LA REINA CORONADA DE INGLATERRA

Cuando el Rey de Portugal supo que mientras estaba en camino la embajada inglesa, enviada con el propósito de concertar el matrimonio de su hija, Juan había desposado a Isabella de Angulema, tuvo un acceso de furia. Era un insulto. No había existido ninguna advertencia. Los portugueses se preparaban para recibir con honras a la embajada cuando llegó la noticia. Al principio, había parecido increíble; pero cuando fue evidente que la noticia era cierta, el Rey decidió que lo único que podía hacer era devolver la embajada sin pérdida de tiempo. Para él habría sido indigno quejarse de este insulto infligido a su propia persona y a su hija; pero no olvidaría.

Hugh de Lusignan se sintió atónito cuando regresó y descubrió que se habían llevado a Isabella. Ralph le explicó que los padres habían enviado un pedido que no le había parecido irrazonable. Seguramente era natural que los padres desearan ver de tanto en tanto a una hija.

Hugh tuvo que reconocer que de haber estado en el castillo, habría accedido al pedido.

¿No sabías que ese hombre corrompido estaba esperándola? — preguntó.

—¿Cómo podía saberlo? —exclamó Ralph—. ¿Acaso no vino a este castillo y mandó llamar al conde de Angulema para evitarse la molestia del viaje a Angulema?

—Tanto el Rey como el conde de Angulema nos engañaron —exclamó angustiado Hugh—. ¿Acaso Isabella no se comprometió solemnemente conmigo?

—De nada sirve recordar eso.

—Sin embargo, esto no puede ser.

—Por desgracia, hermano, es así.

—¡Y ya se casó con ella! Pero si no es más que una niña.

—Creo que tenía más edad que sus años.

—¡Santo cielo! ¡Pensar que está con ese hombre lascivo!

—Hermano, debes apartarla de tu mente.

—¿Qué sabes tú de esto? Es tan exquisita. Yo la traté con ternura y atención... Postergué el matrimonio sólo a causa de su juventud. No deseaba intimidarla. Ralph, yo la amaba profundamente. Había planeado nuestro futuro... y ahora regreso y descubro que se marchó... con él. Conoces la reputación de ese hombre. ¿Cómo crees que la tratará?

—Te digo que debes apartarla de tu mente —repitió Ralph—. La has perdido. Pronto irá a Inglaterra para ser coronada reina.

- ¡Me la robaron! —exclamó Hugh.

—Hermano, debes considerar la posibilidad de que se haya ido por propia voluntad.

—¿Cómo pudo haberlo hecho?

—La corona ejerce cierta atracción. Y te diré otra cosa, Hugh: había en ella cierta sensualidad particular. Por supuesto, estabas seducido por ella. Dios sabe que es una criatura exquisita. Jamás vi una muchacha o una mujer que pidiera comparársele. Pero en definitiva, quizá tengas motivo para regocijarte porque te abandonó.

—Hablas de lo que no entiendes —dijo secamente Hugh—. Isabella estaba comprometida conmigo. La amo. Jamás amaré a otra mujer mientras viva. Y esa es la verdad lisa y llana.

Ralph meneó la cabeza.

—Dios hubiera querido que otro y no yo le permitiese partir.

—No, Ralph, cualquier otro habría creído necesario permitirle que visitara a su familia. Hemos sido completamente engañados. Pero no dejaré pasar el insultó. Te diré una cosa, Ralph, me vengaré de Juan.

- ¿Qué puedes hacer?

- Lo mataré —declaró Hugh.

- No, no te apresures. No hables imprudentemente. Quién sabe lo que llega a sus oídos.

- Ojalá mis palabras lleguen a sus oídos. Lo detesto. Lo desprecio por mentiroso, tramposo y lascivo. Jamás debió ceñir la corona. Más hubiera valido que la tuviese Arturo, y por Dios, juro que jamás olvidaré esta fechoría. Morirá por esto, y sin perder minuto enviaré un mensajero que lo desafíe a combate mortal.

- ¿Crees que aceptará enfrentarte?

- Debe hacerlo... por su honor.

Ralph meneó la cabeza.

- No puedes hablar de honor a un hombre que no lo tiene y que ignora el sentido de la palabra.

- He adoptado mi decisión —dijo Hugh—. Lo desafiaré a combate mortal.

Los criados no se atrevían a molestar a Juan en su dormitorio, y todos los días llegaba la hora del almuerzo antes de que saliera de sus habitaciones, y cuando lo hacía, era con mucha renuencia.

Vivía en un mundo de sensualidad, donde lo único que importaba era la presencia de Isabella.

Comprobó que no se había equivocado con ella. La jovencita era sexualmente insaciable, en realidad tanto como él, y en este terreno armonizaban del todo. Juan había identificado esa condición en ella; de hecho, representaba la esencia misma de su tremenda atracción. Ciertamente, era la criatura más bella que él había visto jamás; su cuerpo de niña inmadura apenas comenzaba a florecer en la femineidad, y podía compararse con la escultura más perfecta... excepto que ésta tenía vida. Juan se deleitaba con ella. Guiarla, enseñarle las artes eróticas le deparaba la más profunda alegría, y por lo demás la jovencita apenas necesitaba enseñanzas. Tal era su sensualidad que reaccionaba por instinto. Durante un tiempo ella había intentado abrir las compuertas de sus propios deseos voluptuosos. Se había esforzado con Hugh, que no había accedido a causa de sus sentimientos honorables. Juan no tenía tales escrúpulos, y durante un tiempo ella se alegró de que así fuera.

De modo que se retiraban temprano y se levantaban tarde. El lecho conyugal fue más importante que nada durante las primeras semanas.

Juan dijo durante ese período de su luna de miel:

- Ahora tengo todo lo que podía desear. Las coronas de Inglaterra y Normandía... y la más preciada de todas mis posesiones: Isabella.

