LA MUERTE DE UN REY

En una silenciosa habitación del Château of Vaudreuil, William Marshall, el más respetado de todos los caballeros del Rey, estaba sentado en una silla y dormitaba gratamente después de una excelente comida de venado asado. Medio dormido, medio despierto, pensaba que las cosas se habían encarrilado muy bien, ahora que el Rey había regresado de Tierra Santa, y se dedicaba a restablecer la ley y el orden en sus dominios. Inglaterra ya estaba pacificada, y Ricardo había recuperado gran parte de los territorios que Felipe Augusto, rey de Francia, le había arrebatado en Normandía, aprovechando la ausencia del monarca inglés.

Durante su juventud se consideraba a William Marshall el mejor caballero de la época, famoso por su integridad y por su condición de hombre que no temía ofender al Rey aunque eso implicase arriesgar la vida; era por lo tanto muy apreciado por monarcas sensatos como el propio Ricardo, y anteriormente por su padre. Ahora estaba en mitad de la cincuentena, pero conservaba fuerte el cuerpo, y poseía un amplio caudal de experiencia. Por eso mismo, parecía haber ganado más que perdido con el paso de los años.

Había lamentado la ausencia del Rey, pues si bien aceptaba el hecho de que Ricardo hubiese jurado devolver Jerusalén a la Cristiandad, había creído que el primer deber de un monarca era el que lo ataba a su nuevo reino; se había opuesto a los gravámenes excesivos que fuera necesario imponer con el fin de recaudar fondos para la cruzada, pero se había mostrado infatigable en sus esfuerzos por recaudar los fondos requeridos para el rescate del Rey cuando se descubrió que Ricardo estaba en poder de su enemigo, en el castillo de Dürenstein.

Ahora, se había frustrado el intento de Juan de arrebatar la corona durante la ausencia de Ricardo, y éste había sido devuelto a su pueblo. Según William veía las cosas, las perspectivas eran bastante promisorias —o tan promisorias como podían llegar a ser, en vista de la vulnerabilidad del ducado de Normandía, situado en las fronteras mismas del territorio francés.

Su esposa Isabella entró en la habitación y lo miró afectuosamente. Era una buena esposa, y él se había casado con ella cuando Ricardo ascendió al trono. Ella le había dado no sólo hermosos hijos sino riquezas, pues su padre había sido Richard de Clare, conde de Pembroke y Striguel; y aunque el Rey aún no había confirmado a William en la “plenitud del derecho y el título de conde”, era el dueño del condado, y esa ceremonia podría ejecutarse a su debido tiempo. Antes de su matrimonio, solía llamárselo el “caballero sin tierras”, y pocos elementos había que lo recomendasen, salvo su doble cuna y su inigualada destreza. Enrique II tenía conciencia de las virtudes de su vasallo, y lo había puesto a cargo de su hijo mayor, el príncipe Enrique (después de haber cometido el grave error de coronarlo, un acto que determinó que el muchacho tuviese el título de Rey mientras su padre aún vivía —una de las peores equivocaciones que el monarca generalmente sensato había cometido jamás; en efecto, como cabía esperarlo, el muchacho se había mostrado arrogante, e inmediatamente había hecho gala de su título y había desafiado al padre, al extremo de que en definitiva le había declarado la guerra y, con la ayuda de sus hermanos, le había causado una pena tan grande que lo llevó a la tumba).

Sonriendo a Isabella, William dijo: Estaba rememorando el pasado, y pensando en los tiempos en que Ricardo ascendió al trono.

Ella lo miró con expresión grave en el rostro.

—William, entonces creíste que tus esperanzas de elevarte en el mundo habían terminado para siempre.

William asintió.

—Y que me esperaba la muerte y la cárcel.

