RUNNYMEDE

Juan no advirtió que lo esperaban dificultades. Mientras estaba en Francia los barones que se habían negado a acompañarlo solían reunirse y se preguntaban cuánto tiempo continuarían soportando el gobierno de un tirano ineficaz.

Stephen Langton, que debía fidelidad al Papa, comprendía muy bien cómo estaban las cosas, y sabía que era necesario concertar un compromiso. En los archivos de Canterbury había descubierto un ejemplar de un documento llamado la Carta de Enrique I. Incluía ciertas libertades que en el acto de su coronación Enrique I había debido conceder al pueblo. Se conocían apenas algunas copias porque Enrique había hecho todo lo posible por destruir las que había podido hallar.

Después de descubrir este documento en el mes de agosto, el arzobispo convocó a los barones a una reunión en la catedral de San Pablo, donde presentó estos escritos y destacó que muchos de los derechos incluidos allí habían sido anulados por sucesivos reyes.

Después de la reunión en San Pablo, la lucha entre el Rey y sus barones se agravó todavía más. Los nobles decidieron pasar a la acción.

El 20 de noviembre fue día festivo y, con el pretexto de celebrar la fecha, los barones volvieron a reunirse, esta vez en Bury St. Edmunds.

Allí prestaron un solemne juramento ante el altar mayor. Insistirían en que Juan renovase la Carta de Enrique I; y si el monarca se negaba, los nobles estarían dispuestos a hacer la guerra.

La oportunidad elegida para presentar sus demandas al Rey fue la Navidad, que el monarca celebraría en Worcester. Pero los nobles decidieron que la festividad de la buena voluntad no era el momento más oportuno, de modo que convinieron reunirse en Londres y enviaron una delegación al Rey, que estaba en Worcester, para decirle que los barones se habían dado cita en Londres y que allí debían hablar con él sin perder un momento.

Consciente de la tormenta que comenzaba a formarse sobre su cabeza, Juan salió de Worcester y viajó a Londres. Allí estaban esperándolo los barones.

Era un grupo formidable, porque se habían armado como si pensaran ir a la guerra; su vocero informó al Rey que insistían en ratificar las promesas y las leyes incluidas en la Carta de Enrique I.

Al principio, Juan tendió a comportarse con arrogancia, y a acusarlos de insubordinación; pero cuando advirtió la actitud amenazadora de los nobles, comprendió que debía actuar con cuidado.

—Estáis pidiéndome mucho —dijo—. No puedo ofrecer una respuesta inmediata. Necesito un tiempo para estudiar estos asuntos. Esperad hasta la Pascua y entonces os daré una respuesta.

Los barones murmuraron un poco, pero finalmente aceptaron esperar hasta la fecha indicada.

Juan envió mensajeros al Papa para pedirle ayuda contra los barones recalcitrantes; debían explicar a Su Santidad que el Rey era su humilde servidor y que necesitaba ayuda contra los súbditos rebeldes. En su condición de fiel vasallo, solicitaba su auxilio y confiaba en que ordenaría a los rebeldes someterse a Juan, lo que equivalía a subordinarse a Su Santidad.

El resultado de esta maniobra fue una carta del Papa a los jefes de los barones y a Stephen Langton; la misiva les prohibía insistir en sus actitudes contrarias al Rey. Pero Stephen Langton era un hombre de elevados principios, y se había puesto del lado de los barones.

El Papa no comprendía la verdadera situación de Inglaterra; por lo tanto, cuando llegó la Pascua los barones se reunieron en Stamford, Lincolnshire, y el arzobispo estaba con ellos. Los acompañaban dos mil hombres, armados para la batalla, porque deseaban demostrar al Rey que habían hablado con absoluta seriedad.

Juan estaba en Oxford con William Marshall. Juan consagró los mayores esfuerzos al intento de controlar su propia cólera. Lo enloquecía que sus súbditos, que antaño se horrorizaban y estaban dispuestos a ocultarse al primer signo de la cólera real, ahora llegasen al frente de fuerzas armadas para intimidarlo.

William Marshall demostró la misma fidelidad de costumbre; pero su expresión era muy grave, pues tenía cabal conciencia de la ingrata posición de Juan y la justicia de los agravios formulados por los barones.

