LA CORONACIÓN DE JUAN

Qué emocionante entrar a caballo en Chinon. Lo que tanto había ansiado poco después caería en sus manos. ¡Ricardo muerto! El hombre que había disparado la flecha merecía una recompensa; no podía haber complacido más a su nuevo Rey. Juan rió en voz alta. Le habría agradado conocer las reacciones de los señores, los caballeros y los barones cuando dijese: “Traigan ante mí a ese hombre”. Traerían al hombre, encogido y temeroso, y Juan jugaría un rato con él, de modo que creyese que una espantosa tortura lo esperaba, y después le ofrecería tierras y títulos: “Me habéis servido bien. Ve en paz”.

Por supuesto, no sería así. Al principio tendría que atenerse un poco a las convenciones. Pero pensó: por las orejas de Dios, cuando sea rey y haya asegurado la corona sobre mi cabeza, haré lo que me plazca y los hombres tendrán que aceptarlo o padecer las consecuencias.

¡Qué glorioso futuro! Hombre bendito que disparaste la flecha, eres mi fiel servidor. El viejo Corazón de León ya no existe. El terror de los sarracenos, el gran cruzado que abandonó su propio país para conquistar gloria en Tierra Santa, ahora no es más que un cadáver... ha muerto, y se llevó consigo toda la gloria. El camino está expedito para Juan.

Arturo... ¡Bah! ¿Qué tenía que temer de Arturo?

El castillo de Chinon jamás le había parecido tan bello como esa mañana de abril. Juan nunca se había sentido tan complacido con la vida.

Ahora tendría que afrontar la primera prueba. ¿Qué haría si el guardián del tesoro rehusaba entregarlo? Pero no dudaba acerca de los pasos que debía dar. Atravesaría con la espada al individuo y lo tomaría por la fuerza.

Entró a caballo en el castillo. No hubo resistencia. Se estremeció complacido. Lo reconocían como duque y Rey.

El tesoro era suyo.

Encontró un mensaje de su madre, quien ya había ordenado que le entregasen el tesoro. Estaba en Fontevraud, donde se celebraría el funeral. Juan, ahora duque de Normandía, conde de Anjou y Rey de Inglaterra, debía acudir a Fontevraud para rendir el último homenaje a su hermano.

Juan vaciló. Nadie debía impartirle órdenes. Después, comprendió que resistir era absurdo. Su madre conocía el procedimiento, y lo apoyaba, hecho que colmaba de regocijo a Juan. La resistencia que Arturo y los bretones pudiesen presentar sería sofocada rápidamente. La madre de Juan ejercía gran influencia, y él debía mostrarse humilde durante un tiempo. Había que representar el papel, y a Juan siempre lo complacía representar papeles que engañaban a la gente. Ahora debía mostrarse como un hermano dolorido, un poco agobiado por la pesada responsabilidad que le había caído en suerte —un papel que él podía representar bien y que le depararía considerable placer.

Ahora que se había adueñado del tesoro angevino, se dispuso para ir a Fontevraud. Pero primero, por consejo de su madre, ordenó llamar al obispo Hugh de Lincoln, el más respetado de los prelados ingleses; de acuerdo con la opinión de Leonor, su presencia impresionaría al pueblo.

Juan así lo comprendió, e interiormente se sintió muy divertido al pensar que estaba en compañía de un hombre así —pues antaño el propio Juan se había mostrado poco respetuoso hacia hombres como Hugh, que gozaba de una notable reputación de santidad.

Sin embargo, por el momento debía frenar sus ímpetus, y mostrar un rostro grave a la gente.

Hugh llegó y lo bendijo. Juan observó con desagrado que el obispo no parecía dispuesto a tratarlo con mucho respeto, pese a que lo reconocía como al Rey. Esos eclesiásticos parecían creer que todos eran sus hijos. El nuevo monarca no estaba dispuesto a soportar demasiado tiempo su predicación, y ese hombre debía cuidar el modo en que trataba a su nuevo soberano. Ricardo no había permitido que Hugh lo presionase, pese a que había prestado cierta atención al ermitaño de los bosques que solía reprenderlo por la vida que llevaba. ¿Ah, pero lo había escuchado sólo cuando ya estaba al borde de la muerte!

