JUAN Y ARTURO
En la corte de Bretaña había prevalecido una atmósfera de inquietud desde la llegada de ese visitante inesperado, el príncipe Juan, conde de Mortain, hermano de Ricardo I de Inglaterra, un hombre cuya reputación era tal que la gente había terminado por creer en la leyenda de que la sangre del Demonio antaño había infectado a la casa de Anjou y que el Príncipe de las Sombras había regresado a la Tierra en la forma del príncipe Juan.
Juan había cometido casi todos los pecados conocidos durante los treinta y dos años que había vivido para molestar a todos los que lo rodeaban, de modo que parecía que disponía de tiempo sobrado para cometer otros; y a juzgar por sus actos, tenía la firme intención de satisfacer esas expectativas.
Era un hombre de estatura poco menos que mediana —un hombre de cuerpo pequeño en una familia de hermanos altos. Ricardo era el gigante comparado con él, y Juan siempre había tenido cabal conciencia de la ventaja que ese hecho otorgaba a su hermano. Para evitar que nadie tuviese la impresión de que unos centímetros menos implicaba debilidad, había decidido que todos los que lo rodeaban conociesen bien su importancia, y por eso se rodeaba de compañeros que aplaudían todos sus actos, pues sabían que si no lo hacían perderían el favor del príncipe, lo cual podía acarrear consecuencias desastrosas; se vestía con ropas llamativas —sus prendas empleaban el material más caro y le agradaba adornarse con hermosas joyas; se pavoneaba en los castillos que visitaba, como si él hubiera sido el propietario; era codicioso y extravagante y poseía un temperamento tan violento como había sido el de su padre, aunque Enrique II siempre se había esforzado por respetar la justicia, y eso incluso cuando lo dominaba la cólera. A Juan no le preocupaba la justicia. Lo único que le importaba era su propio pasar; y uno de sus mayores goces era ver a la gente encogerse ante él mientras la presionaba con el poder que ejercía. Como sabía que su hermano Ricardo ejercía poder sobre él, estaba decidido a recordar a todos que a su vez él tenía poder sobre ellos.
Odiaba a Ricardo porque estaba celoso de él, y porque codiciaba todo lo que pertenecía al monarca. Llamaban Corazón de León a Ricardo, y en secreto Juan sabía que él mismo era Juan el Cobarde. Ricardo era el hombre más grande de su época; a Juan le interesaba la guerra únicamente cuando salía victorioso. Entonces se complacía saqueando las ciudades, incendiando las casas y violando a las mujeres. Pero no siempre obtenía ese resultado; y como uno de sus principales placeres era divertirse con las mujeres, trataba de lograrlo sin afrontar los preliminares bélicos, que no siempre aportaban los resultados deseados.
Se sentía relativamente complacido con su suerte. Era el hijo menor de un gran Rey; y a menudo sonreía recordando cómo había engañado a su padre. Casi hasta el fin, Enrique había creído que el menor de sus hijos, a quien tenía tanto afecto, era el único que lo amaba. ¡Amarlo! Como si Juan hubiese amado a nadie que no fuese el propio Juan. Creía que era absurdo hacerlo. ¿Cómo podía conseguir uno lo que deseaba si se dejaba arrastrar por sentimientos que podían perjudicarlo? Lo complacía mucho comprender que había conseguido engañar a su padre. Enrique Plantagenet era, en opinión de todos, un rey sabio; y sin embargo su hijo menor lo había engañado por completo; y mientras Enrique hablaba de legar su reino al único hijo que lo amaba, Juan se preparaba para abandonarlo y unir fuerzas con Ricardo, porque en esa oportunidad dicha actitud era la más provechosa.
Pero poco antes de morir su padre había descubierto la perfidia del hijo. Algunos decían que ese hecho había apresurado su muerte. Tanto mejor, pensaba Juan. El viejo estaba acabado. Pero después había quedado Ricardo.
Cómo se había regocijado cuando su hermano marchó a Tierra Santa. No solía rezar, pero lo hizo entonces —pidiendo a Dios que una flecha envenenada atravesara el corazón de su hermano. No parecía un pedido tan absurdo, pues Ricardo estaba constantemente en el centro de la batalla contra los fieros y sanguinarios sarracenos. Y qué propio del estilo de Ricardo había sido escapar a su destino.
Juan se felicitaba que había estado a un paso de apoderarse del reino. Ricardo lo hubiera merecido. Si un hombre era rey, debía estar en su reino, no vagabundeando por el mundo y tratando de conquistar la gloria mediante la ocupación de Jerusalén. Lo cual, recordó satisfecho Juan, no había conseguido; más aún, al final había caído prisionero de sus enemigos. Que la maldición recayese sobre quienes lo habían salvado, y sobre todo en el joven Blondel, que había recorrido Europa cantando hasta que descubrió a su amo y convirtió el asunto en un relato tan ameno que el pueblo consideraba a su rey vagabundo como un héroe de novela.
