EL ASCENSO DE BECKET
No sólo el rey sentía un respeto cada vez más profundo por Tomás Becket. El primado Theobald había reconocido las cualidades de este hombre desde el momento mismo en que él había entrado a su servicio.
Los orígenes de Tomás eran poco usuales. Su padre, llamado Gilbert, había pertenecido a una familia de mercaderes de Ruán, pero después de la invasión normanda, como tantos de su clase, había adivinado mejores perspectivas en Inglaterra, y había decidido instalarse en Londres.
Durante su niñez Gilbert había vivido en la aldea de Thierceville, y uno de sus compañeros de infancia había sido cierto Theobald, que siempre había hablado de su deseo de entrar en la Iglesia. Fue lo que en definitiva hizo, y primero entró en un monasterio; y después, cuando alcanzó la dignidad de arzobispo de Canterbury, esa precoz amistad ejerció cierta influencia sobre la vida del hijo de Gilbert.
Gilbert prosperó en la ciudad de Londres, y cuando se convirtió en uno de sus principales ciudadanos mantuvo casa abierta para los nobles visitantes, que complacidos podían pasar una o dos noches bajo su techo. No se trataba de que la casa fuese una posada, pero un favor se pagaba con otro, y el hecho de que en la casa de Gilbert a menudo se alojaban personas ricas e influyentes para nada lo perjudicaba; por el contrario, cosechaba la recompensa de su hospitalidad, y como tenía un hijo y dos hijas, Gilbert percibía claramente que esa situación podía beneficiarlo mucho.
El propio Gilbert era una figura romántica. Unos años antes del nacimiento de su hijo mayor -Tomás- como tantos de sus contemporáneos había decidido viajar a Tierra Santa, y había partido con un solo criado, un hombre fiel llamado Richard, que siempre le había servido bien. Después de muchas tribulaciones y dificultades habían llegado a destino, habían rezado junto a la tumba de Cristo, y después de purgar todos sus pecados habían decidido iniciar el camino de regreso a Inglaterra.
El viaje de retorno sería aún más azaroso que el de ida, y no habían llegado muy lejos cuando el grupo en que viajaban se encontró rodeado por una banda de sarracenos, y Gilbert y Richard fueron tomados prisioneros.
Por desgracia, había caído en las manos del emir Amurath, de quien se afirmaba que era uno de los hombres más crueles de su raza. Le agradaba esclavizar a los cristianos, pero cuando Gilbert y Richard comparecieron ante él, el sarraceno se sintió impresionado por la apariencia de Gilbert. En ese hombre había una nobleza que era visible incluso para un individuo tan diferente como Amurath; y así, el emir no pudo dejar de sentirse interesado en la personalidad de Gilbert.
Su primer impulso fue humillarlo todavía más. pero la actitud general de Gilbert frustró ese propósito. Amurath amaba todas las formas de la belleza y a causa de la apariencia excepcional de Gilbert, el sarraceno no quiso infligirle ningún daño. Durante un período lo mantuvo encadenado en una mazmorra, y trató de olvidarlo. La dignidad de Gilbert influyó sobre sus carceleros, y en definitiva el prisionero ganada la amistad de estos hombres, aprendió su idioma, y a causa de su firme voluntad lo hizo con rapidez.
Cierto día. el emir quiso distraerse y de pronto recordó al esclavo cristiano. Dudaba de que se mostrase ahora tan pulcro e indiferente como había sido el caso la primera vez. Ordenó que lo trajeran a su presencia.
Comprobó asombrado que Gilbert podía hablar el idioma de sus secuestradores; y el emir se impresionó cuando supo que lo había aprendido de sus carceleros. Gilbert se apresuró a explicar que los hombres del emir se habían limitado a cumplir su deber; pero él siempre había tenido mucha facilidad para aprender los idiomas de las personas que frecuentaba, y eso era lo que había ocurrido ahora.
Pese a su crueldad, el emir era un hombre de cierta cultura, y en el fondo poco le importaba de qué modo Gilbert había aprendido la lengua. Lo único que le interesaba era que podía comunicarse. Formuló muchas preguntas acerca del estilo de vida de Gilbert en Londres, y se interesó también en las doctrinas de la fe cristiana.
Tanto agradó la conversación a Amurath que al día siguiente de nuevo mandó llamar a Gilbert, y lo interrogó más extensamente acerca de las formas y las costumbres del mundo occidental.
Gilbert estaba encantado de abandonar su calabozo para sostener estos ejercicios de conversación, que comenzaban a convertirse en costumbre; y como el emir era hombre muy pulcro, ordenó que Gilbert se bañase y recibiese ropa limpia. Así se hizo, y ahora parecía que el encuentro se realizaba entre iguales. Comenzaban a unirse con lazos de amistad y el emir llegó a la conclusión de que prefería que Gilbert no volviese a su celda, y en cambio ocupase habitaciones en el palacio.
Así, Gilbert comenzó a llevar la vida de un noble sarraceno. Sin embargo, aún se sentía prisionero, y pensaba a menudo en la posibilidad de la fuga. En su nueva situación, pudo relacionarse con otros cristianos de su grupo que ahora trabajaban como esclavos en el palacio. Muchos tenían los tobillos asegurados con cadenas, cuya longitud les permitía caminar, pero no llegar demasiado lejos. Otros tenían collares alrededor del cuello. La idea fija de todos era fugar. Y a pesar de su posición privilegiada, Gilbert nunca los olvidó y mantenía con ellos una comunicación permanente con la esperanza de trazar un plan que les permitiera salir de allí.
El hecho de que su posición fuese tan privilegiada a todos beneficiaba, pues Gilbert podía descubrir muchas cosas acerca de la distribución del palacio y los modos más probables de fuga, si se presentaba la oportunidad.
Más aún, de tanto en tanto el emir salía con Gilbert y cabalgaban uno al lado del otro, rodeados por una guardia; y así, Gilbert aprendió muchas cosas acerca de la región.
Los cristianos prisioneros sabían que Gilbert era hombre demasiado religioso para abandonarlos. Su reciente absolución junto a la tumba de Cristo lo había lavado de todos los pecados, y él no querría incurrir en otra falta, aunque su carácter lo hubiera impulsado a eso, lo cual estaban seguros de que no era el caso. A menudo se unía en la plegaria con sus compañeros, y el gran tema de estas oraciones, como seguramente ocurre con todos los prisioneros, era el pedido de la ayuda divina que facilitara la fuga.
A medida que pasaban las semanas el interés del emir por su cautivo no se debilitaba. Cuanto mayor era el dominio que Gilbert adquiría de la lengua, tanto más profundas eran las discusiones, y cierto día, como recompensa por tan agradable entretenimiento, el emir invitó a Gilbert a cenar a su mesa.
Este episodio ejercería profunda influencia sobre la vida de Gilbert porque allí conoció a miembros de la familia del emir, y entre ellos a su joven hija.
