ELECCIÓN EN CANTERBURY
Su madre había muerto. Por lo menos ella no podía formularle reproches, y sin duda los habría hecho, comparándolo con Ricardo, ciertamente en desventaja para Juan. ¡Que se fueran todos al infierno! ¡Esos barones normandos que se habían pasado al bando de Felipe y los barones ingleses que lo criticaban por haber perdido la herencia de su familia!
—Recobraré todo —se vanaglorió Juan ante Isabella—. No es más que el azar de la guerra.
No deseaba enterarse de lo que ocurría en Normandía, si bien sabía que un castillo tras otro caía en manos de Felipe.
—Que se rindan —gritaba—. Bribones. Traidores. Por los pies de Dios, cuando recobre mis territorios todos serán castigados.
Estaba jugando ajedrez cuando llegó la noticia de que Ruán había caído. ¡Ruán! La Torre de Rolón, la principal de las ciudades normandas en manos de los franceses. Ningún duque de Normandía habría creído que eso fuera posible.
Llegó el mensajero y se detuvo al lado de Juan. El Rey no lo miró; se limitó a asentir y a continuar observando las piezas sobre el tablero. Después, con un gesto pausado movió su caballo.
—Será mejor que obtengan condiciones favorables y defiendan sus antiguos privilegios y costumbres —murmuró. Después, gritó al barón con quien estaba jugando—: Es vuestro turno, hombre. ¿Qué miráis?
Su antagonista movió con aparente descuido, que en realidad estaba calculado. Sabía que no era conveniente que Juan perdiese la partida, además de Normandía.
Juan no podía mostrarse indiferente ante lo que estaba ocurriendo. La gente decía: “De modo que Normandía está cayendo en manos de los franceses. ¿Y Anjou y Poitou? ¿Quiere perder cada hectárea de sus territorios en el Continente?”
Decidió concertar una tregua con Felipe; pero cuando Felipe lo supo se echó a reír. No habría tregua, dijo, hasta que Juan entregase a Arturo, y agregó ominosamente: “Vivo o muerto”.
De modo que el espectro de su sobrino venía a perseguir a Juan. Aparentemente Felipe sospechaba que Arturo había muerto, si no directamente asesinado por Juan, al menos eliminado por su orden. Pero sabía muy bien que era improbable que Juan presentase al muchacho, o que confesara su culpabilidad; en todo caso, Felipe estaba decidido a aprovechar todo lo posible el aprieto en que Juan se encontraba. Felipe desvió su atención hacia algunos de los barones más importantes, por ejemplo William Marshall y el conde de Leicester, que tenían tierras en Normandía. Naturalmente, estos barones no deseaban verse despojados, y tampoco querían jurar fidelidad al Rey de Francia. Era una situación delicada, pues podía concebirse la posibilidad de que Normandía sólo provisoriamente hubiese pasado a manos de Felipe. En definitiva, Felipe propuso que estos barones pagasen la suma de quinientos marcos cada uno por el privilegio de retener sus posesiones durante un año y que, al fin de ese lapso si Juan no había recuperado a Normandía, jurasen fidelidad a Felipe y se declarasen vasallos de Francia.
Parecía un arreglo bastante equitativo y los barones lo aceptaron.
Dado el hombre que era, apenas llegó a Inglaterra William Marshall informó de la situación a Juan. El monarca recibió la noticia con bastante ecuanimidad.
Comprendo —dijo—. Continuáis siéndome fiel y éste es el único modo de retener vuestras tierras. Podéis confiar en que antes de que termine el año regresaré a Normandía.
William Marshall no estaba tan seguro de ello, pero lo alivió mucho que el Rey aceptara el hecho consumado.
Pasaron algunas semanas, durante las cuales se esperaba ansiosamente la llegada de mensajeros del Continente; de pronto, una mañana Juan despertó y su actitud había cambiado por completo. La pereza y el desgano habían desaparecido totalmente. Ordenó llamar a William Marshall.
—Ha llegado el momento —dijo— de pasar al ataque. Felipe se apoderará de Aquitania si no actuamos. Recorreré el país reuniendo tropas y dinero, para demostrar al Rey de Francia que ahora estoy dispuesto a luchar.
—Es un poco tarde —dijo Marshall.
—Marshall...acaso no queréis combatir?
—Siempre estoy dispuesto a defender una buena causa.
—¿Y creéis que ésta no es buena? ¿Tanto deseáis jurar fidelidad a vuestro amo francés?
—Mi señor, me conocéis muy bien y no podéis formular seriamente esta acusación.
Así era, y por lo demás Juan no podía prescindir de Marshall. El monarca inglés bien lo sabía. Pero estos barones se mostraban cada vez más altivos, una actitud que podía percibirse incluso en William Marshall. Criticaban la conducta de Juan en Normandía. Hubiera deseado rechazar a gritos a Marshall, pero ahora lo obsesionaba el deseo de luchar, de modo que no era el momento más oportuno para disputar con un hombre como este.
William Marshall pensaba que Juan era imprevisible. Esa explosión de energía era ahora tan convulsiva como antes lo había sido la pereza. ¿Qué podía esperarse de semejante rey? A veces, pensaba Marshall, parecía que Inglaterra hubiera podido ser más feliz conquistada por los franceses. Era mejor ser gobernados por el inteligente Felipe que por este rey que a veces suscitaba la impresión de que estaba al borde de la locura.
—Entonces, ¿no creéis que debemos luchar por nuestros derechos?
—Mi señor, creo que debimos hacerlo antes.
