LA VIRGEN DE DUNMOW

Isabella dio a luz a su tercer hijo en el castillo de Gloucester. Esta vez fue una niña y se la bautizó Joanna. Había concebido tres hijos en tres años, e Isabella pensó que podía descansar un poco. Amaba a sus hijos, pero su naturaleza la inducía a interesarse más en el aspecto sexual del matrimonio que en el maternal.

Estaba distanciándose cada vez más de Juan. Ella aún podía atraerlo, pero, por supuesto, la enorme seducción que antes había ejercido sobre él ahora se había debilitado un tanto. A Juan le agradaba condimentar con diferentes sabores sus actividades y a medida que envejecía sus deseos no se atenuaban.

Para una reina tener amantes era siempre una aventura riesgosa, a causa de la posibilidad de concebir hijos. Los niños reales debían pertenecer al Rey, pues la progenie ilegítima podía provocar interminables dificultades. Isabella tenía cabal conciencia del hecho. Pero después de haber dado tres hijos a Juan creía que merecía un pequeño respiro, y había uno o dos hombres apuestos a quienes ella miraba con bastante interés.

Debía ser una mujer fascinante para el sexo opuesto porque de lo contrario no hubiera podido encontrar hombres dispuestos a afrontar los peligros que acarreaba el descubrimiento de una relación adúltera con la soberana. En su condición de caballeros de la corte tenían que haber soportado de tanto en tanto la cólera demoníaca del Rey; y aunque al monarca le parecía perfectamente natural tomar amante siempre que así lo deseaba, en todo caso no concedía la misma libertad a su Reina.

Por eso mismo, para una persona que tenía el carácter de Isabella, la idea de la infidelidad era irresistible. Juan se ausentaba períodos prolongados y a menudo, había oportunidades propicias.

Cuando pasó revista a los personajes de la corte en busca de posibles candidatos con quienes pasar la noche, Isabella descubrió que había uno o dos hombres dispuestos a afrontar el riesgo. No era necesario que fuesen individuos de alta cuna; solamente se les exigía capacidad sexual y coraje.

No eran muchos los que reunían las condiciones; pero de tanto en tanto ella encontraba al hombre dispuesto a arriesgarlo todo por conquistar los favores de la Reina.

A juicio de Isabella, la vida estaba condimentada por excitantes aventuras.

Juan comenzaba a sospechar un poco de Isabella. En la actitud de la Reina había cierta astucia. Cuando se encontraban ambos demostraban tanta pasión como siempre y, aunque él realizaba experiencias con muchas mujeres, en realidad ninguna podía compararse con Isabella. Juan había ordenado espiar a su esposa, pero de todos modos no había descubierto nada acerca de los amantes que presumiblemente ella recibía.

A veces Juan sonreía íntimamente ante la idea de que Isabella pudiese compartir el lecho con otro hombre; pero en otras ocasiones la sola idea lo enfurecía. Todo dependía de su momentáneo humor, aunque por supuesto sabía que si llegaba a obtener pruebas de la infidelidad de Isabella, el resultado sería un estallido de cólera.

Entretanto, Juan se divertía con muchas mujeres. A voces se mostraban dispuestas —de hecho, era casi siempre el caso— por temor a la cólera real oporque las obsesionaba el honor representado por el favor del Rey. Pero cada vez más lo atraían las que rechazaban sus favores.

Cuando llegó al castillo de Dunmow y fue recibido por uno de los principales barones, Robert FitzWalter, señor de Dunmow y del castillo Baynard, conoció a Matilda, hija de Robert. Que la joven era virgen parecía evidente para quien la mirase, pues tenía poca edad y su madre la había protegido bien. Más aún, era la criatura más bonita que el Rey hubiese visto en mucho tiempo y precisamente el tipo de persona que podía calmar esas dudas inquietantes acerca de la fidelidad de Isabella que lo habían agobiado de tiempo en tiempo.

Robert FitzWalter era uno de los barones más importantes, y la posesión del castillo Baynard incluía el cargo hereditario de portaestandarte de la ciudad de Londres, lo cual por supuesto significaba que merecía la elevada consideración de los ciudadanos. Era un gran comerciante y poseía varias naves; también se dedicaba al comercio del vino y, a causa de su importancia como barón, el Rey le había concedido varios privilegios muy útiles en la actividad comercial que desarrollaba.