Bien, eso era cosa del pasado y había que pensar en el futuro.
Por desgracia. Ricardo había regresado, fuerte y saludable, con poco más de cuarenta años —diez años mayor que Juan; pero, ¿qué significaban diez años? Todos afirmaban que parecía un dios, y que era invencible. El rey de Francia, que mientras Ricardo estaba en manos de sus enemigos se había mostrado dispuesto a trabajar con él, al extremo de que aceptaba que Juan ocupara el trono, apenas Ricardo regresó había perdido todo el ánimo. Parecía que todos temían a Ricardo. Afirmaban que poseía cierta cualidad mística. Era el gran héroe Coeur de Lion. Sin embargo, no tenía heredero, y no se apresuraba a tener hijos.
Juan rió ante la idea. Recordaba a su padre, que se interesaba por todas las mujeres a las que conocía, y que era un rey que no rechazaba el placer de la compañía femenina, y aprovechaba el hecho de que para las mujeres era muy difícil rechazar las atenciones del monarca; y Juan tenía un carácter parecido. Su padre había mostrado cierta veta romántica; le agradaba llevar una mujer a su lecho con bonitas palabras y promesas, y decían que tenía un encanto inigualado en ese sentido; con Juan era diferente. Prescindía de los preliminares. Le agradaba que una mujer demostrase temor; de ese modo la experiencia era mucho más excitante. Bien, ahí estaba, su padre y el propio Juan y éste no tenía motivos para creer que sus hermanos, que ya habían fallecido, habían sido muy distintos; estaba seguro de que habían gozado del mismo pasatiempo tanto como de la caza del venado y el jabalí. Pero Ricardo era diferente. Ricardo, el hombre fuerte, el Corazón de León no se interesaba en las mujeres, y prefería a los amigos de su propio sexo.
Juan no podía pensar en eso sin reír estrepitosamente. Era la debilidad de Ricardo —exactamente como la fiebre terciana; y a Juan le parecía cómico, porque ambas debilidades eran tan ajenas a la imagen que Ricardo siempre había mostrado al mundo.
Era una situación muy conveniente, pues siendo lo que era Ricardo tenía pocas probabilidades de engendrar un hijo, y mientras mantuviese esa actitud y Berengaria no concibiese, la corona de Inglaterra permanecía al alcance de Juan.
Eso era lo que él deseaba. Ansiaba esa corona. Podía alcanzar la cima de la pasión más violenta sólo de pensar en ello. Su padre se la había prometido durante el período de la lucha contra Ricardo. Sí, de hecho Enrique II lo había designado heredero. Pero Ricardo había reclamado el trono, y contaba con el apoyo de la madre de ambos. Ricardo había sido siempre el favorito de su madre; sin embargo, ella había sido una buena madre con Juan, de modo que no podía quejarse mucho; y además, no se atrevía a hacerlo Siempre la había temido, y no sería tan fácil engañarla como había engañado a su padre. Cada persona tenía su propio estilo. Por ejemplo, su madre una mujer fuerte, una auténtica realista, una gobernante nata a pesar de que era mujer tenía una debilidad: el amor a sus hijos. Sabía que él, Juan, había conspirado contra Ricardo, y había hecho todo lo posible para arrebatarle la corona mientras Ricardo estaba lejos; y ella estaba decidida a conservar la corona para Ricardo, y había demostrado claramente sus intenciones; sin embargo, después que Ricardo regresó a la patria, cuando podía esperarse que mataría a Juan, o por lo menos lo encerraría en una cárcel —una actitud que desde el punto de vista de Leonor y Ricardo era lo más sensato— al contrario, lo había perdonado. Juan sospechaba que su madre lo había defendido contra Ricardo y el resultado había sido el perdón y el afecto fraterno que por lo menos externamente se demostraban.
Por supuesto. Ricardo lo había ofendido con la afirmación de que Juan se había dejado llevar por los malos consejos, y cuando aclaró que no le temía, porque no lo creía capaz de conquistar nada; una actitud insultante... pero en ese momento había favorecido los propósitos de Juan.
Lo que ahora deseaba era que Ricardo muriese antes de plantar la fatídica semilla en Berengaria. Un buen ataque de esa fiebre y Ricardo, que no había dejado herederos, desaparecería para siempre; todo lo que Juan tenía que hacer era extender la mano y apoderarse de la corona. Pero el problema tenía otros aspectos, y por esa razón Juan había venido a Bretaña.