Sí, una actitud insolente. Pero Juan pensó que debía conservar la calma.
—En ciertas ocasiones —le dijo Marshall— es necesario actuar, pero si se pierde la oportunidad a veces es más sensato no intentar inmediatamente nuevos actos.
—Marshall, tenéis vuestras opiniones —dijo Juan—, y yo tengo las mías. Hoy mismo comenzaré a recorrer el país para reunir un ejército.
Había pasado el año concedido por Felipe a los barones para retener sus posesiones en Normandía. Era necesario que ellos regresaran a esa provincia y declarasen su fidelidad al Rey de Francia y jurasen “rendir homenaje del lado francés del agua”. Felipe se sentía complacido con este arreglo, porque significaba que varios de los principales barones de Inglaterra no podían levantarse honrosamente en armas contra él en el Continente.
Era difícil ver cómo podía servirse a un amo de un lado del canal y a otro del lado opuesto, pero William Marshall había percibido que era el único modo posible de conservar sus posesiones en Normandía, y como él, con otros barones, sentía que su fidelidad a Juan se debilitaba paulatinamente, al fin adoptó la decisión que era el único modo de resolver el dilema.
Entretanto, Juan había pasado el invierno recorriendo el país y recaudando dinero una actividad que nunca era simpática y sugiriendo que se había distanciado de sus barones. Se proponía desembarcar en Francia con un ejército; proyectaba reconquistar lo que el rey francés le había arrebatado, y en eso estaba decidido. El pueblo debía comprender que se encontraba en grave aprieto. Ahora que Felipe estaba en Normandía, era posible que contemplase la posibilidad de una invasión a Inglaterra. El peligro era que el pueblo permitiese que su país fuese dominado por los franceses.
Tales profecías indujeron a la gente a acudir al llamado, y Juan se sintió bastante complacido por el resultado de su trabajo. Las circunstancias lo perjudicaban, pues el duro invierno había determinado que escaseara la comida, y comenzaran a percibirse los primeros signos de rebelión de los barones. Irritaron a Juan negándose a jurarle fidelidad, a menos que confirmasen los derechos del reino. Juan rechinó los dientes, dominado por la cólera, pero necesitaba tan desesperadamente organizar su ejército que tuvo que prometer lo que le pedían.
Encargó suministros, ordenó que los hombres se reunieran, y hacia la Pascua tenía una de las mejores flotas que el país hubiese visto jamás: los barcos esperaban en el puerto de Portsmouth. Juan fue a la fortaleza cercana a Portchester para adoptar las medidas definitivas.
Llegaron noticias del Continente en el sentido de que Felipe no estaba concentrando un ejército en las costas de Normandía. Sin duda había llegado a la conclusión de que la conquista de Inglaterra era una tarea difícil. En cambio, había iniciado el ataque contra Poitou.
—Por los ojos de Dios —exclamó Juan—. Ojalá yo estuviese allí.
Ahora no existía la infatigable Reina Madre que acudiese en defensa de Aquitania. Estaba solo, pensó amargamente el propio Juan. En efecto, en quién podía confiar. Muchas personas intentaban disuadirlo de la idea de acometer esta empresa.
—Traidores —exclamó—. Son todos traidores.
Sobre todo dos hombres se opusieron a la expedición —uno era Hubert, arzobispo de Canterbury, y el otro, William Marshall.
En su carácter de arzobispo, Hubert estaba casi seguro de que sería visto con suspicacia por Juan. Las relaciones entre ambos no habían sido fáciles, ni mucho menos, después del regreso de Juan a Inglaterra, pues a semejanza de otros miembros de la comunidad el arzobispo comenzaba a comprender que Juan era un tirano.
Hubert era más que un arzobispo, era un estadista y muchos podían acusarlo de ser más esto último que lo primero: era un hombre astuto que amaba a su patria. Durante los años de ausencia de Ricardo había conseguido amasar dinero para su rey aplicando los métodos aprendidos de su tío Ranulf de Granville. Cuando había sido necesario reunir las cien mil libras exigidas para la liberación de Ricardo, había trabajado en estrecha unión con la reina Leonor y había realizado esa tarea aparentemente sobrehumana con gran mérito para sí mismo; y aplicando los métodos de Enrique II había conseguido ejecutar una tarea tan dolorosa para el pueblo de Inglaterra y demostrado que los habitantes del país se habían irritado mucho menos de lo que cabía esperar.
Por supuesto, había disputado con Juan, pero en un momento de cordura Juan había comprendido que una disputa lo beneficiaba muy poco, y había concertado la paz con el arzobispo.
Ahora, Hubert predicaba en Portchester contra el envío de un ejército a Francia. Afirmó que la invasión se había postergado demasiado. Podía terminar en el fracaso y si el ejército era derrotado, ¿cómo se defendería Inglaterra en caso de que Felipe decidiese atacarla?
Juan se encolerizaba y renegaba, tan ansioso ahora de entrar en batalla como poco antes lo había estado de evitarla.
William Marshall también creía firmemente que la expedición sería un fracaso. Pero tenía otro motivo para rechazar el plan.
Los barones, que desconfiaban cada vez más de Juan, habían sido llevados a creer que irían a defender a Normandía. Ahora bien, habían descubierto que esa no era la intención de Juan. El monarca inglés se proponía luchar con Felipe por Poitou y Anjou. Si los barones estaban interesados en Normandía, donde tantos tenían propiedades, no adoptaban la misma actitud con respecto a los restantes dominios. Comenzaron a murmurar entre ellos, y cuando descubrieron que el arzobispo de Canterbury y William Marshall también se mostraban renuentes, cobraron ánimo y dijeron que no deseaban ir.