Cierto día, cuando salió del dormitorio para tomar el almuerzo, que esperaba su llegada sobre la mesa y que se servía después del mediodía, le informaron que habían llegado mensajeros de Hugh de Lusignan.

- ¿Hugh de Lusignan? —exclamó—. ¿Qué desea de mí ese sujeto? —Esbozó una mueca.— ¿Tal vez tiene que ver con la Reina? Mandaré llamarlo cuando esté preparado para verlo.

Regresó a Isabella, que se había levantado desganadamente de la cama y se había puesto una bata azul, los hermosos cabellos en desorden cayendo sobre los hombros.

- Un individuo vino a verme —dijo—. De parte de Hugh de Lusignan. Qué insolencia enviarlo aquí.

- ¿Qué desea? —preguntó Isabella.

- Ya lo veremos. Juan levantó el rostro de Isabella y la miró en los ojos. Después, le quitó de los hombros la bata y se maravilló ante la belleza de la joven. Ella lo estudió con los ojos entrecerrados, y en ese momento pensaba en Hugh, que era tan alto y apuesto; Hugh, que tanto la había irritado porque rechazaba todos los signos que ella le ofrecía. Se preguntó durante un instante qué habría ocurrido si la conducta de Hugh hubiese sido diferente.

De todos modos, ella era reina, y le agradaba serlo.

Juan volvió a cubrirle los hombros con la bata. Le tomó una mano y la ayudó a ponerse de pie.

- Amor mío, ahora no te miraré, porque de lo contrario no almorzaremos. Eso es muy evidente. Eres más atractiva que mil almuerzos.

Se acercó a la puerta y llamó:

—Ordenad que entre al mensajero de Lusignan.

Después, se volvió hacia ella y atrayéndola hacia la cama se sentó, junto a su esposa. Retuvo la mano de Isabella apretada contra su propio muslo, mientras entraba el mensajero.

—De modo que habéis venido a molestarme cuando estoy ocupado con la Reina — dijo—. ¿Cuál es vuestro mensaje?

—Mi señor, vengo de parte de Hugh de Lusignan, que os desafía a combate mortal.

Isabella exclamó sin poder contenerse:

—Oh, no.

Juan le apretó la mano.

—Hombre, tu amo es insolente, y tú muy valeroso pues te atreves a traerme tal mensaje. Esos mensajes no me agradan, ni simpatizo con la gente que los trae. ¿No concebiste la idea de que quizá decida hacerte tales cosas que no puedas llevar más mensajes?

Isabella vio las gotas de sudor que aparecieron en la frente del hombre. Lo reconoció: era uno de los escuderos del castillo de Hugh.

La joven dijo:

—No es suya la culpa si le ordenaron traer el mensaje.

Juan sonrió. Todo lo que ella hacía, e incluso su interferencia, lo complacía. No deseaba que castigasen al hombre. Por lo tanto, no lo castigaría.

—No —dijo Juan—, la Reina tiene razón. La insolencia corresponde a tu amo. Tú te limitas a obedecer sus órdenes. Ve y dile que si está tan ansioso de morir designaré a un campeón que luche contra él.

El hombre, encantado de retirarse, inclinó la cabeza y Juan hizo un gesto con la mano para despedirlo.

Después que el escudero salió, Juan se volvió hacia Isabella.

—¡Individuo insolente! —dijo—. Me invita a combate mortal. ¿Cree que me rebajaré al extremo de combatir contra él? No, tendrá su combate. Habrá muchos que de buena gana me representarán. —Apartó la bata de los hombros de Isabella y hundió el rostro en la carne de la joven—. ¿Crees que informará a su amo cómo nos vio? Ojalá lo haga. —Juan comenzó a reír en voz alta—. Tal vez el señor Hugh se sienta más ansioso que nunca de librar un combate mortal cuando comprenda todo lo que perdió en la vida.

Isabella no festejó riendo la ocurrencia. Pensaba en Hugh cuya apariencia siempre la había complacido tanto, el cuerpo frío e inmóvil, las ropas manchadas de sangre. Pero no ocurriría nada de eso. Intuía que no sería Hugh el vencido en combate.

Pero por el momento había perdido su apetito tanto de comida como de excitación sexual.

Cuando Hugh recibió el mensaje reaccionó con furia.

—¡Cobarde! — exclamó—. Por supuesto, teme el combate. Sabe muy bien cuál será el resultado. ¿Cree que me satisfará pelear contra un capitán mercenario a quien él pagará para que ocupe su lugar. ¿Viste al Rey?-preguntó al mensajero.

—Sí, mi señor.

—¿Y a la Reina?

—Sí, señor.

—¿Juntos?

El mensajero asintió.

—¿Qué aspecto tenía la Reina?

El mensajero miró asombrado a Hugh.

—¿Parecía contenta con su suerte? —sugirió Hugh.

—Sí, mi señor.

Apenas una niña, pensó Hugh, y se preguntó qué sería de ella. Fue a buscar a su hermano y le informó que el Rey había rehusado enfrentarlo personalmente.

—¿Esperabas otra cosa? —preguntó Ralph.

—No. Siempre supe que era cobarde.

—Los hombres como él siempre lo son. Hermano, te conviene olvidar el insulto. Búscate una esposa. Una mujer buena y bella que te dé hijos. Muchas se sentirían felices de unirse con un Lusignan.

Hugh meneó la cabeza.

—No, hermano —dijo—. Por lo menos ahora. Me comprometí a hacer una cosa, y es vengarme de Juan de Inglaterra.

—¿Cómo lo harás?

—¿Y me lo preguntas? Tú, un Lusignan. que conoces el estado de este país. El Rey de Francia concertó una tregua con Juan, pero es muy insegura. El duque de Bretaña, que tiene muchos partidarios, se considera el auténtico heredero de todo lo que Juan le arrebató. Rara vez una corona se sostuvo tan precariamente sobre la cabeza de un rey. Haré todo lo que esté a mi alcance para quitársela. Te lo juro, Ralph, que antes de que pase mucho tiempo Normandía no pertenecerá al actual duque, sino al Rey de Francia, de quien yo seré vasallo. Ricardo fue amigo de nuestra familia. Juan es su enemigo. No descansaré hasta que me haya vengado de este corrompido que me quitó a mi prometida.