Como todos saben, pensó alegremente Juan, el lecho de muerte es el lugar apropiado para el arrepentimiento; pero antes de llegar a eso, uno debe cometer pecados suficientes, de modo que el ansia de piedad sea irresistible.

- Dios os bendiga, mi señor —dijo Hugh, abrazándolo.

Juan le agradeció y propuso que ambos regresaran inmediatamente a Inglaterra.

Deseaba celebrar cuanto antes la ceremonia en la Abadía de Westminster, y no se sentiría del todo feliz mientras la corona no estuviese sobre su cabeza. Un rey no era rey sino después que se había celebrado esa importantísima ceremonia. Y puesto que Arturo acechaba en la sombra, no había que perder un minuto.

Hugh comenzó rehusándose a viajar a Inglaterra. En ese momento no podía hacerlo. En cambio, iría con el Rey hasta Fontevraud, pues convenía que Juan visitase la tumba de su hermano.

Ya estamos, pensó Juan. La Iglesia imponiéndose a la Corona. Muy bien, mi anciano prelado. Por el momento... hasta que yo esté firmemente instalado en el trono... y después tendrás que apartarte de mi camino, porque de lo contrario te aplastaré.

Poco después llegaron a Fontevraud para rendir homenaje a las tumbas de Enrique II y Ricardo.

Juan se arrodilló junto a la tumba de su padre, y recordó los últimos días de la vida del anciano, cuando él lo abandonó porque entonces le convenía más unirse a Ricardo. No podía dejar de sentirse un poco inquieto en un lugar tan solemne; recordaba claramente la mirada de su padre cuando él le dijo que era el único de sus hijos que le parecía digno de confianza. Esa vez Juan había reído para sus adentros, y se había felicitado de su excelente representación; pensó entonces que era muy astuto. Pero aquí, en la atmósfera solemne de la abadía, sintió algo que parecía un reproche de su propia conciencia, aunque más probablemente se trataba del miedo a las represalias que podían tomar los muertos. Ahí estaba Ricardo, que había descendido a la tumba pocas horas antes — Ricardo, cuya muerte él había deseado mil veces. ¿Era posible que los muertos no abandonasen la tierra al morir, y que permanecieran en ella para perseguir a quienes los habían ofendido? Pensamientos mórbidos. Y allí estaba ese obispo fantasmal, mirándolo con desaprobación, decidido a continuar la guerra entre la Iglesia y el Estado.

Todo eso era pura fantasía. Esos dos hombres habían muerto... estaban acabados... para ellos la gloria terrenal había terminado; y su desaparición significaba que Juan tenía lo que siempre había deseado.

Se incorporó, se acercó a la puerta del coro y llamó. Tras un enrejado apareció una monja. Explicó que la abadesa había salido, y que la regla imponía que en su ausencia no se admitiese a nadie.

Juan pensó: gracias a Dios. Estaba fatigado de esas peregrinaciones piadosas. Deseaba terminar todo eso y llegar a Inglaterra. ¡Oh, la gloria de su propia coronación! Recordó la de Ricardo, celebrada no mucho antes, y su propio sentimiento de envidia porque Ricardo era el hombre que ceñía la corona y llevaba el cetro. Ahora es mi turno, pensó regocijado. Se sintió agradecido a la anciana abadesa porque se había ausentado.

Se volvió hacia Hugh y dijo:

- Dígales que prometo beneficios para esta casa. Me comprometo a ello. Quizá, a cambio recen por mí.

Hugh lo miró escéptico. No confiaba en la nueva piedad que revelaba un hombre de quien se decían tantas cosas, muchas de ellas comprobadas.

- No puedo prometer nada en vuestro nombre si no estoy seguro de que se cumplirán las promesas. Sabéis muy bien que detesto la falsedad, y la promesa formulada e incumplida es precisamente eso.

—Lo juro —exclamó Juan—, juro que mis promesas serán cumplidas.

—En tal caso, transmitiré vuestro mensaje a las hermanas pero si faltáis a vuestra palabra, no olvidéis que estáis ofendiendo a Dios.

Juan inclinó la cabeza, en actitud de fingida piedad.

Mientras salían de la iglesia, el obispo comenzó un sermón acerca de la necesidad de gobernar bien. El nuevo Rey tendría que afrontar seriamente su tarea; Dios le había confiado una importante misión. Al propio monarca le convenía ejecutarla lo mejor posible.

