Tomás, y apoyó las manos en los hombros de su canciller-. Mi buen amigo, me complace recompensar tus servicios. He decidido que serás mi arzobispo de Canterbury.

- Sire, sois muy bondadoso, pero rechazo el honor. No es para mí.

- ¡No es para ti! En nombre de Dios, ¿qué quieres decir? ¡No es para ti! Sí, es para ti. Yo lo digo.

- Mi señor, no sería sensato.

- ¿Qué significa esto? Tú y yo unidos. ¿Acaso no gobernamos a este país? ¿Acaso no te escucho y sigo tu consejo?

- Cuando os place hacerlo -dijo Tomás.

El rey rió estrepitosamente, y palmeó la espalda de Tomás.

- Muy cierto, mi buen amigo. La Iglesia siempre fue una espina clavada en el costado de nuestros reyes. A menudo lo he pensado. Yo jamás soportaré esa espina. ¿Y cómo puedo evitarla? Pondré a mi buen amigo Tomás al frente de la Iglesia. ¿Acaso no fuimos buenos amigos desde que eres canciller?

- Los mejores -dijo Tomás.

- Tomás, me agrada tu amistad. Por eso quiero que continúes conmigo. Me agrada salir de caza contigo. Me agrada comer a tu mesa. Eres mi buen hermano. Vamos, ¿no crees que te dispenso un verdadero honor? El nieto del gran Enrique y el bisnieto de Guillermo, que fue todavía más grande, elige a Tomás, hijo de un mercader, y lo considera el mejor amigo que tuvo jamás.

- Tanta condescendencia es halagadora -dijo Tomás-. En mi condición de hijo de un humilde mercader, tengo conciencia del honor que se me dispensa. Valoro esa amistad que tenéis la bondad de dispensarme, y precisamente porque no deseo destruirla rechazo el cargo que me estáis proponiendo.

El rey comenzaba a perder los estribos.

- Si mi señor me excusa… empezó a decir Tomás.

- No -rugió el rey-. Nada de eso. Te quedarás aquí y te arrodillarás para agradecer mi munificencia, porque te ofrezco este elevado cargo, que es lo que deseas más que nada, la cima de tu ambición, el puesto que deseaste desde que ingresaste en la Iglesia.

- ¿Puedo hablar?

- Puedes.

- Si acepto este cargo, es posible que nuestra amistad se deteriore.

- ¿Cómo?

- Si no coincidimos…

- ¿Acaso ahora no discrepamos a menudo?

- Sí. Pero se trata de asuntos de gobierno, en los cuales por fuerza debo ceder ante vos. Sois mi rey y yo soy vuestro servidor. Si adquiriese la dignidad de arzobispo de Canterbury, habría uno a quien debo servir antes que a vos, y es Dios.

- ¡Maldita charla! Mis antepasados disputaron constantemente con la Iglesia. Siempre hubo conflicto entre ellos. Es para evitar eso que deseo que seas mi arzobispo. Tú y yo tendremos discrepancias, pero ¿es necesario que disputemos seriamente?

- Debo repetir que ante todo tengo que ser fiel a Dios. Sois mi rey y mi amigo. Desearía que las cosas continuaran así. Os ruego, mi señor, que aceptéis esta decisión.

El rey miró fijamente a Tomás.

- Podría obligarte… -empezó a decir.

- No, eso es algo que no podéis hacer -lo contradijo Tomás.

- Entonces, es inevitable que os persuada. Bien, vuestro aspecto no me agrada. No deseo que mi canciller se vea tan demacrado. No viajarás antes de recuperarte del todo. Debo ir a Inglaterra, y tú me seguirás cuando te sientas mejor.

- Mi señor, sois muy amable conmigo -dijo emocionado Tomás.

- A veces yo mismo me asombro -contestó el rey. Me simpatizas, y te prometo que ese sentimiento no se disipará ni siquiera cuando seas mi arzobispo.

Enrique regresó a Inglaterra, donde debía atender ciertos asuntos, Leicester y Richard de Luci eran hombres buenos, y complacía a Enrique tener tan fieles servidores; pero ninguno de ellos le agradaba tanto como Tomás. Extrañaba su compañía.

Cuando pensaba en él, sentía deseos de reír. Nunca podía entender del todo a Tomás. ¡Ese gusto por las prendas de seda, esas manos blancas como lirios! No importaba lo que dijese. Tomás amaba el lujo. Tomás era un individuo inteligente; nadie tenía una mente tan clara como él. ¿Quizá era capaz de fingir para engañar a todos… e incluso a su rey? ¿Esa fachada piadosa ocultaba a un hombre sensual? No podía ocultar su afición a las cosas buenas de la vida. Los artículos de su hogar eran de la mejor calidad. Vivía como un rey más que el rey mismo.

¡Cómo le habría agradado descubrir a Tomás en una intriga! Nada lo complacería más. Qué divertido descubrirlo… por ejemplo, en la cama con una mujer. Los dos reirían de buena gana.

Y después, Tomás, y él saldrían de juerga. No podía imaginar una situación más placentera.

“Ante todo debo ser fiel a Dios”. Era irritante. Tomás, eres humano como todos. Deseas el cargo del viejo Theobald. Tienes que aceptar. Y cuando seas arzobispo, tú y yo mostraremos al Papa de Roma que Inglaterra puede prescindir de la Iglesia, que el rey de Inglaterra es más poderoso que todos los papas, pese a que no es más que un soldado y un sensual.

Si por lo menos pudiese descubrir a Tomás en una situación embarazosa.

Había dejado a Leonor en Westminster, y marchado a Stafford en uno de sus frecuentes viajes, realizados con el fin de que su pueblo pudiese ver que se ocupaba del bienestar general, y al mismo tiempo verificaba la buena conducta de todos. La nación comenzaba a respetar nuevamente la ley. Los caminos eran seguros, como en tiempos del abuelo de Enrique. Había eliminado a los asaltantes de caminos, que amenazaban la vida y la riqueza de los viajeros. Estos delincuentes no deseaban perder las manos, los pies, las orejas, la nariz o los ojos sólo por apoderarse del dinero ajeno; y los fallos reales eran implacables. Nadie sabía muy bien cuándo aparecería el rey, de modo que más valía no apartarse de las leyes rigurosas que él había dictado.