—Hermano, son palabras temerarias.

—Las digo en serio. Ralph, las digo desde el fondo de mi corazón. Ya lo verás.

Incluso Juan tuvo que comprender que había llegado el momento de actuar. Más aún, Isabella estaba extasiada ante la perspectiva de verse coronada Reina de Inglaterra. La emocionaba la idea de cruzar el mar, porque aún no lo había visto nunca. La excitación que ella sentía a causa de su nueva vida hacía más interesantes los días de Juan. El monarca comenzó a ver las cosas en una perspectiva distinta, a través de los ojos de una jovencita; y la experiencia lo satisfizo profundamente.

De modo que iniciaron el viaje.

Visitaron primero la Abadía de Fontevraud, donde la Reina Madre los recibió.

La anciana se sintió atraída por Isabella. Veía en la joven esposa de su hijo algo de lo que ella había sido muchos años atrás. Una frescura, una visión juvenil de la vida y esa abrumadora sensualidad que era la raíz misma, el secreto de su capacidad para conmover tan profundamente a Juan.

La joven logró que Leonor sintiese más intensamente su propia edad. El viaje a Castilla había sido excesivo para ella, y se había alegrado de regresar a Fontevraud, donde podía visitar diariamente las tumbas de su marido, y de sus hijos Ricardo y Joanna.

—Mi vida ha concluido —dijo a Isabella—. A veces uno vive demasiado. Quizá el destino habría sido más bondadoso conmigo si me hubiese arrebatado cuando murió Ricardo.

Sin embargo, aún le restaban algunos placeres. Uno era recordar el pasado; y a veces podía rememorarlo con tanta claridad que todo adquiría los perfiles de lo que estaba viviendo en ese mismo instante.

—Vive intensamente —dijo—, ése es el secreto. Yo he aprovechado mi tiempo... cada minuto de mi tiempo; y ahora puedo volver los ojos hacia el pasado y recordar. Después, llegaron los años durante los cuales estuve encarcelada, y aún entonces aproveché plenamente cada hora.

Pensaba mucho en Juan, y se inquietaba. Lo conocía bien, y sentía que la peor de las tragedias había sido la muerte de Ricardo. Qué ironía que precisamente a su regreso de Tierra Santa, y liberado de la cárcel de Dürenstein, ese individuo perverso hubiera disparado la flecha que lo mató, y qué ironía que ahora sólo restase Juan.

Sabía lo que Juan había hecho. Mediante un ardid había arrebatado a Isabella, la prometida de Hugh de Lusignan; en efecto, los Lusignan jamás habrían permitido la partida de Isabella si hubiesen sabido que el plan era unirla con el Rey. ¿Juan creía que eso podía olvidarse? Leonor sabía que habría venganza. ¿Acaso Juan, el sensual, que vivía en un estado de euforia, pensando únicamente en el lecho y en Isabella. no alcanzaba a comprender la tormenta que sus actos podían haber desencadenado? ¿O simplemente se desentendía del asunto? Los Lusignan serían sus enemigos. Podría haber conquistado la alianza del conde de Angulema, pero no era una ventaja muy considerable comparada con la enemistad de los Lusignan. ¿Y la dignidad herida del Rey de Portugal? Y ahí estaban Arturo y su madre, con ese nuevo marido Guy de Thouars, esperando la oportunidad de alzarse en armas. Y lo que era más importante, Felipe de Francia. ¿Qué pensaba él en ese momento? Sin duda se divertía de ver con qué temeridad Juan arriesgaba el destino de su propio reino.

Leonor pensó: “Pero soy demasiado vieja para preocuparme. Mi tiempo se ha acabado. ¿Y qué podría hacer en todo caso? Podría advertir a Juan. ¡Cómo si él escuchase a nadie! Escucha únicamente la risa de esa niña; ve únicamente su atractivo cuerpo y no advierte el riesgo que está corriendo mientras se deja seducir por el sueño del amor eterno.

Quizá podría prevenir a la joven. Ciertamente, era voluptuosa y sabia, con la sabiduría que las mujeres de su clase adquirían al nacer. Leonor lo sabía, porque ella también había sido así. Pero, ¿qué sabía Isabella del mundo que existía fuera del dormitorio?

—El Rey ahora te ama profundamente, pero es muy posible que no siempre sea así —la previno Leonor.

Isabella pareció sobresaltarse. No podía creer que nadie dejase de amarla.

—Querida, a los hombres les agrada el cambio —dijo la Reina.

—¿Queréis decir que Juan ya no me amará?

—No dije eso. Siempre verá en ti la belleza que posees; es una belleza que existirá siempre. La edad no puede destruirla. Isabella, tienes esa clase de belleza. Prescindiré de la falsa modestia y te diré que yo también la tengo. Cuando me casé con el padre de Juan él estaba enamorado de mí. Fue una unión inconveniente en muchos sentidos. La inversa del matrimonio que forman tú y Juan. Yo le llevaba unos doce años. Eso no nos detuvo, fuimos amantes... como vosotros lo sois ahora. Pero apenas un año después de nuestro matrimonio ya había embarazado a otra mujer.

Isabella miró horrorizada a Leonor.