La muchacha era muy bella; por sobre el borde del velo, sus ojos enormes estudiaban a Gilbert. Era diferente de todos los hombres que ella había conocido. Su piel clara la fascinaba; su orgullosa apostura normanda la impresionó profundamente. Jamás había visto a nadie como él. Dominó su excitación, porque sabía que de ningún modo convenía que su padre lo advirtiese. Qué podía ocurrir, ella ni lo imaginaba… pero sabía que podía ser desastroso para ella y para Gilbert. Escuchaba su voz, que era diferente de la de otros, así como era distinto todo lo que él manifestaba; y cuando concluyó la comida, y el cristiano y el padre de la joven se apartaron para charlar, como agradaba hacer al emir, ella se retiró a sus habitaciones, que compartía con las restantes mujeres de la casa, y en adelante no pudo pensar en nada que no fuese el apuesto cristiano.
Ahora, el emir se acostumbró a invitar a Gilbert a su mesa y la joven musulmana a menudo estaba allí. Se había enamorado del extraño cautivo y estaba segura de que jamás conocería la felicidad sin él.
¿Qué podía hacer? Era inconcebible que hablase con su padre. Había vivido la vida de una joven de su pueblo, y eso significaba que se había mantenido apartada de todo. Muy pronto le encontrarían marido, y tendría que aceptarlo de grado o por fuerza. Era una muchacha muy decidida y llegó a la conclusión de que necesitaba conocer mejor esa fe cristiana, por la cual estos hombres del mundo occidental habían abandonado sus cómodos hogares y tanto arriesgaban Sabía que Gilbert provenía de un lugar llamado Londres, donde tenía una hermosa casa. La había descrito para conocimiento del emir, en presencia de la joven. Sin embargo, había dejado ese lugar para arriesgar su vida y quizá afrontar la tortura… pues Gilbert había tenido la singular fortuna de caer en las manos de un hombre esclarecido como Amurath… y todo eso por la fe cristiana.
Gilbert a menudo rezaba en un cuartito especial, cedido con ese propósito por el emir; como el emir se había interesado por la religión cristiana en el curso de las conversaciones, no deseaba impedir que Gilbert continuara practicando su culto, como lo hacía en su propio hogar.
De modo que se concedía a Gilbert una hora de aislamiento, y durante ese lapso podía comulgar con Dios.
Cierto día entró en la habitación y vio sorprendido que el lujoso tapiz que colgaba de la pared se movía apenas, y que de pronto aparecía la hija del emir.
Gilbert se mostró desconcertado.
- No sabía que había alguien aquí -dijo Gilbert. Me iré inmediatamente.
Ella meneó la cabeza. -Quédate -rogó.
- No me está permitido -dijo Gilbert, y se dispuso a salir.
Entonces, ella dijo: -Deseo conocer mejor la fe cristiana.
Gilbert miró a la bella joven, y sintió deseos de salvar su alma para el cristianismo.
- ¿Qué quieres saber de mi fe? -preguntó.
- Quiero saber por qué tu rostro resplandece cuando hablas de tu Dios. Deseo saber por qué no temes a mi padre, y le hablas y discrepas como ninguno de sus servidores se atrevería a hacer.
- Confío en mi Dios -contestó Gilbert-. Si es Su voluntad, me protegerá. Si mi hora ha llegado, gozaré de la salvación eterna. Por eso no temo.
- Háblame de la salvación eterna.
Él le explicó el asunto, según lo había aprendido en su infancia.
- ¿Podría llegar a ser cristiana? -preguntó ella.
- Podrías, si crees.
- Puedo creer -dijo la joven.
- Necesitarás enseñanza.
- ¿Tú me instruirás?
Gilbert examinó la habitación.
- Tu padre me mataría si te encontrase aquí conmigo.
- Entonces, temes.
- No, no temo. Algo me dice que es voluntad de Dios que yo salve tu alma.
- Cuando vengas a orar, estaré aquí -dijo ella-. Tú me enseñarás.
- Así sea.
Se arrodillaron, y él le enseñó a rezar. Y ése fue el comienzo.
Todos los días, cuando él llegaba a la habitación, la joven lo esperaba; comenzaba a profundizar su estudio de la religión. Gilbert le dijo que debía adoptar un nombre cristiano, y ella se mostró complacida. La llamó Mahault, una forma modificada de Matilda.
- Fue el nombre de la esposa del normando más grande que conquistó Inglaterra y llevó la prosperidad a ese país y a los normandos como yo, que ahora lo habitan -dijo a la joven.
Su nuevo nombre le agradaba. Vivía por sus encuentros con Gilbert. Era una cristiana ferviente. Abrazó de todo corazón la doctrina del amor al prójimo. El amor era mejor que la guerra. Eso parecía evidente. El pueblo sufría constantemente a causa de la guerra y puesto que ella era una mujer cuya principal alegría dependería de su marido y sus hijos, de ningún modo deseaba perderlos o verlos sufrir a causa de esa insensata actividad.
En efecto, era una cristiana ferviente.
Gilbert a menudo se preguntaba cuál sería su suerte si el emir descubría que su luja se había convertido al cristianismo. Ella le formulaba muchas preguntas.
- Cristo murió por ti en la cruz. ¿Morirías en la cruz por Él?
Gilbert respondió claramente: -Estoy dispuesto a morir por Dios.
- Es verdad -dijo ella, extrañada-, pues si mi padre supiera que nos hemos reunido, imaginaría una muerte horrible para ti, algo incluso más terrible que la crucifixión. Sin embargo, me has enseñado. Me convertiste en cristiana.
- Mahault, te he llevado a la luz -contestó él-. Y si Dios quiere que el destino que recayó sobre su único Hijo también a mí me toque, confío en afrontarlo con verdadera fortaleza.
Al adorar al Dios de Gilbert la hija del emir también había acabado por adorar al propio Gilbert.
Le dijo un día: -Los esclavos cristianos planean fugarse. Lo sé.
- No puedes comprender su lengua -replicó Gilbert.
- No. Pero lo veo en sus ojos. Tienen sus planes. Intentarán fugar.
- ¿Crees que lo conseguirán?
- Si no lo hacen, tiemblo por ello. De todos modos, lo intentarán. -De pronto, ella se mostró temerosa. -¿Y tú, Gilbert? Si ellos lo intentan, ¿los acompañarás?
- Son mi gente -contestó él.
- Si te marchas, desearía acompañarte -dijo la joven.
- ¿Cómo podrías hacerlo, Mahault?
- Si los esclavos pueden huir, lo mismo puedo hacer yo.
- No. Eres la hija de tu padre. Este es tu hogar.
- Ahora soy cristiana. Mi hogar está del otro lado del mar, en tu Londres.
- No -dijo él-. No, es un imposible.
- Podrías llevarme contigo cuando te marches.
- ¿Cómo?
- Podrías casarte conmigo. Yo podría ser buena cristiana y la madre de tus hijos.
- Eso es imposible. No debes pensar en tales cosas.
- No puedo evitarlo. Los esclavos se proponen huir. Tú irás con ellos y yo también quiero ir.
- Jamás lo conseguirías.
- Entonces, cuando te marches… ¿debemos despedirnos?
- Si yo me alejara, en efecto tendríamos que despedimos.