—Conservaré la corona —se vanaglorió Juan. De los pliegues de su capa extrajo un adorno con una cadena de oro, y lo mostró al obispo.

—Veis este amuleto. Fue regalado a uno de mis antepasados y ha llegado hasta mí. Mi padre me lo dio. Fue cuando quiso que lo sucediera en el trono. Afirma la leyenda que mientras esta piedra esté en poder de nuestra familia, jamás perderemos nuestros dominios.

—Mi señor, haríais bien —contestó secamente el obispo—, en confiar en la Piedra Angular.

Juan se apartó con una mueca.

Permanecieron un momento en el porche, en cuyas paredes se había esculpido una escena del Juicio Final. Dios ocupaba su trono, y a un lado se describían las torturas que esperaban a los pecadores y al otro los ángeles que se elevaban hacia la bienaventuranza celestial.

—Mi señor, os ruego — dijo el obispo—, que miréis bien esto. Ved lo que espera a quien falta a las leyes divinas.

—Mi buen obispo, no miréis eso —replicó Juan—. Más bien volved los ojos hacia el otro lado. Los ángeles ascienden hacia el Paraíso. Ese es el camino que yo recorreré.

El obispo lo miró inquieto. Esa virtud había aparecido tan súbitamente que no le parecía plausible.

Viajaron a Beaufort, donde lo esperaban la reina Leonor, con la dolorida viuda Berengaria, y Joanna, la hermana de Juan. Leonor abrazó afectuosamente a Juan.

—Es un día triste para todos —dijo—. Tu hermano, nuestro gran Rey, abatido en la flor de la edad por la flecha de ese loco.

- Fue lamentable —replicó Juan—. El hombre que sobrevivió a la guerra de Tierra Santa y a las crueles cárceles en un castillo enemigo, ¡terminar así!

Estaba examinando atentamente a Berengaria. ¿Y si después de todo estuviese embarazada? La idea era demasiado horrible. Habría que eliminarla antes de que apareciese en escena otro rival. Ya era bastante desagradable la presencia de Arturo.

Se volvió hacia Joanna, que evidentemente estaba embarazada.

- Mi querida hermana, es una ocasión muy triste. Confío en que no haya perjudicado al niño que llevas en tu seno.

Joanna se volvió para ocultar las lágrimas.

- Era un hombre tan maravilloso —dijo.

- Compartimos el mismo dolor —murmuró Juan, obligando a temblar a su voz—. Y mi querida cuñada... sin duda para vos es muy doloroso.

Sostuvo las manos de Berengaria y la miró en los ojos. Estaba pensando: ¡No te atrevas a estar embarazada! No, no es el caso. Ricardo nunca lo deseó. No quiso tener un hijo.

- ¡Venid a mis habitaciones privadas! —dijo su madre. Una mujer admirable. Todos habían creído que vivía recluida. Pero cuando sobrevenían episodios como ése ella siempre estaba dispuesta a luchar por la familia; Juan agradeció al destino, que había llevado a Leonor a pensar que él debía heredar el trono. ¿Qué habría ocurrido si ella se hubiese inclinado por Arturo? No, en el caso de Leonor un hijo estaba antes que un nieto.

Apenas estuvieron solos, Juan comprendió inmediatamente que ella se sentía inquieta. Estaba profundamente dolorida por la muerte de Ricardo.

- Este ha sido un golpe terrible para mí —dijo—. Jamás creí posible que él me abandonase. Solía preocuparme por su seguridad cuando estaba en Tierra Santa, durante ese período terrible, cuando no supimos cuál era su paradero. Pero cuando regresó... fuerte y valeroso como siempre, nunca creí que moriría antes que yo, y que me dejaría sola.

Tratando de dominar su resentimiento, Juan le sostuvo la mano y la besó.

—Madre, aún tienes un hijo —le recordó.

—Tú, Juan... el menor de los hermanos. Y ahora eres el Rey.

—Es una grave responsabilidad.

—Me alegro de que lo comprendas. —Lo miró astutamente—.No será fácil. Sin duda lo sabes. Tendrás que afrontar conflictos más graves que los que agobiaron jamás a Ricardo.

—Sí —dijo Juan, apretando los labios—. Está Arturo.

—William Marshall cree que tienes más derechos que Arturo.

—William Marshall. —La alegría se manifestó un instante en el rostro de Juan. Era uno de los hombres más influyentes de Inglaterra, un hombre famoso por su integridad. Tenía sus propios partidarios.