William guardó silencio, y recordó los tiempos en que Ricardo era su enemigo porque hacía la guerra a su padre Enrique II, de quien él, William, era entonces un firme defensor; y cómo habían llegado a encontrarse cara a cara con el indefenso Ricardo, y pudo matarlo. No quiso hacerlo, y se había dado por satisfecho llamándolo traidor y matando el caballo que Ricardo montaba. Y poco después, Enrique había muerto y Ricardo era el Rey.

Murmuró:

—Isabella, jamás olvidaré eso.

—Lo sé. Muchas veces me dijiste que preveías que él te arrojaría a una mazmorra, y en cambio te dijo que podía confiar en una persona que había servido tan eficazmente a su propio padre.

—Decidí entonces que él jamás lamentaría esa decisión —dijo William.

—Y no lo ha lamentado. Jamás tuvo un caballero más fiel, y bien que lo sabe.

—Isabella, él ha sido bueno con nosotros. Se muestra generoso con sus amigos, franco, sincero, directo... un hombre como a mí me agrada. Sabía que miraba con buenos ojos a nuestra familia cuando me ordenó que llevase el cetro de oro durante su coronación, y encomendó las espuelas a mi hermano John. ¡Y no me equivocaba!

—Y permitió nuestro matrimonio.

—El más importante de todos los beneficios que hemos recibido — dijo William.

—En fin, desde entonces lo serviste bien. Me pregunto cuándo se anunciará la noticia de que tendrá un heredero.

—No hace mucho que se reunió con Berengaria. Pero conoce su deber, y sabe que la insatisfacción que experimentan sus súbditos terminará cuando él ofrezca un heredero al país. Es joven, y aún se lo ve vigoroso.

—Pero hace tanto tiempo que están casados.

—Pero separados.

—Parece haber sido un extraño matrimonio.

—Tenía que serlo. El Rey prefiere las batallas antes que a las mujeres.

—Parece antinatural que un hombre no pueda tener hijos.

Él le dirigió una tierna sonrisa. Isabella estaba orgullosa de sus hijos. William no deseaba decir que Ricardo prefería la compañía de los de su propio sexo antes que la de las mujeres, y que sólo a causa de su encuentro con un ermitaño en un bosque, que lo sermoneó acerca de la vida que llevaba y le profetizó el desastre, Ricardo había contemplado la reforma de sus propias costumbres; y cuando poco después cayó enfermo a causa de una fiebre que amenazó poner fin a su vida, había decidido retornar a Berengaria y cumplir su deber hacia el país.

Un poco tarde, pensó William. Pero mejor tarde que nunca. Ricardo era un hombre de inmensa fortaleza, y fuera de la fiebre que lo atacaba periódicamente, se lo veía muy saludable. Si podía tener un hijo o dos y vivir hasta que hubiesen llegado a la edad adulta, el hecho sería auspicioso para Inglaterra.

—No dudo —dijo su esposa— que cuando su hijo nazca se sentirá muy complacido, como le ocurriría a cualquier padre... y más aún si se considera la importancia que el hecho tendrá para el reino. Confío en que pronto difundirán la noticia de que la reina espera un hijo.

—Pobre Berengaria. Me temo que su vida no ha sido muy feliz.

—Querida, tal vez es el destino de las reinas.

Isabella suspiró.

—Me atrevo a jurar que debo sentirme agradecida porque no nací con sangre real.

Era agradable verla tan satisfecha con su destino. Isabella nunca aludía a las riquezas y al título que había aportado a William, pues se consideraba la más afortunada de las mujeres, y él deseaba que ella continuara así durante mucho tiempo.

Mientras permanecían sentados, charlando, se oyó el súbito repiqueteo de los cascos de un caballo en el patio. Ella se puso rápidamente de pie.

—¿Qué puede ser? —preguntó.

Isabella estaba en la ventana.

Parece un mensajero.

—Se volvió hacia su marido, los ojos brillantes de excitación. — Me pregunto quién es... parece tan extraño. Estábamos hablando de eso hace pocos minutos.

—Ven dijo William—, iremos a ver.