- Jamás lo aceptaré -dijo ella con firmeza-. Iré contigo. Cuando los esclavos se reúnan y salgan de aquí… o lo intenten… irás con ellos porque piensas mucho en tu patria y tu hogar en Londres. Gilbert, no puedes abandonarme aquí, porque si lo hicieras moriría. No podría vivir sin ti. Salvaste mi alma, y debes llevarme contigo.
Gilbert meneó la cabeza, pero ella no quiso oír sus protestas, y él no volvió a hablar del asunto.
Llegó el momento en que fue necesario aplicar los planes madurados largo tiempo. Gilbert consiguió caballos que esperaban en los establos, donde trabajaban varios cristianos. Podían cortar sus cadenas, y también retirar los dogales, y escapar… con la ayuda de Gilbert.
Era peligroso, y Gilbert sabía que si el intento fracasaba también terminaría su agradable relación con el emir. Todos sufrirían terribles torturas. Pero tan profundo era el anhelo de volver a la patria que ni uno solo de aquellos hombres rehusó hacer el intento
Cuando estaba con Mahault en su santuario, Gilbert se sentía tentado de revelarle el plan, porque ella podía serles muy útil; pero vacilaba. Si sólo de él se hubiese tratado, hablaría confiado a la joven; pero tenía que considerar las vidas de sus compañeros. En definitiva, no dijo palabra.
Llegó la noche señalada. En los establos, los caballos estaban ensillados y prontos. Gilbert había escondido herramientas para cortar las cadenas y los grillos. Nadie sospechaba, y todo se desarrolló con tal eficacia, de acuerdo con el plan, que Gilbert tuvo la certeza de que Dios los acompañaba.
Antes de que los sarracenos descubrieran la fuga, estaban a muchos kilómetros del palacio del emir, y habían llegado a una región ocupada por cristianos. Se reunieron con ellos y pudieron continuar el viaje de regreso a Inglaterra.
Cuando supo que Gilbert había fugado con los restantes prisioneros, el dolor abrumó a Mahault. Cierto, él nunca le había prometido llevarla, pero en todo caso era evidente que la joven le interesaba. ¿No había afrontado la posibilidad de la muerte, e incluso de algo peor que la muerte para salvar su alma? Si su padre lo hubiese autorizado, se habrían casado. Pero el emir jamás habría aceptado que su hija contrajera matrimonio con un cristiano. ¿Acaso era posible?
Pero ella era cristiana, una cristiana ferviente, y juró que jamás sería otra cosa. Pero ahora había perdido a Gilbert, y lo único que deseaba de la vida era volver a encontrarlo.
Anhelaba la muerte, y ese paraíso que Gilbert le había prometido. Era lo único que ahora podía esperar.
Enfermó tan gravemente que el emir no pudo entender qué la agobiaba. Él estaba muy encolerizado con los cristianos que habían huido, echaba de menos sus conversaciones con Gilbert. Sin ese hombre, la vida era muy aburrida. Se zambulló en una orgía de placeres y vivió el tipo de vida que había llevado antes de la aparición de Gilbert; pero comprobó que nada podía darle el mismo placer que había extraído de sus discusiones con el cristiano.
Mientras estaba acostada en su lecho, Mahault tuvo una idea. Gilbert había fugado. ¿Por qué ella no podía hacer lo mismo? Había escuchado su conversación en la mesa, y recordaba su gráfico relato del viaje de Londres a Tierra Santa. Si él había podido viajar a Tierra Santa, ¿por qué Mahault no podía hacer lo mismo en sentido inverso?
Apenas concibió esta idea, su salud comenzó a mejorar. Permanecía acostada, esperando el retomo de sus fuerzas, mientras trazaba planes. Sabía que lo que se proponía hacer era muy peligroso; era una tarea que ninguna joven sarracena había acometido jamás. Pero si ella moría en el intento su suerte no sería peor que esperar aquí, en el palacio de su padre, hasta extinguirse porque ya no deseaba vivir.
“La fe hace milagros”. Esa había sido una de las doctrinas del Dios de Gilbert, que ahora también era suyo. ¿Por qué la fe no podía hacer un milagro por ella?
Mejoró con rapidez; fue sorprendente lo que su fe y su confianza en la posibilidad de hallar a Gilbert hicieron por ella; y llegó el día en que estuvo pronta.
Había cosido piedras preciosas a las humildes prendas que pudo encontrar; no le había sido difícil obtenerlas de sus criados; y así, un día salió caminando del palacio de su padre.
El camino que corría cerca de la frontera entre el territorio de su padre y el que ocupaban los cristianos no era muy frecuentado, y poniendo el mayor cuidado para ocultarse de los peregrinos que pasaban, a su debido tiempo ella llegó a los límites de la región cristiana.
La buena suerte la favoreció, pues apenas había cruzado la frontera vio un grupo de personas, y por las actitudes y las expresiones llegó a la conclusión de que eran compatriotas de Gilbert.
Se acercó a esta gente, y de nuevo la suerte la favoreció, porque uno de ellos hablaba la lengua de Mahault. Les dijo la verdad. Se había convertido al cristianismo; deseaba huir a Inglaterra, donde podría vivir de acuerdo con su fe. Pero, ¿cómo llegar allí?
- Podrías embarcarte le dijeron.
- ¿Cómo puedo hacerlo?
- Las naves parten de tanto en tanto -fue la respuesta-. Nosotros también esperamos barco.
- Puedo pagar mi pasaje -dijo la joven.
La examinaron atentamente. Su firme decisión de alcanzar el objetivo se manifestaba en sus ojos; rogó que la ayudasen. Debía ir a Londres, pues allí vivía un hombre a quien necesitaba ver.
Finalmente, aceptaron llevarla. Pagaría su pasaje con un zafiro de notable belleza y entretanto podía ser parte del grupo.
Su buena suerte no la sorprendía. Creía que como ella había pedido un milagro, Dios atendería sus plegarias; de modo que era muy natural que el Cielo le facilitara el camino.
Como de costumbre, el viaje fue accidentado. Evitaron por poco el ataque de los piratas -el resultado quizá hubiera sido que la vendiesen como esclava a su propio padre-, y después afrontaron una terrible tormenta que casi hundió el barco.
Mahault creía que su ilimitada fe le había permitido afrontar airosa todas las pruebas; y así, un día el grupo desembarcó en Dover.
La joven conocía dos palabras en inglés: Londres y Gilbert. La primera era muy útil, porque indicaba a todos adónde deseaba ir.
Caminó de la costa a la ciudad, y siempre que necesitaba que la orientasen pronunciaba la palabra “Londres”; y al fin se vio recompensada por su primera visión de la ciudad.
Se habría sentido abrumada por la gran ciudad, si no hubiese tenido la certeza de que se aproximaba al fin de su búsqueda. Reinaba un estrépito tal como ella jamás había conocido. En las calles se instalaban los puestos de los vendedores que exhibían mercancías de todo tipo. Allí se vendía todo lo que la imaginación podía concebir: pan, carne, ropas, leche, mantequilla y quesos, y en general cada uno tenía su propia clientela. La leche, la mantequilla y los quesos se vendían en la calle de la Leche y la carne se ofrecía en Saint Martin le Grand, cerca de Saint Paul’s Cross. Estaba la calle del Pan, donde el olor del pan recién horneado saturaba el aire. Los orfebres y los plateros, los vendedores de ropas y de alimentos, ocupaban sus respectivos lugares en esas calles tan animadas.