¡Arturo! Cómo odiaba a ese muchacho. Qué aires se daba el jovencito. Era muy altanero, y además sumamente afrancesado, pues el joven había pasado muchos años en la corte de Francia.
Era lamentable que Godofredo, el padre de Arturo, hubiese sido el mayor de los hermanos. Si las fechas de nacimiento de ambos se hubiesen invertido ¡y él fuese el padre de Arturo! Juan sonrió astutamente, y contempló con mirada ansiosa a Constance, la madre de Arturo. Ya no era joven, estaba cerca de los cuarenta pero aún era una mujer atractiva que había tenido sus aventuras. Godofredo se había casado con ella para obtener el control de las propiedades de Constance en Bretaña, y ya tenían una hija, Eleanor, cuando él murió a causa de las heridas recibidas en un torneo, un deporte al que era muy aficionado. Había dejado embarazada a Constance; y el segundo hijo, un varón saludable, era la razón de la inquietud de Juan.
¡Arturo! El nombre mismo lo irritaba. Su abuelo Enrique había querido que bautizase con su nombre al niño, pero Constance, respaldada por los bretones, se mostró obstinada y había elegido Arturo a causa de las connotaciones del nombre. Tenía pretensiones al trono de Inglaterra y por eso había adoptado el nombre del legendario monarca británico.
A Juan le desagradaba el nombre del joven, casi tanto como todo lo que se relacionaba con él.
Pensó: ese demonio arrogante. Habría que enseñarle una lección. Le hubiera agradado cerrar las manos sobre ese cuello adolescente para estrangularlo. Nada le hubiera dado un placer más exquisito; pero según estaban las cosas tenía que representar el papel de tío, escuchar la conversación agradable del joven y cambiar sonrisas con su madre. En cierto sentido, lo divertía jugar ese juego. El engaño siempre lo estimulaba; tenía un don natural para esa tarea. De modo que lo complació su estada en esa corte, y el placer se acentuó porque sabía que lo miraban con suspicacia, y que mucha gente se sentiría aliviada cuando él se marchara.
Pero todavía no deseaba irse. Aquí podía divertirse mucho. Había traído consigo a algunos amigos que tenían audacia suficiente para acompañarlo en sus aventuras. Cuando salía a cabalgar, arreglaba con ellos que lo ayudasen a separarse del grupo y a cabalgar solo con Arturo. Después, se internaba con el joven en los bosques y siempre le agradaba regresar tarde al castillo y observar la mirada de alivio en el rostro de Constante cuando abrazaba a su hijo, porque sabía que ella había sufrido mucho pensando que estaba solo en los bosques con su perverso tío.
¿Qué podía hacer para divertirse ese soleado día de abril? Podía llamar a sus amigos e internarse en los bosques, entrar por la fuerza en algunos cottages y buscar muchachas, y después de hallarlas empujarlas hacia la espesura. Un hermoso juego, pero lo había jugado con tanta frecuencia que ya parecía aburrido. Más aún, tenía que recordar que estaba en Bretaña, y que la arrogante Constance y sus amigos no vacilarían en quejarse al Rey de Francia o quizá a Ricardo, y por el momento Juan tenía que adoptar una actitud moderada, pues no hacía mucho tiempo que Ricardo le había perdonado su rebelión, con la condición de que enmendase su actitud.
Además, los problemas eran demasiado graves, y él no podía distraerse en placeres tan vulgares como la violación de muchachas aldeanas. Desde la ventana, vio a Constance salir al jardín: estaba sola. Caminó de prisa para reunirse con ella.
La miró unos segundos antes de que ella advirtiese la presencia del visitante —mentalmente la desnudaba y evaluaba sus posibilidades como compañera de lecho. No sería una mujer de carácter débil, nada parecido a la pobre Hadwisa. Juan estaba harto de Hadwisa, y pensaba desembarazarse de ella. Estaba decidido a dar ese paso, ¿por qué no? Había afirmado su dominio sobre las tierras, y no había disimulado el hecho de que eso era lo único que le interesaba. No tenían hijos —Juan había decidido que evitaría esa complicación, de modo que cuando llegase el momento oportuno, la descendencia no fuese una dificultad más. Rió al recordar cómo se había opuesto al matrimonio la Iglesia, y el hecho de que la complicidad de Ricardo le había permitido salvar el obstáculo. La herencia de los Gloucester había merecido soportar ciertas incomodidades para ampliar sus posesiones, y así, ahora, él era uno de los hombres más ricos de Inglaterra. Pero había cierta consanguinidad entre ellos. Estaban emparentados por el bisabuelo Enrique I, que era también bisabuelo de Hadwisa —en el caso de Hadwisa la sangre real tenía un origen un tanto espurio, pero de todos modos la sangre y ese viejo loco, el arzobispo de Canterbury, había renegado acerca de la consanguinidad. A Juan eso no le había importado; más bien lo había alegrado, porque desde el principio comprendió que Hadwisa le interesaría únicamente a causa de las riquezas que aportaba al matrimonio.