—Lo envié a Inglaterra con el fin de que prepare al pueblo que debe recibirte, y lo convenza de que te acepte como el verdadero Rey.

—Siempre fuiste la mejor de las madres.

—Con la ayuda de Hubert Walter, Marshall convencerá al pueblo, de que eres el verdadero Rey.

—En realidad, la Iglesia debe intervenir en esto.

—Hubert es Arzobispo de Canterbury. Presidirá la ceremonia de la coronación. Su aprobación es esencial.

—¿Y crees que la concederá?

—Si vacila, Marshall lo convencerá. Juan, tendrás que frenar tus ansias de aventuras.

—Todo eso ha pasado. Reconozco mi propia responsabilidad con la corona.

—Entonces, todo está bien. Siempre debes mostrarte justo. Piensa en tu padre. Oh, tenía sus defectos, pero en general fue un gobernante eficaz y meritorio. El pueblo lo aceptaba porque era justo. Trata de seguir su ejemplo.

—No seguiré el ejemplo de Ricardo en cuanto no abandonaré mi país a hombres como Longchamp mientras salgo a buscar gloria.

—Ricardo tenía que cumplir una misión. Había prometido participar en una cruzada. Consideraba que ésa era su principal obligación.

Juan unió las manos y elevó piadosamente los ojos al cielo raso.

—Mi principal deber será el que me obliga con mi país.

Leonor lo examinó atentamente.

—Juan —dijo— éste es el momento más importante de tu vida.

—Bien lo sé.

—Tendrás que actuar con el mayor cuidado.

—También eso lo sé.

—Habrá que vigilar a Felipe. Es muy posible que intente poner en tu lugar a Arturo.

—¿Crees que lo permitiré?

—Debemos tratar de que eso no ocurra.

Juan guardó silencio un momento. Después dijo:

—Pobre Berengaria. Se la ve fatigada.

—Ha sufrido mucho. La muerte de Ricardo la impresionó profundamente.

—Me estaba preguntando... si es posible... si quizás debemos esperar ciertas complicaciones...

Leonor lo miró atentamente.

—Temes que pueda estar embarazada con el hijo de Ricardo.

—Es una posibilidad.

Leonor meneó la cabeza.

—No es así.

—Pero es posible...

—¿Crees que no lo había pensado? Hablé con ella. No es posible.

Juan se sintió profundamente aliviado.

—En ese caso, nada tengo que temer — dijo—, pero... Arturo.

El obispo Hugh sentía cada vez más aprensión. Opinaba que Arturo habría sido una elección más razonable. Sí, era bretón, y había pasado algunos años en la corte de Francia, pero todavía era un niño a quien podía educarse. Quizá en su condición de hijo del finado Enrique II, Juan tenía un parentesco más estrecho que Arturo con el Rey Ricardo —y sin embargo, Juan representaba una mala elección.

Sólo de pensar en sus antecedentes todos los hombres de la Iglesia se estremecían. Además de sus hazañas en Irlanda, y de su traición al propio Enrique II, había que mencionar la vida que llevaba. El finado Rey había adoptado una actitud poco ortodoxa en el campo de las relaciones sexuales; una actitud deplorable, pero que no había influido en sus actitudes como gobernante. Jamás había permitido que los favoritos influyesen sobre él.

Hugh estaba sorprendido ante el hecho de que la reina Leonor, que era una mujer muy sensata, y William Marshall, que sin duda apreciaba bien a Inglaterra, hubieran preferido a Juan. La línea de sucesión no era tan rígida que no fueseposible modificarla por razones prácticas. El hijo de un rey era su sucesor natural, pero si ese hijo demostraba que era indigno, muy bien podía elegirse al candidato siguiente. Determinar si el heredero era el hijo menor de Enrique II o el hijo de un hijo de mayor edad era una cuestión meramente teórica. Si el propio Ricardo hubiese tenido un hijo las cosas habrían sido muy diferentes. Lo que alarmaba a Hugh era que el Arzobispo de Canterbury creía que Arturo hubiera sido una decisión más sensata, y sin embargo, se había dejado persuadir por William Marshall. Por supuesto, William Marshall era un hombre que poseía un firme sentido del deber, y había sido un fiel servidor del rey Enrique II. Tal vez ahora pensaba que su antiguo amo habría preferido que Juan ocupase el trono, y por eso apoyaba las pretensiones del hijo menor antes que las del nieto.

