LA PROFECÍA

A medida que pasaban las semanas, la suerte de Juan parecía más lamentable. Los barones murmuraban acerca del Rey y se preguntaban cuánto tiempo tendrían que soportar el gobierno de un rey que creía tener derecho a abusar de las esposas de sus súbditos e imponerles las multas más ridículas, que de hecho eran sobornos y exacciones.

Los miembros de la familia Braose jamás olvidarían el destino de Matilda y su hijo. Arrojar a una mazmorra a una mujer de su edad y dejarla allí que muriese de hambre era monstruoso cuando su única falta había sido rehusar el dinero que se exigía de su familia y desafiar al Rey cuando éste reclamó la entrega de rehenes. Una actitud muy comprensible, afirmaban todos, cuando se recordaba el destino de Arturo. Y parecía que ahora todos pensaban en el destino de Arturo. Felipe de Francia reclamaba la aparición del joven duque, pues sabía muy bien que pedía algo imposible. Estaba dispuesto a aprovechar todo lo que pudiera usarse para desacreditar a Juan.

Eustace de Vesci excitaba a los barones contra Juan; ciertamente, los nobles no necesitaban que los aguijonearan mucho. Estaban muy dispuestos a acusar al Rey y muchos se reunían para analizar lo que podía hacerse.

Había uno que lamentaba el curso que los acontecimientos estaban siguiendo y que decidió realizar un esfuerzo más para salvar la monarquía. Era William Marshall, que fue a ver a Juan.

El Rey, que comenzaba a comprender que no tenía amigos, y que esa situación podía significar que corría grave peligro de perder su reino, acogió cálidamente a Marshall.

—Mi señor —dijo William—, he venido a hablaros francamente, aunque quizá eso no os agrade demasiado. Pero debo hablaros, pues si no hacemos algo rápidamente, el desastre se abatirá sobre este país y sobre vuestra casa real.

—Decid lo que pensáis —dijo el Rey.

—En tal caso, diré que es absurdo permitir que las cosas continúen como ahora. Los barones están descontentos.

—¡Malditos sean los barones! —murmuró Juan.

—Mi señor, podéis maldecirlos, pero no olvidéis que vuestra maldición afectará al país entero, del mismo modo que ellos ahora comienzan a afectarlo con su insatisfacción.

—¿Quiénes son los barones para demostrar su desagrado? —preguntó Juan—. ¿Soy el rey o no lo soy?

—Por ahora sí —dijo francamente Marshall—, pero quién sabe cuánto tiempo continuaréis siéndolo si las cosas se orientan en la dirección que ahora tienen.

—Marshall, os mostráis demasiado temerario, pues me parece que estáis criticándome.

—Os advertí que me mostraría temerario. Siempre lo fui, y si no estáis dispuesto a soportar mi temeridad más valdrá, para mutuo beneficio, que me retire.

—No —dijo Juan—, continuad.

—Mirad el estado en que nos encontramos. ¡Interdicción! ¡Excomunión! Desórdenes internos y. lo que es quizá más grave, Felipe esperando su oportunidad.

—Por las orejas de Dios, lo arreglaré si se atreve a poner el pie en este país.

—Mi señor, se apoderó de Normandía. Os quedan reducidos territorios allende el Canal. Por el amor de vuestros antepasados, no permitáis que os arrebaten Inglaterra.

Juan sintió miedo. Si había un hombre en quien podía confiar, era Marshall. Tenía que escucharlo. Lo sabía. Tenía que aceptar su consejo, porque sabía que era válido y que Marshall sólo tenía en cuenta el bien de Inglaterra.

—Las dificultades se agravaron a causa de la disputa con Roma —dijo Marshall—. Mi señor, vuestro primer paso debe consistir en resolver esa disputa.

—¿Cómo?

—Aceptad a Stephen Langton.

—He jurado no hacerlo.

—Tal vez, pero mi señor, está en juego una corona. Si no hacéis la paz con Roma, en poco tiempo un rey francés ceñirá la corona de Inglaterra. Aquí hay muchos que acogerán de buen grado a Felipe.