De modo que no necesitaba preocuparse por Hadwisa. Cuando llegase el momento, la desecharía como se hace con una vieja prenda que uno regala a un criado, porque ya no es útil.
Hacía tiempo que meditaba una idea. ¿No podía casarse con Constance? En ese caso, si Arturo era su hijastro, además de su sobrino, quedaría totalmente en poder del propio Juan. De una cosa estaba seguro. Si se presentaba la oportunidad y Ricardo moría sin dejar heredero, Juan no toleraría que Arturo lo desplazara.
Constance se volvió, sobresaltada, cuando él se acercó por detrás —lo había hecho en silencio, para gozar del placer de verla momentáneamente desconcertada. Sí, era una mujer hermosa, y a causa de su estatura parecía que lo miraba desde arriba. Si él la desposaba, conseguiría disipar esa impresión en muy poco tiempo.
—Qué bella sois, Constance —dijo Juan—. Siempre creí que mi hermano Godofredo había sido el más afortunado en el matrimonio.
—Sois muy bondadoso —respondió fríamente la dama. Sus ojos mostraban una expresión cautelosa; era como una tigresa que sospecha un ataque contra sus cachorros. Por otra parte, no sin motivo.
—Ah —continuó diciendo Juan—, es bueno que las familias se unan. No siempre es posible en el caso de las personas de nuestra jerarquía, pero podéis tener la certeza, Constance, de que me propongo aprovechar todas las oportunidades de acompañar a mi encantadora cuñada. Me reconforta ver a mis sobrinos. Eleanor parece cada día más encantadora. ¡Y Arturo! Debéis sentiros muy orgullosa del muchacho.
—Me siento satisfecha con mis hijos —contestó ella.
—Y puedo agregar que habéis educado bien a Arturo.
—Quizá tengáis razón en decir que es un niño bien educado, pero no estoy segura de que el mérito me pertenezca. Como sabéis, estuvo mucho tiempo en la corte del Rey de Francia.
—Y el viejo bandido intentó convertirlo en un francés hecho y derecho.
—Tengo motivos para sentirme agradecida con el Rey de Francia —replicó secamente Constance—. Y no acepto que sea viejo ni bandido.
—Mi querida cuñada, usáis las palabras con mucha exactitud. Ciertamente. Felipe no es muy viejo; pero aceptaréis que es astuto.
—Como corresponde a un gobernante —contestó ella.
—Mi hermano, el Rey de Inglaterra, tiene motivos para desconfiar de Felipe.
Constance curvó los labios.
—Oí decir que otrora hubo entre ellos una amistad tan estrecha que los hombres se maravillaban.
Juan se acercó más, en los labios una sonrisa maliciosa.
—Ah, esa amistad. Nuestro hermano, político vuestro, mío de sangre, es un hombre contradictorio.
—Así parece.
—Mi querida Constance, se ha mostrado muy bondadoso con vos.
—Una aprende a cuidarse.
—Vos y yo tenemos mucho en común —dijo Juan.
—¿Os parece?
—Sí, en efecto... ambos hemos pasado por matrimonios... un tanto irregulares... no nos hemos casado, por así decirlo.
Ella enarcó el ceño y lo examinó fríamente.
Juan continuó hablando:
—Sabéis que acompañé a Hadwisa a Gloucester en cierta ceremonia. Era lo que mi hermano deseaba. Acababa de ocupar el trono, y consideró que las tierras de Hadwisa eran un modo de satisfacer a su hermano menor sin realizar excesivos sacrificios.
—¿No deseabais esa unión?
—Deberíais ver a Hadwisa.
—Deduzco que vuestra esposa no os complace.
—¿Podríamos decir que ella es tan distinta de vos como una mujer puede serlo de otra?
—Eso no me aclara mucho.
—Excepto que siendo vos tan atractiva, ella es necesariamente lo contrario.
Ella se encogió de hombros con impaciencia.
Juan continuó:
—Querida Constance, fue lamentable para vos que Godofredo muriese tan repentinamente. ¿Quién lo habría creído posible... en un torneo?
—Esos torneos eran demasiado realistas. Se parecían más a auténticos combates que a un juego.
—Así era, y a Godofredo le encantaban. Y os dejó cuando Eleanor era apenas una niña y Arturo aún no había nacido.
—Mis hijos siempre fueron un gran confortamiento para mí.
—Y un motivo de ansiedad. Debéis reconocerlo.
—Cuando están en juego cuantiosas herencias, eso es inevitable.
