EL ESPECTRO DE ARTURO

Ahora Juan tenía otros asuntos que lo preocupaban. Si no quería perder todas sus posesiones continentales a manos de Felipe necesitaba hacer algo. Consultó con sus generales y ministros y se decidió que si podía llevarse una pequeña fuerza a La Rochelle, que todavía le era fiel, quizá se lograra desencadenar una ofensiva y reconquistar algunos de los territorios perdidos. Más aún, La Rochelle no podría sostenerse mucho tiempo si Felipe atacaba con decisión. Juan podía contratar mercenarios. El Rey declaró que a menudo eran más fidedignos que sus propios caballeros; un mercenario participaba en el combate por lo que podía conseguir y, si había muchos despojos, eso le bastaba. Los hombres de principios, por ejemplo Marshall, no siempre eran tan útiles como cabía desearlo.

En junio, mientras se desarrollaba en Roma la controversia acerca de la elección del arzobispo. Juan y su pequeña fuerza partieron para La Rochelle; y cuando llegó supo complacido que Aquitania estaba dispuesta a apoyarlo, pues era evidente que Felipe miraba con ojos codiciosos ese ducado que no deseaba pasar al dominio francés.

Después de consolidar su posición en La Rochelle, Juan pasó a Niort, otro baluarte que había continuado siendo fiel al monarca inglés. Allí se anotó unos pocos éxitos que, si bien no fueron decisivos ni mucho menos, obligaron al cauteloso Felipe a reconsiderar la situación y decidir que el momento no estaba maduro para una ofensiva en gran escala.

El resultado fue que se mostró dispuesto a aceptar una tregua que debía durar dos años. Juan se sentía muy complacido. No había creído posible tal éxito y una de las cláusulas del contrato era que Isabella —cuyo padre había fallecido— sería la condesa de Angulema. Eso implicaba que Juan tenía aliados con los cuales no había contado al comienzo de su expedición; y más aún, que disponía de dos años para preparar la guerra contra Francia y recobrar todo lo que había perdido.

Volvió a Inglaterra muy animado, riendo íntimamente de todos esos caballeros que lo criticaban porque pasaba en el lecho la mitad del día y descuidaba sus obligaciones. Ya les mostraría. Cuando al fin se decidía a actuar generalmente tenía éxito. Les había prometido que recuperaría todo lo que había perdido a manos de Felipe y lo haría.

Casi inmediatamente después de regresar supo lo que había ocurrido en Roma.

El Papa se había atrevido a rechazar al hombre de Juan, y había elegido a Stephen Langton.

La furia del Rey fue tal que amenazó ahogarlo. Vociferaba y profería terribles insultos y todos los miembros de su entorno sabían que era uno de sus peores accesos de cólera. Trataban de alejarse del monarca, temiendo que él descargase sus sentimientos en aquellos que estaban más cerca.

Fue a ver a Isabella y le explicó lo ocurrido. Tenía los ojos llenos de lágrimas coléricas y se arrancaba los finos botones de su capa y los arrojaba por toda la habitación.

Isabella le preguntó lánguidamente qué le ocurría.

—¿Qué me ocurre? —gritó—. Ese canalla de Roma instaló a su hombre en el arzobispado.

—¿Qué hombre?

—Un individuo llamado Stephen Langton. Dice que es un gran erudito. No quiero eruditos. Arrancaré los ojos de ese hombre y entonces veremos cómo prosigue sus estudios. Dicen que es muy inteligente; también yo lo soy. Sí, también yo.

—Lo sabemos —dijo Isabella—, y sabemos también que eres el Rey. Cómo se atreve el Papa a designar a su hombre... Además, ¿puede hacerlo si tú te opones? Sí, quizá pueda porque es el Papa.

Juan echaba espuma por la boca.

—No, no puede. No lo toleraré. Stephen Langton puede quedarse en Roma, el lugar que le corresponde, pues si intenta venir aquí pronto yacerá en una mazmorra, después de perder cierto órgano vital. Te lo aseguro.

—Cálmate, Juan.

—¡Calmarme! ¿Cuando desafían mi autoridad? ¿Soy el Rey de este dominio o no lo soy?

—Sin duda lo eres, de modo que más vale que te comportes como un rey.

Durante un momento Juan desvió hacia ella su cólera.

—Señora, no abuséis de mi tolerancia. Me he mostrado demasiado blando con vos porque tenéis buenos modales en la cama; pero ahora no estáis en la cama.

Esta observación provocó la risa de Isabella y Juan se le acercó y la aferró irritado. Ella le rodeó el cuello con los brazos y apretó su cuerpo contra el de su marido. Él sintió inmediatamente el conocido impulso del deseo. Qué extraño que ella aún pudiera conmoverlo. Era asombroso. Podía decirse que era una mujer incomparable. Poseía cierta cualidad... algunos hablaban de magia. Si era eso, a Juan no le importaba. Le agradaba. De todos modos, lo satisfacían las mujeres que de tanto en tanto reemplazaban a Isabella. Si ella se enteraba de las aventuras de Juan seguramente se enfurecería. La sostuvo con fuerza. Isabella estaba más dominada por Juan que éste por aquella.

Pero afrontaba un problema demasiado importante para ignorarlo entregándose a placeres que podía obtener a voluntad. Ahora Juan estaba furioso con el Papa y deseaba que el mundo entero lo supiera.

La apartó de sí y gritó:

—Si cedo, el mundo se reirá de mí. Yo designo a un arzobispo y el Papa lo rechaza y presenta al suyo. Un rey no puede aceptar eso... y yo no lo aceptaré. ¿Por qué te sientas allí y sonríes?

—Porque tú deseas nombrar a un hombre que trabaja para ti y el Papa quiere a un hombre que trabaje para él. El más fuerte vencerá.

- Y tú sabes quién es.

- Vos, mi soberano. Por supuesto, vos mismo.

Pero él no estaba dispuesto a conformarse con palabras bonitas. Deseaba demostrar a Roma y a Inglaterra que era el Rey que gobernaba a su país; y eso incluía a la propia Iglesia. No permitiría que el Papa se mostrase superior al Rey.

Partió inmediatamente para Canterbury y, cuando se enteraron de que el Rey se aproximaba, el pánico dominó nuevamente al abad y sus monjes.

Convocó a todos los clérigos y aunque estaba encolerizado ahora controlaba un poco sus sentimientos. Gritó a la asamblea:

- Por los dientes de Dios, aquí hay traidores. Hay mentirosos y enemigos del Rey. No olvido que vine aquí y me dijeron que no habían elegido a Reginald. Después pareció que lo habían elegido. Y como sabía de la elección de Reginald, que todos negaban, elegí a John de Grey. Y después, el Papa anula ambas elecciones y designa a su propio hombre. No lo soportaré... Yo, y sólo yo elegiré el arzobispo. Quiero un hombre que goce de mi confianza, que trabaje para mí y no para él mismo y el Papa. Creísteis que me habíais engañado. No lo neguéis. Conozco perfectamente vuestras actitudes cobardes. En el mayor secreto habéis instalado a vuestro preferido en el trono del Primado. Que la peste os destruya. Ya no sois mis monjes. ¡Fuera! ¡Esta ya no es vuestra abadía! ¡Id, id... id! No... no mañana... ni al día siguiente... como estáis ahora... a menos que queráis acabar en los calabozos, lo que os estaría merecido. Quisiera saber cuál sería el mejor castigo para todos... privaros de los ojos que contemplaron esa ceremonia traidora, o de las lenguas que aplaudieron el hecho.