Y ahora, después de conocer a su bella hija, Juan se dispuso a honrar todavía más a Robert FitzWalter.

Mientras cazaban en el bosque de Dunmow. Juan acercó su caballo al de Robert FitzWalter y dijo:

—Walter, por los ojos de Dios, tenéis una bella hija.

Estas palabras, acompañadas por un gesto lascivo en el rostro de Juan bastaban para provocar ansiedad en cualquier padre.

—Mi señor, Matilda no es más que una niña.

—Pero muy hermosa.

—Sí, su madre la educó con mucho cuidado.

Juan se lamió los labios. Por entonces sentía mucha afición por las vírgenes.

—Ya lo veo y eso es un mérito considerable. Vuestra esposa se sentirá complacida de saber que el Rey admira a la niña.

Robert FitzWalter no contestó, pues sabía muy bien que eso era lo que su esposa menos deseaba oír. Lady FitzWalter era una mujer de carácter firme y severa moral, que había educado a su hija en las mismas creencias.

—Se lo diré —dijo serenamente Robert.

—Os lo ruego, Robert, quizá prolongue mi visita a Dunmow. Me agrada el lugar. Me complace... lo mismo que vuestra hija.

Cuando el Rey hablaba así sólo restaba hacer una cosa. Robert FitzWalter buscó inmediatamente a su esposa y le repitió las palabras del Rey.

Ella palideció.

—Eso es terrible. ¿Qué podemos hacer?

—No lo sé.

—Jamás entregaré mi hija a ese corrompido.

—Es imposible.

—Preferiría morir defendiéndola.

—Recuerda el destino de Matilda Braose. Murió de hambre en un calabozo.

—Robert, ese hombre es un vil tirano.

—Bien lo sé. Los barones lo saben desde hace años. No soportarán mucho más tiempo sus villanías.

—Pero no llegarán a tiempo para salvar a Matilda. ¡Robert, nuestra hijita! Me enferma pensar en eso.

—Lo sé. Lo sé.

—Me la llevaré. Partiremos inmediatamente. Debes decirle que fui con ella de visita... que lo hice sin vuestro permiso. En realidad, así es mejor, porque si no te excusas sería capaz de descargar sobre ti su cólera. Le diré que me la llevé, y que tú no lo sabías. Que lo hago a menudo, porque soy una esposa desobediente y arrogante. Díselo, y también que no sabes adonde estamos.

—Es el único modo —afirmó Robert—. Quién sabe, si no la ve unos días tal vez otra pobre muchacha atraiga su atención.

Lady FitzWalter no perdió tiempo. Ordenó llamar a su hija y le dijo que se preparase inmediatamente para un viaje y que no mencionara a nadie dónde iba.

De modo que lady FitzWalter salió con su hija del castillo de Dunmow.

Esa noche, durante la cena, Juan preguntó donde estaban la esposa y la hija de Robert.

—Fueron a hacer una visita.

—¿Mientras yo estoy aquí? —exclamó Juan.

—Mi señor, mi esposa es una mujer muy caprichosa.

—Por las orejas de Dios, Robert, lo considero un insulto.

—Mi señor, confío en que no lo veréis así.

—¡Salir del castillo mientras el Rey está aquí! ¿Por qué, hombre, por qué?

—Parece que mi esposa había concertado esta visita y no permitió que nada, ni siquiera vuestra presencia, demorase su partida.

—Robert FitzWalter, os habéis casado con una descarada.

—Mi señor, me temo que así es.

—Sin embargo, no os creía un hombre sumiso.

—Mi señor, al lado del fuego hogareño nuestro rostro cambia.

—Es cierto. He visto a hombres muy valerosos mostrarse cobardes con sus esposas.

—Pues en ese caso, aquí tenéis a uno de ellos.

Juan rió estrepitosamente. Parecía más reanimado. Robert se sintió complacido. El ardid de su esposa había tenido éxito, y Juan ya estaba buscando otras mujeres.

Ignoraba que los hombres de Juan ya le habían comunicado la partida de lady FitzWalter y su hija y que el monarca había ordenado que las interceptaran en el camino. Los soldados debían permitir que lady FitzWalter regresara donde estaba el señor que afirmaba temerle; pero la encantadora hija sería llevada a un lugar elegido por Juan, donde esperaría la llegada del monarca.