—Seguramente son traidores.

—Hay hombres que rechazan este modo de gobernar a Inglaterra. Hay muchas cosas que no les agradan. Preparaos para la traición, mi señor, donde menos la esperáis.

—¿Vos, Marshall?

—Estoy aquí para salvar vuestro reino, para ofreceros mi ayuda y mi apoyo, que no son desdeñables. Quienes murmuran contra vos aman a su patria. Os servirían bien. Pero protestan contra los impuestos injustos, la interdicción, la excomunión y vuestro modo de gobernar. Por lo tanto, creen que beneficiará al país aceptar como rey a Felipe. Devolverá Normandía a la Corona y, con todo esto y Francia, Felipe será el gobernante más poderoso del mundo.

—¿Y me pedís que me presente humildemente ante Inocencio?

Estoy convencido de que ha llegado el momento de concertar la paz con Roma.

—Pero esto significará faltar a mi palabra. He jurado que jamás aceptaría aquí a Stephen Langton.

—Mi señor, hay momentos en que es sensato y conveniente faltar a nuestra palabra. Esta es una de esas ocasiones.

—¿Qué pensará de mí la gente?

Marshall curvó los labios.

—Nada peor —dijo bruscamente— de lo que ya piensa.

—¿Y me proponéis enviar mensajes al Papa y reconocer que estoy dispuesto a recibir aquí a Langton?

—En efecto —dijo Marshall—, porque veo claramente que si no lo hacéis no seréis mucho tiempo rey de Inglaterra.

Marshall medio esperaba que el monarca tuviese un acceso de cólera. No fue así, lo cual sugería que el monarca inglés estaba realmente atemorizado ante la situación en que ahora se encontraba.

—Enviaré ahora mismo una embajada a Inocencio —dijo Juan—. Incluso aceptaré a Langton.

Reinaba mucha excitación en Yorkshire, porque un anciano llamado Peter de Pontefract afirmaba haber tenido una visión. Peter era un ermitaño que vivía en una caverna, a cuya entrada la gente solía dejar alimentos; afirmaban que era un hombre de cualidades poco usuales.

Había profetizado que antes del día de la Ascensión el Rey Juan dejaría de reinar. En vista de las condiciones que prevalecían, no parecía una profecía irrazonable y se la repitió en todo el territorio de Yorkshire. Comenzó a difundirse en otros condados con tal persistencia que ahora Peter de Pontefract era conocido en todo el país.

Agobiado por las dificultades, meditando las advertencias de Marshall, Juan vivía dominado por un temor supersticioso, y así durante sus viajes por el Norte exigió que le trajesen a Peter.

El anciano no exhibió signos de que temiese al Rey. Compareció ante el monarca sin demostrar respeto ni irrespetuosidad. Sólo mostró indiferencia.

Juan comenzó a gritar en actitud prepotente.

—¿Qué estuviste diciendo acerca de mi persona en distintos lugares del país?

—Me limité a decir lo que pensé —contestó Peter—. Si la gente lo repite, no es mía la culpa.

—Pero a mí me importa —exclamó el Rey—. Dices que no reinaré después del día de la Ascensión.

—No lo dije yo. Fueron las voces.

—¿A quién crees que pertenecen esas voces?

—Tal vez, a Dios o a los poderes.

—Y dime, ¿cómo perderé mi reino? —preguntó Juan.

—Eso no lo sé —fue la respuesta—. Sólo puedo deciros que lo perderéis.

—Creo que mientes.

—No es así, mi señor.

—¿Sabes lo que se hace a los mentirosos?

Peter elevó los ojos al ciclo y contestó:

—Lo que deba ser será y lo que vos me haréis no fue revelado.

—Peter de Pontefract, debería temblarte el cuerpo.

—No, mi señor, digo lo que debo decir, y lo que me informan los espíritus. Ellos afirman que no reinaréis después del día de la Ascensión y que ocupará vuestro trono un hombre más grato a Dios.

De pronto, Juan perdió los estribos.

—Llevaos a este hombre —gritó—. Arrojadlo a un calabozo en Corfe.