Lo divertía ver el terror en el rostro de la gente ante la perspectiva de tan terribles castigos. Amenazarlos con la muerte no hubiera provocado tanta inquietud.

- Así será —exclamó—. Es decir, si no os marcháis hoy mismo. Podríais preguntarme: ¿Adónde? Adonde os plazca. Retornad al amo a quien queríais servir mejor que a mí. Id donde está Reginald y pedidle que os atienda. Lo habéis apoyado... desafiando a vuestro Rey... que él os apoye ahora.

Controlaba mejor su temperamento. Eso era más agradable... castigar a otros en lugar de castigarse él mismo, porque cuando la cólera se desataba a menudo el propio monarca se hería. Era mucho más divertido aterrorizar los corazones de sus oyentes.

Ese día sesenta y siete monjes salieron de Canterbury y fueron al Continente. Juan se sentía complacido pues ahora era dueño de las tierras del monasterio.

No tenía prisa por resolver la disputa, ni siquiera por instalar a John de Grey, porque mientras no se designase al arzobispo de Canterbury, las riquezas de la sede tan próspera continuaban en poder del Rey.

Juan escribió al Papa. No estaba dispuesto a disimular su cólera. Que Inocencio supiera que el Rey no estaba dispuesto a someterse a la voluntad del Papa. No aceptaba como arzobispo a Stephen Langton y comprendía perfectamente las razones que movían a Inocencio a tratar de imponerle a ese hombre. Quería forzarlo a aplicar doctrinas papales que él como Rey de Inglaterra no podía aceptar. Lo asombraba que un papa tuviese tan escasa consideración por la amistad del Rey de Inglaterra, y lo tratase con tal falta de respeto, como si fuese un hombre cuyos deseos carecían de importancia. Juan se veía obligado a señalar a Su Santidad que él no podía ni quería aceptar tal tratamiento; y si el Papa lo consideraba tan poco no era ése el caso de otras personas. Nada sabía de este hombre, Stephen Langton, excepto que lo habían recibido con grandes honores en la corte del Rey Felipe de Francia —un hombre que como todos sabían no era amigo de Juan—: más aún, hubiera sido difícil hallar en el mundo a una persona que fuese peor enemiga del monarca inglés. Y este era el hombre a quien el Papa sin la aprobación del Rey de Inglaterra había elegido como Primado inglés. Todo eso excedía la comprensión de Juan.

Profundamente irritado por semejante carta, el Papa escribió con mucha dignidad y en cada línea de su misiva recordaba al Rey la supremacía papal sobre los gobernantes temporales.

“El Servidor de los Servidores de Dios informa al Rey de Inglaterra que en lo que hizo nada hay que exija el consentimiento del Rey y tal como ha comenzado continuará, de acuerdo con las normas canónicas, sin desviarse hacia la derecha o hacia la izquierda...”

Juan leyó impaciente la carta.

“Sin atender al agrado de nadie”, continuaba el Papa, “trataremos de completar esta designación, y no podemos hacer otra cosa sin mengua del honor y sin peligro para la conciencia.”

Juan rechinaba irritado los dientes.

—Maldito sea. ¿Maldito sea! —exclamó—. Dios maldiga a todos mis enemigos... y sobre todo a este que se llama Servidor de sus Servidores.

“Por lo tanto, someteos a nuestro agrado, que será para mayor gloria vuestra, y no creáis que es seguro para vos resistiros a Dios y la Iglesia en una causa por la cual el glorioso mártir Thomas derramó su sangre.”

Las referencias a Thomas Becket siempre inquietaban a Juan. Becket había sido la causa de la humillación pública de su padre en Canterbury. Juan no deseaba verse obligado jamás al tipo de penitencia que su padre había cumplido. ¡Que la maldición cayese sobre todos los clérigos que aspiraban a la santidad!

El Papa continuaba diciendo que él no creía que Juan ignorase tanto como sugería las cualidades de Stephen Langton. Era cierto que Stephen había pasado poco tiempo en Inglaterra y que era apreciado por el Rey de Francia; y que un hombre de tan destacadas cualidades tenía que ser apreciado por todos los que lo conocían. Juan debía examinar el trabajo de Stephen Langton —aunque solo fuera la Revisión de la Biblia. Langton había gozada de gran fama no sólo en París. El Papa había oído hablar de él en Roma y sabía que Juan había oído comentarios en Inglaterra. ¿Acaso no había mencionado el hecho al propio Stephen Langton cuando lo felicitó porque lo habían elegido cardenal? Juan debía sentirse reconfortado porque un hombre como ese llevaba a Inglaterra su notable capacidad intelectual.

Juan bailoteó enfurecido cuando leyó la respuesta del Papa.

—¿Cree que aquí no tenemos hombres de jerarquía intelectual? Tenemos a nuestros eruditos. ¿Cree que Inglaterra está poblada por ignorantes?

Se sentó y de nuevo escribió al Papa en el calor de la cólera. No toleraría la presencia de Stephen Langton en Canterbury. Prefería a John de Grey y John de Grey sería Primado. Si el Papa no coincidía con Juan, si se negaba a confirmarlo, que actuara como mejor le pareciese. ¿Por qué Juan tenía que someterse a Roma? Estaba dispuesto a separarse si el Papa lo deseaba. Que el Papa hiciera lo que se le antojase. Estaba dispuesto a afrontar las consecuencias; pero ante todo que recordase que se encontraría mucho más pobre que ahora, porque perdería todos los beneficios provenientes de Inglaterra. En efecto, si Juan rompía con Roma no permitiría que sus eclesiásticos viajasen a Roma llevando costosos regalos —lo que, como era sabido, hacían ahora. No sufriría Inglaterra, sino Roma.

Roma recibió fríamente este ataque.

El Papa se limitó a contestar que Juan debía considerar lo que podía ocurrirle si continuaba ofendiendo a la Santa Iglesia. Implicaba sugerir la posibilidad de la excomunión para Juan y del interdicto aplicado a Inglaterra.

Juan chasqueó los dedos y se desentendió del asunto. Había ocurrido otro hecho, mucho más grato. Durante la primera parte del año Isabella había descubierto que estaba embarazada.

Isabella se sentía complacida. Tenía casi veinte años y había sido la esposa de Juan durante siete. Había comenzado a preocuparse un poco porque durante ese lapso nunca se había embarazado. Era cierto que Juan no había deseado tener hijos durante los primeros años de su matrimonio y quizá la extrema juventud de Isabella lo había impedido. Durante esos primeros años ninguno de los dos había deseado la llegada de los hijos e, incluso después, la pasión entre ambos y la satisfacción sexual que los dos tanto necesitaban era mucho más importante que otra cosa.

Pero ahora ella estaba segura. Se había embarazado.

Tendría que soportar la deformación de su hermoso cuerpo, del cual se sentía muy orgullosa. No importaba, recobraría su anterior belleza después de dar a luz. Sería interesante tener un hijo y albergaba la esperanza de que fuera un varón.

Juan se sintió complacido cuando recibió la noticia. La gente estaba murmurando —dijo—. Decían que no podíamos tener hijos y que ese era el castigo de Dios porque nos agradaba demasiado el acto preliminar. —Rió estrepitosamente—. Amor mío, se burlaban de nosotros cuando permanecíamos en el lecho hasta el almuerzo. ¿Recuerdas esos tiempos?

—Los recuerdo bien. ¡Y los hijos no llegaban! Decían que era extraño. Pero ya no podrán decirlo.

—¿Crees que será un varón?

—Por supuesto —dijo Juan—. El primero de muchos hijos.