—Una situación difícil para las mujeres, más que para los hombres. Sé lo que habéis sufrido a causa de Ranulf de Blundevill.
Vio la expresión en el rostro de Constance... odio y repugnancia; y excitó sus sentidos pensar que esa hermosa mujer se había visto obligada a desposar a un hombre a quien odiaba. Se preguntó qué habría ocurrido entre ellos, y recordó su propia experiencia con Hadwisa, los primeros tiempos del matrimonio, cuando él aterrorizaba a su pobre y encogida esposa, y de ese modo obtenía de ella el único placer que Hadwisa le había ofrecido.
Qué diferente era Hadwisa de Constance. Después de morir Godofredo, su suegro Enrique, que entonces era el Rey, la había obligado a contraer matrimonio; pero ella no estaba dispuesta a someterse a la indignidad que Ranulf quería imponerle. Había huido de él y regresado a Bretaña, donde el pueblo la apoyó y se mostró dispuesto a protegerla del hombre a quien ella odiaba; y el Rey de Inglaterra se encontraba entonces muy atareado en otras cosas, y no había podido imponer su voluntad.
Constance era una mujer fuerte. Durante cuatro años había gobernado el ducado de Arturo y demostrado gran firmeza. Durante ese período había conquistado de tal modo el afecto de los bretones que estaban dispuestos a defenderla de todos los invasores.
—Constance, siempre os he admirado —dijo Juan—. Me sentí tan complacido cuando supe que habíais escapado de esa bestia de Ranulf. Pero no lo consideráis como un marido, ¿verdad? La misma situación en que me encuentro. Ya veis que nuestros casos son parecidos.
—Dudo de que Hadwisa os haya causado jamás la ansiedad que provocó en mí el conde de Chester.
—Querida hermana, tengo la ventaja de ser hombre. Sois mujer, y las mujeres necesitan de los hombres, hombres buenos, que las cuiden.
—Algunas no carecemos de las cualidades necesarias para protegernos solas.
—Y vos sois una de esas mujeres. Ah, Constance, cómo me alegra que seamos buenos amigos. ¿Sentís lo mismo?
—En un mundo colmado de peligros siempre es bueno tener amigos.
Constance abrigaba la esperanza de poder disimular el temor que la acometía. ¿Adónde apuntaba Juan? ¿Por qué había venido a visitarla? ¿Era concebible que Ricardo contemplase la posibilidad de unirlos? Un pensamiento horrible. Ese monstruo —pues ella sabía que era exactamente eso— perdía el tiempo cambiando cortesías con ella. Ni uno solo de los consejeros de Constance había bajado la guardia desde el momento mismo que Juan llegó a la corte. Constance había ordenado que vigilasen a Arturo y que si era posible nunca lo dejasen solo con su tío. Si algo le ocurría a Arturo mientras Juan estaba cerca, todos sospecharían inmediatamente del propio Juan, y eso ciertamente no la ayudaría. Pero, ¿ella podía determinar hasta dónde llegaba la estupidez de Juan? No era un hombre que se destacase por su sensatez.
Ciertamente, era posible que Ricardo y sus consejeros hubieran concebido la idea de un matrimonio entre ella y Juan, porque se trataba de determinar quién —Juan o Arturo— era el auténtico heredero del trono. Ese matrimonio podía determinar que Juan gobernase mientras Arturo llegaba a la mayoría de edad, o que Juan se convirtiese en una suerte de regente.
Jamás, pensó Constance. No depositaré en sus manos el destino de mi hijo... no lo permitiré nunca.
Que ella estuviese casada con Ranulf de Blundevill, conde de Chester, y Juan con Hadwisa de Gloucester, no era impedimento. Esos matrimonios podían disolverse sin mucha dificultad. ¡Casarse con Juan! Era mil veces peor que Ranulf. Además, estaba Guy. La expresión de Constance se suavizó al pensar en su amante. Él podía verla desde una de las ventanas del castillo, y quizá fuera a salvarla de su odioso cuñado. Habían hablado del príncipe la noche de la víspera, y Guy había dicho que Juan estaba en Bretaña con propósitos inconfesables, y que por lo tanto debían cuidar más que nunca la seguridad de Arturo.
Constance se apartó de Juan, murmurando que debía irse, pero cuando caminó hacia el castillo él la siguió. La dama caminó de prisa hacia sus habitaciones, y allí pidió a una de sus doncellas de confianza que llamase a Guy de Thouars. Cuando Guy llegó y ambos estuvieron solos, se abrazaron.
—Oh, Guy —dijo Constance—. Tengo miedo... miedo por Arturo.
—Querida, mientras estemos aquí Arturo está bien cuidado.
—Juan planea algo. Lo adivino. Se me acercó en el jardín. Está conspirando.