—Iré a hablarles, mi señor —dijo—, y a examinar el carácter de sus reclamos. Pero creo que debéis analizar muy atentamente el asunto.

—¿Hubo jamás un rey que afrontase una situación tan lamentable? —exclamó Juan.

—Rara vez —contestó con cierta sequedad Marshall. Aceptaba que los actos de Juan lo habían llevado a esa situación, y sólo por su convicción de que era necesario consolidar a toda costa la monarquía se mostraba decidido a servir a Juan hasta el final; en efecto, creía que Juan era el verdadero soberano del reino.

Marshall regresó a Juan en compañía de Stephen Langton, y traía los reclamos de los barones, formulados por escrito.

Juan enrojeció de furia al verlos.

—Por las manos y los pies de Dios —gritó—, ¿por qué no me piden el reino entero?

—Se muestran muy insistentes, mi señor —advirtió Marshall.

Juan arrojó al piso el documento y lo pisoteó.

—Jamás otorgaré libertades que me esclavizarán —declaró. Y agregó astutamente—: Pediremos al Papa que intervenga en este asunto. Interesa a Su Santidad, porque retengo el reino por su gracia. Id y decid a los barones que deben apelar al Papa.

Los barones rehusaron dar ese paso y el Papa envió a Pandulfo, que entonces estaba en Inglaterra. Sus instrucciones eran que debía excomulgar a los barones que al rebelarse contra el Rey de Inglaterra desafiaban a la Santa Sede.

Stephen Langton pidió ver a Pandulfo y le explicó que él podía ver la situación con más claridad que un extraño, porque había seguido atentamente el curso de los acontecimientos. El país ya no podía soportar la tiranía de su Rey y los barones estaban reclamando lo que era su derecho cuando exigían la aplicación de la Carta.

—En lugar de excomulgar a los barones —declaró—, habría que excomulgar al ejército de mercenarios del Rey. Si no los tuviera, nada podría hacer contra el pueblo.

Alarmado ante esta observación, Juan fue a la Torre de Londres porque deseaba estar en condiciones de apoderarse de la capital.

Ese paso pareció equivalente a una declaración de guerra y los barones decidieron elegir un jefe supremo.

Pareció irónico que el elegido fuese Robert FitzWalter, el enemigo del Rey y un hombre que tenía una cuenta que ajustar con el asesino de su hija.

Todos los que habían sufrido a consecuencia de los injustos gravámenes aplicados por el Rey ahora se unieron y apoyaron a los barones. Un ejército marchó sobre Londres y el pueblo lo acogió con simpatía. El país entero se alzaba contra el Rey y Juan lo sabía.

Comprendió que sólo le restaba un curso de acción. Debía satisfacer los reclamos de los barones. Estos se mostraron dispuestos a reunirse con el Rey y la conferencia se celebraría el 15 de junio en un lugar llamado Runnymede.

Así, en el prado que se extiende entre Staines y Windsor se encontraron las dos partes. Juan había traído nada más que unos pocos servidores, pero los barones consideraron necesario reunir el mayor número posible de partidarios. Traían consigo a sus caballeros armados y al pueblo, consciente del propósito que animaba a los nobles, se había incorporado a las filas de los enemigos del Rey mientras estos marchaban hacia Runnymede. En definitiva, una multitud llegó al hermoso prado.

La conferencia se prolongó doce días. Se introdujeron modificaciones en las cláusulas y hubo constantes discusiones, mientras Juan observaba la escena y veía cómo recortaban su poder.

La Iglesia debía ejercer sus derechos y no se atentaría contra sus libertades; lo mismo valía para los súbditos del Rey; no se obligaría a las viudas a casarse contra su voluntad; no podían confiscarse los bienes a causa de las deudas, si el deudor conseguía pagar el debito; el Rey no impondría el impuesto de guerra a menos que el mismo fuera aceptado por un consejo de los Comunes.

De hecho, no podían aplicarse impuestos sin consentimiento del consejo. Se preservaban todas las antiguas libertades y costumbres de las ciudades. Había varias cláusulas referidas a la ley. Nadie sería mantenido mucho tiempo en prisión sin una investigación acerca de su culpabilidad o su inocencia.

Juan tuvo que aceptar casi todas las cláusulas y al leerlas comprendió que desaparecían los privilegios que él siempre había considerado de derecho propio. Después de la firma de la Carta Magna reinaría una libertad diferente en el país, y el monarca perdería gran parte de su poder.

