LA VENGANZA DE JUAN

Isabella estaba enamorada. Él era joven y gallardo. Ella lo comparaba a menudo con Juan y se maravillaba de las diferencias entre ambos. Le recordaba a Hugh el Moreno y, después de que el joven se marchaba, ella permanecía en el lecho y pensaba: “Así hubiera sido con Hugh”.

Al principio, cuando pensaba en su joven amante, lo llamaba Hugh; y después se lo dijo.

—Es apropiado para ti. Siempre pensaré que eres Hugh.

Y después, siempre lo llamó de ese modo.

Había temido por él, aunque al principio, cuando tomaba un amante, le agradaba poner a prueba su coraje explicándole que su castigo sería terrible si el Rey lo descubría. Otras veces, cuando estaban con ella, Isabella percibía el temor que experimentaban; al principio, dicho sentimiento avivaba el deseo de la Reina.

La complacía ocultar sus aventuras a Juan, pero a veces pensaba que él lo sabía todo y que esperaba la oportunidad de sorprenderla. Mostrarse más astuta que él era en sí mismo un ejercicio agradable. Isabella lo odiaba. Quizá siempre lo había odiado, a pesar de que los primeros años de la relación entre ambos habían sido placenteros. Para ella había sido halagador que él descuidase sus obligaciones oficiales porque no podía abandonar el lecho que ambos compartían y también saber que la gente comentaba que Juan estaba perdiendo su reino entre las cuatro paredes de su dormitorio.

¡Qué cumplido a la atracción que ella ejercía! Durante mucho tiempo él había sido un marido fiel, lo cual en sí mismo era casi un milagro. Y ella había posibilitado esta situación... Isabella, con su tremenda fascinación. Se preguntaba si Hugh aún la recordaba. ¿Acaso él se reprochaba esa pasividad que le había impedido poseerla cuando ella estaba dispuesta, lo deseaba y esperaba la invitación de su prometido, antes de que apareciera Juan?

Al principio había sido tan interesante. Ser reina y sentirse tan deseada. Pero ahora hacía mucho que era reina, y muchos la habían deseado. Por otra parte, en el mundo había hombres más gallardos que Juan.

Ahora ella concentraba sus pensamientos en el apuesto joven o, como ella lo llamaba, el hombre de la Juventud Dorada, la Sombra de Hugh. El propio Hugh seguramente ya no era joven, como no lo era ella misma; pero las mujeres como Isabella conservaban su atractivo y los hombres como él siempre eran encantadores.

El joven amante acudía ahora con más frecuencia al dormitorio de Isabella. La amaba tanto que de buena gana arriesgaba la vida... o cosa peor. Ella le había hablado a menudo del terrible peligro que afrontaba, pero él había preferido ignorar esa posibilidad. Valía la pena... cualquiera fuese el castigo, valía la pena arriesgarse.

Sabía hacer el amor. Ella no había conocido a nadie mejor. Demostraba una ternura que Juan jamás había tenido, ni siquiera al principio, cuando ella era una niña. Esa adoración era deliciosa. Isabella gozaba intensamente. Amaba a su Dorado Joven.

Mientras yacían en el lecho, durante la hora que precede al alba —poco después él debía marcharse, pues sería fatal si lo veían a la luz del día— Isabella le dijo mientras retorcía entre sus dedos un mechón de dorados cabellos:

—Amor mío, ¿cuánto tiempo continuarás visitándome?

Él respondió como ella había previsto:

—Siempre.

—¿Y si llega el Rey?

—Entonces, tendré que esperar hasta que se marche.

—Hugh, ¿qué sabes del Rey?

—Sólo conozco sus accesos de cólera.

—Nunca he visto nada igual. Dicen que incluso es peor que su padre y todos los hombres le temen. Hugh, jamás debe descubrirnos... jamás.

—Si lo hiciera, habría valido la pena.

—Mientras sus hombres te hicieran cosas horribles, ¿pensarías en ello?

—Sí.

—No, amor mío, piensas así ahora. Pero no sabes lo que siente un hombre que se ve privado de su masculinidad, pues creo que eso es lo que hará Juan a quien haya gozado de mí.

—Preferiría morir.

—Si Juan lo supiera, no te lo permitiría. Su venganza debe ajustarse a su humor y su humor es diabólico. Quizá te arranque los ojos. Como sabes, quiso hacer eso a Arturo. Su pecado fue ser el hijo del hermano mayor de Juan, y algunos pensaban que tenía más derecho al trono.

—No puede temer eso de mí.

—No, pero te odiará más de lo que jamás odió a Arturo. A veces tiemblo por ti.

—En tal caso me alegro, porque eso demuestra que me amas.