—No tantos —le recordó Isabella—. Tu padre tuvo demasiados hijos y mira lo que ocurrió con algunos... —Lo miró con expresión astuta—. Y con su descendencia.

Juan enrojeció a causa de un súbito acceso de cólera. No le agradaba recordar la escena en el castillo de Ruán, cuando él mismo contemplaba la figura inmóvil de su sobrino; ni quería recordar la escena mientras él mismo y el mudo llevaban el cuerpo hasta el río. Podía confiar en el mudo? Pero ese hombre nada podía decir, pues se lo había privado de su lengua, precisamente la razón por la cual Juan había utilizado sus servicios esa vez.

Por mucho cuidado que uno pusiera, tales noticias solían filtrarse. ¿Dónde está Arturo? Esa era la pregunta que se formularían durante un tiempo, y había un hombre que estaba decidido a encontrar la respuesta: Felipe de Francia.

Isabella no hubiera debido recordárselo. Ella siempre se había mostrado temeraria, quizá porque Juan la amaba tanto; pero ahora los sentimientos del monarca no eran tan intensos. Otras mujeres también podían complacerlo, aunque por extraño que pareciera él continuaba prefiriendo a su esposa. Pero no aceptaría insolencias de Isabella.

—La gente debería aprender su lección —gruñó.

Ella unió las manos y elevó piadosamente al cielo los ojos.

—Convendría que todos lo hiciéramos —observó en actitud bastante sumisa, pero al mismo tiempo con una astuta insinuación.

Juan pensó: “Dejemos así las cosas”. Ella era una hermosa mujer y aún podía decir que se sentía complacido con su matrimonio. Si ella le daba un hijo, el Rey podría considerarse satisfecho.

Éxitos en el Continente, pues ni siquiera sus peores enemigos podían decir que él no había realizado progresos... ¡y ahora al fin un heredero!

Isabella tenía sólo veinte años. Todavía podía concebir durante mucho tiempo.

Sí, él se sentía tan complacido como siempre con Isabella.

Isabella llevaba seis meses de embarazo cuando llegó la noticia de que Inocencio había consagrado arzobispo de Canterbury a Stephen Langton.

Juan rió burlonamente cuando supo la noticia y dijo a Isabella que Inocencio habría podido ahorrarse el trabajo, pues la elección no sería aceptada en Inglaterra. No permitiría que Langton desembarcara en las costas inglesas y, por los pies y los dedos de Dios, instalaría a John de Grey en el sillón del Primado.

El asunto cobró un sesgo diferente cuando el Papa envió instrucciones a los principales eclesiásticos de Inglaterra y Gales, recordándoles que su primera obligación era con la Iglesia: designó a tres: William, obispo de Londres, Eustace, obispo de Ely, y Mauger, obispo de Worcester —los más importantes— con la misión de aproximarse al Rey y recordarle su deber.

Tres obispos muy aprensivos enfrentaron a Juan.

El monarca les gritó:

—Venid, mis buenos obispos, habéis llegado para hablarme. Venís enviados directamente por vuestro amo y creo que os mostráis muy audaces cuando no me veis. ¿Qué os duele ahora que tembláis?

—Mi señor —dijo William de Londres— venimos por orden del Papa.

—El Papa —gritó Juan—. No es mi amigo, ni lo son quienes aprecian su amistad más que la mía.

—Os rogamos, mi señor —dijo Eustace de Ely—, escuchad los mandatos de Vuestra Santidad.

—Obispo, en este país es el Rey quien manda —replicó Juan.

—En todas las cosas temporales —le recordó Mauger de Worcester.

—En todas las cosas —rugió Juan.

—Mi señor —dijo el obispo de Ely—, si aceptarais recibir a Stephen Langton y conceder a los monjes permiso para regresar...

—Estáis loco —exclamo el Rey—. ¿Pensáis que permitiré que me traten así? Habéis venido para amenazarme, ¿es así?

—No, no —exclamaron al unísono los obispos—. Hemos venido a comunicaros los deseos del Papa.

—A saber, que aplicará un interdicto a mi reino. ¿Es eso lo que queríais decir?

—Me temo, mi señor —dijo el obispo de Londres—, que si no aceptáis a Stephen Langton como arzobispo de Canterbury ni permitís el retomo de los monjes, el Papa aplicará interdicto al país.

—Como ya lo dije. Como ya lo dije. Les diré lo siguiente. —Juan entrecerró los ojos y su expresión era simplemente venenosa—. Si un sacerdote de mi reino se atreve a obedecer al Papa en este asunto, le arrebataré su propiedad y lo enviaré como mendigo ante su amo el Papa, pues para mí será evidente que no desea servirme y por lo tanto, corresponde que se reúna con su amo.

—Su Santidad no permitirá que las cosas queden así —comenzó a decir Eustace.

—No, sé que enviará a sus mensajeros con repulsivas amenazas. Y yo les explicaré quién gobierna aquí. Tiene que comprender que no es él sino el Rey. Decidle esto... vosotros, que también lo servís... que si sorprendo en mi país a uno de sus mensajeros lo devolveré a su amo... sí, y no en las mismas condiciones en que llegó. Tendrá que volver a tientas, porque no tendrá ojos para ver y además, le cortaré la nariz para completar el castigo.

—Mi señor, os ruego que recordéis que estos mensajeros vendrán de parte de Su Santidad.

—Recordadlo. Recordadlo. ¿Creéis que puedo olvidar? Precisamente por eso trataré de que lamenten haber venido aquí. Y con respecto a vosotros, mis señores obispos, he soportado demasiado tiempo vuestra compañía. Me molesta. Me enferma. Fuera... mientras aún tenéis vuestros órganos pues, por las orejas de Dios, si no desaparecéis de mi vista durante los próximos minutos llamaré a mis guardias y os mostraré qué ocurre a los hombres de este reino que se atreven a desafiarme.

Vieron que el Rey hablaba en serio pues ya comenzaba a perder los estribos.

Se inclinaron y salieron de prisa.

Juan se echó a reír mientras los veía alejarse.

—Adiós, mis bravos obispos —gritó.

Isabella yacía en su lecho del castillo de Winchester, construido por el Conquistador.

Corría el mes de octubre y las hojas de los árboles comenzaban a teñirse de rojo y bronce. Esperaba el nacimiento de su hijo, temerosa pero al mismo tiempo expectante, y se preguntaba: ¿Será un varón o una niña?

Por supuesto, Isabella prefería un varón, pero de todos modos sería divertido tener una hija. ¡Cómo le complacería vestir a una niña! ¿Sería hermosa como su madre o se asemejaría a Juan, de quien mal podía decirse que era apuesto?

Juan comenzaba a envejecer, pues ya había vivido cuarenta años. Eso poco importaba. Isabella tenía apenas veinte años. Quizá era conveniente que ella tuviese un hijo, pues ya no ansiaba tanto como otrora la compañía de Juan. Continuaba siendo muy sensual... pero no deseaba a Juan. Durante el embarazo ella había pensado mucho en el niño y, como la mayoría de las mujeres, había cambiado un poco. Pero después del nacimiento del hijo, los deseos que habían sido tan importantes para ella retornarían, pero su destinatario no sería Juan.

En todo caso, el niño era ahora su principal preocupación. Allí estaba, en la antigua ciudad de Winchester, un lugar muy apropiado donde dar a luz a los herederos del trono. Winchester, una de las ciudades más antiguas del país. Los antiguos británicos la habían llamado Caer Gwent, o Ciudad Blanca; después habían llegado los romanos y la denominaron Venta Belgarum, y a los sajones correspondió bautizarla después Witanceaster, que se había convertido en Winchester.