Encabezados por Robert FitzWalter, los barones no permitirían que Juan escapase.

Así, tuvo que firmar con su nombre la Carta Magna de Runnymede.

Isabella, que había dado a luz a otra hija, a quien llamó Eleanor, se enteró de los importantes acontecimientos que estaban conmoviendo los fundamentos mismos del trono.

Ella lo había previsto. Juan había provocado esa situación. Tenía tantos enemigos. Jamás se olvidaría la desaparición de Arturo y muchas eran las familias influyentes a cuyos miembros él había ofendido de un modo o de otro.

Isabella a menudo pensaba en Matilda FitzWalter de quien presuntamente Juan estaba tan enamorado; y se preguntaba por qué no había forzado a la muchacha, si la deseaba tanto como afirmaba el rumor. Era extraño que él la hubiese envenenado porque la joven no quería entregarse. Pero en el carácter de Juan había tantos vericuetos y desvíos que nadie podía estar seguro de lo que pensaba realmente.

Los últimos tiempos Juan la había impresionado mucho. Primero, el cadáver de su amante colgado del lecho de Isabella, y después el compromiso de Joanna con Hugh. También se preguntaba por qué Hugh no se había casado y si esa actitud tendría algo que ver con su antiguo amor por la propia Isabella. ¿Qué sentiría casándose con su hija? Pero aún faltaba mucho para llegar a eso. ¿Quién sabía lo que ocurriría entonces?

Juan no la había visitado últimamente. Ella imaginaba que estaba demasiado atareado con los barones y sus reclamos.

¿Quién habría creído al comienzo del reinado que podía perderse tanto? ¿Quién sino Juan habría perdido tanto?

Él no gozaba de buena salud. Desde hacía un tiempo ella lo había advertido. Los sentimientos de ansiedad de los últimos años no habían contribuido a mejorar la situación, e Isabella siempre había creído que esas terribles cóleras acabarían matándolo.

Así, mientras alimentaba a su hijita, Isabella se preguntaba qué sería de ella cuando Juan muriese, pues presentía que quizá ese momento no estaba muy lejos.

Después de la firma de la Carta, Juan se entregó a su cólera y quienes estaban alrededor, en efecto temieron que se matase. Parecía un loco; rechinaba los dientes y se desgarraba las ropas; se arrojaba al piso y descargaba puntapiés sobre los muebles y sobre los que se acercaban; aferraba puñados de paja, se los metía en la boca, los masticaba y parecía que en eso encontraba cierto alivio. Murmuraba para sí mismo y sus servidores escuchaban las escalofriantes amenazas que profería, explicando lo que haría a sus enemigos. Sus accesos de cólera se calmaban y después, recomenzaban. Al parecer, se aliviaba únicamente de ese modo.

Clamaba que lo habían encadenado. ¡Esos advenedizos! Deseaba matarlos. Querían arrebatarle el reino. Habían conspirado contra él desde siempre. Un día sabrían cual era el destino de sus enemigos. No habría compasión... absolutamente ninguna...

Cuando se calmó, decidió que apelaría nuevamente al Papa. ¿Acaso no era su vasallo? ¿Acaso no había entregado su corona al Papa y éste se la había devuelto? Le parecía estar oyendo los suspiros de sus antepasados. ¡Qué vergüenza! ¡Pero todos estaban contra mí! Aunque no el Padre Santo. Él lo apoyaría. Una fugaz sonrisa se dibujó en los labios de Juan. Era tan absurdo pensar que la Iglesia lo apoyaba. En su mensaje al Papa mencionó el hecho de que contemplaba la posibilidad de realizar una cruzada pues los últimos tiempos se había consagrado sinceramente a la Iglesia y sentía que sus antiguos pecados lo agobiaban. Sólo una misión a Tierra Santa podía aliviar ese peso y si podía imponer la paz en su reino, acometería la realización de estos planes.

Esos barones lo habían llevado a la situación en que ahora se encontraba... esos perversos barones; los Braose, decididos a vengarse por esa marimacho, que había recibido su justo castigo; Vesci, que había armado tanto escándalo porque Juan admiraba a su esposa; y FitzWalter, cuya tonta hija había rehusado entregarse a su Rey.