—Lo vigilamos. Desde el principio sabíamos que trama algo.
—Veo que observa demasiado a Arturo.
—Oh, sí, no olvida que Arturo tiene más derechos que él al trono de Inglaterra.
—Eso es lo que me aterroriza. —Inclinó la cabeza sobre el pecho de Guy y él le besó los cabellos—. Esto es la paz —murmuró Constance—, la paz aunque sea por pocos minutos.
—No, amor mío, más que unos minutos. Arturo está bien protegido. Su fiel escudero duerme junto a la puerta. Una precaución necesaria mientras Juan esté aquí.
—Ojalá se marchase. Entonces, estaría en otro sitio conspirando contra Arturo.
—Por lo menos no se encontraría tan cerca de mi hijo.
—No. Es mejor que esté donde podamos vigilarlo. Nos mantendremos muy atentos. Ni un momento permitiremos que Arturo esté a solas con él.
—Sin embargo, en el bosque...
—Siempre los siguen. Me ocupé de eso. Juan sólo busca molestarnos. No permitirá que Arturo sufra el más mínimo daño cuando todos saben que estuvieron juntos. El pueblo de Bretaña lo mataría antes de que pudiese huir, y Ricardo no lo perdonaría. Sabe muy bien que ése sería el fin de sus esperanzas.
—La vida es tan cruel —dijo Constance con vehemencia. Pensaba en su vida breve con Godofredo, quizá no había sido idílica, pero Godofredo era joven y apuesto, y tenía cierto encanto; así, habían tenido dos hijos, Eleanor y Arturo; pero después de la muerte de Godofredo había comenzado la pesadilla. ¡Ranulf! Se estremeció al recordar a Ranulf. ¿Qué derecho tenía el Rey de Inglaterra de entregarla a un hombre a quien ella detestaba porque eso le parecía conveniente? No había sido un verdadero matrimonio. Ella se había opuesto desesperadamente a su consumación, y había huido de Ranulf, y el pueblo de Bretaña la había apoyado, de modo que Constance gobernó el ducado cuatro años, y cuidó de Arturo, criándolo de acuerdo con sus propios principios. Por desgracia, después Ranulf la había capturado y la había retenido prisionera en su castillo de Saint Jean Beveron; pero antes de que él la secuestrase, con la ayuda de algunos amigos Constance había podido salvar a Arturo, enviándolo a la corte del Rey de Francia.
El pueblo de Bretaña la había ayudado a salir de la cárcel, y temerosa de que el Rey de Francia utilizara a Arturo para su propio beneficio, Constance había ordenado que regresara con ella; por eso, ahora de nuevo estaban juntos. Pero ni un instante Constance olvidaba qué importante era su hijo para los asuntos europeos. Estaba el Rey de Francia por una parte y el Rey de Inglaterra por otra, y cada uno quería utilizar al jovencito contra el otro; pero el auténtico enemigo era Juan el tío para quien Arturo podía ser un obstáculo, pues a juicio de algunas personas Arturo tenía más derechos a la sucesión en el trono.
—Casi deseo que Arturo no sea heredero de su padre —dijo Constance—. Hay momentos en que quisiera que ambos huyéramos... tú, yo y mis hijos, y que olvidáramos la herencia de Arturo.
—Constance, ¿realmente deseas eso? —preguntó Guy.
Y ella no podía responder sinceramente, porque Arturo era su hijo y el amor que ella sentía se mezclaba con lo que ambicionaba para el jovencito. Arturo podía ser Rey de Inglaterra, y ella no lograba olvidar eso.
—Si Arturo estuviese a salvo, sentado en el trono de Inglaterra, dueño de estas posesiones; si fuese unos años mayor...
—Mientras Ricardo viva, el niño está seguro. Nada le ocurrirá. Ven, amor mío, olvida tus dificultades. El niño está a salvo. Nadie es objeto de una vigilancia más cuidadosa.
—De todos modos —dijo Constance—, nos cuidaremos de Juan.
Cuando Juan se separó de Constance fue al aula donde Arturo estaba con su tutor. La cabeza de cabellos rubios de Arturo se inclinaba sobre los libros, y Juan advirtió regocijado que el tutor redoblaba la vigilancia apenas advirtió la entrada del príncipe.
—Ah, sobrino dijo alegremente Juan—. Veo que estudias. Excelente. Un muchacho tiene que aprender muchas cosas. ¿No es así, buen hombre?
El tutor se había puesto de pie. Se inclinó ante Juan y replicó que, en efecto, el saber era una admirable cualidad.
—En tal caso, opinamos lo mismo. Juan asintió. Deseo estar solo con mi sobrino —agregó.