Peter conservó la serenidad mientras se lo llevaban.

—Conocerás tu suerte el día de la Ascensión —gritó Juan—. Te conviene comenzar ahora mismo a rezar por tu alma porque después lo pasarás mal.

Peter se limitó a sonreír y mientras se lo llevaban mantuvo unidas las palmas de las manos.

Inocencio conocía la situación en Inglaterra. Los barones estaban dispuestos a alzarse en armas y si se permitía que Inglaterra continuase mucho tiempo más con la interdicción y con un rey excomulgado, parecería que la cólera de Roma ya no era eficaz. Inocencio no podía permitir que continuase esa situación y convocó a Stephen Langton —a los ojos del Papa el auténtico arzobispo de Canterbury— y le dijo que deseaba que fuese inmediatamente a ver al Rey de Francia.

—No podemos permitir que Juan continúe reinando en Inglaterra —dijo—. Me propongo derrocarlo y pediré al Rey de Francia que me ayude. Sé muy bien que está ansioso por proceder en este sentido.

Stephen Langton se mostró sorprendido, pues no creía que Inocencio deseara acrecentar el poder de Felipe; pero comprendió el punto de vista del Papa. Juan estaba burlándose de Roma, pues continuaba aceptando la interdicción y la excomunión como si fuesen cosas que poco le importaban; por otra parte, nada hacía para obtener la anulación de ambas medidas.

El arzobispo partió para París y, apenas había salido, cuando llegó a Roma la embajada de Juan con un mensaje urgente del monarca inglés al Papa; decía que estaba dispuesto a aceptar a Stephen Langton. En consecuencia, se ordenó a Stephen que regresara inmediatamente a Roma. El Papa declaró ahora su disposición a retirar la amenaza de deponer a Juan si éste ratificaba sus promesas.

Entretanto, Felipe había reunido un ejército y una flota para pasar a Inglaterra. Estaba decidido a iniciar la invasión, y como era evidente que Juan no tenía aptitud suficiente para ceñir la corona, Felipe proyectaba quitársela. Ningún monarca francés había gobernado jamás en Inglaterra. Felipe había realizado su ambición, que era reconquistar Normandía. Había cosechado otros éxitos, pero capturar a Inglaterra implicaría elevarse a la categoría de héroe, como había sido el caso de Guillermo el Conquistador.

Era sorprendente cómo la gente acudía al llamado de Juan. Quienes rehusaban acompañarlo a luchar del lado opuesto del Canal tenían una actitud muy diferente cuando se trataba de su propio país. Si los franceses esperaban para atacar, encontrarían a los ingleses dispuestos a enfrentarlos. Nunca aceptarían como propio al rey francés. Con todos sus defectos, preferían al inglés Juan. Este pudo reunir una nutrida flota. Los Cinco Puertos habían cumplido sus promesas. El país entero se unía bajo los estandartes de Juan y hacía mucho tiempo que el monarca no sentía tanta confianza en sí mismo.

En lugar de los franceses, llegó a Dover el legado del Papa. Había venido a marchas forzadas desde Roma, con mensajes especiales para el Rey de Inglaterra.

El legado papal era Pandulfo, un romano que había sido funcionario de la corte papal de Inocencio y venía acompañado por un caballero de San Juan llamado el hermano Durando. Juan los había conocido a ambos en una ocasión anterior, cuando habían venido por asuntos papales; y esta vez los recibió con más calor que anteriormente.

Juan había comentado con Marshall las condiciones que el Papa presumiblemente exigiría; y según el consejo de William convenía aceptarlas, aunque pudieran parecer un tanto drásticas.

En opinión de Marshall, no podía confiarse en los barones, y aunque apoyaban a Juan ante la perspectiva de una invasión francesa, en el fondo estaban fatigados del dominio del Rey; y si pensaban que estarían mejor bajo el gobierno de Felipe, podían decidir que les convenía cambiar de bando. Ver reunido al ejército, contemplar las naves dispuestas a luchar contra los barcos franceses, era un espectáculo muy agradable. Pero Marshall conocía la medida de la impopularidad de Juan y no confiaba en quienes se habían reunido para ayudarle. De ahí que opinase que si era posible Juan debía concertar la paz con el Papa.