Descendieron de prisa al patio, pero una mirada al rostro del mensajero bastó para indicar a William que las noticias que ese hombre traía no eran buenas.

Había desmontado, y un lacayo se ocupaba del caballo. William exclamó:

—¿Que noticias?

—Malas noticias, mi señor.

—Dímelas. Sepamos lo peor.

—El Rey está herido... algunos dicen que mortalmente.

—No es posible. ¿En qué acción?

—En Chaluz, contra Odamar de Limoges y Achard de Chaluz.

—Me parece absurdo.

—Señor, no sabíais que había un tesoro en tierras de Achard de Chaluz. El Rey supo que un campesino había descubierto figuras de oro, y en su condición de soberano el Rey afirmó que las joyas le pertenecían, y fue a exigir la entrega del tesoro. Achard declaró que se había encontrado únicamente un jarro lleno de monedas viejas, pero el Rey no le creyó y atacó el castillo. Durante el ataque, una flecha se clavó en el hombro del Rey.

—Imposible exclamó William. Una absurda disputa por un jarrón de monedas.

—Así es, mi señor. El Rey ordenó llamaros. Está mortalmente herido, y sufre mucho. Trataron de arrancar la flecha del hombro, pero al hacerlo se quebró, y la punta continúa clavada en la carne, y está descomponiéndose. Me envió para ordenaros que vayáis inmediatamente a Chinon, y que allí os hagáis cargo del tesoro real.

—Sanará —dijo William. Es necesario que se recobre.

El mensajero meneó la cabeza.

—Mi señor, vi su cara. En ella se ve la muerte.

—Entra y descansa —dijo William—. Seguramente estás muy fatigado a causa del viaje. Debo marchar a Chinon con la mayor rapidez posible.

Isabella salió y al ver el rostro de su marido preguntó qué malas noticias había recibido.

William le informó. Ella se mostró desconcertada.

—¿Qué significa esto? —preguntó.

—Muchas veces afrontó la muerte. Siempre consiguió salir bien librado. Debemos conservar las esperanzas.

Mientras William Marshall se preparaba para salir con destino a Chinon, otro mensajero llegó a Vaudreuil. Trajo la noticia de que Ricardo Corazón de León había muerto de la herida infligida por una flecha disparada por Bertrand de Gourdon, un noble de Quercy que le guardaba rencor, y que después había declarado que estaba dispuesto a sufrir las más graves torturas si era necesario, pues moriría feliz después de haber visto a Ricardo en su lecho de muerte.

De modo que el Rey había muerto. ¿Qué ocurriría ahora?

Después de llegar a Chinon, y comprobar que el tesoro real estaba bien cuidado, William pidió a Hubert Walter, arzobispo de Canterbury, que felizmente estaba en Normandía en ese momento, que acudiese sin pérdida de tiempo. Como comprendía la gravedad de la situación, Hubert no perdió tiempo en acceder al pedido.

William abrazó al arzobispo y lo llevó a una cámara privada, donde podían conversar sin ser oídos.

—¿Qué pensáis de las noticias? — preguntó William.

El arzobispo meneó gravemente la cabeza.

—La situación podría ser desastrosa.

—Todo depende de lo que ocurra durante los próximos meses.

—Si por lo menos hubiese vivido con su esposa; si hubiese tenido hijos...

—Si hubiera tenido un hijo, aún sería menor de edad.

—Eso no me habría inquietado. Le habríamos asignado un tutor, y tendríamos un rey.

—Ahora hay un rey —dijo William.

—¿Quién? ¿Juan o Arturo?

—Tiene que ser Juan —insistió William.

—No, amigo mío, el auténtico heredero del trono es el príncipe Arturo.

—Tal vez en la línea directa, de sucesión, pero por mi parte jamás apoyaré las pretensiones de Arturo.

—¿Quiere decir que daréis vuestra fidelidad a Juan?

—Lamento que sea necesario, pero no veo otra salida.