El hombre no tuvo más remedio que retirarse; pero no fue lejos. Juan pensó divertido: seguramente ha recibido órdenes de mantenerse cerca, y de comunicar que el príncipe Juan estaba a solas con el joven duque; alguien se aproximaría para comprobar que Arturo no corría peligro. Sí, Juan se proponía inquietar todo lo posible a los habitantes del castillo.
- Qué hermoso día —dijo Juan—. No vale la pena perderlo con la cabeza metida en los libros.
- Es necesario aprender las lecciones —replicó Arturo.
- Qué alumno modelo eres. Yo nunca lo fui. Prefería la caza y el aire fresco a los papeles.
- No lo dudo —replicó Arturo.
Jovencito insolente, pensó Juan con un súbito acceso de su temperamento. Pero se dijo que debía tener cuidado. Allí debía representar el papel del tío bueno.
Arturo continuó diciendo:
- Mi madre cree que debo dedicar mucho tiempo al estudio, y lo mismo me dijo el Rey de Francia.
- Estoy seguro de que tú y el joven Luis se divirtieron mucho.
- Cazábamos, practicábamos esgrima y estudiábamos el arte de la caballería...
- Todo lo que un príncipe debe saber... Y más también. Ven, vamos a cabalgar... los dos solos.
Lo dijo en voz alta, de modo que lo oyese el tutor que escuchaba. Ahora, se difundiría el pánico.
Como la mayoría de los jóvenes, Arturo gustaba de la equitación. Había heredado de su padre la afición de los Plantagenet a la caza y aunque no simpatizaba con su tío —y como era joven y un poco arrogante, y tenía cabal conciencia de su propia importancia, no se esforzaba por disimular el hecho— no pudo resistir la tentación de aceptar.
- Vamos. En marcha.
Arturo se puso de pie. Sería un joven alto y apuesto, parecido a su finado tío Enrique, que había sido el más gallardo de todos los hijos de Enrique II. Su estada en la corte de Francia lo había modificado; sus modales eran elegantes, y llevaba con gracia sus ropas. Pero también era altivo; no cabía duda de que Arturo tenía exacta conciencia de su propia importancia.
Cabalgaron uno al lado del otro, seguidos por un cortejo de caballeros y escuderos.
Constance, acompañada por Guy, los observaba desde una ventana del castillo.
Guy dijo:
- No temas. Los acompañan hombres de confianza.
—Ya ves lo que hace. Consigue alejarlo de mí. ¿Por qué? Porque le agrada torturarte.
—Es un monstruo.
—Así dice la gente.
Ojalá Dios lo aleje de este castillo.
—No puede continuar eternamente aquí. Pero cuando se marche, no descuidaremos la vigilancia. Es muy posible que Arturo esté más seguro mientras Juan está aquí, porque si algo le ocurriese al niño inmediatamente atribuirían la culpa a su tío. Ojalá se rompiese el cuello.
—Dudo de que seas la única que ansia tan feliz desenlace.
—No, amor mío, no temas. Arturo está con sus amigos, y ellos lo vigilarán. Para Juan esto no es nada más que un entretenimiento. Uno de sus principales placeres es atemorizar a la gente, y es lo que desea hacer ahora.
—Que sobre él recaigan mil maldiciones.
—Amén —agregó Guy.
El bosque era un lugar muy agradable. El rostro del muchacho parecía iluminado por el ansia de la caza. Juan advirtió la luminosidad de los ojos y la frescura de la piel. Se lo veía demasiado saludable y eso no complacía al tío.
Un niño... nada más. Doce años, y un obstáculo tan difícil. El pueblo de Inglaterra jamás lo aceptaría, pero los lugareños de esta región lo amaban. Normandía, Anjou... oh, sí, se mostrarían dispuestos a luchar por él. Y el Rey de Francia sin duda vería con buenos ojos el trono de Inglaterra ocupado por un menor de edad; y si unía su suerte a la de Arturo...
Cuando pensaba en esa perspectiva, comenzaba a perder los estribos y ahora era necesario controlarse. Más aún, todavía no había ocurrido nada de lo que él temía. Ricardo continuaba vivo.
Persiguieron a un hermoso gamo. La caza era excitante; a Juan le agradaba el modo de huir del animal atemorizado; no deseaba que se lo sacrificase con excesiva rapidez. La prisa quitaba su atractivo a la persecución y la matanza final.
Ahora no podía estar a solas con Arturo; apenas había esquivado a uno cuando aparecía otro jinete. Madame Constance había impartido sus órdenes: “Que Arturo esté siempre acompañado cuando se encuentra con su tío Juan”.
Rió estrepitosamente. Supuso que ahora Constance estaba dominada por la ansiedad; y así continuaría hasta que todos regresaran al castillo. Trataría de demorar el retorno, para prolongar el sufrimiento de la dama.