En todo caso, parecía que Juan sería el próximo rey, y que era necesario poner al mal tiempo buena cara.

Fue a las habitaciones de Juan en el castillo Beaufort, y lo encontró allí con uno o dos de sus amigos —jóvenes cuyos gustos eran análogos a los del propio Juan.

El obispo preguntó si podía hablar a solas con Juan. El joven lo miró con cierta insolencia, y Juan vaciló; habría preferido despedir al anciano prelado, pero su sentido común le advirtió que mientras no se cumpliese la ceremonia de la coronación más le valía andarse con cuidado.

Hizo un gesto con la mano y los jóvenes se retiraron.

- ¿De qué se trata? —preguntó Juan con cierta sequedad.

- Mañana es Pascua —dijo el obispo—. Por supuesto, tomaréis la comunión.

- De ningún modo —exclamó Juan—. Eso no me agrada.

El obispo se sintió horrorizado, y Juan se echó a reír.

- Mi buen obispo, no he comulgado desde que pude decidir por mí mismo esas cuestiones, y no deseo hacerlo ahora.

- Ahora sois el Rey... —El obispo hizo una pausa y agregó ominosamente—: O esperáis llegar a serlo. Es necesario que la gente compruebe que sois digno de la corona.

- ¿Qué tiene que ver la comunión con el trono?

- Creo que lo sabéis. Si pensáis gobernar bien, os será útil la guía de Dios.

- No dudo en lo más mínimo de que sabré gobernar bien. Otros pueden alentar dudas.

Juan entrecerró los ojos. ¡La insolencia de los sacerdotes! ¿Era el Rey o no lo era? La respuesta era, por supuesto, que no; todavía no.

Todavía no. Debía recordarlo. Era necesario celebrar la ceremonia.

- Sé que he vivido una vida pecaminosa concedió Juan—. Deseo reformarme ahora que sobre mis hombros recae este gran peso, pero si después de todos estos años comulgo, y muchos saben que durante años me he abstenido, creerán que mi arrepentimiento es falso. Permitidme retornar gradualmente a la vida buena. Si asisto a la misa, será suficiente para empezar. Demostraré a la gente que comienzo a retornar al buen camino.

El obispo respondió:

- Dios sabrá qué hay exactamente en vuestro corazón.

- Sin duda —contestó Juan con los ojos bajos.

El obispo pensó que era inútil continuar discutiendo. El tiempo demostraría qué actitudes pensaba adoptar Juan, y el pueblo lo aceptaría o rechazaría de acuerdo con sus actos.

Después de que el obispo se marchó. Juan llamó a sus amigos. Les relató la conversación, e imitó los gestos y la voz del obispo.

- Cree que me gobernará. Amigos míos, nos divertiremos un poco con el señor obispo.

Lo aplaudieron entusiastamente; hubiera sido poco sensato reaccionar de otro modo.

Lo acompañaron durante la misa. A Juan le agradaba tenerlos cerca, porque se sentía más atrevido cuando era necesario divertirlos con sus travesuras.

Hubo un episodio que conmovió profundamente a Hugh, cuando durante el ofertorio se aproximó sosteniendo en la mano algunas monedas de oro, y no las depositó en el plato destinado a recibirlas, sino que, por el contrario, permaneció un momento mirándolas.

Hugh dijo ásperamente:

- ¿Por qué permanecéis allí, mirando fijamente las monedas?

Juan lo miró astutamente.

- Estaba pensando que hace poco jamás os habría entregado estas monedas. Continuarían en mi bolsillo. Imagino que ahora debo ofrecerlas.

Hugh estaba escarlata de indignación.

Depositadlas en el plato y marchaos —dijo secamente.

Juan vaciló un momento, y después hizo lo que se le decía. Depositó las monedas una por una, como si esa actitud le costara mucho esfuerzo.

El obispo estaba indignado, y lo turbaba profundamente que un futuro monarca pudiera comportarse así en la casa de Dios. No auguraba nada bueno para el futuro, y Hugh estaba indignado cuando subió a su púlpito, y se preparó a pronunciar el sermón. Juan estaba sentado inmediatamente abajo, y lo acompañaban algunos de sus disolutos amigos.