En presencia de los barones reunidos, Vesci le había dicho que se equivocaba si creía haber deshonrado a su esposa.

—Mi señor, habéis dormido con una vulgar prostituta. Estabais tan borracho que no visteis que no era mi esposa.

—¡Mentiroso! —había exclamado Juan y quiso ordenar que alguien se llevase a ese hombre y le cortase la lengua.

Vesci tenía la audacia que le aportaba el poderío de los barones.

—A menudo nos hemos reído del modo en que os engañamos, mi señor..., en que os engañamos mi esposa y yo.

Sin duda, estaba seguro de que Juan jamás recuperaría el poder, pues de lo contrario no habría hablado así.

Había intentado recordar esa noche, pero su memoria no era muy clara y el placer experimentado como consecuencia de ese episodio era más vivo cuando pensaba en el altivo Vesci que, según Juan había creído, había tenido que entregar a su esposa.

Y lo habían engañado, pues en el fondo del corazón creía en las palabras de su enemigo —habían reemplazado a la dama del castillo con una prostituta común; y se habían reído de él. Lo habían engañado, como lo engañaban todos los barones allí reunidos.

Y lo que era más extraño... El Papa se había convertido en su amigo.

Sabía que no se equivocaba al pensar que el Papa lo apoyaría. ¿Acaso no era vasallo del Papa? Se lo repetía constantemente. Por lo tanto, el Santo Padre no deseaba verlo derrotado.

Inocencio leyó muy atentamente los despachos y llegó a la conclusión de que los barones intentaban derrocar a Juan. ¿Por qué? ¿Porque había convertido a Inglaterra en vasalla de Roma? El Papa no deseaba que el Rey perdiese su corona. ¿Qué ocurriría si Inglaterra se hundía en la guerra civil y se consagraba a un nuevo rey? ¿Qué sería de las obligaciones de Inglaterra con Roma?

El Papa ordenó a Stephen Langton que decretase la excomunión a los barones.

La respuesta de Langton fue informar al Papa que él no estaba familiarizado con la verdadera situación de Inglaterra. El Rey se había portado tiránicamente y los barones sólo pedían justicia y estaban decididos a obtenerla. El caso era muy distinto del cuadro que Juan había presentado.

El Papa se encolerizó ante esta respuesta del arzobispo cuya elección había desatado una verdadera tormenta. No comprendía lo que estaba ocurriendo. Le parecía que se había comportado apropiadamente. Se había reconciliado con la Iglesia, había devuelto sus cargos al clero; planeaba organizar una cruzada. Y los barones se comportaban de un modo que sugería que se proponían derrocar a este rey. Hubieran debido ayudarlo a preparar la cruzada. Se necesitaban jefes cristianos en Tierra Santa. Si provocaban tantas dificultades, los barones desagradaban a Dios tanto como los sarracenos.

¿Cómo explicar al Papa que en efecto Juan era un tirano, que era un rey indigno, que había perdido sus posesiones en Francia y estaba a un paso de perder a Inglaterra? ¿Cómo explicarle que no tenía la más mínima intención de iniciar una cruzada?

El Papa terminaba diciendo que a menos que Stephen Langton ejecutase las órdenes recibidas, sería despojado de su cargo.

Juan consiguió dominar su irritación y examinó serenamente los hechos. Si no procedía con rapidez perdería su reino. Tenía que formar un ejército para combatir a los barones. Debía demostrarles que no entregaría fácilmente la corona.

Partió cierta madrugada con unos pocos seguidores, y se dirigió a Dover. Ya había enviado a uno de sus agentes. Hubert de Boves, con la misión de reclutar un ejército de mercenarios en el Continente. Pensaba mantener una actitud de aparente pasividad hasta que ese ejército estuviese pronto.

Muy pocas personas sabían dónde estaba y quienes conocían su paradero habían jurado guardar el secreto. Los barones estaban inquietos, pero no podían hacer más que esperar noticias del Rey.