Acompañado por un grupo de barones, William Marshall fue a hablar con Juan.
—Yo mismo no podría ir a combatir en Francia —dijo.
—Marshall, no os entiendo exclamó Juan.
—Mi señor, sabéis que yo y otros concertamos un pacto con Felipe. Recordáis que lo hicimos con vuestra aprobación. Le pagamos con el fin de retener nuestras tierras un año y prometimos que si vos no conquistabais Normandía al cabo de ese período le juraríamos fidelidad. Mi señor, ese lapso pasó, y se juró fidelidad.
—¡Vos... traidor! —exclamó Juan—. De modo que jurasteis fidelidad a mi enemigo.
—Con vuestro conocimiento, mi señor.
A Juan comenzaron a salírsele los ojos de las órbitas y le temblaban los labios, pese a que no habló inmediatamente. Todos vieron los signos de su conocido temperamento.
—Arrestad a ese hombre! —gritó—. No acepto conmigo a los traidores.
Se hizo el silencio. Los barones permanecieron impasibles. Ni uno solo de ellos estaba dispuesto a mover un dedo contra Marshall.
Juan comenzó a gritar. Señaló con dedo tembloroso a William Marshall.
—Por las orejas y los dientes de Dios —gritó—, os digo que este hombre es un traidor. Firmó pactos con el Rey de Francia a mis espaldas. Es mi vasallo y no puede combatir contra el Rey de Francia porque juró servirlo. Éste es el hombre a quien acepté cerca de mi persona. Le concedí mi confianza y me ha traicionado. Arrestadlo Retiradlo de aquí. Que lo arrojen a un calabozo. Allí esperará lo que yo decida... y os aseguro, Marshall, que mi decisión no os agradará.
Sus ojos abarcaron al grupo silencioso.
—¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto? —exclamó—. De modo que ninguno hace nada. Permanecéis aquí. Os imparto una orden y nada hacéis... nada... ¡nada! —Su voz se había convertido en un alarido. De pronto se calmó—. Comprendo —dijo con voz lenta—. Comprendo claramente. Todos estáis contra mí. Todos y cada uno. Traidores... todos. Por los ojos de Dios, qué cosa horrible.
Les dio la espalda y se alejó.
Marshall se oponía. El arzobispo estaba contra Juan. Y se acentuaba el resentimiento de sus barones.
—No me detendrán —gritó Juan a Isabella—. Haré lo que me plazca. Puedes estar segura de ello. Nada me detendrá... nada... nada... nada...
Y continuó realizando sus preparativos.
William Marshall fue a verlo. Se lo veía triste y contrito y, por un momento, el corazón de Juan brincó esperanzado porque pensó que Marshall había venido a pedirle perdón.
Pero no era esa la intención de Marshall. Juan pensó: “Nadie creería que es mi súbdito. Pudría encarcelarlo y arrancarle los ojos. ¿Quizá lo olvida?”
“No, no podrías hacerlo”, murmuró el sentido común. “Si procedieras así, el país entero se alzaría contra ti. Los barones y el pueblo aman a este hombre. No te engañes. Necesitas su amistad.”
De todos modos, miró con gesto hostil a Marshall.
—Bien —exclamó—, ¿por qué venís a mí? Por qué no vais adonde está el señor a quien habéis elegido como vuestro?
—En estas playas sigo a un señor —dijo William Marshall—. Es el mismo a quien siempre quise servir. Me vi forzado a jurar fidelidad al Rey de Francia en el país que él manda ahora y soy hombre que debe mantener su juramento.
—De modo que habéis renunciado a vuestro honor por esas tierras.
—Jamás renunciaré a mi honor, señor. ¿No habéis entendido que si, y por la gracia de Dios puede ocurrir pronto, recuperáis Normandía, allí hallaréis baluartes ocupados por quienes os sirven bien. Y yo soy uno de ellos.
—¿Debo creer tal cosa? —preguntó Juan desdeñosamente.
—Mi señor, debéis creer lo que os plazca. Los hechos continúan siendo los mismos. Pero ahora he venido a rogaros que ordenéis el desbande de vuestro ejército.
—¿Por qué no deseáis luchar contra vuestro amigo?
—Si os referís al Rey de Francia debo decir que no deseo luchar. Pero la razón que me mueve a desafiar vuestra cólera y a venir aquí es pediros que consideréis el caso. Estos son los hechos: Felipe posee ahora dilatados territorios; puede reunir más hombres que vos. Conocéis bien la traición de los habitantes de Poitou. ¿Podéis confiar en ellos? Serán vuestros amigos un día; y si les conviene, como bien puede ocurrir, se pasarán al bando francés. Y mientras estéis allí comprometido con la flor de vuestro ejército dejaréis este país librado al invasor. Vuestra presencia es necesaria. El pueblo se muestra inquieto. No les agradó el gravamen que fue necesario imponerles para reunir ese ejército. Los barones están al borde de la rebelión. Mi señor, podéis servir mejor vuestros intereses desbandando a vuestro ejército y permaneciendo aquí, para defender con firmeza lo que os queda.
—Marshall, me decepcionáis. Creí que podía confiar en vos.
—Podéis confiar ahora en mí como siempre. Nada hice que pueda tacharse de desleal. Habéis aceptado que pagara a Felipe para conservar mis tierras en Normandía, y conocíais muy bien la condición de que si no lograbais recuperar Normandía en un año debía jurarle fidelidad. Lo hice, como sabíais que debía hacerlo. Y porque presté juramento de fidelidad no puedo con honra acompañaros a Francia..., si habéis decidido ir, lo cual ojalá no sea el caso.