Por entonces unas cuarenta mil personas vivían en la ciudad y sus alrededores. La ciudad atraía a la gente a causa de su febril actividad y de la vida más alegre que podía hacerse allí, comparada con la quietud del campo. Había muchas iglesias, construidas por los normandos, y a cada momento repicaban las campanas. Era una ciudad inquieta y agitada, se levantaba a orillas de un río colmado de naves que remontaban y descendían la corriente; y el arroyo Walbrook dividía el Este del Oeste.
Por doquier había mendigos -algunos en condiciones lamentables- y por esas calles caminó la hija del emir, segura a causa de su fe en el Dios cristiano de que acabaría encontrando a Gilbert.
Recorría las calles llamando a Gilbert, y muchos se apiadaban de ella y le daban refugio durante la noche; y todos los días renovaba su confianza en que hallaría al hombre a quien había venido a buscar.
Gilbert había llegado a Londres unos meses antes. Había reanudado sus actividades comerciales, y como antes tenía casa abierta para sus amigos. Uno de ellos, un caballero normando llamado Richer de L'Aigle, hombre de cierta cultura, tenía una propiedad en el campo.
Richer siempre gozaba de sus visitas a Londres, sobre todo porque cada vez determinaba una velada o dos muy agradables, pasadas con su antiguo amigo Gilbert Becket. Conversaban hasta bien entrada la noche y comentaban muchos temas antes de que Gilbert acompañase a su antiguo amigo a la cama, iluminándole el camino con una palmatoria.
Richer se había enterado de las aventuras de Gilbert en el palacio del emir, y siempre estaba interesado en conversar del tema. Richard, el criado de Gilbert que había acompañado a su amo durante todo ese período, también tenía mucho que contar a sus amigos de la servidumbre acerca de las aventuras vividas.
Gilbert estaba relatando a Richer nuevos detalles del modo en que había fugado, una empresa que en el momento dado había parecido imposible; y ahora agregó que creía que sólo la ayuda divina les había permitido regresar sanos y salvos.
- Durante ese viaje tan peligroso -dijo-, formulé la promesa de que si llegaba sano y salvo a casa, haría otra visita a Tierra Santa diez años después.
- De modo que irás nuevamente. No pretendas tener la misma suerte la próxima vez.
- Confiaré en que Dios me demostrará su voluntad -dijo solemnemente Gilbert-, y sea cual fuere mi destino, sabré aceptarlo.
- De todos modos, quizá estás tentando a la Providencia cuando piensas en lo que hiciste una vez, y en el feliz desenlace de tu aventura. Recuerda todos los que se perdieron en el camino.
Estaban conversando acerca del asunto, cuando Richard irrumpió en la habitación.
- Amo -balbuceó-. He visto… he visto…
- Vamos, Richard, ¿qué viste? -preguntó Gilbert.
- Parece que vio a un fantasma -dijo Richer.
- No, amo. He visto a la hija del emir.
- ¿Qué? -gritó Gilbert.
- Había oído decir que una mujer muy extraña estaba en la calle. Decía “Gilbert”. Solo “Gilbert”, una y otra vez. Fui a verla. Un aprendiz me dijo que estaba cerca, y en efecto, allí la vi.
- Richard, la hija del emir. Te equivocas.
- No, amo, no me equivoco, porque ella me vio y gritó de alegría… me reconoció. Me recordó porque me había visto en el palacio de su padre.
Gilbert se había puesto de pie.
- Debes llevarme adonde ella está.
- Amo, está aquí. Me siguió.
Gilbert abandonó apresuradamente la habitación, y allí, de pie en el umbral, estaba Mahault. Cuando ella lo vio lanzó un grito de alegría y cayó de rodillas ante él.
Gilbert la levantó; la miró en los ojos y le habló en su propia lengua, la que hacía mucho que ella no oía.
- Llegaste… tan lejos.
- Dios me guió -se limitó a decir la joven.
- Entonces… ¿querías encontrarme?
- Sabía que debía hacerlo, si era Su voluntad, y veo que así fue.
Richer de L'Aigle contemplaba asombrado la escena y Gilbert ordenó a sus criados que preparasen comida caliente. Observó que seguramente ella tenía apetito; por otra parte, tenía los pies cansados y se la veía muy fatigada.
Ella rió y lloró de felicidad. Un milagro le había permitido realizar el temible viaje por tierra y mar, hasta llegar a Gilbert.
La miró. Era bella, joven y ardiente. Abrazaba la fe cristiana casi con el mismo amor que ponía en ello Gilbert. Era un ejemplo viviente de un alma salvada.
Las normas morales no permitían alojarla allí, y Gilbert no sabía qué hacer con ella. Una viuda, una mujer buena y sensata, vivía cerca de allí, y Gilbert varias veces le había hecho favores. Acudió a ella, le explicó su situación, y preguntó si podía ocuparse de la extraña joven hasta que fuera posible arreglar algo. Ella aceptó y Gilbert llevó a Mahault a la casa de la viuda, y allí le dijo que debía esperar.
Gilbert tenía amigos en la Iglesia, y decidió pedir el consejo de algunos de sus miembros para determinar el camino más apropiado. Por entonces, se realizaba en Londres una reunión de obispos, presidida por el obispo de Londres, y como la hija del emir era infiel, y lo sería hasta que se la bautizara, la respuesta al problema de Gilbert bien podía provenir de la Iglesia.
Gilbert relató su aventura ante los obispos, y el obispo de Chichester de pronto se puso de pie y habló como en sueños. Dijo: -La mano de Dios y no la del hombre ha traído a esta mujer desde un país tan lejano. Tendrá un hijo cuyos trabajos y cuya santidad redundarán en beneficio de la Iglesia y la gloria de Dios.
Eran palabras muy extrañas, pues Gilbert no había mencionado la posibilidad de desposarla aunque la idea le había pasado por la cabeza. Parecía una profecía. Entonces, Gilbert experimentó el firme deseo de casarse con la hija del emir y tener con ella un hijo.
- Sería necesario -dijo el obispo de Londres- que se la bautizara. Si ella acepta, podéis contraer matrimonio.
Gilbert habló a Mahault y le explicó la situación. Los ojos de la muchacha centellearon felices. De todo corazón aceptaba que la bautizaran. Había ido a Inglaterra con ese fin… y para casarse con Gilbert.
Así, contrajeron matrimonio y muy pronto ella quedó embarazada. Estaba segura de que tendría un varón, destinado a alcanzar las cumbres de la grandeza. De modo que, antes aún de nacer, Tomás ya había impresionado al mundo.
La hija del emir, bautizada con el nombre de Mahault, era la más devota de las cristianas. Era una mujer muy feliz, pues Dios le había ofrecido un milagro. Ella lo había pedido, y se le había otorgado. Era la esposa de Gilbert, un hecho que habría parecido imposible mientras ella estaba en el palacio de su padre. Aquí, se trataba de la cosa más natural del mundo. Sí, era un milagro.