—Así fue. Lo descubrí cuando él trajo a mi nursery el hijo de esa mujer. Jamás lo perdoné y eso originó un cáncer que carcomió nuestros corazones... ambos sufrimos. Nuestro amor se convirtió en odio. Pero si yo hubiera sido más sabia me habría dicho: los hombres son así. El debía marchar a la guerra, y por lo tanto nos separábamos, de modo que se entretenía con otras mujeres. Si yo hubiese comprendido que sus mariposeos con las mujeres de escasa moral que conocía en sus viajes no alteraban lo que sentía por mí, no habríamos sido tan crueles enemigos. Quizá nuestros hijos no habrían aprendido a odiarlo y a luchar contra él. Ahora que soy vieja pienso mucho en todo eso. Me acerco a su tumba y le hablo como si estuviese frente a mí. Repaso nuestra vida en común y me digo: Ah, si hubiese hecho esto... o aquello... las cosas habrían sido diferentes. Habríamos sido amigos en lugar de enemigos, pues siempre hubo algo entre nosotros. A menudo lo llamábamos odio, pero en las personas como nosotros el amor está muy cerca del odio. Ah, veo que te fatigo. Te preguntas de qué habla esta anciana. Vaya, te dices, ¿por qué me explica todo esto? ¿Acaso no tengo un marido que me adora, que me cree el ser más perfecto del mundo? ¿No me ha dicho que posee todo lo que podría desear? Sí, así fue entre Enrique y yo al comienzo. Hija mía, ¿qué harás si Juan te traiciona con otras mujeres?

Ella pensó un momento, y después entrecerró los bellos ojos. Al fin, dijo con voz pausada:

—Lo traicionaré con otros hombres.

Leonor dijo amablemente:

—Ojalá eso no ocurra nunca.

¡Cómo excitaba a Isabella la visión del mar! Deseaba correr hacia él y sujetarlo con sus manos.

Permaneció de pie, mirándolo maravillada. Juan la observaba con expresión indulgente.

—Tengo que enseñarte muchas cosas, amor mío —dijo.

Subieron a bordo de la nave, y Juan se vio en dificultades para conseguir que abandonase la cubierta, tan absorta estaba en la visión del paisaje. Isabella se sintió profundamente excitada cuando vio los blancos acantilados de su nuevo reino.

—Antes de mucho, serás coronada allí le dijo Juan—. La reina más bella que Inglaterra conoció jamás.

Por su parte, Juan estaba excitado ante la perspectiva de volver a Inglaterra, que para él era la patria más que ningún otro lugar. Inglaterra lo había aceptado cuando algunos de los que vivían en los dominios continentales estaban dispuestos a coronar a Arturo. Precisamente porque Inglaterra jamás habría aceptado a Arturo hombres como William Marshall se habían declarado en favor de Juan. De modo que debía mucho a Inglaterra; y ahora se proponía honrar a ese país ofreciéndoles como reina a la mujer más hermosa del mundo.

Convocó a un consejo en Westminster y allí, hinchado de orgullo, presentó a Isabella. Los presentes no pudieron menos que sentirse conmovidos por el encanto y la belleza de la joven, y pareció que todos olvidaban el lamentable asunto de la embajada portuguesa, lo mismo que el modo en que Isabella había sido arrebatada al hombre con quien se había comprometido. Después de todo, las dificultades de Hugh de Lusignan eran algo que apenas interesaba a los ingleses.

Habría una coronación para la Reina, y al pueblo le encantaban las ceremonias de ese tipo. Todos se preguntaban por qué la esposa anterior del Rey no había sido coronada con él. Ya entonces corrían rumores de que él pensaba repudiarla. Hubieran podido compadecerla. Pero ahora había otra esposa, y se celebrarían fiestas públicas, bailes, fuegos artificiales, y quizá habría vino gratis. Por lo tanto, la ceremonia era motivo de regocijo; y cuando el pueblo vio la exquisita criatura que sería su nueva reina, se sintió seducido por ella. Los vivas en honor de Isabella resonaron por toda la ciudad.

Hubert Walter, arzobispo de Canterbury, fue a Westminster para presidir la ceremonia. El Rey había ordenado que se decorase la Abadía con hierbas frescas y juncos, y cierto Clarence Fitz William recibió veintitrés chelines por el trabajo. Había un corista cuya voz era considerada la más bella que se había oído en mucho tiempo. Se llamaba Ambrose, y el Rey ordenó que le pagasen veinticinco chelines por cantar Christus vincit.

Juan deseaba que el pueblo supiera que esta coronación era tan importante como lo había sido la suya propia. Quería que el pueblo entero diese la bienvenida a Isabella, la viese en toda su juventud y su belleza, y aplaudiese a su Rey que poseía tan bella criatura.

El pueblo se mostró bien dispuesto, y así Isabella fue coronada Reina de Inglaterra en un ambiente de profundo regocijo.

Nadie podía dudar de la alegría que Juan experimentaba con su Reina, y de su decisión de honrarla.

Juan e Isabella se sentían felices. Ella continuaba agradándole intensamente; Juan estaba seguro de que jamás se fatigaría de ella, y que si miraba a otra mujer era tan sólo para compararla con Isabella, una comparación que siempre perjudicaba a las otras mujeres. Isabella ocupaba el lugar más alto, con su cuerpo de niña y los profundos apetitos sensuales de una mujer experimentada, y él pensaba únicamente en apresurar el momento de estar a solas con ella. Todo lo que ocurría parecía nuevo a Isabella; y fuera de su sensualidad, era una niña inexperta de doce años. La novedad la encantaba, y había mucho de eso; ser el centro de un círculo admirativo no era cosa nueva para la jovencita, pero eso nunca dejaba de agradarle; y comprobar que estos extranjeros, los ingleses, se complacían mirándola tanto como el pueblo de Angulema era un descubrimiento delicioso. A veces también recordaba al pobre Hugh el Moreno y se preguntaba si él estaría muy triste. Abrigaba la esperanza de que así fuera, porque no podía soportar que él la olvidase. A veces pensaba en la vida que habría llevado de haberse casado con él. Qué diferente habría sido Hugh de Juan. Hugh era muy apuesto y nunca había comprendido el verdadero carácter de Isabella, a diferencia de Juan, que lo había entendido desde el primer momento. Había algo en ella que evocaba constantemente la figura de Hugh, pero la vida era demasiado excitante para dejar lugar a la tristeza. Le encantaban la corona de oro y el homenaje del pueblo. La coronación la había complacido mucho. Habría soportado mucho más para merecer el título de Isabella la Reina, y por eso mismo le agradó recorrer el país con Juan —lo que en efecto hicieron inmediatamente después de la coronación.