—Hugh, quiero que sepas lo que arriesgas. Piensa en ello.

—Estar contigo una hora merece una vida entera de sufrimiento.

—Palabras juveniles dichas por los jóvenes en la hora del éxtasis. ¿Qué podrías decir durante una vida entera de sufrimiento?

—No será así —dijo él—, y la besó.

Y si bien ella amaba la temeridad del joven, deseaba que supiera a qué se arriesgaba.

Había conseguido llegar a Isabella. Ambos habían preparado varios escondrijos donde él podía ocultarse en caso de apremio. Isabella podía levantar las tablas del piso, y él se ocultaba debajo. Ella había preparado esos lugares, y además atrancaba la puerta del dormitorio cuando él la acompañaba.

Isabella se decía que haría todo lo necesario para lograr que él huyese, si corría peligro de ser sorprendido.

Pero la Reina tenía muchos servidores que conocían sus secretos.

Juan llegó al castillo. Isabella lo esperaba en la entrada para darle la bienvenida.

Apenas la vio, Juan se sintió tan enamorado de ella como había sido siempre el caso y pensó nuevamente que Isabella tenía esa veta sensual que era más profunda que en todas las mujeres que él había conocido.

Tenía conciencia de que ella había tomado un amante. Por esa razón había acudido al castillo. Al principio pensó volver en secreto y descubrirla con su amigo, pero después tuvo una idea mejor.

—Vaya, estás abriendo tus pétalos como una flor después de la lluvia —dijo—. ¿Responde eso a mi llegada?

—¿Acaso podría ser otro el motivo?

—Eres una buena esposa... siempre esperando a tu marido.

—Siempre —contestó Isabella—, aunque ahora viene con menos frecuencia que antaño.

—Asuntos oficiales, amor mío.

—¿Se trata de eso? Temí que pudieran ser asuntos de otra clase.

—Entonces, ¿estás celosa?

—Siempre.

—No es necesario. No importa con quien me acueste, siempre te prefiero y vuelvo a ti.

—Pequeña compensación cuando otras ocupan mi lugar.

—Esposa, ¿te enojas?

—No, conozco bien las costumbres de los hombres. Ninguno es fiel.

—A las esposas toca ser fieles —dijo él con un atisbo de fiereza en la voz.

—¡Pobres esposas! ¿Por qué no reciben un poco de lo que sus maridos consumen tan liberalmente?

—Sabes muy bien la razón. Y en el caso de una reina la infidelidad es traición. ¡Traición. Isabella! Piensa en lo que significa la traición al Rey. Puede castigársela con la muerte.

—Así es —dijo ella.

—Piénsalo a menudo.

—Lo recuerdo siempre.

—Y si te sintieras tentada, ese pensamiento te salvaría.

—Mi señor, sé que no me queréis virtuosa por miedo. ¿No debería ser sólo por amor?

—Sólo por amor —contestó Juan.

Y pensó: “Lo veré hoy. Sé que es un joven apuesto. Por las orejas de Dios, pronto estará deseando no haber nacido nunca.”

Cenaron y ella cantó y tocó para él, los cabellos cayéndole sobre los hombros, pues se los había aflojado para peinarlos como a él le agradaba. Ese peinado recordaba a Juan los primeros tiempos de su matrimonio. Así, no pudo separarse de ella durante poco más o menos una hora.

Dijo a Isabella:

—Mañana iremos a Gloucester.

—¿Debo acompañarte?

—Te necesito conmigo —dijo Juan.

Ella sonrió; Juan estaba tan enamorado de ella como siempre. O por lo menos eso creía.

Juan paseó la mirada por el salón y lo encontró. Ciertamente, era joven y apuesto. Le habían dicho que se parecía un poco a Hugh de Lusignan. Por las orejas de Dios, ¿Isabella todavía pensaba en ese hombre? Juan sabía que ella lo recordaba; había visto la expresión de sus ojos cuando aludía a Lusignan. ¿Tal vez todos esos años había lamentado la pérdida de Hugh? ¿La corona de Inglaterra no había compensado eso? ¿Tal vez durante los momentos de pasión ella reemplazaba a su marido con la imagen de Hugh. La idea misma lo irritó. Y ese joven se parecía a Hugh. Una acentuada semejanza. Y noche tras noche él se había acercado al lecho de la Reina. Lo había arriesgado todo por ella. Bien, ahora tendría que pagar el precio de su osadía.

Una sorpresa esperaba a Isabella. Ella dijo que se retiraría a su dormitorio. Juan le tomó las manos y las besó, primero desganadamente y después con pasión. Ella iría a acostarse y lo esperaría.