Unos años antes el rey se complacía en sus visitas a Stafford, pues allí vivía una joven de quien había estado bastante enamorado. Se llamaba Avice, y le había dado dos hijos. Ella ya no lo atraía. Rosamunda era el centro de su interés desde el día que la había conocido y Enrique había comprobado que ninguna mujer lo satisfacía como ella, y siempre que disponía de tiempo viajaba a Woodstock.

Avice tal vez ya no era la joven esbelta que antaño había interesado al monarca, pero continuaba siendo una mujer muy atractiva… algunos opinaban que ahora era una mujer más interesante y madura que en su juventud.

El rey la visitaba de tanto en tanto, en recuerdo de viejos tiempos, y siempre le demostraba afecto.

Enrique llegó a Stafford y ordenó llamar a Avice. Ella acudió complacida, porque siempre abrigaba la esperanza de reconquistar su antigua posición en el corazón del rey.

Decidió pasar la noche con ella, y cuando estaban juntos se le ocurrió una idea. Lo divirtió tanto que no podía dejar de reír.

- Bien, Avice, deseo que hagas algo por mí.

- Haré todo lo que pueda por mi señor -aseguró ella.

- Quiero que veas si puedes inducir a mi canciller a acostarse contigo.

- ¡Mi señor! -Avice se sintió un poco lastimada. Que él propusiera entregarla a otro, era la mejor prueba de su indiferencia-. ¿No os referís a Tomás Becket?

- Al mismo.

- Pero ese hombre es clérigo, ¿verdad?

- Mi querida Avice, he sabido que de tanto en tanto los clérigos gozan de la compañía de las mujeres.

- Estoy segura de que no es el caso de este hombre.

- Eso quiere hacernos creer.

- ¿Crees que os engaña?

- No lo sé. Pero me agradaría averiguarlo. Oh, Avice, si pudiera sorprenderlo en la cama contigo, te recompensaría bien.

- Mi señor, no pediré recompensa por serviros.

- No, eres una buena hembra, y hemos pasado buenos ratos juntos… y no dudo de que pasaremos otros.

- Sin embargo, ¿deseáis que… divierta a este hombre?

- Desearía que me demuestres que no es el individuo virtuoso que finge ser. Eres una bella mujer, Avice. Haz esto por mí, y no lo olvidaré.

- ¿Qué deseáis que haga?

- Él vendrá a Stafford para reunirse con la corte. Mandaré llamarlo. Cuando llegue, quiero que le demuestres amistad. Pídele que venga a verte. Si lo deseas, finge que eres muy religiosa. Visítalo en su alojamiento. Mi querida Avice, después ya sabrás cómo arreglarte.

- ¿Y después?

- Se alojará en la casa de un clérigo llamado Vivien. Ya estuvo allí otras veces. Hablaré con Vivien, y él representará su papel. Quiero que te sorprenda en la cama con Becket. Se sentirá tan desconcertado cuando sepa que fuiste mi amante, que vendrá a verme inmediatamente y me dirá lo que ocurrió. Es un plan bastante sencillo.

- Por lo que sé de Tomás Becket dudo de que tenga éxito.

- Eso es lo que todos dirían. Pero tú no conoces a Tomás. Yo conozco bien a ese hombre. Me agradaría conocerlo mejor. Mi querida Avice, hazme este favor. Lo apreciaré muchísimo.

- Mi señor, preferiría ocuparme de vos.

- Y lo harás. Haz esto, y jamás lo olvidaré.

Enrique la examinó con mirada apreciativa. Era una mujer muy bella, voluptuosa e irresistible. Pensó: Ya veremos, amigo Tomás.

Tomas llegó a Stafford, y fue directamente a la casa de Vivien, donde se había alojado muchas veces. Fue recibido cálidamente por la familia y conducido a su habitación.

Estaba fatigado y aún se sentía débil; más aún, experimentaba un profundo sentimiento de ansiedad. El rey no le permitiría rehusar el cargo de arzobispo, y Tomás comenzaba a creer que no tendría más alternativa que aceptarlo.

Pensaba que era el fin. Se dijo: El rey y yo seremos enemigos. Él jamás aceptará subordinarse a la Iglesia. Siempre habrá diferencias de opinión, y conflictos. Y sin embargo, el rey insistía. Aunque no decía francamente: “Te ordeno aceptar este cargo”, de hecho ésa era su actitud. Vivien se acercó al dormitorio de Becket para informar que había llegado un mensaje. Provenía de la señora Avice, de quien seguramente él había oído hablar.

Tomás arrugó el ceño.

- Creo que el rey cierta vez me habló de una dama de ese nombre.

- Es muy probable -dijo Vivien-. Antaño fue muy buena amiga del rey.

- ¿Qué puede querer de mí?

- Pide audiencia.

- Que venga aquí.

Avice llegó poco después. Era una mujer muy bella. Tomás podía comprender la atracción que otrora había ejercido sobre el rey.

Ella le dijo que había pecado mucho durante su vida y que ahora ansiaba arrepentirse.

- Los hombres hacen peregrinaciones a Tierra Santa para participar en las cruzadas. ¿Qué puede hacer una mujer?'

- Podríais ingresar en un convento.

- Me temo que sería una solución demasiado fácil. Debéis perdonarme porque abuso de vuestro tiempo, pero algo me dijo que sólo un hombre como vos podría darme el consejo que necesito. ¿Me prometéis pensar en el asunto?

- La respuesta está en vos misma -dijo Tomás-. Sólo vos podéis salvar vuestra alma.

- Sin embargo, un hombre como vos puede darme buenos consejos. Sois un hombre de Dios y sin embargo estáis viviendo en la corte. Compartís muchas cosas de la vida del rey. Vos mismo seguramente tenéis tentaciones.