Y cuando poco después del matrimonio quedó embarazada, tuvo la certeza de que sería un varón. El obispo de Chichester así lo había profetizado Dios la había llevado a Inglaterra venciendo las grandes dificultades. Había realizado un viaje que muchos habrían considerado imposible; había llegado a un país desconocido cuando sabía solo dos palabras: “Londres” y “Gilbert”. Era fácil encontrar la primera y Dios la había llevado hasta el segundo.
Comenzó a tener visiones. Su hijo sería un gran hombre. Dios la había llevado a Inglaterra para que engendrase a ese hijo. Soñaba con él. En esos sueños, siempre lo veía aureolado por una suave luz. Sería cristiano, y dedicaría su vida a Dios. Parecía probable que fuese un hombre de la Iglesia y la dignidad más alta en esa institución era la de arzobispo.
- Sé que mi hijo será arzobispo -decía Mahault.
Gilbert estaba inquieto. Ya no era un hombre que podía ir adonde deseara. Tenía esposa y pronto habría que contar con la presencia de un hijo.
Mahault intuía los temores de Gilbert, y le preguntó qué lo agobiaba. Él reveló que había hecho una promesa a Dios, en el sentido de que si llegaba sano y salvo a su patria, visitaría de nuevo Tierra Santa; y temía que ahora que tenía tantas responsabilidades no pudiese cumplir su promesa a Dios. Su esposa lo miró sonriente.
- Hiciste una promesa a Dios -dijo-, y es necesario cumplirla. No pienses en mí. Si Richard permanece a mi lado, como habla mi lengua, estaré bastante bien; y pronto sabré hablar inglés, pues necesito hacerlo para cuidar de mi hijo.
A su tiempo, nació el niño. Era un varón, como ella sabía que lo sería, y cuando la partera lo sostuvo en sus brazos Mahault oyó una voz que decía: -Sostenemos en nuestras manos a un arzobispo.
No podía preguntar a la partera qué había querido decir con estas palabras porque no podía hacerse entender; pero después pidió a Gilbert que averiguase por qué la mujer había formulado esa observación. La respuesta de la partera fue que ella no había dicho nada parecido.
Se llamó Tomás al niño, que fue la delicia de la vida de su madre. Ella estaba segura de que nada era demasiado bueno para su pequeño. Debía recibir la más esmerada educación. Entretanto, como Gilbert había formulado su promesa a Dios, debía cumplirla sin demora porque cuando el niño creciera necesitaría un padre más que lo que lo necesitaba cuando era tan pequeño que apenas podía reconocerlo.
Gilbert partió nuevamente para Tierra Santa, y Mahault se dedicó a cuidar a su hijo y a aprender inglés.
Sus premoniciones acerca de la futura grandeza del niño se repitieron. Una noche soñó que la niñera había dejado al pequeño en su cuna sin abrigarlo con una manta, y cuando ella le reprochó su descuido, la niñera replicó: “Pero mi señora, está cubierto con una hermosa manta”. “Tráelo aquí”, había contestado la madre, con la intención de demostrar que la niñera la engañaba. La niñera llegó con una gran manta de bella tela carmesí. La depositó sobre el lecho de su ama y trató de desplegarla, pero cuanto más la desplegaba más grande parecía, y así se necesitó la habitación más espaciosa de la casa porque era tan grande que no podían desplegarla en un cuarto más pequeño. Tampoco así pudieron desplegarla, y la sacaron a la calle. Pero allí tampoco tuvieron éxito, porque cuanto más intentaban más se agrandaba la manta y de pronto comenzó a desplegarse sola y cubrió la calle y las casas de alrededor y continuó ensanchándose, y ellas supieron que había llegado al extremo de la tierra.
Despertó de este sueño con la certidumbre de que tenía un significado especial, y era que su hijo Tomás estaba destinado a alcanzar grandes alturas.
Como sentía la necesidad de agradecer al Dios de su nueva religión que la había llevado sana y salva a Londres, para que tuviese este hijo, lo pesaba con frecuencia y entregaba a los pobres el mismo peso en ropas o alimentos.
Hablaba al niño, y le explicaba la necesidad de ser bueno y servir a Dios, y le decía que el mejor modo de cumplir este servicio era ocuparse del prójimo.
- Mi pequeño, ayuda siempre a los que son más pobres que tú -le decía-. Es un modo apropiado de servir a Dios.
Gilbert regresó tres años y medio después y comprobó que a la edad de cuatro años el pequeño Tomás ya mostraba signos de gran inteligencia. Gilbert se alegraba de estar en su hogar; había decidido que no formularía más votos. Dos viajes a Tierra Santa bastaban para aplacar a su Hacedor, porque en realidad el buen hombre nunca había sido culpable de otras cosa que de pecados remisibles.
Pronto compartió la convicción de Mahault en el sentido de que el hijo de ambos era un ser especial.
Durante los años siguientes tuvieron dos hijos más. Fueron niñas, chiquillas inteligentes y agradables; pero Tomás era diferente. Sir Richer de L'Aigle se había convertido en visitante más frecuente que antaño. Lo fascinaba el relato de la decisión de Mahault de hallar a Gilbert; afirmó que nunca habría creído que una joven hallase el camino guiada únicamente por dos palabras. Pensaba que sólo la Divina Providencia podía haber determinado la reunión de Mahault con Gilbert, y el interés que manifestaba por ese hijo tan original se acentuó.
Apenas Tomás tuvo edad suficiente, su padre lo puso a cargo de los canónigos de Merton, a quienes muchas personas de alcurnia enviaban sus hijos con el fin de que los preparase para ingresar en la Iglesia.
- Esto no será más que el principio -confió Gilbert a su esposa.
Después, Tomás debe asistir a uno de los grandes centros del saber; pero Merton es un buen comienzo y además de ese modo no vivirá muy lejos de nuestra casa.
En Merton Tomás pronto sorprendió a sus maestros por su capacidad para aprender, y por eso mismo confirmó la certidumbre de sus padres en el sentido de que lo esperaba un gran futuro. Durante la época de la cosecha, cuando la principal preocupación era recoger el cereal, los pupilos de Merton volvían a sus hogares para evitar que estorbasen las labores del campo; y cierto verano Richer de L'Aigle fue a visitar a los Becket. En la casa estaba Tomás, que había regresado de la escuela, y Richer de L'Aigle propuso llevarlo a su residencia, el castillo de Pevensey, donde podían enseñarle el arte elegante de vivir como un noble. Tomás asimiló las formas de ese tipo de vida con el mismo entusiasmo con que se había consagrado al saber.
Richer le enseñó a cabalgar como un caballero, a cazar con halcón, y lo instruyó en todas las cosas que el joven no hubiera podido conocer en su hogar de Londres.
Tan grata fue su estada en el castillo de Pevensey, y tanto simpatizó el joven caballero con Tomás que la invitación se repitió a menudo. Mahault estaba encantada; percibía el cambio en su hijo. Ahora solía vestirse pulcramente. Hablaba no sólo como un erudito sino como un caballero, y su madre creía que Dios había enviado a Richer de L'Aigle con el fin de que Tomás se educase para ocupar una de las posiciones más elevadas del país.