Mataron al gamo; uno de los escuderos lo llevaría al castillo.
Arturo gritó:
- Ahora regresemos; ya hemos cazado bastante.
Juan pensó: Sobrinito, de modo que ya tienes bastante. ¿Y qué dices de tu tío?
Juan dijo:
- Es un día tan agradable. Tal vez encontremos otro gamo mejor que el que ya abatimos.
No —dijo Arturo—. Mi madre no desea que yo me ausente demasiado tiempo.
- Pero ahora sabe que estás al cuidado de tu buen tío Juan.
Arturo era demasiado joven para fingir. Abrió muy grandes los ojos azules y comenzó a decir:
- Oh, pero... —Consiguió callar a tiempo.
- ¿Sí, sobrino? —dijo Juan, tratando de inducirlo a hablar.
- Nada —replicó Arturo—. De todos modos, estoy fatigado de la cacería. Deseo ver el placer de mi madre cuando contemple el gamo.
- Aún no volveremos —dijo Juan—. Un jovencito tan apuesto no querrá ser dominado por las mujeres.
Juan espoleó su caballo y reanudó la marcha, seguro de que después de la burla, Arturo lo seguiría.
Arturo gritó:
- No se trata de las mujeres, sino de mi madre—. Y emprendió el regreso.
- Maldito sea —murmuró Juan—. Qué joven irritante. Me agradaría flagelarlo hasta que le brotase la sangre.
Pero no podía hacer nada. Sus propios amigos, que sabían muy bien gracias a la experiencia que la actitud de Arturo provocaría un rebrote del temperamento angevino, decidieron que no era sensato aproximarse demasiado al amo. Un latigazo podía dejar una cicatriz permanente, como recordatorio de una palabra o un gesto insensato.
Juan continuó cabalgando, seguido por sus hombres, murmurando maldiciones contra Arturo, ese niño estúpido, que bien podía convertirse en un obstáculo para las ambiciones del príncipe.
Al anochecer, Juan regresó al castillo. Estaba de malhumor. El lacayo salió a recibirlo, y cuando Juan dejó los establos vio a un hombre de pie en las sombras. Se detuvo. El hombre parecía un mendigo, y uno de los rasgos contradictorios del violento príncipe Plantagenet era su conocida bondad con los mendigos. Pocas veces encontraba a un mendigo sin darle una moneda, un hecho extraño, pues si bien gastaba generosamente en su propia persona, todos sabían que era bastante parsimonioso con otros. Pero una o dos monedas regaladas a un mendigo era poco comparado con la gratitud que originaba y así Juan se complacía en distribuir limosnas entre esas personas y en merecer su agradecimiento. Era un modo barato de conquistar aprobación, y un método que pocas veces dejaba de utilizar.
De modo que incluso ahora, dominado por la irritación, se detuvo y buscó una moneda para el mendigo.
—Mi señor —dijo el hombre—, no soy un mendigo. Vine disfrazado así para darte importantes noticias.
—¡Noticias! —murmuró Juan—. ¿Qué noticias?
—El Rey de Inglaterra ha muerto.
—No.
—Así es, mi señor.
Juan aferró el brazo del hombre.
—¿Cómo es posible?
—Ocurrió en Chaluz. Dijeron que habían encontrado un tesoro, y Ricardo lo quiso.
—Muy propio de él —dijo Juan—. Adelante, hombre.
—Durante el sitio, una flecha le atravesó el hombro. No pudieron arrancarla y la herida empeoró. Ha muerto. Viva el rey Juan.
—Serás recompensado —dijo Juan.
—Mi señor, que Dios te conserve. He venido disfrazado para que sepas lo que ocurrió. Muy pronto la noticia se difundirá... aquí... en este castillo... por doquier.
—¿Y qué me ocurrirá aquí? —preguntó Juan—. Porque si ahora lo supieran, tratarían de sentar en el trono a Arturo.
—Mi señor, me pareció que desearías partir de prisa para Chinon.
—A Chinon, y el tesoro real —exclamó Juan.
En el castillo, Arturo relataba a su madre los episodios de la cacería, y el olor de la carne asada saturaban el aire. Pero cuando todos se reunieron en el gran salón, se descubrió que el príncipe Juan y sus amigos no estaban.
—¿Es posible que al fin se hayan marchado? —exclamó alegremente Constance.
Así parece —dijo Guy—. Pero me agradaría conocer los motivos de su actitud.
Lo descubrirían al día siguiente.
Ricardo había muerto. Ahora. Arturo debía ser duque de Normandía, conde de Anjou y Rey de Inglaterra.
Pero Juan ya había llegado a Chinon y se había posesionado del tesoro real.