- Todos hemos tenido tentaciones -contestó Tomás-. Las dominamos mediante la oración. Marchaos, rezad y pedid la ayuda de Dios, y más tarde o más temprano hallaréis la solución.

- Gracias. Habéis aliviado mucho mi espíritu. ¿Puedo volver a veros?

Tomas respondió afirmativamente y dijo que la recordaría en sus rezos.

- Eso me reconforta mucho. Estoy segura de que vuestras plegarias merecerán más atención que las mías.

Después que Avice se fue, Tomás la olvidó. Tenía que reflexionar acerca de diferentes asuntos oficiales, y no podía menos que rumiar el problema permanente del arzobispado de Canterbury.

Al día siguiente Avice volvió a la casa. Sentía que para ella era difícil rezar. ¿Tomás querría enseñarle?

Tomás, que jamás rechazaba a un peticionante, dijo que rezaría con ella, y de nuevo le aconsejó vender sus bienes terrenales e ingresar en un convento.

Ella apeló a todos sus recursos; reconoció que había sido amante del rey, hecho que despertó el interés de Tomás. Se acercó a él mientras le hablaba, y el olor del almizcle con que ella perfumaba sus ropas pareció agradable a Tomás. Era una mujer muy atractiva y sumamente hábil en todas las artes de la seducción. Enrique seguramente había sucumbido muy fácilmente.

Tomás suspiró, recordando las debilidades del rey, y se maravilló de que un hombre tan fuerte, un gobernante tan eficaz y tan decidido a imponer su voluntad, se dejara tentar tan fácilmente.

Cuando Avice partió, Vivien le habló. Ella sonreía, como si se sintiera complacida consigo misma.

Seguramente volverá esta noche, pensó Vivien, pues la corte se trasladaba al día siguiente y esa noche era el único tiempo que restaba.

Tomás regresó a su habitación y todo quedó en silencio.

Era medianoche cuando llegó el rey. Venía envuelto en una capa que disimulaba sus rasgos, de modo que nadie pudiera adivinar su identidad.

Vivien se acercó a la puerta con una linterna. El rey entró en la casa.

- ¿El canciller está? -preguntó.

- Sí, mi señor.

- En su dormitorio -dijo el rey-. Seguramente no está solo. Ve a su cuarto. No llames a la puerta. Ábrela de pronto y veremos qué descubres.

Vivien tomó la linterna y subió en silencio la escalera. Abrió sin ruido la puerta del dormitorio de Tomás. La luz de la linterna se paseó por la habitación.

¡La cama estaba vacía!

Vivien se sintió transportado de alegría. La conspiración había sido eficaz. Si el lecho de Tomás estaba vacío era porque seguramente dormía en otro sitio. ¿Dónde? En el lecho de Avice.

El rey se sentiría complacido.

Enrique estaba de pie, detrás de Vivien.

- ¿Qué ocurre? -murmuró.

- Mi señor, no está aquí. Seguramente duerme en otro lugar esta noche.

- Sé dónde está -exclamó el rey, pero de pronto se interrumpió. Pues arrodillado junto a la cama, profundamente dormido, el rostro pálido y tenso a la luz de la linterna, estaba Tomás.

El rey lo miró fijamente unos instantes y un profundo sentimiento de ternura se dibujó en su rostro.

Se llevó un dedo a los labios y con un gesto de la cabeza ordenó a Vivien que descendiese la escalera.

- Se durmió rezando -dijo-. ¿Por qué creí que podía sorprender a un hombre como Tomás? Nunca será posible sorprenderlo, por la sencilla razón de que jamás caerá en tentación.

Richard de Luci, acompañado por los obispos de Exeter y Chichester, visitó a Tomás.

Conversaron largamente.

Los visitantes creían que era muy evidente el deber de Tomás. Gozaba de la confianza del rey. Enrique estaba dispuesto a escucharlo más que a nadie. La Iglesia lo necesitaba. La sede de Canterbury había permanecido vacante demasiado tiempo. Sí, la obligación de Tomás Becket era asumir el cargo.

El rey había decidido que así fuera; y ahora, los miembros del clero concordaban con el rey.

Tomás comprendió que la amistad fácil y desenvuelta con el rey tendría que sufrir. Su modo de vida cambiaría. Sin embargo se había formulado el reto y sabía que era necesario afrontarlo.

Tomás prometió que aceptaría la oferta del rey, y sería arzobispo de Canterbury.

SE CIERNE LA TORMENTA

En su castillo de Falaise el rey conversó con su esposa y su madre, y el tema era el nuevo arzobispo de Canterbury.

Matilda, que ahora mostraba su edad, pero que tenía un carácter tan áspero como siempre, repetía lo que había dicho muchas veces, en el sentido de que su hijo había cometido un gran error al elegir a Tomás Becket.

Leonor se encogió de hombros. Becket no le interesaba mucho, pero deploraba la obsesión de Enrique con ese hombre, una actitud que ahora se había contagiado al pequeño Enrique. La última vez que ella lo había visto, el niño había mostrado adoración por el arzobispo, y parecía considerarlo un ser divino. Todo eso era muy fatigoso; pero en todo caso, pensaba la reina, era mejor que el rey pasara su tiempo con un hombre como Becket, y no divirtiéndose con toda clase de mujeres.

- No, mi señora -replicó Enrique a su madre-, no podría haber elegido mejor. Becket y yo nos comprendemos. Ha sido un buen canciller y cuando el canciller y el arzobispo de Canterbury sean una y la misma persona, ya verás que fácil será ejecutar nuestros planes.

- Rezaré porque así sea dijo Matilda-. Pero siempre hubo dificultades entre los reyes y la Iglesia. La Iglesia desea arrebatar al Estado parte de su poder, y corresponde a los reyes cuidar de que no lo consiga. Cuando nombras a este hombre jefe de tu Iglesia, depositas en sus manos un poder ilimitado.