Decíase que el castillo original había sido fundado por el propio rey Arturo y fue allí que, cuando el pueblo se cansó de la ocupación danesa, se impartió la orden de que todas las buenas mujeres sajonas tomasen un amante danés y que, cierta noche, mientras los hombres compartían con ellas el lecho, cortasen el cuello o el tendón de sus amantes. Tal había sido la orden de Ethelred el Desprevenido. Isabella imaginaba a Juan impartiendo la misma orden.

Cuando comenzaron los dolores, Isabella no pudo pensar en nada que no fuese la necesidad de terminar el parto. Había mucha gente alrededor del lecho y la ayudaron a afrontar el momento; por otra parte, el parto no fue muy prolongado ni muy difícil.

—Mi señora dará a luz fácilmente —oyó decir a una de las mujeres.

Y así fue, porque poco después nació el niño.

Con mucha satisfacción Isabella oyó las palabras:

—Un varón. Un varón hermoso y saludable.

Bautizaron Enrique al niño, por su abuelo Enrique II: hubo general regocijo y muchos expresaron la esperanza de que el niño se asemejase al rey cuyo nombre llevaba y comentaron que mal podrían haber expresado tales sentimientos si hubiese tenido el nombre de su padre.

El nacimiento del pequeño modificó sutilmente la relación entre sus padres. Isabella había recuperado rápidamente su buena apariencia, y su principal atractivo sería siempre esa intrínseca sexualidad que se había manifestado desde que ella era una niña, y que la acompañaría hasta su muerte; pero el embarazo y el nacimiento habían inducido a Juan a desviar su atención hacia otras mujeres; y ahora él continuó sus aventuras.

Durante un tiempo Isabella concentró todos sus esfuerzos en el niño y, cuando conoció las satisfacciones de la maternidad, decidió que debía tener más hijos; el pequeño Enrique necesitaba un hermano o una hermana y siempre convenía que el Rey tuviese varios hijos.

Después de la tormentosa entrevista con los obispos, Juan supuso que la respuesta del Papa no tardaría mucho. Acertó. Poco antes de Pascua del año siguiente. Roma decretó el interdicto, que debía abarcar a Inglaterra y Gales.

El interdicto significaba que no habría manifestaciones públicas del culto en las iglesias y que no se administrarían los sacramentos. Podía predicarse, pero sólo los domingos y no en la Iglesia porque sus puertas debían mantenerse cerradas. La predicación tenía que realizarse en el camposanto. Las mujeres serían atendidas en el pórtico de la iglesia y no habría servicios fúnebres y tampoco sería posible enterrar a nadie en suelo consagrado.

Este interdicto provocaba suma inquietud a las personas que temían que esa situación vergonzosa, ser enterrados en un zanjón, podía perjudicar sus posibilidades de ocupar un lugar en el cielo.

Aunque consciente del resentimiento del pueblo a causa de esa disputa con el Papa, la decisión de Juan de combatir al Vaticano se acentuó todavía más.

—El Papa arrebató a mi pueblo el derecho del consuelo religioso exclamó—. Muy bien, demostraré al Papa lo que puedo hacer a sus servidores. El sacerdote que cierre su iglesia e impida la entrada del pueblo perderá sus posesiones, porque no le permitiré retenerlas cuando vuelve la espalda a las necesidades del pueblo.

Los sacerdotes estaban en un aprieto. ¿Qué debían hacer?¿Perder sus bienes o perder sus almas? Muchos decidieron en perjuicio de sus bienes y esa actitud divirtió considerablemente a Juan.

—Por las manos de Dios —declaró—, este interdicto acrecienta mi riqueza. En realidad, quizá después de todo deba agradecer al buen Inocencio.

El clero afrontaba dificultades en todos los terrenos. Si obedecía al Papa perdía sus posesiones, que pasaban a poder del Rey; si rehusaba obedecer al Papa sufría la excomunión. Muchos de ellos, incluso los tres obispos que habían advertido al Rey, huyeron del país.

—Que se marchen —gritó el Rey—. Mientras dejen aquí sus bienes, ¿por qué ha de importarme? Ojalá Inocencio comprenda que está enriqueciéndome.

Comenzó a buscar el medio de beneficiarse aún más con la situación. Sabía muy bien que algunos de los eclesiásticos ricos mantenían amantes, y complacía al sentido del humor de Juan obtener dinero por ese medio. Envió a sus hombres a diferentes lugares del país para espiar la secreta vida amorosa de estos clérigos exteriormente muy dignos. Cuando se descubría la existencia de una amante, Juan ordenaba que la secuestraran. Después, enviaba mensajeros a los eclesiásticos para informarles el monto de las multas que debían pagar a cambio de la devolución de las mujeres.

De este modo el Rey se divertía mucho y, a pesar del interdicto, gozaba de la vida.

Tenía un hijo muy sano que ya había cumplido un año e Isabella se había embarazado nuevamente.

Su segundo hijo nació en Westminster, poco más de un año después del nacimiento de Enrique; de modo que ahora tenía dos hijos saludables y parecía que, de ese modo, intentaba compensar los años improductivos.

El pequeño Enrique comenzaba a demostrar inteligencia, y era un niño interesante; Isabella descubrió que le agradaba estar con sus hijos. El segundo niño fue bautizado Ricardo, en recuerdo de su tío Corazón de León; el hecho complació al pueblo y los dos varoncitos contribuyeron mucho a la popularidad del Rey y la Reina.

No se reunían a menudo e Isabella sabía muy bien que él tenía amantes. No estaba dispuesta a aceptar sin protesta esa situación pero, como no le agradaba especialmente la compañía de Juan, decidió que era mejor abstenerse de mencionar el asunto.

Descubrió que ella misma buscaba en su entorno y que admiraba a algunos de los jóvenes más gallardos; a su vez, ellos la contemplaban con temerosa ansia, sin duda conscientes de las miradas sugestivas de la Reina y soñando con los momentos interesantes que podían compartir con la soberana aunque al mismo tiempo debían considerar las terribles consecuencias si el irritable marido los descubría. Juan era un hombre no sólo colérico, sino también poderoso.

El peligro acentuaba el interés de la cosa e Isabella sabía que con el tiempo la tentación sería irresistible. También ella pensaba en las consecuencias. Si una relación de ese carácter determinaba el nacimiento de un niño, ¿podía considerarse que el hecho era importante? Tenía dos hijos que sin duda pertenecían a Juan. Juan había tenido muchos bastardos, pero eso había sido antes de su matrimonio con Isabella. Quizá después habían llegado otros, de quienes ella nada sabía; pero era indudable que durante los primeros años de su matrimonio él le había guardado fidelidad. Nadie hubiera podido prodigar tan entusiastas atenciones. Por otra parte, Juan no había tenido tiempo ni deseos de descarriarse.

Pero ahora se manifestaba cierto cambio. Algunas esposas quizá hubieran considerado necesario actuar con especial cuidado, para tranquilizar al hombre; en una palabra: representar el papel de la esposa humilde. Pero ese no era el carácter de Isabella. Allí estaba su poder, tan potente como en los tiempos en que ella tenía trece años o más aún, porque ahora tenía mucha experiencia, y ningún hombre podía verla sin sentirse profundamente afectado por ella; era muy reducido el número de los que lograban mantenerse imperturbables ante ella. Los jóvenes y los sensuales estaban dispuestos a arriesgar prácticamente todo por los favores de la Reina. Todo. Sí, tenían que contemplar esa posibilidad. Isabella se preguntaba qué castigo aplicaría Juan a un amante de su esposa.