Le agradaban las prendas de fina tela —lo mismo que a Juan—; no podía exigir ropas tan espléndidas, recamadas de joyas, como las que su esposo usaba, pero él le ofrecía hermosos regalos. Como tenían que viajar en invierno, Juan ordenó para su esposa un pelisson con cinco líneas de piel cruzadas, para protegerla del viento. Después de la coronación, le enviaron cinco anas de lienzo verde y otras cinco anas de lienzo marrón, con el fin de que pudiese encargar un vestido a su modista. El Rey también le regaló joyas. Y cuánto agradaba a Isabella aparecer con su marido a la cabecera de una mesa, atrayendo las miradas asombradas de los presentes, que contemplaban atónitos las relucientes gemas y la belleza de la Reina.

Isabella no podía lamentar nada mientras la vida prometiese cosas tan interesantes.

El viaje a través del país fue agradable y descansado, pues se detenían en los castillos de la nobleza, y allí Juan recibía el homenaje de sus barones, que incluía a Isabella.

Hacia la Navidad llegaron a Guildford, y la festividad se celebró con grandes banquetes y diversiones. Se organizaron juegos en los cuales la Reina representó el principal papel; y por una vez Juan se mostró dispuesto a apartarse y permitir que otro ocupase el centro del escenario. Bailaron, cantaron, festejaron y bebieron, y el Rey no abandonaba su lecho hasta la hora de su almuerzo.

Llegaron hasta el norte de Inglaterra, atravesando Yorkshire hasta Newcastle, y Cumberland hasta los límites de Escocia. Hacia el mes de marzo llegaron a los Pennines y, demostrando considerable valor, cruzaron esa cadena de montañas infestadas de lobos. La vida estaba colmada de aventuras para la joven reina, que antes de conocer a Juan jamás se había alejado mucho de Angulema —el único viaje que había realizado había sido al castillo de los que según creía entonces serían su nueva familia.

Por Pascua llegaron a Canterbury. Allí fueron recibidos por el Arzobispo Hubert Walter y, durante la misa en la catedral, el dignatario religioso depositó las coronas sobre las cabezas de los reyes; era una antigua costumbre, y equivalía a una segunda coronación.

Después de esta ceremonia fueron al palacio del Arzobispo, donde se les había preparado un banquete. Juan estaba muy complacido.

—Es cosa desusada —dijo Isabella— que un Rey de Inglaterra mantenga tan buenos términos con su Arzobispo.

Explicó a Isabella que regresarían a Westminster y allí presidirían la corte y ella comenzaría a comprender lo que significaba ser Reina de Inglaterra.

Isabella estaba encantada con el país —a pesar de que el invierno había sido más riguroso que todo lo que ella había conocido antes. Pero joven, tenía la sangre caliente y su pelisson con las cinco líneas de piel la protegía de los fieros vientos.

Por desgracia, estaba terminando el grato vagabundeo a través de Inglaterra.

Apenas concluyeron las festividades de Pascua llegó un mensajero enviado por Leonor. Al parecer, era imposible que ella se retirase de la vida activa, pues no podía resistir la tentación de observar atentamente lo que ocurría en los dominios de su hijo. Había estado más atenta que él a las perturbaciones que el propio Juan había comenzado a provocar cuando prácticamente secuestrara a la prometida de Hugh de Lusignan.

Ahora tenía que comunicarle noticias inquietantes. Si Juan era sensato, se prepararía para salir inmediatamente de Inglaterra. En resumen, después del matrimonio de Juan, los Lusignan naturalmente se habían encolerizado con el conde de Angulema, que según creían los había engañado cruelmente al colaborar en el matrimonio de su hija con el Rey después de haberla comprometido con Hugh; y la disputa entre las dos familias, liquidada gracias al compromiso, ahora se había reavivado. Juan debía recordar que Ralph, hermano de Hugh, era senescal del castillo de Eu, en Normandía, de modo que la turbulencia podía extenderse al ducado.

Los Lusignan, saturados de odio hacia Juan, habían declarado que ya no le debían fidelidad y se habían acercado al Rey de Francia, solicitándole que los aceptase como vasallos. Felipe, parecido a una astuta araña que desde el centro de la red acechaba a la incauta presa, se felicitaba del giro de los acontecimientos.

“Sólo podemos hacer una cosa”, escribió Leonor. “Reúne un ejército y ven inmediatamente.”

Juan se mostró un tanto petulante ante la perspectiva de abandonar sus placeres; pero su madre insistió, y en el fondo de su corazón Juan sabía que algo por el estilo debía ocurrir muy pronto.

Mientras asimilaba las novedades transmitidas por Leonor, llegó otro mensajero.

Éste provenía del conde de Angulema, y confirmaba el relato precedente.

Los Lusignan estaban en marcha, y reclamaban venganza. Más aún, Guy de Thouars, padrastro de Arturo, estaba demostrando condiciones de hábil estratega, En nombre de Arturo estaba reuniendo un ejército. Por lo tanto, las dificultades se originaban no sólo en los poderosos Lusignan y en el Rey de Francia, sino en Arturo.

Arturo no debía conquistar la victoria.

Juan se decidió. Tenía que prepararse para salir de Inglaterra. Necesitaría un gran ejército. Y por lo tanto envió mensajeros a todo el país para ordenar a sus barones que fuesen cuanto antes a Portsmouth con sus partidarios. En efecto, se proponía pasar inmediatamente al Continente.

Sobrevino el primer trueno de una tormenta que pronto alcanzaría los límites de la tempestad.