Pensó: “Oh, Isabella, te sorprenderás mucho”.

Ella fue a su dormitorio. Sus doncellas le peinaron y perfumaron los cabellos. Se la veía tan bella como siempre y lo sabía. Sus tres hijos no la habían cambiado, pues si ahora tenía el cuerpo más lleno, eso acentuaba su atracción.

Yació en el lecho, esperando. ¿Por qué Juan demoraba tanto? Ella había supuesto que el Rey vendría de prisa y por eso había ordenado a sus servidoras que se apresurasen.

¡Qué extraño! ¿Qué hacía? ¿Quizá había descubierto en el castillo una mujer que le agradaba más que ella? Parecía muy raro, pues sin duda sus besos sugerían que deseaba reunirse cuanto antes con ella.

Finalmente, se durmió y despertó al alba. La luz se filtraba en la habitación. Cuando abrió los ojos recordó y extendió los brazos, tratando de hallar el cuerpo de su marido. No había nadie. No había venido. Se sentó en la cama. Vio una sombra oscura a los pies de la cama. Miró más atentamente. Fijó los ojos con incrédulo horror y después se llevó la mano a la boca para contener el grito mientras caía de espaldas, nauseada, al borde del desmayo.

Colgado del poste que sostenía el dosel, como en un patíbulo, estaba el cuerpo desnudo y mutilado de su amante.

Isabella no hablaba. Cabalgaba al lado de Juan, en camino hacia Gloucester y fingía que no le prestaba atención. Sabía que en sus labios había una sonrisa maliciosa, pero él nada decía de lo que había hecho.

Ella pensaba: “Ojalá todo haya sido muy rápido. Ojalá no se hayan demorado. Quisiera no haberlo conocido jamás, no haberlo llevado a esto. Dicen que Juan es el mismísimo Demonio, y es cierto. Sólo el Demonio pudo haber ideado algo parecido. Jamás lo olvidaré, colgado del poste de la cama. Todos mis recuerdos de su persona serán así. ¿Por qué le permití acercarse? Debí saberlo.”

Habían llegado al castillo de Gloucester, construido en tiempos del Conquistador. En el gran salón William Rufus había celebrado un banquete rodeado por sus mejores amigos. Enrique II, padre de Juan, había tenido allí muchos consejos, cuando estaba comprometido en sus campañas en Gales. Allí, en las aguas del Severn podían hallarse deliciosas lampreas. El primer Enrique había sido muy aficionado a la lamprea guisada y decían que había muerto a causa de una indigestión provocada por una porción excesiva de dicho manjar. Juan la había llevado a este castillo. ¿Con qué propósito?

Ella no dudaba de que Juan tenía un plan. Aún no le había dicho nada, pero ella sabía a qué atenerse, pues la sonrisa misteriosa continuaba curvando sus labios. Seguramente pensaba en la escena que ambos protagonizarían muy pronto.

Cenaron. No era que ella pudiese comer, pues la idea misma del alimento la nauseaba; no podía apartar de su mente el recuerdo del cuerpo de su amante. ¿ Él había mirado mientras le hacían eso? Supuso que la respuesta era afirmativa. Casi podía oír las palabras crueles que brotaban de esa boca aún más cruel.

¡Lo odio! ¡Cómo lo odio!

Juan dijo que la llevaría a su dormitorio. Ahora ella sabría qué le reservaba.

Contempla tu prisión —dijo Juan.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella con voz tenue.

—Serás vigilada —dijo el Rey—. Es evidente que no puedo confiar en ti. Eres culpable de traición. Mi padre tuvo prisionera a mi madre dieciséis años. Es posible que yo haga lo mismo contigo.

Isabella se encogió de hombros y eso irritó a Juan. Deseaba que ella protestase pero Isabella se negó a complacerlo, pese a que vio el rojo sanguinolento de los ojos de su marido.

—¿De modo que no te importa? —gritó Juan.

—¿Qué importancia tiene lo que yo sienta si se hará lo que tú deseas?

—Parece no importarte haber perdido la libertad. ¡Bruja! ¡Perversa! ¿Qué pensaste de tu hermoso amante cuando fue a tu lecho anoche?

Ella se volvió porque no deseaba que Juan viese el horror que no podía soportar ahora que su mente evocaba vívidamente la imagen.

—Qué bonita visión. Sabes, gritó. Gritó horrorizado. Lo hubieras oído...

—¡Basta! —exclamó Isabella.

—Ah, al fin te conmueves. Admito que era un bonito muchacho. Pero finalmente no valió la pena... ni siquiera por ti.

- Tú no fuiste el más fiel de los maridos —acusó Isabella.