Las primeras palabras de Pandulfo indicaron a Juan qué importante era para él firmar la paz con Roma.

—Cuando venía hacia aquí —dijo Pandulfo—, atravesé Francia y pedí audiencia a su Rey. En nombre del Papa le pedí que no intentase invadir Inglaterra antes de que yo os hubiese visto. Mucho dependerá de la actitud que adoptéis ahora. Si aceptáis las condiciones del Papa, no habrá invasión francesa, pues la Santa Sede no lo permitirá y el Rey de Francia no se atreverá a emprender una operación tan riesgosa, mal vista por Dios porque Roma la ha prohibido.

Juan dijo:

—Deseo conocer vuestras condiciones.

Marshall había acertado cuando dijo que las condiciones serían duras. No podían ser más rigurosas, pues el Papa insistía en que Juan entregase la corona al pontífice, quien después se la devolvería, convirtiendo así al monarca inglés en vasallo de la Santa Sede. El Rey de Inglaterra sería vasallo del Papa.

¡Vasallo del Papa! Qué bajo había caído. ¿Qué hubiera dicho Guillermo el Conquistador si lo hubiese visto desde el Cielo? El país que él había conquistado y conservado con gran sacrificio, entregado a Roma, ¡y su Rey convertido en vasallo!

Una amarga cólera dominó a Juan, no la violenta irritación que él conocía muy bien. En este sentimiento había tristeza; lamentaba que hubiese sobrevenido ese estado de cosas.

Pensó: “El mundo entero está contra mí”.

—Si no aceptáis —dijo Pandulfo, Su Santidad autorizará la invasión de Felipe. Tiene un ejército poderoso reunido del otro la del Canal. El Papa le ofrecerá la ayuda que él necesita y el Rey de Francia retendrá la corona de Inglaterra bajo la protección de Roma.

Juan guardó silencio. Estaba dispuesto a aceptar a Stephen Langton, porque era inevitable; permitiría el regreso del clero exiliado y compensaría a la Iglesia por la pérdida que había sufrido cuando el propio Juan confiscó gran parte de sus tierras y riquezas. Pero no había pensado en ser él mismo vasallo de Roma.

Conversó con William Marshall, a quien el proyecto entristecía tanto como a Juan. Pero Marshall creía —y Juan compartía su opinión— que era el único modo de salir de una situación peligrosa.

—Si aceptáis dijo William, obtendréis ciertas ventajas. Tal vez Felipe no obedezca la orden de retirada del Papa, pero si intenta la invasión contrariando los deseos del Santo Padre muchos no mostrarán entusiasmo por seguirlo. Los barones que aquí están dispuestos a rebelarse contra vos no tendrán el apoyo del Papa. Se anulará la interdicción y los beneficios de la Iglesia retornarán a Inglaterra. Pensad en eso. Habrá entierros y servicios religiosos y las puertas de las iglesias se abrirán nuevamente para el pueblo. Mi señor, debéis hacerlo. Es una situación lamentable, pero tenemos aquí el mejor modo de resolver nuestras dificultades.

Juan dijo:

—A menudo pienso en el ermitaño del castillo de Corfe.

—Ah, la profecía. ¿Cuándo debía cumplirse?

—El día de la Ascensión.

—Que llegará muy pronto.

Los dos hombres se miraron con expresión grave. Después, Juan dijo:

—Lo haré —afirmó. Seré vasallo del Papa.

—Es mejor eso —observó William Marshall— que convertirse en el enemigo derrotado del Rey de Francia.

Así, se cumplió la ceremonia de retirar la corona de la cabeza de Juan, para simbolizar su sometimiento al Papa, y se la devolvió inmediatamente a su lugar para indicar que el Papa nuevamente la había concedido. Juan continuaba siendo rey de Inglaterra, pero ceñía la corona como vasallo del Papa; lo cual, según afirmó Juan, era motivo de regocijo, porque significaba que la Sagrada Roma era la protectora del Rey y del país.