Muchos barones habían considerado conveniente consultarse, y recordaban los buenos viejos tiempos, antes del reinado de Enrique II, cuando habían sido los auténticos señores de sus dominios. Ninguno podía recordar personalmente la época, pero habían escuchado los relatos de sus abuelos y sus padres. En tiempos de Esteban un barón era un barón. Era el monarca de sus propias tierras, y ejercía su jurisdicción sobre todos los que las atravesaban. Olvidaban que en esa época los caminos no eran seguros para los viajeros y que muchos de los que pasaban se veían capturados por barones crueles y avaros, y debían pagar rescate o soportar el robo y la tortura para entretenimiento de los invitados del señor de la comarca. Era una situación intolerable para todos los hombres decentes que el gobierno de Enrique II había corregido, con gran alivio de casi todos los habitantes del país —excepto los hombres inescrupulosos que se beneficiaban con esas prácticas bárbaras.

Las leyes severas pero justas de Enrique II habían devuelto la seguridad al país y, dado el carácter de ese rey, nadie se había atrevido a alzarse contra él; pero cuando Ricardo ascendió al trono e impuso gravámenes destinados a financiar su cruzada, el pueblo había comenzado a murmurar. Sin embargo, como sabían que Ricardo reunía recursos para librar la Guerra Santa, pocos deseaban rebelarse contra esos impuestos pues temían que con esa actitud pudieran ofender al Cielo, una actitud que podía acarrearles más perjuicios que el pago de las tasas. De modo que habían pagado; y cuando Ricardo cayó prisionero y regresó convertido en héroe, todos se sintieron orgullosos de él. Quienes lo vieron afirmaron que incluso hacia el fin de su vida tenía la apariencia de un dios.

Y después, Ricardo había muerto y Juan ciñó la corona. En primer lugar, Juan no tenía la impresionante apostura de su hermano, esa magnificencia real y esa reputación conocida en todos los rincones del mundo. La imagen de Juan estaba mancillada antes aún de ascender al trono. Todos conocían sus hazañas en Irlanda; y así, cuando en su condición de Mortain, hermano del Rey, atravesaba las aldeas campesinas, los hombres ocultaban a sus hijas. Era sabido que durante la ausencia de Ricardo su hermano había conspirado contra él, aunque sin demostrar mucha previsión ni sensatez, y que después se había visto obligado a humillarse y a pedir que se lo perdonase apenas su hermano regresó. Sabían que se le había otorgado el perdón, y algunos habían oído decir a Ricardo que su hermano menor había seguido el consejo de hombres indignos y que, en todo caso, no podía temérsele porque jamás sería capaz de realizar una conquista; y si el destino le regalaba un reino, era muy probable que se mostrase incapaz de conservarlo contra sus enemigos.

Estas observaciones indicaban claramente el desprecio de Ricardo por Juan. Y ahora los barones se decían que tal vez esa era la razón que había inducido a Ricardo a designar heredero a su sobrino Arturo.

Ya habían comenzado las dificultades en el Continente. Los barones poco se interesaban por los problemas del Continente. Ahora eran ingleses. Pues si bien muchos de ellos tenían antepasados normandos, Normandía les parecía un territorio muy lejano; se preocupaban por sus propiedades en Inglaterra y no deseaban pagar con su dinero y quizá con sus vidas, sólo con el fin de que el Rey retuviese territorios en el Continente, mientras descuidaba el gobierno de Inglaterra.

Algunos, los más audaces, convocaron a todos los que habían recibido la citación del Rey, y así se reunieron en Leicester y decidieron que se negarían a cumplir las órdenes del Rey.

No lo acompañarían en esa guerra, a menos que a cambio el monarca luciera algo por ellos. Deseaban recobrar los viejos privilegios, los mismos que habían tenido sus antepasados.

Juan estaba en Portsmouth, esperando la llegada de las tropas, cuando recibió el mensaje. Una furiosa cólera lo dominó inmediatamente. Isabella lo acompañaba y era la primera vez que lo veía con un acceso de rabia. El matrimonio había complacido tanto a Juan, estaba tan absorbido por Isabella que nada conseguía irritarlo; se había mostrado dispuesto a ignorar todo lo que fuese ingrato y se había entregado por completo al goce de su matrimonio.

Pero esto era demasiado. ¡Se habían atrevido a desafiarlo, como jamás habían desafiado a Ricardo o a su padre! Rehusaban acudir, a menos que acatase las condiciones que ellos imponían.

—¡Decidles que primero prefiero arder en el infierno! —gritó Juan, y se arrojó al suelo.

Isabella lo miró, con los ojos muy abiertos, mientras el rodaba sobre el piso, aferrando la paja, desgarrándola con los dientes y escupiéndola mientras descargaba puntapiés enloquecidos.

- ¡Juan! —exclamó—. Por favor... no hagas eso. Acabarás hiriéndote.

Pero esta vez él no la oyó. Permaneció en el suelo, descargando violentos puntapiés sobre todo lo que estaba a su alcance: y cuando la atemorizada Reina huyó de la habitación, él ni siquiera lo advirtió.

Cuando su furia se calmó un poco mandó llamar al mensajero. El hombre acudió, pálido y tembloroso, pues la noticia de que el Rey fuera presa de una de sus incontrolables rabietas, ya había llegado a sus oídos.

- Ve a ver a esos canallas —gritó el Rey—, y diles que si no están en Portsmouth dentro de la semana me apoderaré de sus castillos y sus tierras, y ya pueden imaginar lo que haré con ellos mismos.

El mensajero se alejó de prisa, pues su único deseo era poner la mayor distancia posible entre él y Juan.

Ahora —gritó el Rey—, ¿cuál es el castillo más próximo de estos barones rebeldes?

Descubrieron que pertenecía a cierto William de Albini.

- Ya verán que hablo en serio —declaró Juan—. Tomaremos el castillo, lo destruiremos y ahorcaremos a todos los que se resistan, como lección para el resto.