Jugó con la idea; sus expresiones, sus gestos eran una invitación permanente. Isabella deseaba un amante que estuviese dispuesto a afrontar enormes riesgos a cambio de un breve rato con ella.

Lo inevitable tenía que ocurrir. ¡Y qué emocionante era! El encuentro secreto, la entrada en el dormitorio de la Reina, la inquietud ante la posibilidad de que alguien lo hubiese visto. Era la aventura más interesante que ella había vivido desde hacía varios años.

¿Por qué se había contentado con ese hombre envejecido de carácter violento, cuando había jóvenes apuestos que la adoraban y estaban dispuestos a arriesgar la mutilación por ella? Isabella estaba segura de que la mutilación era el castigo más terrible que la mente deformada de Juan podía concebir.

La vida tenía un sabor nuevo para Isabella.

Juan estaba complacido con el aumento de su riqueza. La ciudad de Londres también estaba complacida porque ya se había terminado el nuevo puente cuya construcción había exigido treinta y tres años. Tenía novecientos veintiséis pies de longitud y cuarenta pies de ancho, y estaba sostenido por veinte arcos desiguales. Ciertamente, era un espectáculo notable, y algo que reanimaba a la gente. Todos se sentían orgullosos.

Pero incluso los ciudadanos de Londres estaban inquietos, y hablaban sin descanso del interdicto.

La inhumación en suelo sin consagrar no era más que una de las causas de aprensión. Verse privada de los confortamientos que la Iglesia podía ofrecer era intolerable para mucha gente; más aún, temían la cólera del Cielo sobre los impíos, lo que todos eran ahora que se habían cerrado las puertas de las iglesias. Si hubiesen tenido que marchar a la guerra, una perspectiva que siempre era bastante probable, ni un solo soldado del ejército dejaría de experimentar un grave sentimiento de incomodidad porque estaban convencidos de que Dios no podía apoyar a los hombres que eran víctimas del interdicto papal.

Estaba muy bien haber desafiado un tiempo a Roma, pero eso nodebía continuar. Por consiguiente. Juan decidió que si los monjes de Canterbury regresaban a Inglaterra les permitiría entrar en el país; afirmó además que estaba dispuesto a reunirse con Stephen Langton para discutir las diferencias.

El Papa señaló que esa actitud implicaba un comienzo de rectificación y dispuso que Stephen Langton fuese a Inglaterra en compañía de varios de los obispos exiliados. El Papa adoptó una actitud inflexible y dijo que la suspensión del interdicto dependía de que Juan obedeciera todas las condiciones establecidas por Roma; de lo contrario, su Santidad no tendría más alternativa que excomulgar a Juan.

A su debido tiempo los tres obispos llegaron con Stephen Langton. Juan los recibió en la costa y entre ellos se celebró inmediatamente una reunión.

Juan dijo que recibiría a los monjes; aceptaría a Stephen Langton como arzobispo, pero no lo recibiría ni le dispensaría ningún favor.

Los obispos replicaron que a menos que Juan aceptara todas las condiciones del Papa sería excomulgado.

—Es necesario cumplir una cláusula del acuerdo —le dijeron—, es que devolváis a sus legítimos dueños todas las propiedades confiscadas.

La idea de perder todo lo que había obtenido enfureció a Juan.

—Marchaos —exclamó—. Decid a Inocencio que me excomulgue si así lo desea. No me importan su persona ni sus amenazas. Conservaré lo que es mío y la principal de mis posesiones es el derecho de gobernar el país donde soy rey. Traidores, regresad con vuestro amo antes de que me sienta tentado de daros vuestro merecido.

El grupo partió inmediatamente y el resultado fue la excomunión del Rey de Inglaterra.

Cuando empezó a sentirse el efecto de la excomunión, el Rey se enfureció. Esta situación destacaba con particular claridad el poder del Papa. Que el país que él gobernaba temiese de tal modo a un dignatario tan distante lo enfurecía terriblemente; y Juan buscaba en su entonto víctimas en quienes descargar su cólera.

El edicto del Papa decretaba que quienes tenían contacto con el Rey a su vez estaban contaminados. Y quienes lo obedecían eran enemigos de Roma y debían padecer en concordancia con esa condición. ¿Qué podía hacer la gente?

Cuando Jeffrey, archidiácono de Norwich, se puso de pie en Westminster y declaró que, como el Rey estaba excomulgado, la Iglesia prohibiría todos los actos que se ejecutasen en su nombre, el Rey ordenó su arresto.

Jeffrey fue arrojado a un calabozo y el propio Juan no pudo resistir la tentación de visitarlo.

—Jeffrey de Norwich, habéis servido a un amo equivocado —afirmó Juan—. Debisteis pensarlo dos veces.

—Mi conciencia está limpia —contestó audazmente Jeffrey.

—Traidor a vuestro Rey, os diré esto: no tendréis mucho tiempo una conciencia, limpia o sucia.

—No podéis intimidarme para que acepte lo que un Señor más grande que vos me dice que es pecado.

—Seguramente estáis con Él mejor que conmigo observó Juan—. Veamos ahora cómo Él os cuida en esta situación.

Poco después, salió del calabozo y ordenó que cargasen de cadenas al archidiácono.

—Quiero que traigan un gran peso de plomo y lo depositen sobre la cabeza de este piadoso archidiácono. Que lo aplasten y sofoquen, mientras él cavila acerca de sus grandes virtudes y su traición al Rey.

Así se hizo, y los hombres comentaban sobrecogidos el episodio.

Todos los obispos y los amigos de Stephen Langton debían ser encarcelados y se les confiscarían las tierras.

—Estos eclesiásticos han prosperado mucho —decía Juan—. Y ahora me benefician. La excomunión y la interdicción son bastante útiles.

Pero había en esto cierta fanfarronada, porque la gente se volvía contra él. Los barones siempre habían estado buscando un motivo para rebelarse y eran muy poderosos; Juan les temía mucho más que a la Iglesia.

Si ahora se volvían contra él y se aliaban con la Iglesia, la posición del monarca podía ser muy difícil. Por consiguiente, decidió exigir a los barones que cada uno enviase uno de sus hijos, que sería recibido por el Rey en calidad de rehén. Con los jóvenes en poder del monarca, éste podía tener la certeza de la fidelidad de sus padres.

Mientras se ejecutaba esa orden, Juan recorría el país para comprobar que el pueblo veía su poder y percibía que el monarca no estaba muy preocupado por la excomunión.

Un día, mientras atravesaba la campiña, encontró a una turba que golpeaba a un hombre cuyas manos estaban atadas a la espalda.

El Rey dijo:

—¿Qué ocurre aquí? ¿De qué se acusa a este hombre?

—Mi señor, es un asesino. Y también un ladrón —fue la respuesta—. Atacó a un hombre en el camino, lo despojó y lo asesinó. Lo sorprendieron mientras estaba en eso.

El hombre temblaba. Lo esperaba un terrible castigo. Sin duda lo colgarían en un patíbulo. O tal vez le cortasen las manos. Pero quizá ése era un castigo demasiado benigno por un asesinato. En todo caso, esperaba que lo ahorcasen, pues que le arrancasen los ojos era peor que la muerte.

—¿A quién asesinó este canalla? — preguntó Juan.

—A un sacerdote, mi señor.

El Rey se echó a reír.

—Desátenle las manos —dijo.

Los hombres obedecieron.

—Ven aquí —ordenó el Rey.

El hombre se acercó y miró el rostro del Rey con ojos temerosos.

—Sigue tu camino —dijo el Rey—. Eres un hombre libre. Mataste a uno de mis enemigos.