- Becket ejercía mucho poder como canciller -dijo el rey-. Y no tuvimos dificultades importantes.

- El rey y su canciller eran inseparables dijo Leonor.

- Jamás pude entender esta amistad con un hombre así -dijo Matilda-. ¡El hijo de un mercader! Me asombra.

- Créeme -dijo Enrique-, no hay un hombre más culto.

- Es imposible -replicó Matilda-. Te engañas.

- De ningún modo. Es un hombre de gran saber, y posee una nobleza natural.

- El rey lo ama como si fuera una mujer -dijo desdeñosamente Leonor.

Enrique le dirigió una mirada venenosa. ¿Por qué ella se unía a Matilda contra él? Desde que Enrique había introducido en la nursery al pequeño Godofredo ella había manifestado esa actitud de desagrado.

- Lo estimo como a un amigo -la corrigió irritado-. Jamás mis servidores me entretuvieron tanto como lo ha hecho este hombre.

- Y no satisfecho con hacerlo canciller, también le entregas el principal arzobispado del reino.

- ¡Madre mía, esposa mía! Así es la política. Así es el gobierno. Mi canciller es mi arzobispo. Mi canciller debe ser fiel al Estado y como mi arzobispo es también mi canciller, ¿cómo puede oponerse a lo que beneficia al Estado?

- De modo que crees que así someterás la Iglesia al Estado -dijo Matilda-. Ojalá lo consigas.

- No temas, madre. Lo conseguiré.

- En efecto, tu arzobispo es un hombre mundano -Leonor se volvió hacia Matilda-. Este hombre vive en el mayor esplendor. Mantiene setecientos caballeros y sus caballos están cubiertos de oro y plata. Dicen que recibe a los más altos personajes del país.

- En su carácter de canciller tiene que hacerlo -replicó el rey.

- Un advenedizo -dijo Matilda-. Como nació en cuna muy humilde, necesita que a la gente se le recuerde constantemente la nobleza que ahora adquirió.

- Mi querida madre, tú naciste en cuna real, pero creo que jamás permitiste que nadie olvide tu nobleza.

- Oh, pero este individuo es muy ostentoso dijo Leonor. Oí decir que vive con más esplendidez que la que tú jamás demostraste.

Enrique sonrió con indulgencia.

- Le agrada el lujo. Como tú dices, no nació en el lujo, pero lo adquirió. Por lo tanto, lo aprecia.

- Te ha embrujado -dijo Leonor.

Él le dirigió una mirada de disgusto. ¿Por qué lo aguijoneaba? Sabía que ella estaba celosa. De modo que aún sentía algo por él. Le desagradaba la amistad de su marido con Becket casi tanto como odiaba sus aventuras amorosas.

Leonor continuó comentando las extravagancias de Becket.

- En sus banquetes necesita servir los platos más extraños. Oí decir que pagó setenta y cinco libras por una fuente de anguilas.

- Corren muchos rumores -dijo el rey-. Si Tomás fue extravagante, lo hizo para honrarme. Es mi canciller, y recuerdo la vez que fue a Francia con gran pompa y mucho lujo, y todos decían que yo debía de ser un hombre muy adinerado, puesto que mi canciller viajaba así.

- Tal vez sea inteligente -dijo Matilda-, pero te lo advierto: trata de que no sea excesivamente inteligente.

- Ya verás que se trata de una maniobra brillante. Aquí terminará la disputa entre la Iglesia y el Estado.

Apenas un día o dos después de esta conversación, Enrique tuvo uno de sus más violentos accesos de cólera.

Llegó un mensajero de Canterbury y traía consigo el Gran Sello del Cargo. Enrique lo miró desalentado, pues comenzó a comprender su significado. Venía con una carta de Tomás y cuando el rey la leyó una bruma le cubrió los ojos.

- Por los ojos de Dios, Tomás -murmuró entre dientes-. Podría matarte por lo que hiciste.

Tomás escribía que tenía que renunciar a la cancillería porque no podía reconciliar los dos cargos. El arzobispo debía separarse del canciller. Tomás tenía un nuevo amo. La Iglesia.

La cólera casi ahogó a Enrique. Era precisamente lo que su madre había profetizado. Lo que sugerían las burlas de su esposa. Había creído en el afecto que Tomás sentía por él; había pensado que la amistad entre ambos era más importante que otra cosa. Así lo había creído. Pero Tomás no pensaba lo mismo.

Recordó las palabras de Tomás. Sería el fin de la amistad entre ambos.

Sólo si el canciller y el arzobispo eran una misma persona Enrique podía triunfar en su batalla contra la Iglesia. Si Becket se ponía de un lado mientras Enrique estaba del otro, habría conflicto entre ambos.

Su abuelo había luchado contra la Iglesia. ¿Tendría que hacer Enrique lo mismo… con Tomás?

Y él había creído que era tan inteligente. Deseaba evitar esa situación. Ansiaba poner a su amigo a la cabeza de la Iglesia para que ella se sometiera al Estado, de modo que el rey gobernase y nada lo estorbara. Enrique Plantagenet se había propuesto que no tendría sobre su cabeza al Papa.

Y este hombre… que decía ser su amigo, a quien había dado tanto… lo traicionaba. Había aceptado el arzobispado, y renunciaba a la cancillería.

- Por Dios, Tomás -dijo-, si quieres que haya guerra entre nosotros, habrá guerra. Y yo seré el vencedor. No te equivoques.

Después la violencia de su propia cólera lo abrumó. Golpeó los puños contra la pared y allí vio el rostro de Tomás. Descargó puntapiés contra el taburete y en realidad estaba golpeando a Tomás.

Nadie quiso acercarse mientras duró el acceso de cólera. Todos sabían cuan violento podía ser el carácter del rey.

Leonor y Enrique se despidieron de Matilda y fueron a Barfleur. El rey había declarado que pasaría la Navidad en Westminster.