—Mi buen amigo, Arturo es hijo de Godofredo, y Godofredo es mayor que Juan. Por lo tanto, de acuerdo con la ley de sucesión Arturo es el auténtico heredero.

—La elección de los reyes no depende siempre de la sucesión directa. Es necesario considerar la conveniencia, y Arturo es un niño.

—Pero Juan es un disipado, no reúne las cualidades necesarias en un monarca.

—Los ingleses jamás aceptarán a Arturo.

—Aceptarán el hecho de que es el auténtico heredero del trono, porque en efecto lo es.

—No, arzobispo. Enrique II designó heredero a Juan... y le asignó precedencia incluso sobre Ricardo.

—Fue un error. Ricardo era el hermano mayor, y poseía más cualidades. El pueblo jamás habría aceptado a Juan viviendo Ricardo.

—Coincido en ello, y Ricardo no deseaba ceder el paso a su hermano menor. Enrique lo comprendió a último momento, cuando conoció el auténtico carácter de Juan, y habría aprobado lo que se hizo. Pero ahora, Ricardo ha muerto y su heredero natural es Juan.

—Os equivocáis, Marshall. Arturo es el heredero.

—¡Un niño que jamás estuvo en Inglaterra, que no habla inglés, educado en las cortes extranjeras! Los ingleses jamás lo aceptarán. Más aún, Juan querrá asumir la corona, y habrá guerra permanente. Muchos respaldarán a Juan. Están dispuestos a aceptarlo como sucesor de su hermano. Vivió en Inglaterra. Es inglés. No aceptarán a un extranjero, que además es apenas un niño. He oído decir que Arturo es altanero y orgulloso, y que no ama a los ingleses. El príncipe Juan es el más cercano a su propio padre y a su hermano Ricardo. Juan debe sucederlo.

—Marshall, ¿es ése vuestro verdadero deseo?

—Sí, mi señor, porque me parece fundado en el buen sentido.

Un hijo tiene más derecho que un nieto a la herencia del padre. Es justo que Juan reciba la corona.

—Habrá disputas. Arturo tendrá a sus partidarios, y Juan los suyos.

—Considero justo y beneficioso para el país que se ofrezca la corona a Juan —dijo obstinadamente Marshall.

El arzobispo inclinó la cabeza.

—Así sea. Pero sabed lo siguiente, Marshall, y recordad lo que digo, porque llegará el día en que dudaréis de vuestra propia decisión. Os aseguro que nada de lo que habéis hecho jamás suscitará en vos tanto arrepentimiento como esto.

—Aunque estéis en lo cierto —replicó juiciosamente William—, y es posible que así sea, de todos modos afirmo que así deben ser las cosas, y que me limito a cumplir la voluntad de mis amos, los reyes Enrique II y Ricardo Corazón de León, que hubieran deseado que el príncipe Juan fuese rey de Inglaterra.

—Así sea —dijo el arzobispo, pero continuó meneando pesaroso la cabeza.

A pesar de sus enérgicas manifestaciones en el sentido de que había hecho lo que era propio, William Marshall estaba muy inquieto; después de todo, si había tan áspera discrepancia entre dos hombres que deseaban el mayor bien para la corona y el país —algo que ambos sin duda necesitaban— ¿cómo era posible suponer que el pueblo adoptaría una sola actitud?

En todo caso, de algo podían estar seguros: con dos pretendientes al trono, habría dificultades.

¡Oh, por qué Ricardo había tenido que morir en un momento así... y todo por unas pocas monedas!

Joanna, hermana del Rey, viajaba a Normandía. Había decidido realizar el viaje antes de que su embarazo se lo impidiese. Ella y su marido. Raymond de Tolosa, necesitaban ayuda, y ella creía que Ricardo podía y quería ayudarlos; se había mostrado un hermano amable y generoso con ella, excepto una vez, cuando quiso casarla con el sarraceno Malek Adel, con el fin de facilitar un tratado con Saladino. Pero ella siempre había creído que Ricardo no había considerado muy seriamente el proyecto. En efecto, cuando ella rechazó indignada el matrimonio, Ricardo no había tratado de forzarla, y el hecho no había atenuado el sentimiento de devoción que los unía.