El hombre hizo una profunda reverencia y exclamó:

—Dios os bendiga, mi señor Rey.

Y huyó tan rápido como pudo.

La turba estaba asombrada: se oyó un murmullo de desaprobación.

—¿Qué es esto? ¿Qué es esto? exclamó el Rey—. Si alguien quiere hablar, que lo haga.

Nadie se atrevió a contestar. Sabían que a veces quienes levantaban la voz contra el Rey perdían la lengua.

La gente comentó el incidente. Un asesino libre, perdonado por el Rey, porque su víctima era un sacerdote.

La familia de Braose había perdido el favor del Rey después de aquella época en que William de Braose había sido el custodio de Falaise, cuando estaba a cargo de Arturo, antes de que Hubert de Burgh lo reemplazara. William, hombre de firme voluntad que tenía tras de sí una tradición de poder e influencia, siempre había defendido sus derechos y los gobernantes sabían que no era posible ignorar a su familia. Cuando un Braose fue muerto por los galeses, William invitó a su castillo a un grupo de hombres de dicha nación y después de que los huéspedes se beneficiaron con su hospitalidad, él y otros miembros de su familia los mataron a todos, como una lección para quienes sintiesen deseos de convertirse en enemigos de la casa.

Había estado con el Rey en Ruán, poco después de la muerte de Arturo, y tenía sus propias ideas acerca de la suerte corrida por el joven duque de Bretaña. Lo mismo podía decirse de su esposa Matilda. Era una mujer de carácter fuerte; más aún, la gente decía que era la única persona en el mundo a quien William de Braose temía. Aunque sabían que en Ruán habían ocurrido cosas terribles, no estaban seguros del modo en que se había cometido el asesinato. A pesar de que Matilda era una mujer de carácter muy fuerte, tenía firmes instintos maternales y, durante el tiempo en que ella y William habían estado a cargo de Arturo en el castillo de Falaise, la castellana había llegado a querer mucho al muchacho. Declaró cierta vez:

—He sentido desconfianza y desagrado por Juan desde que Arturo desapareció.

Por mucho que William le advirtiese que era necesario frenar la lengua, Matilda hablaba cuando le parecía bien y la idea de la muerte del muchacho —quizá en circunstancias horribles— excitaba su cólera.

Cuando estalló una disputa entre su familia y el Rey, Matilda no experimentó mucho desagrado. No era mujer capaz de disimular sus sentimientos y en el fondo —pese a que sabía que era peligroso— prefería una relación de hostilidad con Juan más que un vínculo amistoso. Por lo menos de ese modo podía ser sincera, una actitud que la complacía.

Cuando Juan comenzó a aplicar impuestos a sus barones, William se opuso y se abstuvo de pagar; de modo que hacia fines del año 1207 Juan expresó su irritación porque William le debía ciertos impuestos y exigió que el noble entregase los castillos de Hay, Brecknock y Radnor en prenda del pago de sus deudas.

Había otro asunto que irritaba a Juan. Giles, el hijo menor de los Braose, era obispo de Hereford y cuando Juan fue excomulgado Giles salió de Inglaterra con otros obispos, con lo cual indicó su negativa a aceptar el dominio de Juan y su deseo de apoyar al Papa.

La reacción de Juan ante este hecho fue una actitud colérica que afectó a la familia entera. Ya no podía confiar en ellos. William de Braose había sido otrora un hombre muy poderoso y Juan estaba decidido a reducir ese poder; obligarlo a entregar tres castillos sería un grave golpe para él, y Juan sonreía al pensar en el resentimiento que provocaría en de Braose.

—No confío en esa familia —dijo—. Estoy decidido a demostrarles quién es el amo.

Debían enviar rehenes sin demora, pues sólo cuando el monarca retuviese a algunos miembros de la familia sentiría que ejercía sobre ellos cierto poder. Matilda de Braose adivinó que podía ocurrir algo por el estilo. Comentó el asunto con su marido y quiso saber cuál era su opinión acerca de la suerte que correrían sus nietos si los entregaban como rehenes al Rey.

- El deber lo obligará a tratarlos con honor —dijo William.

- ¿Cuándo este Rey se sintió obligado por el deber?

- De todos modos, no tenemos alternativa.

- Jamás permitiré que uno de mis hijos o mis nietos sea entregado al Rey como rehén... y tengo mis motivos... muy buenos motivos... —exclamó Matilda y la oyeron varios criados.

- Eres indiscreta —dijo alarmado el marido.

- A veces es bueno hablar claramente ciertas cosas —replicó Matilda.

De nuevo William le rogó que fuese discreta, pero Matilda era una persona que siempre decía lo que pensaba.

A su debido tiempo llegaron los mensajeros del Rey; y pidieron hablar con sir William y su esposa. Explicaron que el monarca no se sentía complacido con la conducta de ambos, y necesitaba que dos de sus nietos partieran inmediatamente, a cargo de los mensajeros. Los niños serían entregados al Rey, que los trataría como correspondía a su rango; y su presencia garantizaría la conducta de la familia.

Antes de que su marido pudiera impedirlo, Matilda exclamó:

- ¿Creéis que entregaré a mis nietos al capricho de vuestro amo? Jamás haré tal cosa. ¡Entregar mis niños a un hombre que asesinó a su propio sobrino!

Hubo un breve silencio. Los ojos de todos los presentes estaban fijos en Matilda. Ella alzó desafiante la cabeza y mirando a su marido exclamó:

- Es cierto. Lo sabemos. Otros también lo saben. A su debido tiempo, el mundo entero lo sabrá. Y yo no entregaré a mis nietos a la discreción de un asesino.

Sir William intentó acallarla. Apoyó la mano en el brazo de su esposa y dijo:

- Por favor, no hables así contra el Rey. Si lo he ofendido, compensaré mis errores sin necesidad de entregar rehenes.

- El Rey ordena que nos entreguéis a vuestros nietos.

—¡Nunca! —exclamó con energía Matilda—. Jamás los entregaré. Podéis ir y decírselo.

Los mensajeros partieron. Sir William los miró alejarse, meneando entristecido la cabeza.

—No debiste hablar así dijo.

—No entregaré mis nietos a ese asesino —repitió su esposa.

Cuando los mensajeros llegaron ante el Rey, éste quiso saber dónde estaban los rehenes de los Braose. Los mensajeros replicaron que lady de Braose había rehusado entregarlos.

—De modo que me desobedeció intencionadamente —exclamó Juan.

—Mi señor, dijo que no estaba dispuesta a entregar a sus hijos a un hombre que había asesinado a su sobrino.

Juan palideció; un horrible presentimiento lo dominó.

Después de tanto tiempo, el fantasma de Arturo venía a burlarse de Juan. Durante unos momentos no supo qué decir. Después, la cólera lo dominó; balbuceó:

—Por las manos y los pies de Dios. Por las orejas y la boca de Dios... pagarán esto, y lo digo sobre todo por vos, mi señora Matilda.

Se encerró en su habitación; se arrojó al piso. Quiso golpearse la cabeza contra la pared, pero consiguió detenerse.

Creyó ver en las sombras la figura de un jovencito delgado que le sonreía. Recordó los ojos opacos cuando habían levantado el cadáver para arrojarlo al Sena.

Oh, sí, en efecto. Arturo había regresado para perseguirlo.