Al día siguiente Juan salió de Dunmow y poco después de su partida, lady FitzWalter regresó. Estaba tan afligida que apenas pudo explicar a su marido lo que había ocurrido. Habían secuestrado a Matilda y ella temía lo que pudiera ocurrirle. No se habían alejado mucho del castillo cuando encontraron a un grupo de hombres que venían por el camino. Los hombres se detuvieron y preguntaron si estaban cerca del castillo de Dunmow.

—Les dije que estaban muy cerca —explicó lady FitzWalter—, y les pregunté qué asunto los traía. El jefe de los hombres se inclinó ante mí y dijo que sabía que tenía el placer de dirigirse a lady FitzWalter y a su hermosa hija. Esa fue la señal. Fue terrible. Robert... una pesadilla. Dos se apoderaron de Matilda y comenzaron a alejarse. Nuestra hija gritó, pero yo estaba rodeada por los hombres y el caballo se alejaba al galope, llevado por dos de los atacantes. Algunos de nuestros hombres los persiguieron, pero fueron seguidos por otros miembros del grupo, que tenían caballos más veloces. Lucharon, y hubo varios heridos. Oh, Robert, se llevaron a Matilda.

—Dios mío —exclamó Robert—, no puede ser que...

Se miraron horrorizados.

—¿Cómo estaba... qué dijo cuando supo que habíamos salido del castillo? —preguntó lady FitzWalter.

—Se mostró sereno y alegre. No pareció desconcertado.

—¿Es posible que...?

No se atrevieron a contestar esa pregunta.

Era uno de sus castillos más pequeños, no muy lejos de Dunmow. Era divertido pensar que estaba tan cerca del hogar y sus padres nada sabían. Juan suponía que la joven se sentiría aterrorizada. ¿Cómo reaccionaría cuando supiera quién había ordenado que la llevasen allí? La gente podía decir lo que se le antojara, pero en el fondo del corazón a todas las mujeres les agradaba complacer al Rey. Para ella sería importante tener un amante real. Matilda podía resistirse al principio, pero no lo haría durante mucho tiempo.

La madre se ofendería. ¡Absurda mujer! ¿Acaso no comprendía que Juan estaba honrando a su hija?

Mientras cabalgaba hacia el castillo para ver a la joven, Juan pensaba en la madre. Qué descaro alejar de ese modo a la joven porque sabía que el Rey tenía ciertos planes de carácter personal. ¿Quizá había olvidado lo que le había ocurrido a Matilda de Braose? ¿Creía que como era la esposa de un hombre poderoso y enérgico podía actuar impunemente contra el Rey? Matilda de Braose había sido la esposa de un hombre muy influyente — pese a que últimamente había caído bastante bajo— y lady FitzWalter debía recordar cuál había sido su destino.

Por las orejas de Dios, humillaría a esa mujer donde más le doliese. Le demostraría que esa sumisa hijita aceptaba de buena gana al Rey. Conseguiría que la muchacha lo deseara. Y después exhibiría la sensualidad de ambos para beneficio de esa madre mojigata. Era el mejor modo de tratarla. Por eso, mientras se acercaba al castillo decidió que no tomaría por la fuerza a la joven Matilda. Trataría que ella se acercase por propia voluntad. Después, revelaría la situación a la madre, y ciertamente la perspectiva de contemplar la angustia de la madre le depararía tanto placer —quizá más— que el acto mismo de desflorar a la hija.

Completamente decidido, llegó al castillo y fue inmediatamente a la habitación donde habían puesto a la joven. Estaba en una de las torres, se llegaba al cuarto mediante una escalera en espiral; era un refugio seguro. De allí no podría escapar muy fácilmente. Había que evitar absolutamente la fuga de la prisionera. Si salía de allí los padres se las arreglarían para enviarla al extranjero; muy probablemente tratarían de llevarla a Francia. Lo cual no sería difícil, pues ahora Felipe dominaba todo el territorio del otro lado del Canal; ¡y cómo le agradaría renovar el escándalo en perjuicio de su antiguo enemigo! Aprovecharía el asunto todo lo posible, honraría a la joven, la llevaría a su corte y sin duda le encontrarun buen marido. Para Felipe sería interesante ejemplo de la perversidad de Juan; de ese modo podría refrescar el recuerdo del asesinato de Arturo. ¡Revivir eso! ¡Si en realidad jamás había permitido que se olvidase el tema!