Su enojo con Becket había tenido tiempo de calmarse. Trató de razonar. Tomás había aceptado de mala gana el arzobispado, y en cierto sentido Enrique lo había obligado a ello. Por lo tanto, no debía quejarse si renunciaba a la cancillería. Era decepcionante, pero él tenía que haber sabido que Tomás procedería exactamente así. Después de todo, era clérigo.

Habrá batallas entre nosotros, pensó Enrique. Bien, siempre disputaremos. Será sugestivo y divertido. Me agradaría ver de nuevo a Tomás.

Leonor dijo: -Estoy segura de que tu arzobispo tiembla cuando piensa que pronto llegarás.

- Eso es algo que jamás haría.

- Si se enteró de la terrible cólera que se apoderó de ti cuando supiste que él había renunciado a la cancillería, seguramente no espera que lo recibas afectuosamente.

- Es un hombre muy íntegro. Siempre hará lo que le parezca justo.

- ¿De modo que lo perdonas? ¡Cómo amas a ese hombre! Estoy segura de que no ves el momento de gozar escuchando su brillante discurso. Y hace apenas un momento lo maldecías. Enrique, ¡qué veleidoso eres!

- No -contestó Enrique- más bien dirás que soy constante, aunque a veces pueda enojarme.

- Tus criados lo saben bien. Necesitan únicamente irritarte, mantenerte fuera de tu camino y después regresar para que los perdones.

- Sabes que eso no es cierto -dijo Enrique, y dio por terminada la conversación.

Leonor pensó: “No creas que puedes abandonarme cuando te place y después recuperarme. Es posible que consigas someter a otros, pero no a Leonor de Aquitania. Jamás olvidaré que metiste a tu bastardo en mi nursery, para que se criara con mis hijos”. Ahora, Ricardo tenía seis años. Leonor había observado la actitud del niño frente a su padre. El pequeño apoyaba en todo a su madre, y a medida que pasaba el tiempo esa actitud se acentuaría todavía más. Y Ricardo era el más hermoso y el más prometedor de sus hijos. Enrique, que era el mayor, ya se había acercado a Becket, y era evidente que adoraba a ese hombre. Godofredo era demasiado pequeño para mostrar preferencias. Enrique podía gozar de la adulación de su pequeño bastardo, y contentarse con eso; pero cuando llegase el momento los hijos legítimos heredarían las posesiones de sus padres. Ricardo sería duque de Aquitania; ella ya lo había decidido. A pesar de su corta edad ya cantaba bien y le agradaba tocar el laúd.

En Barfleur, esperaron que se calmase el viento. Hubiera sido absurdo hacerse a la mar con ese clima. Pero el temporal se prolongaba día tras día y al fin todos comprendieron que no llegarían a Westminster para Navidad.

Hubo festividades en Cherburgo, pero no era lo mismo. Leonor habría deseado estar con sus hijos en Navidad. Había organizado entretenimientos para ellos, con cantores y bailarines, y sabía que el pequeño Ricardo se habría divertido mucho, y se habría destacado. A su lado, el bastardo Godofredo parecía un patán.

Pudieron partir a fines de enero.

Cuando llegaron a Southampton, Tomás Becket y el pequeño Enrique esperaban para darles la bienvenida. Enrique, que tenía ocho años, había crecido desde la última vez que lo habían visto. Se arrodilló ante ellos, y su padre apoyó la mano en la cabeza del niño. Se sentía complacido con los progresos de su hijo. El niño ya mostraba interesantes cualidades. Era la obra de Tomás.

¿Y Tomás? Él y el rey se miraron en los ojos. Era evidente que Becket no sabía muy bien a qué atenerse. De pronto, el rey se echó a reír.

- Bien, mi canciller que fue y mi arzobispo que es, ¿cómo estás?

Y después, todo fue armonía entre ellos.

Durante el viaje a Londres, el rey cabalgó al lado de su arzobispo, y de tanto en tanto se oía la risa estrepitosa del monarca. En sus ojos se advertía un resplandor satisfecho; nadie podía divertirlo tanto como Tomás.

Cuando se acercaban al fin del viaje, Enrique aludió a su propia cólera cuando recibió la noticia de la renuncia de Tomás.

- Imaginé que así sería -dijo éste.

- Sin embargo, te atreviste a provocarla.

- Era inevitable. Sabía que no podía continuar siendo canciller. Por eso no quise que me designaran arzobispo. Estaba seguro de que nuestra amistad padecería.

- Tomás, habrá disputas entre nosotros. Pero por los ojos de Dios, prefiero luchar contra ti que lidiar con la docilidad de otro hombre.

- No -contestó Tomás-, es mejor que haya armonía.

- Mira -replicó el rey-, ya discrepas conmigo.

Tomás sonrió de mala gana, mientras miraba el cielo que se ensombrecía sobre Westminster.

Había llegado el verano. El rey había ido a Woodstock, y allí se le habían ofrecido muchas oportunidades de visitar en secreto a Rosamunda. La joven estaba encantada de tenerlo consigo después de tan prolongada ausencia en el extranjero. Los niños habían crecido y se agitaban alrededor de su padre, para ver qué regalos les había traído, y Rosamunda los reprendía dulcemente. ¿Qué importaban los regalos, preguntaba, cuando tenían con ellos a su querido padre?

- Rosamunda, ojalá pudiese verte con más frecuencia -dijo Enrique-. Aquí encuentro una paz que se me niega en otros lugares.

El hecho de que esa relación fuese un secreto, fuera de una o dos personas que tenían que conocerla, le confería un toque romántico que él jamás había conocido con otras amantes.

- ¿Alguien se acercó a la casa? -era la permanente pregunta de Enrique.

Esta vez, ella respondió que una o dos personas lo habían hecho. Se habían paseado, recorriendo el laberinto de árboles, y por casualidad habían llegado a la casa. Eran desconocidos, que no la habían relacionado con el rey.