Juan sonreía astutamente, pensando en las conjeturas que todos formulaban acerca de su persona. Al principio corrieron rumores en el sentido de que había ido a Francia para parlamentar con Felipe y pedirle ayuda. Era una actitud peligrosa, pero podía suponerse que Juan se atrevería a cometer tal locura. Otros decían que en realidad había iniciado la cruzada que él mismo había mencionado; pero nadie lo creía realmente. Quienes estaban cerca del monarca sabían que no tenía ninguna intención de organizar la cruzada y que cuando había hablado del asunto lo había hecho en broma. La idea de que Juan emprendiera una cruzada era ridícula. Algunos afirmaban que había muerto, que lo había asesinado uno de los ofendidos por el monarca, y que los sospechosos eran muchos. Otros sostenían que estaba fatigado de su vida como rey y que se había convertido en pescador y vivía en un rincón remoto del país.

Juan se reía de los rumores y poco a poco comenzaron a llegar hombres venidos del Continente.

El Rey marchó a Rochester y allí sitió el castillo que estaba en manos de los barones. A su debido tiempo el castillo fue capturado, pero antes los sitiados se vieron reducidos a tal estado que tuvieron que comerse los caballos.

Juan, furioso porque los mercenarios presenciaban el desafío de los súbditos del rey, ordenó que ahorcasen a todos los defensores de la fortaleza; pero antes de que se cumpliese la orden el capitán de los mercenarios consiguió convencerlo de que la anulase. Afirmó que no valía la pena ofrecer al enemigo una excusa para tomar represalias.

Que el Rey mostrase su compasión y recordase que esos hombres eran sus súbditos, quizá descarriados u obligados a tomar las armas contra su soberano.

Entusiasmado por la victoria, Juan se mostró dispuesto a dominar su cólera y los defensores del castillo de Rochester no perdieron la vida.

Cuando llegaron de Roma los mensajeros con la orden de excomulgar a los barones, estos comprendieron que comenzaban a movilizarse contra ellos fuerzas muy poderosas. Nunca era conveniente contrariar a la Iglesia si había que librar batallas, pues en ese caso era fácil que los soldados se convencieran de que Dios estaba contra ellos, e imputasen la más pequeña derrota al desagrado divino, que debilitaba sus propias fuerzas.

Si Juan tenía al Papa como aliado, también los barones debían buscar un amigo poderoso —quizá más que el Papa—, y la respuesta era, por supuesto, Felipe de Francia.

No cabía duda de que este astuto e inteligente monarca observaba muy interesado los acontecimientos ingleses. Había derrotado totalmente a Juan en el Continente; ahora esperaba que los barones hicieran lo mismo en Inglaterra. Él mismo había puesto poco antes sus ojos codiciosos en la corona, y sólo la intervención del Papa había impedido que realizara sus propósitos. El hecho de que Juan nuevamente obtuviese la ayuda del Pontífice lo movía a profundas reflexiones. En el fondo, Felipe se sentía muy divertido porque el más impío de los reyes hallaba un amigo en el más santo de los padres. Felipe se decía que los papas solían actuar por razones prácticas tan a menudo como por razones religiosas —en realidad, con mayor frecuencia por las primeras que por estas últimas; y como el propio Inocencio había recibido la corona de manos de Juan —para devolvérsela graciosamente, pero como quien la concede a un vasallo— era muy natural que se sintiese inclinado a apoyar a su títere.

Ahora llegaban mensajeros de los barones ingleses. Querían formular una propuesta. Si Felipe los ayudaba a derrocar a Juan, estaban dispuestos a conceder la corona a Luis, hijo de Felipe.

Los ojos de Felipe brillaron. ¡De modo que en definitiva la corona de Inglaterra podía caer en manos de Francia!

Fingió que tenía dudas. ¿Cómo reaccionaría el pueblo de Inglaterra ante un rey francés? —preguntó.

—Mi señor, Luis tiene derecho al trono a causa de su esposa.

Felipe asintió. Cierto derecho, aunque un tanto endeble. Eleanor, hija de Enrique II y de Leonor de Aquitania, se había casado con Alfonso, rey de Castilla. Habían tenido una hija, Blanche, que era esposa de Luis. Por lo tanto, podía afirmarse que los hijos que tendrían Luis y Blanche descenderían de la Casa Real Inglesa.

Un nexo bastante tenue, pensó Felipe, pero valía la pena tenerlo en cuenta. Si las cosas salían mal él podía lavarse las manos y sugerir que era asunto que concernía a Luis. Felipe nunca había demostrado mucho interés en la guerra; prefería ganar sus batallas mediante la estrategia; le agradaría mucho sentarse tranquilamente y observar qué hacía Luis. Y sería un notable triunfo que la corona de Inglaterra cayese en poder de Francia.