Juan estaba en marcha. Por el momento había olvidado a Isabella. Su boca dibujaba una línea firme; tenía los ojos un tanto sanguinolentos; en él se manifestaba un propósito firme y quienes lo veían se preguntaban si lo habían juzgado erróneamente.

Conquistaron la victoria, pues antes de llegar al castillo, William de Albini envió un grupo de hombres con su hijo y lo ofreció como rehén hasta que él, el propio William de Albini, pudiese reunir sus fuerzas y se presentara ante el Rey en Portsmouth.

Juan rió estrepitosamente. Había vencido. Llegó a la conclusión de que era el fin de la mezquina rebelión de los barones. Eso les mostraría quién era el amo.

Todos pensaron que el Rey había procedido bien, pues ahora los barones estaban llegando a Portsmouth con sus hombres y el dinero que el Rey les había ordenado traer.

Como era Juan, necesitó hacerles una broma pesada.

Recibió el dinero que ellos habían traído, y que estaba destinado a mantenerlos y a sostener a la tropa durante la larga estadía en el Continente. Sus ojos relucieron mientras contaba el dinero. Después dijo:

—Caballeros, me habéis decepcionado. Me habéis demostrado que vuestros corazones no se han consagrado a esta guerra. Vivís satisfechos y contentos en vuestras tierras... las mismas que jamás serían vuestras de no ser por ese noble antepasado que fue Guillermo el Conquistador. Olvidáis la tierra de vuestros padres, que fue posesión de mi familia desde que el Gran Rolón la arrebató a los franceses. Esas tierras están amenazadas, caballeros, y preferís permanecer en vuestros castillos y vivir en la comodidad y el desahogo. ¡Que el Conquistador os maldiga! Permaneced aquí. ¿Creéis que deseo aprovechar el servicio de hombres de corazón débil? Regresad a vuestras tierras. Recibiré únicamente vuestro dinero. De ese modo compraré soldados cuya profesión sea el combate y que me servirán mejor que vosotros.

De ese modo los despidió.

Rió de buena gana. Se sentía fuerte, invencible, y con ese ánimo cruzó el canal.

Felipe estaba examinando el nuevo sesgo de los acontecimientos. Ni un solo instante había abandonado su meta suprema, que era recuperar Normandía para Francia, y no sólo Normandía. Felipe estaba dispuesto a obtener para la corona de Francia cada hectárea de tierra que estuviera en poder de Juan. Desde el punto de vista político, nada lo había complacido tanto como el ascenso de Juan, pese a que siempre pensaría en Ricardo con un sentimiento de tristeza en el corazón. Nunca olvidaría la amistad que los había unido, pues para él nada había sido tan importante en la vida; pero ahora que Ricardo había muerto, Felipe podía consagrarse a su gran tarea, que como él mismo había dicho siempre era devolver a Francia la grandeza que había tenido bajo el gobierno de Carlomagno.

Juan era un ser débil. Oh, podía pavonearse, pero en el fondo del corazón no era un hombre audaz. Era un prepotente, y los prepotentes eran cobardes, era sumamente vanidoso, nada sabía de estrategia. Todas las esperanzas de Felipe recaían en Juan. Por lo tanto, olvidaría su añoranza de Ricardo y se regocijaría porque el destino lo llevaba a lidiar con Juan.

Por entonces no deseaba comenzar otra guerra. Las guerras pocas veces eran decisivas y, con un hombre como Juan, no sería imposible obtener el resultado deseado sin apelar al derramamiento de sangre y a la destrucción innecesaria.

El sentido de oportunidad era sobremanera importante, y en ese momento más valía conciliar con Juan y no revelar sus verdaderas intenciones.

Por supuesto, era evidente la necesidad de explotar cabalmente el absurdo acto de Juan —el secuestro de la prometida de Hugh de Lusignan. Los Lusignan, que se consideraban vergonzosamente ofendidos, ansiaban la venganza. Eso era conveniente. Pero no precisamente ahora. Felipe mantendría abierta la herida, trataría de enconarla: pero el monarca francés aún no estaba preparado para hacer la guerra contra Juan. Ya llegaría el momento oportuno. Entonces, acudiría en auxilio de Arturo y sus partidarios. Arturo debía jurarle fidelidad; Felipe le ofrecería como esposa a su hijita Marie. Ciertamente, ella aún no había cumplido los seis años, y por iniciativa de Ricardo el propio Arturo se había comprometido con la hija de Tancredo de Sicilia; pero eso poco importaba. Después, Felipe se apoderaría de Normandía y de las posesiones de Juan en el Continente: y quién sabe, quizá a su debido tiempo podría aspirar a la corona de Inglaterra. Después de todo, Guillermo el Conquistador había hecho exactamente eso cuando era sólo duque de Normandía.

Pero todavía no. Como buen estratega, Felipe siempre había sabido cuándo esperar y cuándo actuar. Algunos podían decir que se mostraba excesivamente prudente, pero los hombres sensatos sabían que él siempre daba en el clavo.

Por lo tanto, cuando Juan llegó a Ruán recibió mensajeros de Felipe, que le informaron que el Rey de Francia había exhortado a los Lusignan a finalizar su rebelión hasta que él y el Rey de Inglaterra se reuniesen y llegasen a un acuerdo.

Hinchado de orgullo después de su reciente y triunfal escaramuza con los barones, Juan creyó erróneamente que Felipe le temía y aceptó reunirse con el rey francés en Les Andelys.

Durante la reunión, Felipe se mostró muy amable e invitó a Juan y su hermosa cónyuge a visitar París.

Isabella se regodeó con el lujo de la corte francesa. Felipe se mostró muy cortés y pareció muy decidido a lograr que el Rey y la Reina aceptaran su amistad.

Debéis ocupar el mejor alojamiento —dijo Felipe—. Sí, no admitiré otra cosa. Mi hermano Juan y su bella esposa tendrán mi palacio real y yo, con mi corte, me trasladaré a otra residencia.