La posibilidad de que Leonor descubriese el refugio de Rosamunda siempre inquietaba un poco a Enrique. ¿Y si así ocurría? En tal caso, sería inevitable que soportara la situación. Pero en cierto modo él le temía. No era una mujer vulgar. Había que reconocer que en ella se manifestaba una energía extraña. Aún fascinaba a Enrique, como había sido el caso al comienzo de la relación entre ambos; y precisamente a causa de Leonor él sentía la necesidad de mantener en secreto la existencia de Rosamunda.

Enrique no podía demorarse mucho tiempo en la casa, porque si lo hacía, su ausencia llamaría la atención, y todos comenzarían a formular conjeturas.

Se había convocado a una reunión del Gran Consejo, y Enrique había ordenado que el encuentro se realizara en Woodstock, porque

deseaba repetir sus breves encuentros con Rosamunda. Ahora, de

mala gana se despidió de la joven, y regresó al palacio donde se celebraba la reunión.

En el curso de la sesión se suscitó una diferencia entre el rey y Tomás. No era asunto muy importante, pero se trataba de un signo de lo que ocurriría después, más o menos como el rumor distante del trueno cuando se aproxima la tormenta.

El problema de la recaudación de impuestos siempre era apremiante. Enrique no llevaba una vida personal extravagante; pero necesitaba un permanente suministro de dinero para mantener prontos a sus ejércitos, de modo que pudiesen entrar en acción, si se presentaba el caso, quizá en Inglaterra, y con más certeza en sus posesiones extranjeras.

Era costumbre del país pagar un impuesto, bastante reducido, al oficial de justicia del distrito. Se lo había aplicado antes de la conquista normanda, y Enrique propuso que en lugar de pagarlo, este impuesto ingresara directamente en el tesoro nacional.

Los terratenientes protestaron irritados. El rey designaba a los oficiales de justicia y estos pagaban generosamente su nombramiento. Gracias a los impuestos que cobraban a todos los propietarios de tierras de su área, se enriquecían con mucha rapidez.

Becket dijo que si el impuesto se pagaba al tesoro, los oficiales de justicia exigirían que también a ellos se les pagase, de modo que todos los que poseían tierra, de hecho acabarían satisfaciendo un doble impuesto.

Muchos lo apoyaron, y Tomás no creyó que el rey pudiera negarse a comprender la razón que lo asistía.

Pero Enrique, que recordaba los irónicos comentarios de la reina, quien había sugerido que el monarca estaba siempre dispuesto a dejarse guiar por su arzobispo, decidió no ceder en este asunto.

Las vastas posesiones de Tomás en la Sede de Canterbury determinaban que el arzobispo estuviese muy interesado en el asunto; y así, habló en favor de los terratenientes.

- Con todo respeto, mi señor rey -dijo a Enrique en el consejo-, no pagaremos este impuesto.

¡Tomás se atrevía a desafiarlo! ¡Se atrevía a enfrentarlo en el Consejo, y sin vacilar afirmaba que no haría lo que el rey exigía!

- Por los ojos de Dios -exclamó el rey, utilizando el juramento que le agradaba más cuando su cólera comenzaba a desencadenarse. Era una advertencia a quienes lo oían, en el sentido de que no convenía continuar provocándolo-. Esa contribución tendrá carácter de impuesto, e ingresará en el tesoro real.

- Con toda reverencia por los mismos ojos -replicó Tomás-, el impuesto no se pagará por mi tierra, y ni un penique por la tierra que de acuerdo con la ley pertenece a la Iglesia.

Aquí -incluso en un asunto tan secundario- estallaba el conflicto entre la Iglesia y el Estado.

Enrique comprendió que había perdido. La Iglesia tenía sus propias leyes, al margen del Estado.

Leonor fingió que el resultado la divertía.

- Parece que tu inteligente arzobispo ejerce más poder que el rey.

- Es ese asunto del derecho eclesiástico contra el derecho del Estado -murmuró Enrique.

- Es hora de cambiar eso -dijo Leonor-. El gobernante de este país, ¿es el rey o el arzobispo de Canterbury?

Con ello no contribuyó a calmar el resentimiento de su marido.

Era inevitable que apareciese otro motivo de fricción. Ocurrió poco después del asunto de los impuestos.

Si un miembro de la Iglesia cometía un delito, lo juzgaba, no el tribunal real, sino una corte organizada por la Iglesia. Era un tema que desde hacía mucho tiempo irritaba a los altos funcionarios del Estado. Decíase que los tribunales eclesiásticos eran muy benignos con sus clérigos, y que se aplicaba a los culpables castigos mucho menos duros que en la corte secular.

El caso de Philip de Brois fue un reflejo de esta disputa.

Era un canónigo acusado de asesinar a un soldado. El episodio había ocurrido tiempo antes, cuando Theobald era arzobispo, y el tribunal diocesano que lo había juzgado llegó a la conclusión de que no era culpable, y lo absolvió.

El asunto no quedó así. De tanto en tanto los jueces del rey visitaban diferentes lugares del país, con el fin de juzgar a quienes habían cometido delitos. Ese sistema, creado por Enrique, había fortalecido mucho la ley y el orden en el país, y garantizado la seguridad de los caminos.

Varios hombres que estaban convencidos de la culpabilidad de Philip de Bois, lo capturaron y lo obligaron a comparecer ante Simon Fitz-Peter, juez real.

De Brois, convencido de que su caso ya había sido fallado, desafió al tribunal. Afirmó que como era canónigo el juez real no ejercía poder sobre él y exigió que se lo pusiese en libertad. Citó la ley, y fue liberado.

Cuando el caso llegó a oídos de Enrique, el monarca se enfureció.

- Se ha insultado a la justicia del rey -exclamó-. No lo permitiré. Este hombre debe comparecer ante el juez, y el juez debe ser Simon Fitz-Peter. Ya veremos cómo se las arregla.

La noticia del episodio llegó a conocimiento de Tomás, que estaba en Canterbury. Aún se sentía deprimido por el asunto de los impuestos. Estos conflictos con el rey eran cosa que él había previsto, y ahora se presentaba este asunto del canónigo acusado.