Ricardo había sido un héroe para ella cuando era una jovencita que iniciaba su viaje a Sicilia, con el fin de casarse con el rey de esa isla; por entonces, Ricardo la había acompañado mientras la caravana atravesaba Aquitania. Después, Joanna se había reunido con Ricardo en Sicilia, durante el período en que Tancredo era dueño de la isla; ella había sido la acompañante de Berengaria antes del matrimonio de la joven con Ricardo, y después había sido la amiga permanente de Berengaria, hasta que la propia Joanna había desposado a Raymond de Tolosa.

Joanna a menudo había compadecido a Berengaria, y ahora se preguntaba cuál había sido su suerte. Conocía bastante la vida conyugal de la Reina de Inglaterra, porque la había acompañado durante los primeros años de matrimonio con Ricardo. Él nunca se había mostrado activamente cruel con ella; simplemente, se había comportado como si Berengaria no existiese. Quizá habría sido más reconfortante vivir con él una vida tormentosa; el desagrado habría sido más soportable que la indiferencia. Qué embarazoso había sido todo —porque tanto Joanna como Berengaria sabían que él buscaba constantemente excusas para evitar a su esposa.

Joanna habría deseado explicar a Berengaria: no es tu persona lo que le desagrada. Se trata del hecho de que eres mujer. No simpatiza con nuestro sexo. Es extraordinario que una persona tan vigorosa y vital, que exhibe todas las características de la virilidad, carezca precisamente de ésta. Hasta donde se atrevía, la gente hablaba de su antigua y apasionada amistad con el Rey de Francia, de sus estrechos vínculos con ciertos caballeros, de la devoción que le mostraban jóvenes como Blondel de Nesle, el trovador que había recorrido Europa buscándolo, cuando Ricardo estaba encarcelado en la fortaleza de Dürenstein, y que había descubierto su paradero entonando una canción que habían compuesto juntos. Pero al principio la pobre Berengaria nada sabía de esto. Y cuando Joanna se casó con Raymond, se despidió de su amiga de varios años, y comenzó a vivir su nueva vida. Raymond no la había decepcionado, y ambos habían tenido un hermoso hijo —llamado Raymond, como su padre—, que ahora tenía dos años; en definitiva, Joanna se sentía satisfecha con su vida matrimonial. En la corte de su marido se apreciaba la belleza; él amaba la música y se protegía a los poetas y los trovadores; en los grandes salones de sus castillos se componían y juzgaban las canciones; se comentaban las opiniones religiosas, y prevalecía una notable libertad de pensamiento en todo el territorio sometido a su autoridad. Por desgracia, este hecho no había pasado inadvertido, y se había hablado del asunto en Roma; así, los jefes de la Iglesia Católica llegaron a la conclusión de que las doctrinas discutidas libremente en los castillos de Joanna y Raymond eran subversivas, y podían dañar a esa poderosa institución. Por eso mismo, se había informado a los barones rivales que si atacaban a Raymond, Roma los respaldaría.

El conocimiento de esta actitud había desconcertado tanto a Raymond como a Joanna; al principio se había tratado simplemente de una o dos escaramuzas, pero ahora la hostilidad se acentuaba, y por eso Joanna había decidido acercarse a Ricardo y pedirle consejo, porque no dudaba de que él acudiría en ayuda de ella y de Raymond.

Joanna y Raymond habían decidido que convenía que ésta realizase la presentación. Ricardo la escucharía; más aún, siempre había sido un hombre que tendía a respetar los vínculos de familia. Joanna recordaba bien la indignación que Ricardo había sentido cuando llegó a Sicilia y descubrió que ella era prisionera de Tancredo. Él había postergado su viaje a Tierra Santa y lo había hecho no sólo por la idea de recuperar la rica dote confiscada por Tancredo.