Ahora estaba preocupado. Matilda de Braose había insuflado nueva vida al rumor. Comenzarían a hablar del asunto en todo el país; la cosa se extendería al Continente. Felipe aprovecharía la oportunidad. En realidad, Felipe jamás había abandonado el tema, pero el monarca francés estaba muy lejos y los habitantes de Inglaterra no tenían mucho interés en el joven duque de Bretaña. Pero ahora todos hablarían. Había perdido Normandía; pesaba un interdicto sobre Inglaterra y Gales, lo habían excomulgado y ahora, si se alzaba ese horrible espectro, tendrían algo más que arrojarle a la cara. Era precisamente lo que sus enemigos necesitaban.

Maldita mil veces Matilda de Braose. Pagaría por lo que había hecho y, si estaba difundiendo rumores acerca de Arturo, había llegado el momento de eliminarla.

William comprendió que los mensajeros repetirían a Juan las palabras de Matilda y adivinó la reacción del monarca. En definitiva, podía adoptar una sola actitud. Juan intentaría destruirlos y más valía que ellos tratasen de conservar lo que aún tenían. Con sus hijos decidió que intentarían recobrar los castillos que habían dado en prenda a Juan hasta el pago total de la deuda; pero Juan había sospechado algo por el estilo y, por lo tanto, declaró que William de Braose era un traidor y que lo mismo valía para todos los que lo ayudasen.

En definitiva, William consideró necesario retirarse a sus tierras galesas, pero cuando fue evidente que Juan estaba decidido a buscarlo incluso allí, él y su familia partieron para Irlanda.

Una de sus hijas se había casado con Walter Lacy, señor del Meath; era el hijo mayor de Hugh Lacy, uno de los conquistadores de Irlanda. Este hombre había tenido algunos roces con Juan, pero por el momento sus relaciones con el monarca eran buenas.

En Irlanda, William se sintió relativamente seguro, pero temía por la suerte de sus posesiones en Inglaterra y Gales. Cuando Juan supo que William se había ido, exigió su extradición. Los Lacy prometieron enviarlo de regreso, pero pasaba el tiempo y William y su familia continuaban en Irlanda.

Juan no podía olvidar las amenazas implícitas en las palabras de Matilda. La familia lo odiaba. Era su principal enemigo y Matilda lo había acusado francamente de asesinar a Arturo. No podía sentirse cómodo mientras no se hubiese desembarazado de esa mujer indiscreta. Lo complacía pensar en lo que podía hacerle cuando la hubiese apresado. No debía saber cómo lo había inquietado con sus comentarios; en realidad, ella no hubiera podido decir nada que lo conmoviese tanto. Con el correr de los años había olvidado a Arturo; la gente parecía sobrentender que el jovencito había desaparecido y aceptaba el hecho como un misterio. Y ahora, ella tenía que pregonar su propia malicia. ¡Por los dientes de Dios, si él pudiera ponerle las manos encima!

Y ahora estaban en Irlanda. Había llegado el momento de destruir el poder de los Lacy en ese país. Pero tenía que andarse con cuidado. A veces presentía que los barones comenzaban a agruparse contra él. En su reino nadie debía ejercer tanto poder. ¿Por qué los Lacy se comportaban como si fuesen reyes de Irlanda? ¿Cómo se atrevían a acoger a un rebelde reclamado por el Rey Juan?

Iría a Irlanda. Concentraría en sus manos el poder que los Lacy habían asumido, mostraría al pueblo que él era su verdadero gobernante, afirmaría la supremacía de la corona sobre el país y traería de regreso a los Braose. No descansaría hasta que esa mujer estuviese en sus manos.

Cuando William de Braose supo que el Rey había llegado a Irlanda se sintió muy inquieto.

—Dios nos ayude —dijo a Matilda— si caemos en sus manos.

—Debemos tratar de evitarlo —replicó ella con firmeza.

Pero Juan había venido con un poderoso ejército y los caudillos irlandeses acudieron a Dublín para rendirle homenaje; Juan se apoderó sin mayores dificultades de las tierras que los Lacy habían considerado propias; depuso a esa familia y en su lugar nombró a su antiguo amigo John de Grey. No había conseguido designarlo arzobispo de Canterbury, pero por lo menos tenía otros modos de demostrarle su aprecio.

Si había algo que agradaba a Juan era un triunfo fácil, y ahora había obtenido muy sencillamente lo que deseaba. Por supuesto, no podía permanecer en Irlanda. Debía regresar a Inglaterra; por eso ordenó llamar a John de Grey.

—No deseo permanecer aquí —dijo—. Sólo estaré el tiempo indispensable para conseguir que la gente comprenda que ha terminado el dominio de los Lacy. No pasará mucho tiempo antes de que nos apoderemos de los Braose; y cuando los tengáis, deseo que se los envíe a Inglaterra. Tengo mis planes para tratar a esta familia tan arrogante.

Podía confiar en John de Grey, que siempre había sido un buen amigo y que ahora tenía una razón más para ser fiel a Juan —la promesa del Arzobispado de Canterbury cuando hubiese concluido la controversia con el Papa.

Juan se mostraba un tanto optimista. Matilda no era una mujer que se sometiese fácilmente. Sabíase que residía en el Castillo de Meath y los hombres de Juan asediaron la fortaleza, con el propósito de capturarla. Pero era una mujer astuta y cuando los soldados de Juan llegaron, ella ya había abandonado el castillo y había pasado a Escocia.

Enfurecido. Juan se apoderó de William y dijo que lo llevaría personalmente a Inglaterra.

Juan creyó que por ahora había terminado con esa inquietante familia. Cuando pasaron a Inglaterra, William fugó y fue a uno de sus baluartes en Gales, desde donde declaró la guerra franca al Rey. Juan estaba profundamente irritado. En realidad, quería apresar a la mujer. Ella era quien se ocuparía de provocar el escándalo en todas partes. Ella era quien diría al mundo que Juan había asesinado a Arturo.

Matilda y su hijo mayor William iniciaron el difícil viaje, y pronto llegaron a la conclusión de que habían evitado un peligro para caer en otro peor. Aferrados a la borda del bote, pensaban únicamente en salvar la vida; pero cuando la embarcación finalmente llegó a Galloway, pensaron ante todo en la suerte que había corrido William.

Ha sido menos afortunado que nosotros —dijo Matilda a su lujo—. Me estremezco pensando en lo que ocurrirá ahora que cayó en manos del tirano.

—Nuestro padre es astuto —dijo el joven William—. Es muy posible que encuentre el modo de engañar al Rey.

—Juan tiene muchas ventajas. Pero no siempre será así. La rebelión comienza a extenderse por todo el país. La gente lo odia. Los barones están dispuestos a levantarse contra él. Tu padre es uno de los primeros... pero después vendrán muchos. Ya verás que llegará el día en que Juan tendrá que escuchar la voz de aquellos a quienes llama sus súbditos.

—Madre, ojalá así sea.

—Tiene que ser así. Solamente deseo que ahora se unan y apoyen a tu padre. ¡Qué gran jefe sería!

Matilda se preguntaba adonde podían ir. Habían llegado a Escocia, pero no parecía una región muy hospitalaria.

Un grupo de pescadores que los había visto acercarse a la orilla vino a ver quiénes eran y, cuando comprendieron que se trataba de personas de rango, los llevaron a sus hogares y les dieron de comer.

Uno de los miembros del grupo fue a informar a Duncan de Carrick, y éste vino a saludarlos y les ofreció adecuada hospitalidad. Aceptaron de buena gana.

Matilda explicó quiénes eran y por qué habían huido de Irlanda; Duncan de Carrick escuchó atentamente, asintiendo con simpatía, pero después que se retiraron a descansar y que agotados cayeron en profundo sueño, envió un mensajero a Inglaterra para preguntar qué debía hacerse con ellos.