Estaba convencido de que el derecho de la Iglesia debía prevalecer, y que para el caso no importaba la cólera del rey. En los viejos tiempos se había discutido el asunto, pero lo habían hecho con bastante buen humor. Ahora se trataba de aplicar los conceptos que cada uno defendía.

El rey siempre había dicho: -El Estado debe prevalecer sobre todo.

Y Tomás replicaba: -En todos los asuntos, salvo cuando infringe el derecho canónico.

- Entonces, ¿el Papa gobierna a Inglaterra? -había preguntado Enrique.

- El Papa gobierna por doquier a la Iglesia.

Tomás sabía qué irritante era el tema. Enrique no era el primer rey que intentaba anular esa limitación.

- Philip de Brois no puede ser juzgado por la justicia real -declaró Tomás-. Pero puesto que el rey exige otro proceso, lo juzgaremos en mi propio tribunal de Canterbury.

El rey nada podía hacer. Sabía que Becket tenía de su parte la ley de la Iglesia, y mientras eso no se modificara, el propio rey no tenía más remedio que ceder.

¡La segunda vez en pocos meses! Todo eso era resultado de la designación de Tomás Becket como arzobispo de Canterbury.

En el tribunal de Canterbury, Philip de Brois fue absuelto nuevamente de la acusación de asesinato, pero por su desacato al tribunal del rey fue sentenciado a la flagelación. Además, tuvo que renunciar a dos años de su sueldo como canónigo.

- De modo -exclamó el rey- que el arzobispo de Canterbury permite que sus clérigos asesinen a voluntad.

- En el tribunal del arzobispo de Canterbury, Philip de Brois ha sido absuelto de la acusación de asesinato -fue la respuesta de Tomás.

- Una ley para los clérigos, otra para los legos -dijo el rey-. Por Dios, impondré la justicia en mi país.

De todos modos, se calmó un poco en vista de la sentencia aplicada a Philip de Brois. Por lo menos, demostraba que la Iglesia manifestaba cierto respeto al tribunal del rey.

Pero la oposición entre ambos poderes se acentuaba.

El rey, acicateado por su esposa y su madre, decidió profundizar su lucha contra la Iglesia.

Convocó a un consejo en Westminster, y allí declaró que si un clérigo era culpable de un delito, el castigo debía estar a cargo de los funcionarios reales. Exigió que los obispos lo apoyasen en este asunto, porque estaba decidido a mantener la ley y el orden en el país. El vigor con que habló a los que allí se habían reunido no dejó lugar a dudas acerca de la decisión con la cual respaldaba sus exigencias; y todos comprendieron que se trataba de un ataque directo a Tomás Becket.

El arzobispo de York, el mismo Roger de Pont l’Evéque, que durante la estada de ambos en la casa de Theobald había odiado a Tomás porque estaba celoso de él, vio la oportunidad de perjudicar considerablemente al hombre que ahora ocupaba el cargo más elevado de la Iglesia.

Roger había contemplado el ascenso de Tomás; había rechinado los dientes al oír los relatos del afecto que el rey mostraba a ese hombre; sabía que solían recorrer juntos el país, según decían algunos comportándose como dos escolares; sabía que compartían juegos y bromas, y que parecían hermanos. Para un hombre de la ambición de Roger era muy irritante contemplar el encumbramiento de Tomás Becket.

Ahora se le ofrecía una oportunidad de contribuir a su caída, pues si el rey otrora había amado a Becket, ahora se sentía irritado por su conducta.

Los miembros de la Iglesia se reunieron para discutir el ultimátum del rey, y los tres principales eran Roger de Point, Hilary de Chichester, y Gilbert Foliot de Londres. Con razón o sin ella, Roger había decidido que se opondría al arzobispo. Convenció a los obispos de que adoptaran la misma conducta, pues el rey era demasiado fuerte para oponérsele.

Tomás los convocó a Canterbury.

- ¡Qué absurdo! -exclamó-. ¿Qué significa esto? Es norma eclesiástica que no puede castigarse dos veces a un hombre por el mismo crimen. En esto se juega la libertad de la Iglesia.

- ¿De qué puede servir la libertad de la Iglesia, si ella misma perece?

- Estáis embrujados -exclamó Tomás-. ¿Opondremos el pecado al pecado? Cuando la Iglesia está en dificultades, y no sólo en tiempos de paz, un obispo debe atreverse a cumplir con su deber. Antaño los hombres ofrendaban su sangre por la Iglesia, y ahora deben estar dispuestos a morir si es necesario en defensa de la libertad de la Iglesia. Por Dios juro que para nosotros no es seguro abandonar la actitud que heredamos de nuestros padres. No podemos exponer a nadie a la muerte, porque no se nos permite intervenir en procesos en que se decide la vida y la muerte; y si entregamos a un hombre de la Iglesia al tribunal secular, éste podría sentenciarlo a muerte.

Roger tuvo que reconocer el poder de Tomás, y no pudo convencer al resto de que se opusiera al arzobispo de Canterbury.

Enrique tuvo otro de sus violentos accesos de cólera.

- Impondré obediencia -gritó-. No permitiré que estos clérigos me desafíen a causa de su investidura. Los obligaré a jurar, uno tras otro, que están dispuestos a obedecer en todo las leyes reales.

Ordenó convocar a los obispos, incluido el hombre a quien ellos consideraban su jefe: Tomás Becket, arzobispo de Canterbury.

Una vez que los tuvo reunidos, desplegó ante ellos su furia incontrolada, al extremo de que todos se aterrorizaron; es decir, todos excepto Tomás. Había visto antes esos espectáculos.

Pensó: Oh, Enrique, cuánto nos hemos separado uno del otro. Cuando me convertí en arzobispo sabía que era el fin de nuestra amistad.

También Enrique estaba triste. Pensaba: ¡Qué diferente eras! Fuiste mi amigo cuando eras mi canciller. Trabajabas por mí. Me amabas, y me servías bien. Y ahora te opones a mi persona. Tienes otro amo, tu Iglesia. Tomás, volverás conmigo. Te obligaré a eso.