¿Era posible, se preguntaba Hugh, conseguir que este joven comprendiese que a menos que se comportara como un rey jamás tendría éxito? En todo caso, el obispo estaba dispuesto a cumplir su deber, y se proponía explicar algunas ideas que quizá diesen fruto.

Había preparado un sermón que pensaba pronunciar en presencia de Juan, y deseaba referirse sobre todo a los deberes de los gobernantes con su pueblo. Desarrolló el tema, y destacó el desastre que podía ser el resultado de una conducta irresponsable y desordenada. Un rey debía tener miras elevadas, y debía considerar el bien de su país antes que su propio placer. Era esta una máxima que jamás podría exagerarse.

Advirtió los murmullos y los codazos que comenzaron a menudear en los escaños, pero los ignoró, y cuanto más persistían más tenía que decir el obispo acerca de las obligaciones de un rey con sus súbditos.

- Un rey nunca debe olvidar que sirve a su pueblo por voluntad de Dios...

Se oyeron risitas provenientes del grupo de amigos de Juan, y cuando uno de los jóvenes se desprendió en silencio del grupo, Hugh comprobó asombrado que comenzaba a acercarse a la entrada del púlpito.

- Mi señor obispo —dijo el joven en un murmullo audible—, el Rey pide que acabéis inmediatamente el sermón. Está fatigado de oíros, y quiere ir a comer.

Hugh, con el rostro encendido, continuó predicando mientras el joven regresaba a su asiento.

Dios mío, pensó Hugh, qué será de nosotros! Concluido el servicio, Hugh salió de la iglesia. Decidió partir al día siguiente. No tenía objeto seguir con el Rey. Regresaría a Inglaterra y hablaría con el Arzobispo de Canterbury, y le diría que ciertamente había tenido razón cuando afirmó que Arturo sería un rey más apropiado.

Al día siguiente el obispo de Lincoln se despidió de Juan. Rodeado por sus amigos, Juan exclamó:

- Obispo, es una triste despedida. Siempre recordaré el sermón que me habéis predicado ayer.

Los jóvenes rieron, y Juan apenas podía reprimir su regocijo.

En ese caso —dijo el obispo con dignidad—, quizá no fue en vano.

El obispo se marchó con su séquito, y Juan entró en el castillo para saborear la carne de venado que estaban preparándole. Durante la comida conversó con sus amigos acerca de lo mucho que se divertirían. Ya verían lo que significaba ser fieles amigos de un rey.

Pero mientras participaban del banquete, llegaron mensajeros del castillo. Por la expresión de su rostro era evidente que traían malas noticias. Fueron llevados inmediatamente a la presencia de Juan, que se enfureció cuando oyó los mensajes que esos hombres traían.

Felipe se había puesto en marcha; apoyaba a Arturo y a los bretones, y Constance, con su hijo Arturo y su amante Guy Thouars encabezaba un ejército que también venía a guerrear contra Juan. Más aún, no habían encontrado resistencia en su camino. Varias ciudades se habían rendido. Los guardianes de los castillos se habían declarado favorables a Arturo; y con el respaldo del Rey de Francia la situación era peligrosa. Evreux estaba en manos de Felipe, y el monarca francés ya se encontraba en Mains. Más aún, algunos barones de plazas importantes como Turena y Anjou estaban jurando fidelidad, a Arturo.

—¿Qué puedo hacer? —exclamó Juan—. ¿Cuáles son mis fuerzas?

Debía ir a Normandía. Se apartó de la mesa, ordenó prepararse y poco después estaba cabalgando hacia Le Mans, que aún no se encontraba en manos del enemigo.

Lo sorprendió la fría acogida. El pueblo no lo quería. Conocían bien la reputación de Juan. Había un jovencito cuyo padre tenía precedencia sobre Juan en la línea directa de sucesión, y a él lo reclamaban. Más aún, el Rey de Francia apoyaba a Arturo. Nadie quería a Juan.

Juan pasó una noche inquieta en Le Mans, y apenas rompió el alba se dispuso a salir de allí, porque sabía que era muy peligroso permanecer en esa ciudad. Felipe no estaba lejos, y el pueblo se mostraba hostil. Convertirse en cautivo de Felipe antes de la coronación sería desastroso.