Pero ahora Juan no deseaba pensar en Arturo. Los años pasaban y hacía mucho que el muchacho había muerto. ¿Quién habría creído que el escándalo pudiese sobrevivir tanto tiempo? En todo caso, ahora Juan estaba interesado en ese sabroso bocado, la virgen Matilda.

Matilda se puso de pie cuando él entró. Por los ojos de Dios, pensó Juan, es una hermosa criatura. Tenía los ojos muy grandes, dilatados por el terror. Sin duda había oído relatos acerca del monstruo que según decía la gente era Juan. Apoyó las manos sobre su propio pecho, como tratando de defender su cuerpo, o quizá para ocultar el hecho de que le temblaban. ¡Qué criatura tan tonta! Tenía movimientos elegantes. Como un venado que se asusta cuando se cercan los cazadores, y se prepara para la fuga. Pero, ¿adónde irás, bonita? ¿Saltarás por la ventana? ¿Ese cuerpo caerá al suelo, ese cuerpo exquisito se destrozará sobre las piedras y los muros ásperos? No, tengo otros planes para ti.

—Matilda, no debes temer —dijo Juan sonriendo.

La joven pensó que era una sonrisa perversa, aunque la intención de Juan había sido tranquilizarla.

—No debes temerme porque soy tu Rey.

Ella continuó mirándolo, muda de temor.

—Me hablarás cuando te hablo, Matilda. Una joven educada no calla así... sobre todo cuando está frente a su Rey.

Ella tragó saliva y balbuceó:

—Yo... nada tengo que decir. Sólo os pido que me permitáis regresar a casa.

—Todo a su tiempo —dijo Juan—. Pero te diré esto, Matilda, llegará el día en que me pedirás que no te despida. Me pedirás que no te devuelva al aburrido hogar de tu padre, donde vives vigilada constantemente por tu madre. Dirás: Amo a mi Rey. Deseo servir en todo a mi Rey. Deseo alegrarlo y confortarlo.

Apoyó las manos en los hombros de la niña y sintió el temblor que le recorría el cuerpo.

Pensó: “¡Qué muchacha tonta!” Lástima que fuese tan bonita. Le habría agradado gritar: “Regresa con tu madre, tonta. Hay mujeres mil veces más atractivas que tú, y me reciben de buen grado.”

Pero la juventud de Matilda lo atraía. Tenía más o menos la misma edad que Isabella la primera vez. ¡Qué diferente había sido Isabella! Esta niña nada sabía de la pasión de los hombres como Juan... sólo que debía desconfiar y temer; qué diferente de su alegre y aventurera Isabella, que ansiaba experimentar todo lo que era nuevo.

Ansió retornar a aquellos primeros tiempos con Isabella. Ser joven con ella. Recomenzar. Oh, se habría comportado exactamente igual. Cuando Marshall y los barones le advirtieron que estaba perdiendo sus dominios, aún había preferido el lecho con Isabella.

Nadie podría reemplazar jamás a Isabella. Esa virgen tonta y encogida, ¿qué cualidades tenía? Se había educado con una mujer rigurosa cuyo deseo principal había sido protegerla. ¿Qué placer podía extraer de esta niña, excepto la violación de la inocencia? Algo que para él ya era demasiado conocido.

Deseaba a Isabella. Quería volver a ser joven con ella. ¿Qué estaría haciendo ahora? ¿Habría tomado amantes? No era la clase de mujer que puede prescindir de los hombres. ¿Y ese aire astuto... esa aceptación de las infidelidades de su marido, las que al principio la irritaban?

Pero, ¿por qué pensaba en Isabella cuando tenía aquí a esta hermosa jovencita?

Más que desear a la niña, quería humillar a la madre.

—Bien, Matilda —dijo—, tú y yo seremos amigos. Te enseñaré el modo de extraer de la vida el mayor placer. Eso te agradará, ¿verdad querida?

Ella había cerrado los ojos, y él temió que se desmayara.

—Por favor... —empezó a decir la joven—. Dejadme ir.

Él la abrazó y la besó en los labios. Matilda dejó escapar un grito de angustia.

Sintió deseos de violar de una vez a la muchacha, devolverla a su madre y confiar en que no quedara embarazada, pues de una madre así sólo podía obtenerse una criatura débil. La sacudió nuevamente.