La respuesta llegó inmediatamente. Así, mientras William, que comprendió que su posición en Gales era insostenible, había huido a Francia, Matilda y su hijo mayor fueron entregados a Juan.

Los llevaron a Windsor. Matilda sabía a qué atenerse.

¿Qué le harían allí? ¿La encerrarían en un calabozo? Ella mantenía en alto la cabeza. Poco importaba lo que Juan hiciera, no la intimidaría. Ella no le temía. Juan era un cobarde, dijo Matilda a su hijo William, que cabalgaba al lado de su madre, y siempre era un error mostrar miedo ante los cobardes.

Windsor, pensó Matilda, donde los sajones habían construido un palacio, y que entonces se llamaba Windlesofra o Windleshora por el modo en que el Támesis serpenteaba a través de la campiña. Algunos decían que el nombre provenía del hecho de que los viajeros tenían que cruzar el río utilizando cuerdas y pértigas y la gente solía decir: “Arrastren la barca sobre el río” (“Wind us over the river”). Era un lugar ingrato y Matilda pensó que el verdadero origen del nombre podía ser “Los malos vientos” (“Wind is Sore”), en una alusión a la ingrata mordedura de los vientos que soplaban en invierno.

Eduardo el Confesor solía tener aquí su corte, pero cuando llegó Guillermo el Conquistador aplicó su sello al lugar, como había hecho en toda Inglaterra, y allí estaba la Torre Redonda como testigo de la acción del monarca. Su hijo Enrique I había construido una capilla y convertido en residencia el palacio.

Juan observó oculto la llegada de Matilda y su hijo; estaba muy regocijado ante la escena. “Ahora”, pensó, “mi orgullosa señora, os mostrareis menos temeraria y un poco menos propensa a difundir calumnias acerca de mi persona.”

Apretó los labios. Tenía que asegurar una cosa: ella jamás saldría viva de allí.

Ordenó que los trajesen y entonces vio que ella se mostraba tan arrogante como siempre; su hijo William parecía un poco más modesto. Juan sintió deseos de tener allí al marido. Él había fugado astutamente. No importaba. Juan deseaba sobre todo apresar a la mujer. Era la que había provocado dificultades, y complicado en el asunto a su marido. Despidió a los guardias porque no deseaba que nadie escuchase las alusiones a Arturo que ella podía formular. Algunas mujeres se hubiesen mostrado un poco más humildes en una situación tan desesperada: pero uno no podía estar seguro con Matilda de Braose.

Juan la miró socarrona mente y la mantuvo de pie mientras él estaba sentado cómodamente en su sillón semejante a un trono.

—De modo que al fin nos vemos —dijo—. Por las orejas de Dios, pensé que jamás lo lograría. Primero estáis en Gales, después en Irlanda y finalmente en Escocia. Mi señora, os gusta viajar.

—Sí señor, no lo hice por gusto. Hubiera preferido vivir en mi castillo de Hay, o en el Brecknock o Radnor.

¡Qué mujer impertinente! Si él no hubiese temido tanto por el daño que hubiese podido provocar, habría llegado, a admirarla.

—Y ahora habéis venido a descansar en Windsor. Me complace veros aquí, en calidad de invitada.

Saboreó la última palabra. Matilda pensó: “Es un demonio. Nos asesinará, como hizo con Arturo.”

—Confío en que sentiréis cierto placer —agregó Juan con una sonrisa sardónica y, cuando ella guardó silencio, el Rey continuó—: Contestad, mi señora. Debo deciros que cuando hablo espero que me respondan.

—Pensé que no deseabais una respuesta que es obvia.

—No os complace ser mi invitada —dijo—. Sin embargo, vos, que generalmente os apresuráis a decir lo que pasa por vuestra mente, también ahora deberíais hablar.

—Confío en que siempre demostraré la misma franqueza. Jamás fui persona de decir una cosa y pensar otra.

—Lo sé bien y creo que vuestro esposo también os conoce. Mi señora, sois una mujer enérgica.

Ella inclinó la cabeza.

—Y ahora estáis ante mí —convino Juan—, y sabéis que habéis hablado mal de mí. Tenéis motivo para temblar.

—Sólo he dicho la verdad.

—A nosotros nos corresponde decidir eso.

—No, mi señor, al mundo corresponde decidirlo.

—Sois una mujer insolente —exclamó.

Matilda sabía que estaba mirando el rostro de la muerte, pero se encogió de hombros casi con desgano.

—He dicho algo que os ofendió —dijo—, y no me importa porque sé que es la verdad. Y si no lo es, ¿dónde está Arturo de Bretaña?

—No habéis venido para interrogarme. Recordad que sois mi prisionera. Estáis aquí con vuestro hijo. Vuestro marido os abandonó.

—No —dijo—, nos hemos separado a causa de circunstancias adversas. No es un hombre capaz de abandonar a su esposa.

—Me contradecís a cada paso.

—Os he dicho que hablaré la verdad.

—Muy valerosa, muy valerosa. Ahorrad vuestra bravura, mi señora. La necesitaréis.

—Lo sé bien. He dicho francamente lo que la gente piensa desde hace muchos años... de hecho, desde la noche en que Arturo desapareció del castillo de Ruán. Mi señor, no podréis mantener eternamente en secreto vuestro pecado.

Juan comenzó a gritar:

—Guardias. Guardias. Llevaos a este hombre y a esta mujer Arrojadlos a uno de los calabozos. Después decidiré qué se hará con ellos.

Entraron los guardias. Matilda salió, manteniendo la cabeza erguida y sus ojos miraron con desprecio al Rey. Aunque no habló, sus labios formaron la palabra: Asesino.

¿Cómo podía castigarlos? Cuando pensaba en esta mujer casi perdía los estribos. Pero tenía que andarse con cuidado. William de Braose continuaba en libertad. ¿Qué podía hacer si Juan mutilaba a su esposa si le arrancaba los ojos, o mejor aún la lengua? En ese momento el espectro de Arturo parecía muy real. ¿Jamás conseguiría olvidar a Arturo? Los barones se mostraban cada vez más inquietos. Su buen sentido le decía que era necesario mostrarse cauteloso.

De una cosa estaba seguro. Matilda de Braose jamás saldría de Windsor.

—Llevadlos a un calabozo —dijo—. Que les pongan grillos. Los dos en el mismo “calabozo.”

Sonrió para sus adentros. El hecho de que cada uno pudiese contemplar el sufrimiento del otro acrecentaría la tortura.

Sus órdenes fueron ejecutadas inmediatamente.

Día tras día pensaba en ellos. ¿Cómo podían vivir en esa celda de la cual no había modo de huir? Carecían de alimento, e incluso la valerosa Matilda no podía vivir siempre sin comer.

Pensaba en ella con placer todas las mañanas, cuando despertaba y se sentaba a la mesa. Le servían carnes suculentas, sabrosos dulces. Todo eso lo complacía mucho, sobre todo porque sabía que la orgullosa Matilda y su hijo se morían de hambre.

Dos semanas después ordenó a sus guardias que descendiesen a la mazmorra para ver qué había ocurrido. Ambos estaban muertos. El hijo había muerto primero, y en su agonía, en el límite absoluto del agotamiento, la madre había mordisqueado la carne del muchacho.

Juan rió estrepitosamente cuando se enteró del asunto. ¡Así había muerto la orgullosa Matilda! Sería una lección para quienes creyeran que podían acusarlo del asesinato de su sobrino.

Pero no fue así, y después de la muerte de Matilda de Braose, las murmuraciones cobraron mayor fuerza, exactamente como había ocurrido poco después de la muerte de Arturo.