Mientras ella atravesaba Normandía, anticipaba el placer de su reencuentro con Berengaria que, según se afirmaba, ahora estaba con Ricardo. Una buena noticia. Quizá ahora Berengaria gozaba de la misma felicidad que la propia Joanna; ella así lo esperaba. ¡Cómo agradaría un hijo a Berengaria! Y Ricardo debía comprender que el niño era necesario para asegurar la sucesión.

La misión de Joanna no era muy grata, y ella estaba profundamente preocupada por Raymond; pero al término de su viaje encontraría diferentes compensaciones.

Al frente se levantaba el Château Gaillard, y Joanna se sintió colmada de orgullo al contemplarlo... este majestuoso castillo que según había declarado Ricardo debía ser el más hermoso de Francia. Y lo era. La gran fortaleza resplandecía a la luz del sol, como proclamando su desafío al Rey de Francia y a quien quisiera atacarlo. Sus poderosos bastiones rectangulares, sus diecisiete torres, sus altos muros, las defensas cavadas en la roca proclamaban el poder del hombre a quien siempre se recordaría por el apodo de Corazón de León, su hermano Ricardo, que jamás le había fallado, y como ella bien sabía jamás le fallaría mientras viviese.

Por desgracia, su alegría muy pronto se vería destruida. Ricardo no estaba en su castillo. Había salido para Chaluz, porque había oído rumores de la existencia de un gran tesoro que se encontraba allí, en territorio de uno de sus vasallos.

Joanna continuó viaje hacia Chaluz, sin conocer la tragedia que allí la esperaba.

La batalla había concluido. El castillo de Chaluz había caído en manos de Ricardo, pero aunque éste había obtenido su jarrón de monedas, el precio que debió pagar había sido su propia vida.

Todos parecían aturdidos por la noticia. Un aura de invencibilidad había rodeado siempre a Ricardo. A menudo, cuando era víctima de una fiebre virulenta —que lo había perseguido la vida entera— había estado a un paso de la muerte; pero siempre había conseguido abandonar el lecho de enfermo tan fuerte como antes del ataque. Pero esta vez la muerte lo había alcanzado a causa de una flecha disparada por cierto Bertrand de Gourdon.

Por lo menos podía reunirse con Berengaria. Se abrazaron afectuosamente, y Berengaria la llevó a su cámara privada, donde podían compartir a solas su dolor.

—Era demasiado joven para morir —fue todo lo que Joanna pudo decir.

Berengaria gimió en silencio.

—¡Qué despilfarro! —dijo—. Y es también mi caso, porque ahora mi vida ha concluido.

—Los últimos tiempos ustedes se habían reunido —dijo Joanna, tratando de calmar a Berengaria.

—Hasta cierto punto. Nunca quiso estar conmigo. Pero creía que debía cumplir con su deber.

—Berengaria, ¿tendrás un hijo?

Berengaria meneó la cabeza.

- Entonces, la situación es aún más lamentable —dijo Joanna.

Mezclaron sus lágrimas y se consolaron mutuamente. Cada una se preguntaba qué le depararía el futuro. Berengaria —una reina sin marido (en realidad, a menudo pensaba que jamás lo bahía tenido)— sin hijos que le aportasen una razón de vivir. Sería un regreso a su antigua vida, a una existencia regular, seguramente dependiendo de la bondad de sus parientes. Tal vez pudiese ir a vivir con su hermana Blanche, casada con el conde de Champaña. Hacia donde volviese los ojos, el futuro le parecía inquietante. Mientras Ricardo vivía ella había esperado que la vida sería diferente, que podría encender una chispa de afecto. Si hubiesen podido tener hijos —por ejemplo, dos varones y una niña— él quizá hubiese sentido la necesidad de ensanchar sus conquistas y entre ambos habría prevalecido cierta paz. La relación física lo repelía; y como era rey, y se esperaba de él que diese un heredero a la nación, esa necesidad se había interpuesto como una sombra entre ellos, algo que debía hacerse, y que siendo desagradable para él tenía que serlo para ella.