Juan apretó los puños y maldijo, pero no perdió los estribos. Había visto las expresiones en los ojos de los barones y se preguntaba qué harían poco después.
Declaró:
—Convocaré a los barones y les hablaré.
Marshall parecía sentirse aliviado.
Juan paseó la mirada por el grupo. Todos estaban contra él... ¡todos! Tenía a sus mercenarios, que le obedecerían. Pero no, no podía marchar contra sus barones y sus ministros.
—Me aconsejáis que no vaya —dijo—. Decidme entonces qué debo hacer.
Algunos barones opinaron que un pequeño grupo de caballeros debía ir a Poitou, para ayudar a quienes se mantenían fieles.
—¡Una compañía de caballeros! ¿De ese modo será posible conservar Poitou? ¿De ese modo se recobrará Normandía? —Comenzó a quejarse. Se le llenaron los ojos de lágrimas. No podía confiar en nadie. Todos se alzaban contra él.
—Muy bien —gritó—. Licenciaré a mi ejército. Pero no evitaréis que yo vaya. Iré, iré y me acompañará un grupo de mis fíeles partidarios.
Los barones opinaron que el Rey no debía salir del país. Era absolutamente necesario que en una situación tan incierta el monarca permaneciera en Inglaterra.
—No tratéis de decirme qué debo hacer y qué no debo hacer —gritó Juan, olvidando que había pedido el consejo de los barones—. No vendréis conmigo.
Se alejó del grupo y fue al puerto donde estaba anclada su propia nave.
Preparaos —gritó—. Partiremos inmediatamente.
El capitán de la nave advirtió sorprendido que su barco era el único que cruzaría el Canal; el resto de la flota recibió la orden de dispersarse.
—Nadie me seguirá —gritó Juan—. Por lo tanto, iré solo.
Su nave desplegó las velas mientras el resto de la flota se retiraba y los soldados que el monarca había reunido retornaban a sus hogares.
Pero no se proponía pasar a Francia. Cuando se calmó su irritación y vio que la línea de tierra se alejaba, comprendió que sería ridículo ir a Francia sólo con una nave.
Ordenó al capitán que entrase en Wareham, donde desembarcó, y a quien quiso escucharlo se quejó amargamente de que estaba rodeado por traidores. Se había dirigido a Francia para reconquistar su herencia y sus súbditos lo habían abandonado. El desastre en Francia era obra de los traidores. Ved, yo estaba dispuesto a luchar. Pero ellos fueron cobardes. Habían prestado juramento de fidelidad al Rey de Francia, olvidando su deber hacia el Rey de Inglaterra, porque estaban decididos a salvar sus propias tierras, lo cual siempre les sería recordado.
Se sentía muy deprimido no por lo que había perdido sino por lo que había descubierto... ¡la traición de quienes debieron haberle acompañado hasta el final!
Por supuesto, Felipe aprovechó la situación y en poco tiempo Poitou entera, con excepción de Rochelle, Thouars y Niort, pasó a manos de los franceses.
Hubert Walter, Arzobispo de Canterbury, sentía el paso de los años cuando salió de Canterbury en dirección a Boxley, donde se proponía resolver una disputa entre el obispo de Rochester y algunos de sus monjes.
Ya estaba demasiado viejo para esa clase de viajes y, además, padecía en el cuello un irritante carbunclo que le provocaba bastante sufrimiento, Esa mañana, al despertar, había tenido fiebre y había contemplado la posibilidad de postergar el viaje; pero nunca era conveniente permitir que esas disputas se agravasen. Siempre decía que era mucho mejor encontrar una solución rápida. Ya había mucha turbulencia en el país, el arzobispo se había sentido muy inquieto últimamente, y sobre todo después de estar con el Rey en Portchester, donde el monarca reunía a su ejército para cruzar el canal. ¡Qué cóleras violentas podían acometerle! Hubert conocía bien el temperamento angevino. Juan no era el único que lo poseía pues se manifestaba en casi todos los miembros de la familia. Tal vez había entrado en ella a causa de esa bruja con quien según se decía uno de los duques de Anjou había contraído matrimonio. Enrique II lo había tenido y también, hasta cierto punto, Ricardo; pero nadie lo había manifestado jamás en tal alto grado como Juan. Parecía rozar la locura cuando se manifestaba en él y entonces, uno sentía que lo poseía el propio Demonio. Era alarmante ver que un hombre así dirigía el país.
A menudo, el Arzobispo pensaba en el Rey; se preguntaba qué le había ocurrido al joven Arturo que había desaparecido de un modo tan repentino y misterioso. Había estado en Ruán. Juan también había ido a Ruán. Eso era importante. El arzobispo ansiaba que Juan no fuese culpable de un hecho temerario que podía llevarlo al desastre y que perjudicaría mucho a Inglaterra.
Ahora eran buenos amigos pero el conflicto podía avivarse de un momento a otro. Todos los monarcas miraban con malos ojos a la Iglesia, pero Juan se mostraba más hostil que todos y no era el tipo de hombre que estuviese dispuesto a comportarse con cierta diplomacia.
A menudo el arzobispo se preguntaba si no habría sido mucho mejor que Arturo hubiera vivido en Inglaterra y que allí se lo educase para ocupar el trono.