Naturalmente, veía que los barones no estaban tan ansiosos como parecían de sentar a un rey francés en su trono; pero después de la intervención del Papa la necesidad en que se hallaban era apremiante. Juan estaba reuniendo un nutrido ejército de mercenarios del Continente y este ejército estaría formado principalmente por franceses súbditos de Felipe. Era muy probable que, a medida que creciera el ejército de Juan, los barones creyesen que se encontraban en una situación cada vez más desesperada. Solicitar la ayuda de Luis, hijo de Felipe, era una maniobra inteligente.

Mientras los franceses calculaban su próximo paso, el Papa amenazaba excomulgar a Stephen Langton si no obedecía las órdenes de Roma y continuaba defendiendo la justa causa de los barones.

Langton comprendió que la única esperanza de convencer al Papa era ir personalmente a Roma y defender allí su causa.

Cuando Juan supo que Langton había partido en dirección a Roma se inquietó. Langton era un hombre elocuente; podía explicar el caso a Inocencio de un modo que no beneficiaría en nada a Juan. Hasta ese momento sus posibilidades habían parecido buenas. Su ejército crecía y aunque eran mercenarios dispuestos a todo si las recompensas eran abundantes, se trataba de soldados instruidos, expertos y bien equipados para la batalla. Era evidente que los barones no formaban un grupo de soldados entrenados; carecían de líderes. Un hombre dispuesto a la venganza como Robert FitzWalter podía excitar a la gente con la fuerza de su elocuencia, pero eso no lo convertía en un jefe eficaz.

—Por las orejas y los dientes de Dios —exclamó Juan— someteré a estos barones. Desearán haberlo pensado dos veces antes de alzarse en armas contra mí.

Pero pareció que la suerte ya no lo favorecía. El primer golpe fue la muerte de Inocencio y, aunque Juan inmediatamente presentó sus argumentos al sucesor, Honorio III no demostró mucho interés. El apoyo de Roma había desaparecido. Después, Luis llegó a Inglaterra y recibió la bienvenida de los barones.

¡De modo que llamaron a los franceses! —exclamó Juan—. Jamás creí que vería nada parecido. Nada bueno me ha ocurrido desde que me volví hacia la Iglesia.

El fiel Marshall lo acompañaba y lo exhortaba a persistir. Tenía a sus mercenarios, que eran soldados veteranos y era bien sabido que quienes defendían sus hogares tenían ciertas ventajas sobre los invasores. Ahora comenzaban a demostrar más entereza, y parecían decididos a luchar hasta el final.

—¿Qué me dicen del Conquistador? —exclamó Juan—. Vino y se apoderó del país. ¿Acaso los franceses me harán lo que él hizo a los sajones?

—No si sois fuerte.

—¡Fuerte! ¿Acaso no lo soy? ¿Y qué hacen estos malditos barones?

Marshall meneó con tristeza la cabeza. No era momento oportuno para decirle que sus actos tiránicos habían convertido en enemigos a hombres que de otro modo habrían sido sus amigos.

—Quienes guardan fidelidad a la corona lucharán hasta la muerte para defenderla.

—Y los malditos traidores trajeron a los franceses.

—En efecto, son traidores —coincidió Marshall.

—Trajeron extranjeros a este país.

Como Juan, pensó con tristeza Marshall, trajo a sus mercenarios. ¡Soldados extranjeros combatiendo a los ingleses en su propio país!

William Marshall nunca había pensado que la cosa llegaría a eso. Los barones exigían justicia; habían redactado su Carta y Juan se había visto obligado a firmarla. El grande y sabio rey Enrique I había otorgado una Carta —no porque deseara reducir su propio poder, sino porque ansiaba fortalecerlo. Pero Enrique I había sido un rey sabio.

El verano ya pasaba. Era una situación inquietante, con el enemigo en suelo inglés. Incluso quienes los habían traído al país ahora se sentían inquietos. ¿Deseaban ser vasallos de Francia? ¿Deseaban ver a Luis en el trono?