—Tonta niña —dijo—. Temes lo que no conoces.

Los ojos temerosos de Matilda estaban fijos en la puerta. Allí no había nadie. Seguramente pensaba en la fuga.

Juan dijo blandamente:

—Es inútil, Matilda, no puedes huir. Hay un guardia en la puerta y otro en la escalera.

Aquí ella demostró cierto espíritu.

—¿No os servirían mejor vigilando vuestras posesiones?

—Pequeña Matilda, eres una de mis posesiones —dijo Juan—. Como todos mis súbditos. ¡Recuerda, súbditos! Lo cual significa que están sometidos a mi voluntad.

—Mi padre...

—Tu padre es un barón muy poderoso, pero él y tu madre tendrán que aprender que nadie hay más poderoso que el Rey.

Los ojos de Matilda tenían una expresión de ruego. Por extraño que pareciera y aunque tenía ojos bellos como los de una cervatilla, Matilda no lo excitaba. Qué distintos eran los ojos almendrados y lánguidos de Isabella. No tenía el cuerpo muy formado... aunque era atractiva. ¿Por qué Isabella había conseguido mostrarse tan voluptuosa en su propia inmadurez?

¿Por qué no poseía a la muchacha y terminaba de una vez? Porque no lo deseaba. Quería vengarse de la madre, el desafío de esa mujer podía excitar en Juan una pasión más viva que los evidentes encantos de esta niña.

Trataría de seducirla después, informaría a la madre de la depravación de su hija.

—Matilda, no debes temer —dijo—. Tu persona me atrae. Pero estuviste escuchando relatos perversos acerca de mi persona. Es lamentable que un rey sea a menudo blanco de la calumnia. Corren rumores acerca de su persona, se exageran sus actos. Me temes porque oíste murmuraciones, ¿verdad? Confiésalo, mi pequeña.

Ella asintió.

—Debo convencerte de que te mintieron, ¿no es así? Tengo que demostrarte que soy muy diferente del hombre que te pintaron. Hablemos ahora de tu hogar y tu familia. Debes decirme lo que deseas hacer.

—Deseo volver con mi madre.

—Vamos, esas son palabras propias de una niña pequeña. Nos pegamos a las faldas de nuestra madre cuando somos niños, pero cuando somos mayores comprendemos que no podemos pasar así el resto de la vida. Descubrirás que hay cosas interesantes que nada tienen que ver con tu madre, y yo me propongo enseñártelas.

La tomó de la mano y la llevó a un asiento. Se sentó al lado de Matilda y le rodeó los hombros con los brazos. Sintió que el cuerpo de la joven se encogía y quiso gritarle que no fuera tan tonta, porque estaba dispuesto a darle auténticos motivos para temer. Pero se contuvo y recordó la insolencia de la madre que se había atrevido a alejarla del castillo. Nadie lo trataría de ese modo. ¿Acaso creía que como Felipe de Francia lo había humillado sus súbditos podían hacer lo mismo?

Se dijo que debía mantener la calma. Se vengaría cabalmente de esa mujer.

Conversó tranquilamente con Matilda de sus viajes a través de Inglaterra. No estaba muy seguro de que ella lo escuchase, y cuando se puso de pie para partir pensó que la joven ya no le temía tanto como al principio.

Se había fijado una tarea difícil, pero una vez que la inició decidió continuar. Permaneció en el castillo para estar cerca de la joven, con la esperanza de que en poco tiempo la induciría a aceptarlo libremente como amante. Ese era su propósito. Juan diría a la madre de Matilda: “Aquí está vuestra hija. Mi amante por voluntad propia. ¿No es así, mi querida Matilda? Y la joven se sonrojaría y balbucearía, porque le habían enseñado que nunca debía mentir, y ese sería el triunfo definitivo.

Tenía que ser así. Juan había decidido que así sería. A veces perdía los estribos con ella.

—Matilda, te agrado, ¿verdad?

La estúpida respuesta era:

—Sois el Rey.

—¿Qué significa eso?

—Que sería traición que no me agradarais.

—¿Y sabes cuál es el destino de los que traicionan?

Ella inclinó la cabeza.

Oh, qué criatura tan tonta. Podía imaginar a Isabella en circunstancias parecidas. Cómo se divertiría con un juego semejante.