En todo esto pensaba mientras avanzaba por el camino montado en su caballo. Hacía mucho calor... ¿o era la fiebre? El dolor del carbunclo era cada vez más tenaz; ansiaba el descanso de la noche. Cuando su séquito y él llegaron a la ciudad de Tenham, el arzobispo se sentía agotado y muy dispuesto a guardar cama. No pudo comer nada y advirtió que sus propios servidores lo miraban con cierta ansiedad.
—Por favor, dejadme descansar —dijo—. Después de una noche de buen sueño mañana reanudaré el viaje con renovadas fuerzas. Recemos a Dios para pedirle que hayamos terminado pronto nuestra tarea y podamos regresar a Canterbury.
Pero por la mañana fue evidente que no podía reanudar la marcha. El carbunclo le latía dolorosamente y la fiebre había aumentado. Deliraba un poco y aceptó descansar allí unos días.
Durante el día la fiebre aumentó. Tampoco había mejorado al día siguiente; y tres días después de su llegada a Tenham había muerto.
Fue necesario informar inmediatamente al Rey del fallecimiento de su arzobispo; y apenas se supo lo que había ocurrido un mensajero partió de Tenham.
Juan estaba en Westminster con su Reina cuando llegó el mensajero. Este fue llevado directamente a la presencia del Rey porque era evidente que las noticias tenían suma importancia.
Mi señor —exclamó el mensajero—, el arzobispo de Canterbury ha muerto.
Juan se puso de pie y una lenta sonrisa se dibujó en sus rasgos.
—¿Es verdad? —preguntó.
—Mi señor, es verdad. Falleció de fiebre a causa de un carbunclo en Tenham.
Juan se volvió hacia Isabella con una sonrisa en los labios.
—¿Oíste eso? Ha muerto. Hubert Walter, arzobispo de Canterbury, ha muerto. Ahora, por primera vez soy realmente Rey de Inglaterra.
Cuando se supo en Canterbury que el arzobispo había muerto, los monjes de San Agustín convocaron a un cónclave donde discutieron la designación del nuevo arzobispo. De ese modo se respetaba una antigua tradición, pues los monjes de Canterbury ejercían el derecho, que deseaban firmemente mantener, de elegir a su arzobispo.
El abad señaló que la muerte de Hubert era una gran tragedia que todos debían deplorar, pero que la situación podría ser incluso peor si se elegía un arzobispo que no defendiese con todas sus fuerzas elbien de la Iglesia. Por consiguiente, debían adoptar la decisión de elegir a un digno sucesor de Hubert, y sin demorarse mucho pues debían pedir la autorización del Papa, con el fin de que el hombre elegido ocupase el cargo que era tan importante para la Iglesia.
Se dispersaron y decidieron reunirse nuevamente una semana después. Pero antes Juan llegó a Canterbury.
Dijo que venía a rendir su último homenaje al arzobispo, su amado amigo y consejero. Después, exaltó las virtudes de Hubert, íntimamente divertido porque estaba convirtiendo las discrepancias en pruebas de amistad. Esa situación apelaba a su sentido del humor.
—Debemos asegurarnos —dijo el abad— de que designemos a un digno sucesor de nuestro buen Hubert. Le molestaría, ahora que nos mira desde el cielo, si designásemos a un mal candidato. Por supuesto, es imposible encontrar a un individuo que posea los mismos méritos, pero debemos aseguramos de que quien lo suceda pueda revestir el mando que tan trágicamente cayó de los hombros de Hubert.
—Hemos estado pensando mucho en el asunto dijo el abad.
Juan estaba alerta. De modo que lo habéis pensado, ¿eh? Y desearíais designar a vuestro hombre, alguien dispuesto a inclinarse ante Roma. ¡Os conozco, clérigos! No, mi anciano abad, el próximo arzobispo de Canterbury será mihombre, como no lo fue jamás el viejo Hubert.
—Es un asunto que interesa profundamente a quienes tienen muy en cuenta el bien de la Iglesia... y la Corte... Yo mismo estuve pensando mucho en esto y creo que no hay candidato mejor que John Grey, obispo de Norwich, que ha sido muy buen amigo de su país.
El abad miró desalentado al Rey. John de Grey era firme partidario del monarca. Habían dicho de Hubert que era más estadista que eclesiástico pero, por lo menos, siempre había considerado el bien de la Iglesia. John de Grey trabajaría absolutamente por el Rey, y esa era la razón por la cual el monarca lo prefería.
El abad no contestó y Juan pasó a exaltar las virtudes de Hubert.
—Desgraciadamente, jamás veremos a un hombre igual —dijo, y pensó: “Gracias a Dios por eso”.
Asistió a la inhumación ceremonial del arzobispo y permaneció seis días más en Canterbury; se esforzó por simpatizar con los monjes y no volvió a mencionar que estaba decidido a elegir a John de Grey; de todos modos, resolvió que apenas regresara a Westminster enviaría mensajeros al Papa. La necesidad de dar ese paso lo irritó, como había irritado a otros reyes anteriores a Juan. El yugo de Roma nunca era muy grato a un cuello real. De ahí que siempre existiese un estado de fricción entre la Iglesia y el Estado y que, por lo tanto, fuese imperativo para el Rey que ocupara ese cargo tan importante un hombre que trabajase para el monarca. John de Grey era ese hombre.
Apenas Juan salió de Canterbury, el abad convoco a otra reunión.
—Es evidente —dijo— que el Rey ha decidido designar al obispo de Norwich. Es hombre del Rey: hará exactamente lo que se le ordena y eso significa que si el Rey exige la abolición de los privilegios de la Iglesia, el arzobispo hará lo que se le mande. Lo cual no beneficiará a la Iglesia.