Oyó decir que Arturo había rendido homenaje al Rey de Francia por Anjou, Mains y Turena. ¡Qué descaro! Esas tierras eran los dominios de Juan. Normandía estaba segura. Normandía había sido la orgullosa posesión de sus antepasados desde los tiempos de Rollo.

Su pueblo era fiel a Juan.

Debía ir de prisa a Ruán.

Qué diferente era Ruán. Allí la gente lo apreciaba. Cuando entró a caballo en la ciudad el pueblo acudió a vivarlo. Eran sus fieles súbditos. En esa ciudad estaba enterrado el valeroso corazón de Ricardo. Muy cerca se levantaba el gran Château Gaillard. Era el territorio de los grandes duques que durante muchos años habían reinado allí desafiando a los francos. Todos los reyes de Francia deseaban arrebatar Normandía a los normandos, y todos los duques normandos juraban que jamás lo lograrían. Era el país de Guillermo Longsword, de Ricardo Sin Miedo y de Guillermo el Poderoso Conquistador. El pueblo de Normandía jamás apoyaría a los amigos de los franceses.

El Arzobispo de Ruán, Walter —se llamaba como el Arzobispo de Canterbury— acudió inmediatamente a dar la bienvenida a Juan.

—Mi señor —dijo—, es necesario que seáis proclamado duque de Normandía sin la más mínima demora. El pueblo os acompaña. Jamás tolerarán el dominio de un bretón, sobre todo si, como muchos creen, es juguete del Rey de Francia. Aquí sois bienvenido, y todos desean que la ceremonia se realice sin perder un segundo.

Juan estaba dispuesto a celebrar cuanto antes la ceremonia. El hecho de que Constance y sus amigos, incluso el Rey de Francia, avanzaran con sus ejércitos, le había devuelto la cordura. Con una gravedad extraña en él, dijo al Arzobispo que se ponía en sus manos, y el Arzobispo lo bendijo y anunció que la ceremonia se realizaría el domingo de Cuasimodo, es decir el 25 de abril —diecinueve días después de la muerte de Ricardo.

Juan fue a la catedral y, después de ceñir la corona adornada con rosas de oro, juró sobre los Evangelios y las reliquias de los santos que defendería los derechos de la Iglesia, que las leyes que dictara serían justas y que combatiría el mal.

Después, el Arzobispo enganchó la espada de la justicia al cinturón de Juan y aferró la lanza que los normandos siempre habían usado en lugar del cetro, que era propio de la Iglesia de Inglaterra.

Mientras le presentaban la lanza, Juan oyó reír a sus amigos, que estaban cerca, y no pudo resistir la tentación de volverse y guiñarles un ojo para asegurarles que todavía era el mismo amigo alegre e irreligioso que había compartido con ellos tantas diversiones, y que se prestaba a esa solemne ceremonia sólo porque momentáneamente debía complacer a los ancianos; y como había vuelto la cabeza, la lanza que el Arzobispo en ese momento estaba depositando en sus manos se deslizó y cayó al suelo.

Se oyó una exclamación de horror de todos los que estaban allí, y un tenue murmullo recorrió la Catedral.

En un momento tan solemne, la lanza, símbolo del poder normando, aferrada firmemente por todos los duques de Normandía, se había deslizado y no llegaba a poder del hombre que se disponía a asumir el ducado.

Era un presagio, necesariamente funesto, porque el Rey de Francia venía al frente de su ejército, y algunos creían que Arturo de Bretaña tenía más derecho a la corona ducal.

Juan rehusó dejarse impresionar por el incidente. Ya se reiría después, cuando festejara el episodio con sus compinches.

Después de la ceremonia recibieron buenas noticias. La infatigable Leonor había abandonado nuevamente su reclusión, y se había puesto a la cabeza de los mercenarios de Ricardo, encabezados por el brillante comandante Mercadier el mismo que había infligido terrible castigo al matador de Ricardo—, y estaba expulsando a los franceses y a los bretones del territorio que habían conquistado. Entretanto, el pueblo de Normandía acudía y se agrupaba en defensa de Juan, y el nuevo monarca estaba dispuesto a marchar sobre Le Mans.

Juan ocupó fácilmente la ciudad y ahora se sentía profundamente regocijado, porque recordaba la fría acogida que le habían dispensado poco antes. Ya les demostraría lo que significaba incurrir en la cólera del Rey Juan. Él no era como Ricardo, que sólo ocasionalmente permitía que el temperamento angevino lo dominase. Juan estaba dispuesto a demostrar a la gente desde el comienzo mismo lo que podía temer si se le oponía.