Los pensamientos de Joanna eran sombríos. Pensaba en la muerte de Ricardo, provocada por esa flecha casual durante un sitio innecesario, la flecha que había abatido a un hombre capaz de sobrevivir a cien batallas con los fieros sarracenos en la Guerra Santa. Era un golpe irónico del destino que un hombre tan noble, que había merecido el título de Corazón de León, acabase su vida de un modo tan mezquino. Más aún, ahora que él había muerto, ¿quién la ayudaría, quién defendería de sus enemigos a Raymond?

Más tarde. Berengaria habló de los últimos días de la vida de Ricardo, de los terribles sufrimientos que lo agobiaron, y del perdón que había concedido al hombre que le infligió la herida.

- Fue una actitud noble dijo Joanna. Y era lo que cabía esperar de él. Bertrand de Gourdon lo bendecirá hasta el fin de sus días.

Berengaria respondió:

- Sus días han concluido. Ricardo lo perdonó, pero otros no hicieron lo mismo. ¿Recuerdas a Mercadier?

- ¿No es el general que dirigía a los mercenarios de Ricardo? Sí. En efecto, recuerdo que Ricardo lo apreciaba mucho, y que siempre estaban juntos.

- Estaba fuera de sí a causa del dolor y la cólera cuando Ricardo falleció. De modo que desafió las órdenes del Rey y ordenó que matasen a Gourdon del modo más cruel que fuese posible.

- ¡Pero Ricardo lo había perdonado!

- Así fue, y nadie le achacará la muerte de Gourdon. Le arrancaron los ojos y lo desollaron vivo.

- Oh, Dios mío exclamó —Joanna—. ¿Es posible que esta violencia jamás acabe? Se llevó las manos al vientre y sintió el movimiento del niño. Parece un mal presagio. Me pregunto qué será de este niño, y de nosotras.

Berengaria corrió hacia ella y la abrazó.

- Agradece a Dios, Joanna —dijo—, que hayas concebido un hijo y que lleves en tu cuerpo el fruto del permanente amor de tu marido.

Joanna se sintió avergonzada y se reprochó su propio egoísmo. En cambio, Berengaria afrontaba una auténtica tragedia. No tenía un hijo que le recordase el amor de su marido; a decir verdad, no tenía nada que se lo recordase.

La reina Leonor estaba en Chaluz. También ella había acudido de prisa cuando supo de la condición de su amado hijo. La muerte de Ricardo fue el peor golpe que el destino pudo asestarle. Tenía setenta y siete años; él había cumplido apenas cuarenta y dos. Desde su nacimiento, y los tiempos en que él la había defendido en la nursery, cuando ella disputaba con el padre, había sido el centro de la vida de Leonor. Ella lo había amado como no podía amar a otro ser; había luchado valerosamente para defender el reino mientras él combatía en las cruzadas; y ahora que él había regresado y parecía dispuesto a reinar tranquilamente durante muchos años, y ella al fin se había retirado a la Abadía de Fontevraud, la convocaban para que lo acompañase durante las últimas horas de Ricardo en la tierra.

Su dolor era tan intenso que, como dijo a su hija Joanna —a quien amaba casi tanto como a Ricardo— y a su nuera Berengaria, a quien siempre había demostrado simpatía, su única confrontación era que ella misma ya no viviría mucho, pues un mundo donde no estaba su amado hijo Ricardo poca alegría podía ofrecerle.

Así, las mujeres que lo habían amado se unieron para llorarlo, y se sintieron un poco reconfortadas hablando de él —de su grandeza, de su valor, de su amor a la poesía y la música, de su talento en las artes.

—Nunca hubo nadie como él dijo Leonor—. Y jamás lo habrá.

Declaró que cumpliría sus deseos.