El día que intentó hacerle el amor, ella gritó pidiendo ayuda.

Qué tontería. Como si alguien estuviese dispuesto a ayudarla en vista de la personalidad de su atacante. De no haber sido por la madre, Juan la habría dejado en paz.

El miedo la había modificado un poco. Había crecido algo. Tal vez ahora tuviese sentimientos y deseos. Quizá comprendiera que fuera de los límites de su hogar había interesantes aventuras. Juan imaginaba el matrimonio planeado para ella. Un poderoso noble con extensas propiedades, elegido cuidadosamente por la madre, un hombre que aportase riquezas a esa querida hija, y que se mostrase bondadoso con ella. Bien, no la perjudicaría ser primero la amante del Rey. Cuando se uniese con el marido sería una mujer más experimentada y podría gozar mejor de la vida conyugal.

Siempre que el Rey la visitaba, la joven lo miraba temerosa. Jamás lo aceptaría. Juan tenía que decidir si estaba dispuesto a forzarla o prefería renunciar. Devolverla a esa mujer. La virtud triunfante. ¡Jamás!

Trató de razonar con ella.

—¿Cómo puedo ser el ogro que te han pintado cuando me muestro tan paciente?

Eso la impresionó un poco pues Matilda sabía muy bien lo que él hubiera podido hacer.

¡Mira cómo trato de seducirte! Soy tierno y bondadoso. Ya te expliqué que fui a visitar el castillo de tu padre y te vi y amé por tu belleza. Matilda, eres una joven muy hermosa, pocas veces he visto una niña tan dulce como tú. Pero todavía no estás formada, eres apenas una niña. Tú belleza necesita madurar. Necesitas un amante... un Rey por amante.

Pero, ¿de qué servía todo eso?

Ella se mantenía inflexible.

Cierto día se acercó a la ventana y dijo:

—Si os acercáis, me arrojaré por la ventana.

Él la miró alarmado y comprendió que hablaba en serio.

Era inútil. Ella no cedería. Su familia debía estar buscándola. Juan no confiaba en FitzWalter. Era un hombre demasiado poderoso; la clase de hombre que podía acaudillar a los barones rebeldes. De todos modos, no permitiría que la esposa de FitzWalter se le impusiera.

¿Y si descubrían el paradero de su hija? En las circunstancias que ahora prevalecían no sería difícil acudir a salvarla a la cabeza de los barones.

Imaginó desalentado la escena. Todos los que habían murmurado tanto tiempo contra él, ahora unidos. Sería la guerra civil.

Ya estaba harto de Matilda. Jamás cedería voluntariamente. Y él no deseaba otra violación. Había protagonizado muchas y eso ya no lo atraía como antes.

¿Y entonces? ¿Devolverla a sus padres? ¡Jamás!

Tenía que desembarazarse de ella.

Ordenó llamar a uno de los cocineros, un hombre muy útil que, como bien sabía Juan, podía hacer muchas cosas si se lo recompensaba; y en un caso así no estaba relativamente seguro, porque si bien impartiría la orden el acto sería cometido realmente por otra persona, que así estaba tan comprometida como el propio inspirador del asunto.

Era tan fácil. La sugerencia fue atendida inmediatamente. Durante el día la joven Matilda enfermó. Antes de la noche había muerto.

Luego, quienes la servían dijeron que se había indispuesto después de ingerir un huevo.

Juan devolvió el cadáver a Dunmow y la joven fue llevada a la Pequeña Iglesia de Dunmow. Su madre derramó amargas lágrimas de angustia y repasó constantemente en el recuerdo el momento en que le habían arrebatado a su hija en el camino.

Se preguntaba: ¿Qué pude haber hecho? Debí ir con ella. Hubiera sido preferible morir antes que permitir que se la llevasen.

Pero era inútil llorar. Matilda yacía en su tumba, pobre niña, y las lágrimas no podían devolverle la vida.

—Jamás olvidaré esto —exclamó Robert FitzWalter—. Me vengaré de Juan. Sufrirá las consecuencias de lo que hizo. Deseará no haberse atrevido jamás a ofender a mi familia.

—¿Qué podemos hacer? —exclamó su esposa—. Nada nos devolverá a Matilda.

FitzWalter podía hacer mucho. Su odio ardía en él tan fieramente que se convirtió en fuente de inspiración.