Juan estaba muy satisfecho. Había resuelto bien sus dificultades. Era cierto que había tenido que aceptar a Stephen Langton, pero ya se ocuparía de recortar las uñas del arzobispo cuando éste viniese a Inglaterra, y lo mismo que sus predecesores no estaba dispuesto a permitir que la Iglesia estorbase la acción del Estado; pero durante un tiempo podía suspirar aliviado y sonreír burlonamente al pensar en el ejercito que Felipe había organizado para invadir a Inglaterra; en definitiva, se felicitaba de haber sorteado hábilmente una situación muy alarmante.

Dijo a su pueblo que había llegado el momento de festejar. La interdicción había terminado y las campanas de las iglesias repicarían nuevamente. Se había restablecido la amistad entre Inglaterra y Roma; más aún: se había concertado una importante alianza y la Santa Sede había desplegado sus alas protectoras sobre el país. Que se levantaran pabellones en la campiña de Kent; que hubiese cantos y bailes en las calles de Dover. En lugar de guerra habría festejos. En lugar de invasión extranjera el rey inglés gobernaría sobre los habitantes. Todo estaba bien en Inglaterra.

El pueblo siempre estaba dispuesto a festejar. Oyeron repicar las campanas de las iglesias y a todos pareció un sonido muy melodioso: la gente hablaba con afecto del rey Juan, que tan hábilmente había salvado al pueblo de los invasores franceses; todos bailaban y cantaban y se encendieron fogatas sobre las colinas de Kent.

Quienes habían proclamado su fe en Peter de Pontefract dijeron que la profecía se había realizado. Juan había perdido su corona hacia el día de la Ascensión, pero lo que Peter no había visto era que debía recuperarla. Algunos señalaron que la profecía afirmaba que Juan perdería su corona y que la ceñiría alguien que gozaba del favor de Dios. Bien, también ese aspecto de la profecía se había cumplido. El hombre que había recuperado la corona era vasallo del Papa y, por consiguiente, era un individuo distinto. A los ojos de Dios, quien estaba bajo la protección del Santo Padre gozaba evidentemente del favor divino.

En definitiva, todos podían sentirse felices y era fácil olvidar los altos impuestos y las cóleras del Rey que provocaban verdaderos desastres a quien desagradase al monarca. Aunque fuese un solo día, todos deseaban festejar y manifestar su ciega fe en el futuro.

Juan no estaba dispuesto a olvidar a Peter de Pontefract. Ese hombre lo había inquietado bastante. Lo enfurecía el modo en que se había plantado ante él, con esa expresión fanática en los ojos, como si hubiera sido un mensajero de Dios.

¿Y qué decía ahora el pueblo? Deformaba la profecía para adaptarla a la realidad de los hechos. Juan había odiado a ese hombre desde el momento que apareció para afirmar audazmente que el lugar del monarca inglés sería ocupado por otro más digno a los ojos de Dios.

Un rey no debía permitir que los hombres le hablasen así. No podía tolerar que Peter de Pontefract viniese para anunciar otras profecías por el estilo. Porque eso precisamente era lo que aquel hombre haría, de eso estaba seguro. Y conseguiría que lo escuchase una parte del pueblo. Hombres como éste debían ser eliminados.

Ordenó que retirasen a Peter de su calabozo en Corfe, y que lo ahorcaran. Pero ante todo, como advertencia a quienes creyesen que tenían el don de la profecía y por esta vía pensaran que podían conspirar contra el Rey, se lo ataría a la cola de un caballo para arrastrarlo hasta el lugar de la ejecución, donde lo colgarían en un patíbulo, con el fin de que todos pudiesen ver el destino que aguardaba a quienes se comportaban de manera semejante.

Se cumplieron las órdenes del Rey y, tan voluble era el pueblo, que quienes habían apoyado a Peter y afirmado que en verdad era un gran profeta y un hombre de Dios, temerosos de ofender al Rey ahora lo vilipendiaban.