—Me dijo —explicó— que deseaba que su corazón, ese gran corazón de león, fuese enterrado en su amada y fiel ciudad de Ruán, durante tantos años el hogar de sus antepasados, los duques de Normandía. Y su cuerpo será enterrado en Fontevraud, a los pies de su padre. Hacia el fin de su vida se arrepintió de la disputa que los había separado. Dios sabe que él no tuvo la culpa. Enrique tiene la responsabilidad del conflicto que se suscitó entre él y sus hijos. Era un hombre incapaz de renunciar a nada de lo que había caído en sus manos, y así no advirtió que sus hijos también eran hombres.

Sonrió, rememorando los años turbulentos durante los cuales ella y Enrique Plantagenet habían sido al principio amantes apasionados y después enemigos igualmente apasionados.

Sí, se cumplirían los deseos de Ricardo. Ella lo serviría en la muerte como siempre lo había hecho en la vida.

Ella retornaría a Fontevraud y pasaría allí el resto de su vida, y trataría de demostrar arrepentimiento por sus pecados, los cuales en secreto no le pesaban, pues sabía que si un milagro le hubiese permitido reconquistar su juventud y su vitalidad, volvería a cometerlos; era realista, y tenía una mente aún activa y vivaz, de modo que no podía engañarse y creer que podía ser de otro modo.

Ahora, volvió los ojos hacia su hija, que sin duda estaba embarazada.

—Cuídate, querida hija —dijo—. Es trágico que Ricardo no pueda ayudar a Raymond. Tu marido debe enfrentar con firmeza a sus enemigos, pues recibirás escasa ayuda de Juan. —Frunció el ceño—. Ahora, Juan será el Rey. No puede serlo mi nieto. Arturo es demasiado joven. Además, es completamente bretón, y los ingleses jamás lo aceptarían.

—Madre —dijo Joanna—, ¿no crees que algunos intentarán poner a Arturo en el trono?

- Siempre hay hombres dispuestos a encontrar una causa para suscitar conflictos dijo Leonor—. Pero en Inglaterra Juan estará seguro, en cambio, aquí debe cuidarse mucho. Felipe siempre está dispuesto a aprovechar cualquier pretexto para desencadenar un ataque. Siempre será así, porque los reyes de Francia son enemigos naturales de los duques de Normandía. Oh, Dios mío —continuó—, temo por Juan. Temo por Normandía e Inglaterra... es un golpe trágico no sólo para nosotras, hijas mías, sino para el reino.

Después, con su característica energía, trazó planes para ellas. Joanna debía retornar con su marido, sin la ayuda que había venido a pedir a Ricardo; Berengaria debía permanecer un tiempo con Joanna y después quizá se reuniría con su hermana, hasta que pudiese trazar planes para el futuro. No dudaba de que Sancho el Fuerte, hermano de Berengaria, la acogería de buena gana en su corte; y aunque Leonor no lo dijo, concibió la idea de que quizá a su debido tiempo se encontrase un marido apropiado para Berengaria. Aún tenía edad para concebir hijos. Oh, sí, tal vez pudiera concertarse un matrimonio que fuese más real que el que había tenido con el finado Rey de Inglaterra.

Y ahora, sólo restaba llorar por el desaparecido.

Lo llevaron a Fontevraud, para cumplir sus deseos. Habían retirado el corazón del cuerpo y díjose que asombró a todos los que lo vieron, a causa de su tamaño. En efecto, era el Corazón de un León. Lo vistieron con los atavíos que había usado el día de su coronación en Inglaterra, y así lo depositaron en su tumba. Las mujeres que lo habían amado lloraron por él, y Hugh de Lincoln, con quien había disputado mucho en vida, y que a menudo le había reprochado la existencia que llevaba, cumplió los últimos ritos de la Iglesia sobre el cuerpo de Ricardo, y mientras oraba por su alma se dolía por la desaparición de un hombre que, a pesar de todos sus pecados, había sido un gran rey.