Cuando llegó Luis, la mayoría de los barones le dio la bienvenida; ahora no se sentían tan seguros. Muchos que al principio lo habían apoyado ahora regresaban a Juan. El monarca nada les reprochaba; se sentía muy complacido de verlos engrosar sus fuerzas.

Oyó decir que Eustace de Vesci había muerto en el sitio del castillo de Barnard.

Rió estrepitosamente, recordando al hombre que con gesto insolente había explicado el engaño sufrido por el Rey.

Había sido uno de los principales jefes de los rebeldes, y su motivación había sido la venganza. Y ahora Vesci, y no Juan, yacía rígido y frío.

El Rey de Escocia había acudido en ayuda de los rebeldes y estaba asolando el Norte; pero el hecho de que tantos barones ahora lamentasen la llegada de los franceses reanimaba a Juan.

Planeó introducir sus fuerzas entre los escoceses en el Norte y los barones en el Sur, y este plan lo llevó a la ciudad de Lynn —una ciudad leal, un centro comercial que, como los Cinco Puertos, gozaba de ciertos privilegios.

En Lynn fue bien recibido y allí pasó un tiempo celebrando banquetes, bebiendo y escuchando música mientras planeaba el movimiento siguiente.

Quizá comió demasiado en Lynn; quizá bebió en exceso el vino local, pero lo cierto es que comenzó a sentir malestares y la disentería dificultó sus desplazamientos.

Pero debía continuar la marcha, y de Lynn pasó a Wisbech. Traía consigo muchas cosas, todo lo que necesitaba para instalarse cuando así le agradaba, y como el Rey siempre debía estar rodeado de objetos dignos de su rango —sobre todo cuando corría peligro de perderlo— su equipaje era considerable. Contenía sus joyas, de las que se sentía absurdamente orgulloso, pues a medida que envejecía tal vez necesitaba más de los adornos para disimular su cutis abotagado y gastado, y le agradaba asombrar con el brillo de las gemas a quienes lo miraban.

Además de las joyas había traído otros objetos preciosos, incluso su vajilla ceremonial y los frascos, las copas de oro y plata y los símbolos de la realeza —todo lo que necesitaba llevar consigo por temor de que se lo arrebatase el enemigo.

Deseaba llegar a la orilla y continuar camino con su ejército, de modo que los carros que llevaban sus posesiones siguieran una ruta más directa —pues era inevitable que avanzaran con más lentitud— a través del estuario. Debía recorrerse este trayecto con la marea baja pues implicaba cruzar arenales muy traicioneros; y era necesario utilizar guías que probasen las arenas con largas pértigas, para descubrir cualquier signo de la presencia de tembladerales.

Juan se separó de la caravana para seguir la ruta más larga; indicó que esperaría en Swineshead, sobre la orilla norte, donde debía dirigirse la fila de vehículos.

La larga caravana enfiló hacia los arenales. El guía se retrasó un poco y era imposible partir sin él. Por lo tanto, fue necesario apresurar la marcha durante el cruce. Comenzó a formarse niebla y los vehículos se desplazaron. Antes de que hubiesen atravesado la mitad del estuario las ruedas de los carros se atascaron en la arena y fue imposible moverlos. Comenzó a subir la marea y, a pesar de los frenéticos esfuerzos de los carreros, los vehículos permanecieron atascados.

Las aguas cubrieron las arenas y los carros se hundieron con todo su contenido.

Juan, que esperaba en Swineshead, comprendió lo que había ocurrido y prorrumpió en gemidos coléricos.

Cayó enfermo, agotado por los rigores de la marcha en esas condiciones; y pareció que ésa era la gota que colmaba el vaso.

Pronto supo que había perdido sus joyas, su vajilla preciosa, todo lo que formaba su riqueza.

¿Qué podía hacer? Se sentía enfermo y deprimido. Estaba derrotado. Los franceses pisaban el suelo inglés. Los barones se alzaban contra el Rey. El nuevo Papa se mostraba indiferente a la situación. Seguramente era el fin.

Sentía una cólera intensa, pero sus manifestaciones eran más discretas porque carecía de la fuerza física necesaria para expresarla.

¿Era esto lo que tanto había deseado en los tiempos en que Ricardo era rey? ¿Para esto había asesinado a Arturo? Por supuesto, había vivido momentos felices. Los primeros tiempos con Isabella.