Esta actitud agradó a Juan. Ansiaba mostrar a Isabella a la admiración de su rival, que se manifestaba seducido por los encantos de la joven. La Reina de Francia —de quien Felipe estaba profundamente enamorado, al extremo de que para conservarla afrontaba la cólera del Papa pareció a Juan una pobre criatura comparada con Isabella, pese a que cuando no estaba acompañada por una estrella tan luminosa se la veía bastante atractiva.

Isabella se complacía en la admiración de los franceses, veía espectáculos nuevos todos los días, realizaba una vida interesante; cesó de pensar en Hugh el Moreno y, de tanto en tanto, recordaba que la vida habría sido muy aburrida si se hubiese casado con él.

Le encantaba París, con sus grandes edificios, el río, los habitantes tan diferentes de los que poblaban su nativa Angulema. En el palacio casi todos los días se ofrecían banquetes: y ella danzaba y cantaba y recibía la admiración de todos los espectadores.

El Rey de Francia la halagaba y cumplimentaba a Juan porque había encontrado una esposa tan bella. Juan se pavoneaba, y riendo explicaba cómo había engañado a los Lusignan y, que después de haberla conocido en el bosque, había adoptado la decisión de desposarla.

Es evidente —dijo el rey de Francia—, que los resultados no os decepcionaron.

Jamás conocí una mujer de tantos recursos —le dijo Juan—. A pesar de su juventud... y era virgen cuando me casé con ella... se muestra tan versada en el arte de amar como una prostituta experta. Pero lo hace con una suerte de fresca inocencia, si comprendéis lo que quiero decir.

—Todos entendemos replicó —el Rey de Francia—, que se necesita una habilidad excepcional para manteneros en el lecho hasta el mediodía.

Juan rió estrepitosamente.

- De modo que eso se comenta, ¿eh?

- Ha llegado a mis oídos -dijo Felipe.

—¿Por qué no? No conozco mejor modo de pasar el tiempo.

Felipe asintió y pensó: “Juan, ¿cuánto tiempo retendrás tus posesiones? Me atrevo a predecir que no muchos años. Después aprenderás, hermano mío, que un rey debe pasar su tiempo en un lugar que no es la cama”.

Felipe se sentía muy complacido. Veía que día tras día se aproximaba a su meta.

En la mesa, habló a Juan de asuntos serios. Isabella los acompañaba, y Juan tenía conciencia de poco más que la presencia de su esposa: a veces le apretaba la mano y otras le acariciaba la piel clara y suave... le enviaba mudos mensajes, y ella respondía con un gesto lánguido y sensual.

“Magnífico” pensaba el Rey de Francia. “Todo será como yo lo deseo. A Juan no le importará, mientras pueda acostarse con su esposa.”

—Es un error —dijo Felipe hacer la guerra a los Lusignan. Debemos evitar las guerras innecesarias.

Juan asintió somnoliento. Pero dijo: Se alzaron contra mí.

—Por cierto motivo —dijo Felipe—. No podéis pretender que se muestren pasivos cuando les habéis arrebatado algo tan valioso.

Juan se echó a reír.

—Este ser tan valioso se hubiera desperdiciado, entregado a Hugh el Moreno.

—Es muy posible —dijo Felipe—. ¿Por qué no sometéis a juicio a los Lusignan? Han promovido la rebelión. Renovaron su disputa con Angulema. Ralph provocó disturbios en Normandía. Sometedlos a juicio por haber ignorado los juramentos de fidelidad a vuestra persona y por haber provocado dificultades que pudieron llevar a la guerra.

A Juan le desagradaba que le dijesen lo que debía hacer. Podía gobernar sin ayuda de Felipe y era necesario que el monarca francés lo comprendiese así. Pero la guerra no era lo que él deseaba. En todo caso, lo habría obligado a separarse de Isabella. Y eso era inconcebible.

De modo que aceptaría la propuesta de Felipe. Cuando se sometiera a proceso a los Lusignan. Juan se encargaría de que los hallasen culpables de traición y entonces, los obligaría ademostrar su inocencia, librando un duelo con antagonistas elegidos especialmente. Era un método perfectamente legal de resolver las disputas. Creíase que si un hombre era inocente. Dios estaba de su lado. Si era culpable, se vería derrotado porque Dios apoyaría a su antagonista. Juan tenía un grupo de expertos duelistas que jamás habían sido derrotados y, cuando deseaba desembarazarse de un enemigo, conseguía que lo sentenciaran a afrontar uno de estos duelos, pues sabía que era un método invariablemente eficaz para eliminar al individuo; en efecto, por mucha habilidad que tuviese con la espada, era poco probable que pudiese superar a un hombre que consagraba todo su tiempo a practicar esgrima en beneficio del Rey.

La sentencia del duelo estaba reservada a los hombres de alto rango. Había otros métodos menos aristocráticos de aplicar el mismo principio. Por ejemplo, sumergir la mano del acusado en un cubo de agua hirviendo para recuperar un objeto depositado en el fondo. Si la mano lesionada después se infectaba, consideraban culpable al hombre. Había otro castigo, en el cual un hombre desnudo, atado de pies y manos, era arrojado a un río o a cualquier curso de agua disponible. Si en esas circunstancias flotaba, ello sugería que lo sostenía el Demonio y entonces lo retiraban inmediatamente y lo ajusticiaban: si se hundía, quería decir que no tenía tal ayuda, y lo rescataban. Si a tiempo, santo y bueno; de lo contrario, de todos modos moría. Estos castigos se remontaban a los antiguos tiempos paganos, pero por entonces nadie había creído apropiado modificarlos.

Así, cuando Juan convino con el Rey de Francia que obligaría a Hugh el Moreno a comparecer ante un tribunal encargado de juzgar su caso, no tenía la más mínima intención de aparecer personalmente; y había decidido que sentenciaría a Hugh y a varios miembros de su familia a enfrentar a los duelistas elegidos con ese propósito.