Quemó las casas. Ordenó demoler todas las construcciones, y el castillo fue arrasado. Los principales ciudadanos tuvieron que comparecer ante el monarca.

—Hace poco os mostrasteis muy poco hospitalarios conmigo —dijo—. Habéis demostrado mucha altanería, porque creísteis que os defendía el Rey de Francia. ¿Dónde está ahora? Decídmelo. Os abandonó. Os dejó a merced de mis fuerzas. Y ahora descubriréis qué compasivo puedo ser.

Entrecerró los ojos.

—Que los carguen de cadenas —gruñó—. Que los arrojen a las mazmorras más sombrías. Los dejaremos allí. Así podrán meditar lo que significa alzarse contra el rey Juan.

Retiraron a los hombres. Todos conocían los crueles antecedentes de Juan. Ahora realizarían una experiencia personal.

Envalentonado por el éxito. Juan exclamó:

—Lo que hicimos con Le Mans lo haremos con quienes apoyaron la causa del Rey de Francia y el pequeño Arturo.

Pero sus consejeros le recordaron que la conquista de Le Mans no había sido difícil porque el Rey de Francia ya se había retirado, y que si se proponía marchar sobre Anjou necesitaba un ejército más poderoso. Entretanto, Juan debía ir a Inglaterra y realizar allí la ceremonia de la coronación, porque así podría demostrar al mundo que en verdad era el Rey de Inglaterra.

Juan no necesitaba que se esforzaran mucho para convencerlo. En sí misma, la guerra no lo atraía. Le agradaba la conquista. Lo había complacido saquear Le Mans y encolerizarse ante la perfidia demostrada por sus habitantes, al mismo tiempo que los obligaba a pagar las consecuencias de una decisión equivocada.

Pero volver a la guerra, a una guerra que podía prolongarse interminablemente, porque Felipe era un adversario astuto y Constance encontraría muchos partidarios, no era algo que le atrajese.

Decidió dejar para el futuro la conquista de Anjou.

Se embarcaría para Inglaterra, con el propósito de celebrar la ceremonia de la coronación.

Un día después de su llegada a Londres, Juan recibió la corona. Era el 26 de mayo. La Abadía estaba decorada con tapices de vivos colores. Dieciséis prelados, diez condes y un nutrido grupo de barones realzaron la ceremonia con su presencia; como era la costumbre, el Arzobispo de Canterbury presidió la celebración. El Obispo de York objetó que la ceremonia no debía realizarse sin la presencia del Arzobispo de York; pero como no estaba allí se decidió ofenderlo si era necesario, y proceder sin más trámite.

El Arzobispo habló a los presentes y lo hizo de un modo inesperado, que pareció ser una justificación de la elección de Juan y la exclusión de Arturo.

La corona no es propiedad de una persona —anunció—. Es el don de la nación que elige a quien la ceñirá. La costumbre manda que sea generalmente un miembro de la familia reinante, y el príncipe que más la merece. El príncipe Juan es el hermano de nuestro fallecido rey Ricardo, el único hermano sobreviviente, y si presta los juramentos que este alto cargo exige, el país lo aceptará como a su rey.

Juan afirmó que estaba dispuesto a prestar todos los juramentos que le aseguraran la corona.

- ¿Juráis defender la paz del reino —preguntó el Arzobispo—, gobernar con compasión y justicia, renunciar a las costumbres perversas y respetar las leyes del gran Rey que se llamó Eduardo el Confesor, puesto que esas leyes han demostrado ser beneficiosas para la nación?

- Juro —dijo Juan.

El Arzobispo advirtió a Juan que no debía tratar de esquivar sus responsabilidades, y le recordó el carácter sagrado de su juramento.

Así, Juan recibió la corona de Inglaterra, pero rehusó recibir la Santa Comunión después de la ceremonia. Era una costumbre de la coronación que el nuevo rey comulgara y se entendía que ese acto confirmaba los juramentos prestados por el monarca.

Se celebró un gran banquete después de que los presentes salieron de la Abadía, y Juan y todos sus invitados consumieron las veintiuna vacas asadas para la ocasión.

Al día siguiente, recibió el homenaje de los barones.

Ahora era realmente Rey de Inglaterra y duque de Normandía.