Uno de los monjes recordó al abad que el claustro tenía el privilegio de elegir al arzobispo y pedir al Papa que aprobase la designación.
—Es exactamente lo que propongo que hagamos.
—¿Contra los deseos del Rey? —preguntó otro.
—Este no es un asunto de Estado —replicó con firmeza el abad—. Corresponde a la Iglesia elegir y, como es nuestro privilegio elegir al arzobispo, hagámoslo.
—Después, lo enviaremos en persona a Roma para solicitar la aprobación papal, pero no será antes de que lo hayamos instalado en el sillón del arzobispo.
Algunos de los monjes más tímidos aludieron al desagrado del Rey pero el abad señaló que no sólo la Iglesia debía oponerse al Estado cuando fuese necesario, sino que ellos, que eran los monjes de Canterbury, donde el mártir Santo Tomás Becket había desafiado a la corona, debían inspirar a sus compatriotas de modo que cumpliesen su deber. Esa era la misión de la Iglesia. Durante la noche, en secreto, elegirían al arzobispo v realizarían la ceremonia de instalarlo en el trono del primado. Después lo enviarían a Roma. Cuando se conociera el resultado de la elección, ya se tendría el consentimiento del Papa; y una vez hecho eso, el Rey no podría oponerse.
Los monjes comprendieron que a menos que aceptaran sumisamente al hombre del Rey, debían acatar el consejo del abad, de modo que asistieron al cónclave secreto y eligieron al subprior Reginald, un hombre piadoso y erudito que había demostrado su devoción a la Iglesia. Realizaron la ceremonia en el altar e instalaron en el trono al elegido. Después, se convino que Reginald partiría sin demora hacia Roma y diría al Papa que había sido elegido por los monjes de Canterbury y que sólo necesitaba la aprobación papal de su nombramiento.
—Es indispensable —dijo el abad— que nadie sepa lo que ocurrió aquí esta noche hasta que recibamos la aprobación del Papa; por eso pediré que prestemos un juramento de secreto.
Reginald declaró que nadie le arrancaría esa información, y de buena gana prestó el juramento de secreto absoluto.
Después, partió hacia Roma.
Apenas Juan salió de Canterbury mandó llamar a John de Grey, obispo de Norwich.
El Rey estaba de buen humor. Si de Grey encabezaba la Iglesia de Inglaterra, el monarca podría prever que habría poca interferencia en esa dirección; por eso se felicitaba ante la posibilidad de que su candidato ocupase el cargo.
—Mi estimado obispo —dijo—, me agrada veros. Tengo planes para vos. ¿Qué os parece vuestra presencia en Canterbury?
—¡En Canterbury, mi señor!
—Oh, os interesa mucho, ¿verdad?
—Mi señor, sé que Hubert ha muerto...
—Viejo entrometido. Creía que el Estado debía someterse a la Iglesia. No lo decía, pero lo daba a entender. Bien, ya no está más y debemos encontrar un hombre que ocupe su lugar. Porque sé que habéis sido mi amigo y continuaréis siéndolo, he decidido designaros Arzobispo de Canterbury.
—¡Mi señor! —John de Grey se arrodilló y besó la mano de Juan.
—Mi estimado obispo —dijo Juan—, estoy seguro de que me serviréis bien, como lo hicisteis hasta aquí. Habéis sido un buen secretario y amigo, y sé que si ocupáis el trono del Primado se terminará el tiempo de los viejos entrometidos que se atreven a decirme cuál es mi deber.
—Os serviré con mi corazón y mi alma —aseguró el obispo.
—Lo sé y ahora enviaré mensajeros a Roma; aunque esa obligación me irrita, no me queda alternativa. Después, mi querido amigo, cuando seáis mi arzobispo, trabajaremos juntos por el bien del país, y pondremos a la Iglesia en el lugar que le corresponde.
Buen trabajo, pensó Juan, cuando se despidió del obispo de Norwich.
El papa, Inocencio III, que al nacer se llamaba Lotario de Segni, era un hombre de gran capacidad intelectual. Estaba destinado a ser papa desde el momento —unos dieciséis años antes— en que lo habían designado cardenal, cuando era papa su tío Clemente II. Poseía una excelente educación, tenía la mente de un jurista y se interesaba profundamente en los asuntos del mundo. No lo satisfacía ser la figura visible a la que se subordinaba la Iglesia mundial. Creía que todos los reyes y los gobernantes estaban sujetos a la ley de la Iglesia y por lo tanto, se encontraban bajo su control tanto como el clero.
Todos los papas conocían el conflicto que al parecer era inevitable entre los jefes de Estado y la Iglesia, e Inocencio estaba más decidido que la mayoría de sus predecesores a mantener sometidos a los gobernantes.
Hubert Walter había sido un arzobispo de Canterbury ideal, un hombre enérgico que había sido estadista tanto como eclesiástico. Inocencio deseaba que hombres semejantes acaudillasen a la Iglesia en el mundo entero.
Por lo tanto, lo sorprendió que Reginald llegase a Roma a pedir la aprobación de su designación como Arzobispo de Canterbury. Jamás había oído hablar de Reginald y, como este hombre había llegado envuelto en cierto secreto, Inocencio comprendió que seguramente había gente en Inglaterra que no deseaba verlo en el cargo de Primado. Supo que Reginald ya había sido elegido por los monjes de Canterbury, aunque ni el Rey ni los obispos habían aprobado la decisión. Inocencio decidió investigar cuidadosamente el asunto.