Cuando Tomás tuvo educación suficiente para ganarse la vida realizando tareas administrativas con un mercader de Londres, salió de Merton; pero sus padres tenían planes para él. Afirmábase que París era el centro del saber y que ningún lugar era más conveniente para Tomás. De modo que viajó a esa ciudad.
Allí perfeccionó su conocimiento del francés, pues su principal objetivo era hablar como un nativo; sus modales desenvueltos -aprendidos en el castillo de Pevensey- le permitieron frecuentar a los miembros de la alta sociedad; y entonces descubrió que ese tipo de compañía le agradaba. Nadie habría adivinado que el elegante Tomás era hijo de un mercader; y la principal afición que Tomás tenía entonces era representar un papel brillante en el mundo, donde ya estaba conquistando el respeto de hombres y mujeres y donde vivía en una gran comodidad y en el lujo.
Cuando regresó a Londres tenía los modales de un noble, aunque su educación era muy superior a la de los miembros de dicha clase; y aunque se aferraba a su creencia en los sueños y los portentos, que según afirmaba había conocido, incluso su madre tuvo que reconocer que Tomás aparentemente no sentía simpatía por la Iglesia. En cambio, le interesaban los negocios, y durante este período se incorporó a la administración municipal de Londres. Allí su mente despierta atrajo inmediatamente la atención, y muchos ricos mercaderes que eran amigos de su padre trataron de obtener su ayuda en la administración de sus respectivas empresas
Mahault no se sentía desalentada, tan segura estaba del destino de su hijo. Durante varios años ella había padecido una tos persistente durante el invierno, y la bruma húmeda del río después del clima seco y soleado de su patria, estaba deteriorando paulatinamente su salud. Por extraño que pareciera, una de sus hijas mostraba inclinación a la vida religiosa, y se le encontró un lugar en un convento de Barking; la otra se casó con un mercader londinense. Ambas eran felices; el único de quien no podía decirse lo mismo era Tomás. La madre estaba convencida de que más tarde o más temprano encontraría su camino. Tan grande era su destino que él necesitaba realizar la experiencia de muchas formas de vida antes de encontrar el buen camino.
Tomás tenía veinte años cuando Mahault murió. Estuvo con ella los últimos momentos y arrodillado le expresó su amor y su gratitud. Ella yacía en su lecho, sonriente, y pensaba en el día que había visto por primera vez a Gilbert y lo había amado, al mismo tiempo que había amado a su Dios. Mahault jamás habría deseado que las cosas fueran de otro modo, pues creía que todo lo que le había ocurrido no había sido más que la preparación para el nacimiento de Tomás.
- Hijo mío, Dios te eligió -dijo, y en sus ojos había una luz profética-. Fui traída aquí, y arrancada a mi patria para que tú pudieses nacer.
Y sus palabras eran tan convincentes que Tomás le creía; y después, en sus momentos más difíciles él solía recordar esa convicción que se manifestaba en los ojos de su madre moribunda, y entonces volvía a creer en sí mismo, con una fe que rehusaba aceptar el fracaso.
La muerte de Mahault fue el primer golpe. Sin ella, la casa era un lugar sombrío. Pareció que Gilbert ya no se interesaba en sus negocios; Tomás se sentía desolado. Ya no lo complacían las actividades que había aprendido en el castillo de Pevensey. Comprendía que le había agradado demasiado vivir en el mismo plano que los ricos y los nobles. No podía pensar en nada que no fuera la pérdida que había significado para él la muerte de su madre, y se reprochaba no haber comprendido lo que ella significaba para él sino después que la había perdido.
Un terrible desastre conmovió a Gilbert, cuando su casa y su tienda se incendiaron completamente. Cuando el fuego comenzó a consumir la estructura de madera, hubo pocas esperanzas de contener el siniestro. Las pérdidas de Gilbert fueron graves. La impresión causada por este episodio, que se sumó a la muerte de su esposa, ejerció profunda influencia en Gilbert. Había perdido demasiado, y también había desaparecido la voluntad de reconstruir su actividad. Pocos años después Gilbert murió.
Tomás estaba solo.
Lo dominó la melancolía. Renunció, a la caza y a las visitas de sus amigos, quienes antaño se habían complacido en la compañía del joven. Pareció que tendía a adoptar la vida de un recluso y fue entonces cuando Theobald, arzobispo de Canterbury, le pidió que lo visitara.
Theobald, que había jugado con Gilbert cuando ambos vivían en la aldea normanda, había sabido de la muerte de su viejo amigo y ahora deseaba renovar su relación con el hijo de Gilbert.
Se encontraron e inmediatamente establecieron lazos de afecto. Theobald se sentía muy solo en su alto cargo y vio en Tomás al hijo que él nunca había tenido.
Tomás podía hablar de sus padres a Theobald y éste escuchaba atentamente. Las mentes de ambos funcionaban con ritmo parecido. Cuando Tomás lo visitaba, el arzobispo siempre trataba de retenerlo; y así, las visitas fueron cada vez más frecuentes.
Un día Theobald dijo: -Tomás, ven a mi casa. Allí tienes mucho que hacer. Necesito de alguien que trabaje conmigo, que esté cerca, en quien pueda confiar.
Tomás vaciló.
- ¿Debería iniciar una carrera en la Iglesia? - preguntó.
- ¿Por qué no? Reúnes condiciones para hacerlo Ven, Tomás. Piénsalo.
Durante un tiempo Tomás reflexionó. ¿Hacia dónde se encaminaba? Sabía que hasta ahora había estado ganando tiempo. Pensó en los sueños de su madre acerca de la capa de arzobispo y comprendió que debía acercarse a Theobald.
De modo que a la edad de veinticinco años Tomás Becket se incorporó a la casa del arzobispo de Canterbury.
El palacio del arzobispo era una residencia situada en Harrow on the Hill. Aquí vivía en condiciones apropiadas para su posición. Ejercía mucho poder. Era más que el jefe de la Iglesia; tenía derecho de elegir a ciertos funcionarios oficiales, y su autoridad cedía solo ante la del rey. Theobald era rico, porque poseía muchos castillos y residencias en diferentes lugares del país; y venían a visitarlo hombres distinguidos originarios de todos los países del mundo.
Después de los años que había dedicado al trabajo en los asuntos municipales y en la contabilidad comercial, Tomás se sintió sorprendido de la vida que ahora empezaba a conocer; y comprendió que tenía mucho que aprender si quería ocupar un lugar en ese mundo.
Theobald le demostraba especial interés y estaba seguro de que en pocos años Tomás estaría en condiciones de ocupar un alto cargo. Pero cuando llegó, carecía del saber que caracterizaba a los clérigos de la residencia del arzobispo; y Tomás inmediatamente se propuso remediar esa situación. Su elegancia innata, sus modales perfectos, la pureza de su vida y su consagración al estudio pronto le ganaron la admiración del arzobispo y de quienes lo apoyaban; pero los jóvenes ambiciosos que pertenecían a la casa del arzobispo comenzaban a mirar con envidia a Tomás.