¿Dónde estaba ahora Isabella? ¿Qué pensaba? ¿Qué sentiría cuando él muriese?

Juan ansiaba la venganza... ¡la venganza!

En camino hacia la abadía de Swineshead pasaron al costado de un convento y se detuvieron a descansar. Les trajo un refresco una monja y en su condición febril el Rey creyó ver en ella cierto parecido con Isabella. Imaginar a Isabella con atuendo de monja era divertido. Sin embargo, se dijo Juan, ese aspecto habría tenido años atrás si la hubiesen vestido con el atuendo religioso.

Habló a la monja, que retrocedió atemorizada y Juan sintió un impulso colérico y el deseo de imponerle su voluntad. Todo eso no era más que una sombra de los sentimientos que él había conocido antaño. Masculló algo mientras bebía la cerveza que ella les había traído. “Pocos años antes, sólo eso, yo habría concebido un plan para secuestrarla. Me habría divertido bastante con ella.”

Pero no estaba de humor para diversiones. Recordó las hermosas joyas hundidas en las arenas movedizas. Pensó en los franceses que pisaban suelo inglés y en los súbditos que se alzaban en armas contra su monarca. Y una cólera ardiente lo dominó, una cólera fútil porque estaba demasiado débil para expresarla.

Abandonaron el convento y continuaron camino hacia Swineshead. Allí pasarían la noche.

Se sentó en el refectorio. Comió, bebió y trató de recobrar su juventud y su ánimo. Trató de olvidar lo que ocurría; ansiaba ser joven otra vez. El vino entumeció sus sentidos, suavizó los dolores de su cuerpo y le aflojó la lengua.

Habló de la monja que había visto.

—Por las orejas de Dios, regresaremos allí. La tomaré... por la fuerza si es necesario. Tenía cierta expresión en los ojos... quizá no sea tan recatada, ¿eh?

Uno de los hombres murmuró al oído del Rey:

—Creo que la monja es la hermana del abad de este convento.

La información provocó la risa del monarca.

—Tanto, mejor. Tanto mejor. Oh, por los ojos de Dios, ¿acaso este país ha cambiado tanto? Súbditos desleales. Los mataré de hambre. Quizá no sentirán tantos deseos de reclamar la ayuda de los franceses cuando yo les enseñe lo que significa morir de hambre. Escaseará el alimento... quemaré los graneros. Conocerán el hambre... y yo conoceré a la hermana del abad.

Mi señor —dijo uno de los monjes— creo que os agradan mucho los duraznos.

—Así es.

—Tenemos algunos duraznos selectos. ¿Concedéis vuestro permiso para traer algunos?

—Os doy el permiso —exclamó Juan.

Poco después el monje apareció con tres duraznos en un plato. Juan los devoró. Casi inmediatamente lo acometieron violentos dolores.

Padeció la noche entera y por la mañana continuó su camino, pero cuando llegó al castillo del obispo de Lincoln, en Newark, no pudo seguir.

—Creo que me muero —dijo.

El obispo convocó al abad de Croxton, pues decíase que este hombre conocía bien el arte de curar; pero el abad nada pudo hacer.

Juan permaneció en su lecho, recordando el pasado y rogando al abad de Croxton que oyese su confesión.

¿Por dónde empezar? Eran tantos y tan sombríos sus pecados que había olvidado la mitad. Pero el principal lo había cometido aquella noche, en el castillo de Ruán, cuando mató a Arturo y arrojó el cuerpo, cargado con una piedra, con el fin de que se hundiera en las aguas del Sena.

—Perdón, mi señor Dios —murmuró.

Pero sabía que estaba pidiendo demasiado. Preguntó:

—¿Qué es ese ruido?

—El viento, mi señor. Sopla fieramente esta noche.

La gente dijo que la tormenta que se desató esa noche de octubre de 1216 fue desencadenada por las fuerzas del infierno que se abrieron para recibir al Príncipe de las Sombras en su auténtico dominio.

Murió en las primeras horas del día decimoctavo de ese mes y, como era su deseo, el cuerpo fue enterrado ante el altar de Saint Wulfstan, en la catedral de Worcester. Lo llevó allí una procesión fúnebre protegida por el ejército mercenario que él había traído con el propósito que lo defendiera.