Envió emisarios a Reginald y pidió ver sus credenciales. Reginald aseguró a los emisarios que había sido elegido por los monjes de Canterbury, a quienes una antigua tradición otorgaba el derecho de elegir al arzobispo. En su invocación al Papa agregaba a su firma las palabras “Arzobispo Electo”.
El Papa no se mostró muy impresionado y dejó estar la cosa, mientras Reginald ardía de impaciencia en Roma. Había muchos que sabían por qué estaba allí y ante ellos el inglés habló más francamente de lo que la discreción mandaba, e insistió en que había sido bien elegido y elevado a la silla del Primado. Firmaba todos los documentos con las palabras “Arzobispo Electo”, y muy pronto el objeto de su misión fue bien conocido en Roma.
Era difícil suponer que todos desaprovecharían la oportunidad de informar del asunto a Inglaterra. Juan estaba en Westminster cuando recibió a un visitante que venía de Roma con novedades que según creía debían llegar a oídos del Rey.
Juan había archivado el tema de la elección del arzobispo, pues mientras no hubiese dignatario podía manipular las riquezas de la Sede, que eran considerables; y ahora estaba furioso.
Los monjes de Canterbury se habían atrevido a burlarlo. Habían elegido a su hombre y lo habían despachado a Roma para obtener la aprobación de su Papa. La perfidia de ese acto lo enfurecía.
Llamó a gritos a sus criados.
—Preparad un viaje. Salgo inmediatamente para Canterbury.
Cuando el Rey viajaba —cosa que hacía a menudo— nadie lo ignoraba. Marchaba a la cabeza de una caravana, acompañado por la Reina, y no lejos venían las literas y los portadores, por si los monarcas se fatigaban de cabalgar. Después, estaban los ministros, los caballeros, los cortesanos, los músicos, los actores y el resto; detrás seguían los carromatos atestados de lechos y utensilios de cocina, y quizá algunos muebles que interesaban especialmente a la pareja real. Detrás de los carromatos venían diferentes clases de criados y, a medida que el grupo avanzaba, se le unían vendedores ambulantes, prostitutas, artistas vagabundos, todos dispuestos a aprovechar ese golpe inesperado de la suerte; la posibilidad de incorporarse a la caravana real que se desplazaba a través del país.
Así, los monjes de Canterbury supieron que el Rey se acercaba y como sospecharon la causa, se sintieron dominados por el pánico. El primer acto del abad fue enviar inmediatamente un mensajero a Roma para repudiar a Reginald. Se había mostrado indiscreto y no había cumplido su parte del acuerdo; por lo tanto, se justificaba despojarlo de su investidura.
Entretanto, Juan y su séquito llegaron a Canterbury y el Rey visitó inmediatamente la abadía y reclamó que el abad y sus principales subordinados comparecieran ante él. Aparecieron, intimidados por la creciente cólera del Rey.
—Por las orejas, los dientes y los pies de Dios —gritó Juan con voz que arrancó ecos a la habitación abovedada—. Debí saber lo que esto significaba. ¿Traidores y canallas! De modo que habéis elegido vuestro arzobispo, ¿verdad? Víboras, intrigantes. Me habéis mentido. Aceptasteis a John de Grey y entretanto ocultabais el hecho de que ya se había elegido un hombre para el trono del Primado.
—No es así, no es así —exclamó el tembloroso abad—. No, mi señor, habéis sido informado mal.
Juan pareció calmarse un poco.
—Entonces, ¿cómo ha llegado a mis oídos la noticia de que habéis elegido al subprior Reginald? Lo habéis enviado a Roma para obtener la aprobación del Papa. Se vanagloria de que ya ocupó la Sede. Por los ojos de Dios, ya veréis que muypronto lo arrojo de su trono.
—No es así. No es así —era todo lo que el abad podía decir.
Juan lo aferró casi traviesamente por los hombros y lo miró a los ojos. En momentos así Juan era terrorífico: la sangre le enrojecía los ojos y las pupilas quedaban totalmente al descubierto; desnudaba los dientes y la crueldad y el sadismo se combinaban en su rostro.
—No me digáis “no es así, no es así —imitó al abad—. Pues sé lo siguiente, señor abad: no seríais tan loco que os atrevierais a contrariarme. ¿No vine yo mismo aquí y os dije que había designado a John de Grey?
—Mi señor, me dijisteis que creíais que sería un buen arzobispo.
—Y estuvisteis de acuerdo conmigo, de modo que no es concebible que me hayáis engañado así. No haríais tal cosa. ¿Cómo es posible que vos, un santo varón, os atreváis a mentir en un asunto de tanta importancia? El Cielo caería sobre vos, lo mismo que vuestro señor terrenal, mi buen abad. Por las piernas de Dios, no habría castigo suficientemente grande para un hombre capaz de tal perfidia. Me complace que seáis inocente de esta farsa: no me agradaría que me obligasen a cumplir con mi deber en vuestro caso. Tendría que ordenar que os cortaran la lengua... puesto que ha demostrado ser capaz de pronunciar tales mentiras.
Ahora el abad y sus monjes estaban reducidos a tal estado de terror que sólo deseaban calmar al Rey.
—Mi señor... mi señor... —balbuceó.
—Vamos, vamos —dijo Juan—. Habla. Ere inocente y los inocentes nada tienen que temer de mí. ¿Qué deseabais decirme?
—Que... elegiremos ahora al arzobispo, mientras estéis aquí, mi señor, y de ese modo no temeremos ofenderos.