¿Por qué el arzobispo beneficiaba especialmente a Tomás Becket? ¿Quién era Tomás Becket? ¡El hijo de un mercader! ¿Y qué era ese rumor acerca de la mujer sarracena? ¿Acaso este hijo de mercader, este empleado, merecía un lugar de privilegio? No cabía duda de que este joven, uno de los que allí se reunían con el fin de representar un papel en la Iglesia, era el favorito del arzobispo.
Cuando estaba demasiado oscuro para leer o estudiar, se reunían alrededor de la mesa del arzobispo y hablaban de cosas temporales y espirituales. El arzobispo estaba muy preocupado por los asuntos de Estado, y como el país había presenciado constantes luchas y disputas desde la muerte de Enrique I se discutía mucho de política; y siempre los comentarios de aquel hombre moreno y muy alto eran los que más impresionaban al grupo. Todos veían que era un individuo poco común. Su apariencia misma lo distinguía. Era tan alto que en el palacio nadie tenía siquiera una estatura aproximada. Con su presencia dominante se imponía a todos. Nadie se parecía menos a un hombre de la Iglesia. Los ojos heredados de la madre eran oscuros y luminosos; tenía la nariz casi aguileña. El cuerpo era delgado, porque comía muy poco y por lo tanto sentía el frío y necesitaba usar mucha ropa. Su criado Richard, que había llegado con él de la casa de Gilbert, cuidaba de que lo poco que él comía fuese muy nutritivo, y solía prepararle carne de vaca y pollo. Temía que Tomás enfermase, y como comía tan poco debía obtener el mayor beneficio posible de lo que ingería.
Ese era Tomás Becket, un hombre que nunca podía pasar inadvertido; según se afirmaba un hombre de orígenes relativamente humildes, pero cuyos modales eran más cuidados que los de otros individuos de cuna más noble; un hombre amante de la belleza y excesivamente pulcro; un hombre que gustaba montar a caballo y participar de los placeres de la halconería, y que sin embargo pasaba muchas horas arrodillado. Jamás se lo había visto mirar lascivamente a un miembro del sexo contrario o de su propio sexo.
No cabía duda de que Tomás era un hombre extraordinario. Así lo creía el arzobispo y después de observar atentamente durante un tiempo llegó a la conclusión de que estaba destinado a desempeñar altos cargos en la Iglesia, aunque eso obligaría a preferirlo a otros que mostraban cualidades convencionales.
Entre los que estudiaban con Tomás, bajo la tutela del arzobispo, se hallaba un joven muy inteligente llamado Roger de Pont l’Evéque. Había sido el más inteligente de todos los alumnos de Theobald antes de la llegada de Tomás. Estaba destinado a los cargos más altos; era experto en derecho canónigo, y antes de que Tomás los eclipsara había sido el gran favorito del arzobispo.
Roger era arrogante y sensual, y detestaba a Tomás no solo por su brillo como erudito sino por el hecho de que no podía inducirlo a correr aventuras que lo habrían desacreditado a los ojos de Theobald.
El propio Roger se había salvado por muy poco. Su carrera de eclesiástico de elevada jerarquía podría haberse visto arruinada irremediablemente. Decíase que Roger se había enamorado de un joven muy hermoso y que lo había obligado a someterse a sus deseos. El jovencito, llamado Walter, se había quejado, y el resultado fue que Roger tuvo que comparecer ante un tribunal. Roger era hombre poderoso y tenía muchos amigos influyentes; utilizando el soborno y las amenazas ganó su caso contra el jovencito quien a su vez fue acusado de mentir y de intentar el descrédito de un miembro muy respetado de la Iglesia. El juez sobornado encontró culpable a Walter; le arrancaron los ojos y lo ahorcaron.
Roger se había salvado de las consecuencias de su fechoría y había conseguido engañar a muchos, incluso al arzobispo que creía en su inocencia; pero otros sospechaban de él. Incluso reconoció ante unos pocos -en secreto- que él había provocado la vergüenza y el menosprecio de la Iglesia.
Roger era el principal de los enemigos de Tomás y decidió conseguir que lo retiraran del palacio del arzobispo. Pero Tomás se encontraba en una posición privilegiada porque Walter, hermano de Theobald y archidiácono de Canterbury tenía una confianza inconmovible en la capacidad del joven, y lo apreciaba todavía más que Theobald.
Gracias a su innegable brillo, Roger era entonces el principal erudito de Harrow, y encabezaba la lista de ascensos, lo cual significaba que estaba más cerca que nadie del arzobispo. Se dedicó a señalar los rasgos desusados del carácter de Tomás, y así consiguió convencer a Theobald de que, por inteligente que fuese Tomás, su personalidad no era la más apropiada para escalar posiciones en la Iglesia.
Theobald tuvo en cuenta el consejo, y durante un tiempo apartó de su palacio a Tomás. Pero Walter, el hermano del arzobispo, llevó a Tomás a su propia casa y lo retuvo allí un tiempo hasta que pudiera persuadir a Theobald de que autorizara el regreso de Tomás. El episodio demostró que Tomás tenía en Roger a un poderoso enemigo; tuvo que dejar el palacio en dos ocasiones, y se vio obligado a permanecer con Walter hasta el momento en que fue posible convencer a Theobald de que aceptara su regreso al palacio.
Cuando Walter fue designado obispo de Rochester, Roger recibió el nombramiento que estaba esperando, y ocupó el cargo de Archidiácono de Canterbury.
Ahora que Roger ocupaba este cargo, hubiera podido preverse el fin de las ambiciones de Tomás; pero a esta altura de las cosas la consideración que le dispensaba Theobald era tan firme que ya nada podría conmoverla. Tomás acompañaba constantemente al arzobispo. Cuando éste se enfrentó con la corona y se vio exiliado temporariamente. Tomás lo acompañó a Francia.
Sobrevino la muerte del rey Esteban y Enrique Plantagenet ascendió al trono. En 1154 Roger asumió la dignidad de arzobispo de York, de modo que quedó vacante el cargo de archidiácono de Canterbury. Theobald llegó a la conclusión de que Tomás Becket era el candidato más adecuado para ese puesto.
Para todos era evidente que Enrique tenía las características de un gran rey; pero al mismo tiempo era un hombre de pasiones tan violentas que Theobald estaba inquieto. Contener a un hombre así era más o menos lo mismo que domar a un caballo salvaje, y parecía obvio que el rey tenía un temperamento que no aceptaba restricciones.
Que los reyes disputasen con la Iglesia era cosa antigua. Theobald, que de tanto en tanto había discrepado con Esteban, comprendió que sería cosa muy distinta oponerse a los deseos de Enrique.
Theobald comentó el asunto con Henry, obispo de Winchester y hermano del rey Esteban, así como uno de los eclesiásticos más poderosos del país.
- El rey -afirmó Henry de Winchester-, necesita que lo controlen, pero de tal modo que no advierta la existencia de las riendas que lo sujetan. Solo un canciller muy diestro podría lograrlo. Debemos encontrar al hombre apropiado. Si no lo hacemos, preveo graves dificultades entre la Iglesia y el Estado y ya vemos que Enrique Plantagenet no es el hombre bondadoso que fue mi hermano Esteban.