- ¿Y qué?

- ¿Por qué he de ser una esposa fiel?

- Porque soy el Rey.

- No olvides que soy la Reina.

- Por las orejas de Dios, si tratas de meter en mi casa a su bastardo...

- No habrá bastardos. Sólo tú los engendras.

Él se acerco súbitamente y tomándola por los hombros la sacudió.

- ¿Cómo era? —preguntó—. ¿Buen amante? ¿Te agradó?

Ella lo enfrentó audazmente.

- Fue buen amante —contestó en actitud desafiante.

Él la apartó bruscamente, en un acceso de rabia.

- Te enviaré el cadáver, de modo que te haga compañía en tu prisión.

- Eso no lo lastimará.

- No habrá nadie más. Puedes quedarte aquí y pensar en mí... que estaré acompañado por otras personas que me complacen más que tú.

- Te deseo buena suerte.

- Isabella, no eres vieja y siempre fuiste muy sensual. ¿Acaso no lo sabemos? ¿Qué harás sin amantes, Isabella?

- Si no tengo que soportarte, me sentiré feliz.

- Soportarás lo que yo ordene.

- ¿Por qué no me matas también a mí? Lo sé. Tengo amigos y familia. El Rey de Francia diría: mató a su esposa como asesinó a su sobrino.

- No quiero oír una palabra de eso.

- Te persigue, ¿verdad, Juan? Pobre Arturo. ¿Cómo murió? A muchos les agradaría saberlo. Tú, el asesino, podrías explicarlo.

- Estás provocándome y acabaré golpeándote.

- ¿Por qué no lo haces?

- Porque aún no he terminado contigo... No deseo herir el cuerpo que aún tiene mucho que darme.

- Oh, ¿de modo que no me enviarás al exilio?

- No ordenaré tal cosa. Pensaré en ti, que me esperas aquí. Aún tendremos hijos. Ahora son tres. Deseo tener otros. Si llevas en tu vientre un bastardo, ordenare que lo maten. Me acusas de asesinato. Pues bien, sabe esto: quienes me ofendan serán eliminados. También tú si te cruzas en mi camino.

—¿Y si no lo hago?

—Entonces nada tienes que temer. Pero ya sabrás a qué atenerte. Obtendré mi placer cuando lo desee y no quiero otra esposa. Tengo herederos y una hermosa hija. Tú me darás más. Esperarás pacientemente aquí que yo venga y si un día introduces de nuevo a un amante en tu dormitorio, lo que le ocurrió a tu hermoso amigo será nada comparado con lo que le haré al próximo.

Isabella dijo:

—Comprendo. Aquí soy tu prisionera. Tuve un amante y no lo niego. Lo eliminaste del modo más cruel y me torturaste tanto que eternamente me perseguirá el recuerdo de su cuerpo colgando del poste de mi lecho. Por eso te odio.

—El odio y el amor —dijo Juan—, Isabella, son sentimientos muy parecidos; pero no hay nadie semejante a ti. Tienes que saber lo siguiente: no te heriré. Por eso tuve que hacer lo que le hice. Necesitaba asegurarme de que jamás nadie ocuparía su lugar... mi lugar. Hubo otras, pero nadie como tú. ¿Dónde encontraré una persona parecida a ti?

La rodeó con los brazos; la alzó y la llevó al lecho.

Qué extraño que la pasión los uniera con tanta fuerza en una ocasión semejante y que los aproximara con la misma fuerza de costumbre.

Por la mañana Juan dijo a Isabella:

—Si concebiste un hijo con ese hombre el niño no vivirá. Tienes que saberlo. Aunque yo tuviese el corazón más blando del mundo, cosa que como bien sabes no es así, no toleraría que él viviese. Ah, Isabella, sabes que hemos gozado tanto como jamás cada uno de nosotros lo habría conseguido con otra persona. Sólo conmigo debes tener hijos. Volveré aquí y tendremos un niño... pero sólo después que sepamos que ese inmundo cadáver no es su padre.

Ella meneó la cabeza.

—Nada tienes que temer —dijo—. Lo sé.

Pero Juan se rió de Isabella.

Y cuando él se marchó ella permaneció prisionera en el castillo.

Ambos estuvieron juntos dos días con sus noches, y durante ese lapso él casi no se apartó del lecho de Isabella. Ella sabía que Juan pensaba constantemente en el joven que había sido el amante de la Reina y que a su modo perverso lo complacía contemplar lo mismo que lo encolerizaba.

Cuando se fue, ella supo que estaba embarazada y a su debido tiempo dio a luz una niña. La bautizó con su propio nombre. Isabella.

Continuó siendo la prisionera del Rey.