- No hablaré colectivamente con vosotros -declaró el rey-. Os veré por separado.

La idea lo regocijó. Era astuta. Si los recibía por separado, podía impresionar los pobres corazones de esos hombres.

Uno por uno los obispos cedieron; Roger cínicamente, en los ojos una mirada expectante, porque preveía el momento en que Tomás cayese en desgracia, fuera exiliado, o sufriese la suerte que el rey le destinara. Llegado ese momento, el sitial quedaría vacante, y el rey lo concedería a un hombre más flexible y realista.

Tomás ansiaba llorar de pena. Sus obispos habían traicionado a la Iglesia. Por supuesto, sabía qué violento podía ser Enrique cuando se proponía algo. Sabía que el monarca era muy capaz de proferir amenazas veladas; sabía muy bien cómo esos débiles obispos conciliaban su propia conciencia.

- ¿De modo que no jurarás servir a tu rey? -preguntó Enrique.

- Le dispensaré todos los honores terrenales, si no infringen mis obligaciones religiosas -contestó Tomás.

El rey podía rabiar y renegar, pero Tomás no estaba dispuesto a ceder. Se mantuvo inflexible, y finalmente el rey salió encolerizado.

En su cámara privada, mandó llamar al secretario.

- Escribe al arzobispo de Canterbury -ordenó-. Dile que los cargos, honores y tierras que obtuvo cuando era canciller de este reino deberán volver a mí sin demora.

El secretario cumplió la orden, y el rey se sintió un poco mejor. Ya sabría Tomás lo que significaba desafiar a su amo. A Tomás le agradaban las casas lujosas, amaba la pompa que ellas permitían. Muy bien, tendría que prescindir de eso.

Tomás satisfizo inmediatamente las exigencias del rey.

- De modo que eso está resuelto -dijo Enrique.

El rey dio a entender claramente que el asunto no había concluido; pero entretanto surgió otro problema que lo inquietó mucho.

Su hermano Godofredo había muerto, pero el hermano menor, llamado William, aún vivía, y Enrique ansiaba contemplar su situación. Un hermano joven que recorriese el reino de Inglaterra o el ducado de Normandía podía acarrear problemas.

A menudo había comentado el asunto con su madre, y ambos habían decidido que cuando se presentara la oportunidad de que William se casara ventajosamente, el joven debía aprovecharla.

Llegó la oportunidad. William, hijo del rey Esteban, había muerto al servicio de Enrique. Su viuda, la condesa de Warenne, era una mujer muy rica. Enrique pensó que ésa era la oportunidad de su hermano.

Lo llamó, y le habló de sus planes; William decidió que primero debía ver a la dama para conocerla bien; quería hacerlo antes de que ella se enterase del proyecto de unión.

Enrique no veía inconveniente en que se condimentara el asunto con un poco de romanticismo, y cuando William fue a verlo y le dijo que amaba profundamente a la condesa de Warenne, el monarca se sintió muy complacido.

- No debemos demorar el matrimonio -dijo el rey-, pues cuanto antes aseguremos la incorporación de las propiedades de los Warenne a los bienes de nuestra familia, tanto mejor.

Hubo oposición, originada en un sector a cuya actitud negativa Enrique ya comenzaba a acostumbrarse.

El arzobispo de Canterbury señaló que William Plantagenet y William de Blois habían sido primos segundos, por lo tanto, el matrimonio de la viuda de uno con el otro no era legal.

Enrique maldijo el entrometido arzobispo, pero como su propia esposa había obtenido el divorcio sobre la base de la consanguinidad con Luis de Francia; él nada podía hacer.

Conservó en la familia las propiedades de la condesa casándola con uno de sus medio hermanos ilegítimos; pero estaba muy encolerizado.

Lo mismo podía decirse de su hermano. Declaró que no deseaba vivir en un país gobernado por un arzobispo, y fue a reunirse con su madre en Normandía.

Matilda y William concordaron acerca del carácter de Tomás Becket, y Matilda azuzó hasta la furia el resentimiento de su hijo menor. Como ella siempre había dicho, Enrique había sido un tonto al favorecer a ese hombre. Hubiera debido saber que era absurdo elevar al cargo de canciller a un hombre a quien había encontrado en el arroyo. En el curso de los años, Matilda había exagerado los orígenes humildes de Becket. La anciana siempre se había caracterizado por su tendencia a acomodar los hechos a sus propósitos del momento. Ella estaba segura de que Tomás Becket acabaría arruinando al país. Enrique debía exiliarlo, y cuanto antes designase a otro primado, tanto mejor.

Matilda no estaba dispuesta a dejar pasar el asunto. Discutía el tema día tras día con su hijo, hasta que éste tuvo la sensación de que ya no valía la pena vivir la vida. Cuando pescó un resfriado estaba tan deprimido que no pudo sanar, y la dolencia le afectó el pecho.

En el castillo frío y húmedo, enfermó gravemente, y en su delirio hablaba de la condesa de Warenne, y de que ya no deseaba vivir porque no había podido desposarla.

Cuando murió, Matilda, enloquecida por el dolor, proclamó que Tomás Becket había asesinado a su hijo. Escribió inmediatamente a Enrique.

“Tu hermano ha muerto. Ya no quería vivir, porque había perdido a la mujer amada. Esto es resultado de los manejos de tu arzobispo”.

Cuando Enrique recibió la noticia, quedó atónito.

William era joven… ¡más joven que él mismo! Y ahora estaba muerto. ¿Era posible morir de amor? Su madre lo afirmaba. Insistía: “Si se le hubiera permitido desposar a la mujer que amaba, jamás le habría ocurrido esto”.

No, pensaba Enrique. Su esposa lo habría cuidado, porque lo amaba. Pero Tomás Becket no quiso permitir la celebración del matrimonio, y ahora mi hermano ha muerto.

Tomás Becket, tendrás que responder por muchas cosas, y esto es algo que no olvidaré ni perdonaré.