- Muy cierto -dijo Theobald-. Necesitamos un hombre que pueda ser amigo del rey, que pueda convencerlo sutilmente de modo que él no sepa que se lo persuade.
- ¿Conocéis un hombre así? -pregunto Henry de Winchester.
Theobald reflexionó un momento; de pronto, en sus labios se dibujó una sonrisa.
- Sí, creo que lo conozco. Es mi archidiácono, Tomás Becket.
- Becket -murmuró el obispo-. Un hombre de origen humilde.
- Un hombre que se ha elevado por encima de sus orígenes. Sería imposible hallar en Inglaterra a un hombre que pueda complacer mejor al rey.
- Entiendo que el rey no simpatiza demasiado con los miembros de nuestra profesión.
- Becket es diferente del resto de los clérigos. A menudo pensé reprocharle su carácter mundano, y sin embargo sé que es el menos mundano de los hombres. Sí, su mesa es lujosa, pero está destinada a otros; él mismo come muy frugalmente. Su atuendo es muy elegante, y tiene halcones, perros y caballos; pero da con largueza a los pobres. Es el hombre apropiado. Podría enfrentar al rey en su propio nivel. Podría practicar deportes con él y salir de caza; y el rey tiene momentos en que le agrada la buena conversación, podrá conversar cuanto quiera con Becket. Becket es el hombre. Un hombre de la Iglesia que es al mismo tiempo un hombre de mundo.
El obispo se mostró dubitativo, pero después de hablar un rato con Theobald aceptó la opinión de que lo mejor para Inglaterra y para la Iglesia sería convertir en canciller a Tomás Becket.
Así, a la edad de treinta y cinco años, Tomás ocupó el alto cargo. Su nueva jerarquía lo complacía, no por los honores que le aportaba sino porque había que corregir muchas cosas en la nación.
Hacía varios años que había concluido la guerra civil, pero mientras duró muchos hombres habían perdido sus castillos o sus hogares más humildes, y habían tenido que refugiarse en el bosque, donde se habían convertido en proscriptos y salteadores. El canciller resolvió que debía perseguir a ciertos hombres, y que los caminos tendrían que estar seguros, como en los tiempos de Guillermo el Conquistador y su hijo Enrique I; ansiaba que se labrasen los campos, como había ocurrido antes del comienzo de la guerra. Deseaba que los tribunales nuevamente impartiesen justicia; alentó a quienes se consideraban agraviados a que les presentasen sus quejas.
Un hombre bueno decidido a hacer justicia en Inglaterra hubiera podido obtener los mismos resultados; pero Tomás no necesitaba limitarse a eso. Podía seducir al rey. Theobald le había dicho que porque todos creían que era capaz de alcanzar ese objetivo se lo había elegido para la tarea. Podía mostrarse entretenido, ingenioso y amable; su deber era divertir al rey. Gracias a su condición de amigo íntimo del rey comprendería sus estados de ánimo; podía guiarlo sin que el rey supiera que estaban guiándolo. Era bastante cortesano como para sentirse perfectamente cómodo en la sociedad real; había aprendido a montar, era experto en halconería y sabía jugar ajedrez -todo lo que había asimilado durante su estada en el castillo Pevensey-, de modo que se sentía cómodo en el círculo real. Nadie sabría que no había tenido la misma crianza que cualquiera de los cortesanos del rey, y para el caso que el propio rey. Por esa razón se lo había elegido.
En definitiva, la tarea fue bastante fácil.
- Traedme a ese clérigo -había dicho Enrique-, para que yo pueda decirle que no aceptaré que ningún clérigo me predique.
Pero cuando vio al hombre se sorprendió Esa extraña cualidad que imponía el respeto de todos los hombres fue visible inmediatamente para el rey. Ese hombre alto y elegante que podía ser ingenioso y divertido, y que podía cabalgar al lado del monarca comentando frívolos asuntos de la corte, que con la misma facilidad podía enfrascarse en una conversación seria que absorbía a Enrique, avivó su interés a tal extremo que a menudo cuando estaban en una reunión el rey miraba alrededor y preguntaba: -¿Dónde está Becket? ¿Dónde está mi canciller? Y cuando llamaban a Tomás, y Enrique lo veía, reía de buena gana y decía: -Ah, Becket, te extrañé. Huyamos de aquí y vayamos a donde podamos charlar.
Theobald y Henry de Winchester veían la amistad cada vez más íntima de los dos hombres, y se felicitaban de la sensatez del plan que habían concebido para designar canciller a Tomás Becket, que de ese modo influía sobre el rey.
Enrique estaba encantado. Uno de los primeros actos de Tomás fue redecorar el palacio del rey en la Torre de Londres.
A Enrique le agradó el trabajo que allí se hizo.
- Caramba, Becket -dijo-, hubiera creído que un clérigo como tú pensaba en socorrer a los pobres más que en mimar a su rey.
- Un rey mimado tiene más probabilidades de mimar a sus súbditos pobres que aquél que está tan mal alojado que siempre está irritado y de mal humor -contestó Tomás.
- Becket, bien alojado o no, su malhumor se manifiesta siempre.
- Como él así lo reconoce, sin duda el tiempo y la ayuda de Dios lo mejorarán.
- Este hombre me hace reír -decía Enrique de su canciller, y veía cada vez más a Tomás. Era evidente que le agradaba su compañía.
Tomás no llevaba un año en el cargo cuando Enrique declaró: -Jamás creí que sería amigo de un clérigo, pero juro que este hombre me parece el mejor amigo que jamás tuve.
Lo visitaba sin aviso previo. Gritaba: -Sal, Becket. Tengo que hablar contigo.
A veces, se sentaba y bebía vino con él. Lo divertía que Becket pudiese tomar un sorbo o dos y adivinar el tipo de vino, y comentar sus características, aunque rara vez bebía mucho.
Pese a que lo admiraba, a Enrique le agradaba fastidiarlo.
- Eres clérigo -le decía-, y sin embargo vives como un rey.
- Más bien diréis que un rey vive como un clérigo.
Todos los días se cubrían sus pisos con paja fresca; usaba ramas verdes en verano y heno en invierno; pero siempre debía ser paja limpia.
- Tu pulcritud es mayor que tu santidad -decía el rey.
- Sire, ¿por qué ambas cosas no pueden ir unidas? -preguntaba Becket.
- ¿Es bueno que un hombre de Dios exhiba vajilla de oro fino y plata en su mesa?
- Si la usa por amor de sus amigos -contestaba Becket.
El rey cruzaba el brazo sobre los hombros del canciller.
- Uno de estos días te demostraré que eres un fatuo -se burlaba-. Mira tu mesa. Mira tu casa. ¿No deberías salir al mundo con tu cayado y tu biblia, y predicar la religión?
- Salgo al mundo con el bastón de mi cargo, y predico la justicia -replicaba Tomás.
- Buen Tomás, me diviertes, y por eso estaré dispuesto a perdonar todos tus pecados.
- Esperemos, señor, que ese rey que es el único que puede perdonar nuestros pecados se muestre igualmente benévolo con vos.
Y así, cada vez intimaban más. y apenas pasaba un día que Becket no estuviese en compañía del rey.