—Bien dicho —dijo Juan—. Elegiremos a John de Grey. Después, habrá que enviar un representante a Roma, para obtener la confirmación del Papa. Un hecho que me irrita, pero es inevitable. Vamos, mis buenos amigos, procedamos, porque veo que en esto coincidimos del todo.
De modo que antes de que Juan saliese de Canterbury, su protegido John de Grey había sido elegido arzobispo y se arregló que se enviaría a Roma una delegación que informara de la elección al Papa y obtuviese su aprobación.
Cuando Reginald supo que el grupo había llegado a Roma se enfureció. Sin duda, era desconcertante que la diputación viniera respaldada por la autoridad del Rey. Pero Reginald era un hombre decidido a imponer sus derechos. Lo habían elegido arzobispo, había participado de la ceremonia y, si podía evitarlo, no lo arrojarían a un costado. Envió nuevas pruebas de su elección al Papa, que ya había recibido a la delegación del Rey.
Entretanto, los obispos habían sabido que había dos candidatos para el arzobispado y ninguno de estos hombres contaba con su apoyo. Quienes estaban en Roma inmediatamente enviaron sus protestas al Papa.
Inocencio estaba irritado. Todo eso era muy poco ortodoxo. En primer lugar, debía deplorarse la elección secreta e Inocencio estaba bien informado de los asuntos de Estado para comprender que John de Grey era el hombre del Rey y que el Papa podía esperar de él escaso apoyo para la Iglesia. Si bien como todos los papas se consideraba el gobernante supremo, sólo los tontos corrían el riesgo de irritar a los reyes poderosos, y eso, aunque la Iglesia debía, de acuerdo con la opinión del Papa, imponerse a los gobernantes temporales; por lo tanto no podía desafiar a Juan. Pero decidió que su hombre no sería el arzobispo de Canterbury.
Inocencio creía que cuando se presentaba una dificultad de este carácter mucho se obtenía dejando pasar el tiempo; pero finalmente adoptó una decisión.
La elección de Reginald no se había realizado con propiedad y por lo tanto, él no la aprobaría. De todos modos, había sido una elección y de hecho, Canterbury tenía arzobispo cuando se eligió a John de Grey. Por lo tanto, su elección era nula. En resumen, el arzobispado de Canterbury estaba vacante.
Inocencio llegó a la conclusión de que era una excelente oportunidad para proponer a su propio candidato y en efecto, tenía en mente a un hombre. Era cierto Stephen Langton. El Papa pensaba que nada podía objetarse a Langton, pues se lo consideraba el eclesiástico más ilustre y erudito de su época. Más aún, era inglés, pues había nacido en ese país. Era cierto que había vivido allí muy poco, pues había estudiado en la Universidad de París, donde tenía su residencia hasta un año antes. Allí había dictado clases de teología y conquistado cierta reputación como uno de los hombres más sabios de su tiempo. El rey Felipe, que conocía sus cualidades, le había demostrado mucha amistad; más aún, era hombre de elevada jerarquía moral.
Más o menos un año antes Inocencio había llegado a la conclusión de que debían reconocerse los méritos de este hombre, y lo había llamado a Roma, donde lo designó cardenal de San Crisógono. Dictaba clases de teología en Roma y se había convertido en amigo del Papa que veía en Langton a un hombre capaz de prestar grandes servicios a la Iglesia.
Inocencio había sabido que cuando Stephen Langton recibió la invitación para ir a Roma, el rey Juan le había escrito para felicitarlo por su ascenso. Juan había dicho que él mismo pensaba invitarlo a la corte inglesa, pues creía que un inglés tan ilustre debía residir en su propia patria. Pero como estaba en Roma y cerca del Papa abrigaba la esperanza de que no olvidase su condición de inglés.
El Papa estaba bastante divertido. De modo que Juan creía tener un defensor en la corte papal, ¿eh? Tendría que comprender que Stephen Langton no era hombre a quien pudiese sobornarse o intimidarse. Era un individuo que defendería sus principios en cualesquiera circunstancias y era un firme defensor de la Iglesia, a la que siempre apoyaría contra los gobernantes temporales.
De modo que convocó a una asamblea de monjes y obispos y les dijo que había elegido a Stephen Langton y que debían coincidir con él en que no existía una persona más apropiada para el cargo. Por lo tanto, propuso elegirlo arzobispo de Canterbury. La sede estaba vacante, a causa de la muerte del buen arzobispo Hubert. Como se había realizado de un modo heterodoxo, la elección secreta de Reginald carecía de valor y otro tanto podía decirse de la elección de John de Grey, porque se había celebrado antes de la eliminación de Reginald. Ninguno de estos hombres parecía elegible y todos debían coincidir con él en que Stephen Langton reunía las condiciones necesarias.
Los monjes estaban atemorizados, pero el Papa estaba cerca y el Rey bastante lejos, y el primero podía ser impresionante. En sus manos residía el poder de excomunión temido por todos los hombres, pues morir en esa condición implicaba verse excluido del Cielo y condenado al fuego eterno.
De todos modos los monjes estaban inquietos. A su debido tiempo tendrían que regresar a Inglaterra y afrontar la cólera del Rey. Por otra parte, debían aceptar esa situación o soportar el enojo del Papa. En su condición de hombres de la Iglesia debían temer a su jefe espiritual más que al temporal.
Pero hubo una excepción. Elías de Brantfíeld se abstuvo. El resto eligió a Stephen Langton como arzobispo de Canterbury.