UNA PROMETIDA PARA HUGH

Ahora que había destruido la flota de Felipe y que muchas de sus armas y equipos estaban en manos inglesas. Juan pensó que había llegado el momento de atacar Francia y tratar de recobrar sus posesiones. Tuvo uno de sus accesos de energía, y se sintió ansioso de acción. Había reunido un ejército, pero se necesitaba el apoyo de los barones, de modo que envió mensajeros a todos los rincones del reino ordenando a los nobles que viniesen con sus soldados.

La rebelión hervía bajo la superficie. Los barones no tenían confianza en Juan. La familia Braose, Robert FitzWalter, y Eustace de Vesci habían fomentado la discordia en todo el país. Dejaban entrever que no podía permitirse que el tirano reinase, a menos que modificara considerablemente su conducta, y aunque Juan comprendía que muchos de los barones estaban descontentos, no sabía qué profunda era esa decisión de modificar definitivamente la situación.

Los barones del norte, que estaban en mejores condiciones que los del sur para desafiar al Rey rehusaron suministrar a Juan lo que él necesitaba. Afirmaron que Juan había demostrado que era un comandante inepto; las pérdidas sufridas en Francia habían sido humillantes; si, recientemente sus armas habían tenido suerte; pero sólo porque habían sorprendido a la flota francesa. No tenían confianza en Juan y en sus expediciones al extranjero, y no suministrarían hombres y dinero para dichas empresas. Preferían permanecer en Inglaterra y defenderla del invasor, porque era concebible que cuando Felipe hubiera tenido tiempo de agrupar sus fuerzas decidiera atacar el país. En todo caso, no estaban dispuestos a satisfacer los deseos de Juan.

Cuando Juan se enteró de la negativa una terrible cólera lo dominó. La expresó como solía hacerlo y, cuando el estallido lo agotó, decidió que no iría a Francia y en cambio marcharía al Norte, para mostrar a los barones qué opinaba de los súbditos que lo desobedecían.

Sabía que FitzWalter y su amigo Vesci habían hecho todo lo posible para fomentar el descontento. Algo le anunciaba que FitzWalter haría todo lo que estaba a su alcance para arrebatarle la corona, en compensación por su hija. Juan creía que su conducta con FitzWalter había sido tonta; debió haberlo muerto cuando se le ofreció la oportunidad y ahora, sólo porque la hija había sido una pequeña tonta y había rechazado los avances del Rey, el padre estaba contribuyendo a movilizar a los descontentos. En la iglesia y priorato de la Pequeña Dunmow, para mantener vivo el recuerdo, los FitzWalter habían ordenado que se erigiese una estatua de Matilda sobre la tumba de la jovencita. Juan no dudaba de que los padres formulaban toda clase de impíos votos frente a esa estatua.

“Por los ojos de Dios”, pensó Juan, “si FitzWalter cae en mis manos será su fin.”

Pero entretanto necesitaba hombres para atacar a Felipe. Sus barones del Norte rehusaban ayudarlo y él se proponía demostrarles que era el amo. Siempre mantenía un nutrido ejército de mercenarios y con ellos partió, no en dirección a Francia sino al Norte, con la intención de dar una lección a los barones.

El hecho de que el Rey se hubiese puesto en marcha no podía mantenerse en secreto y cuando el nuevo arzobispo de Canterbury se enteró de la novedad se apresuró a salir con su séquito al encuentro de Juan.

Juan vio con enojo que incluso al comienzo de su gestión el arzobispo mostraba su intención de entrometerse. Quiso saber por qué había creído necesario ir a encontrarse de ese modo con el Rey.

—Mi señor —dijo el arzobispo—, si atacáis a los barones del Norte provocaréis la guerra civil en este país y no podéis haber olvidado tan pronto que retenéis la corona de Inglaterra como feudo papal.

—Gobernaré a mi país como me plazca —gruñó Juan.

—Si desagradáis a vuestro señor, el Papa, habréis quebrantado vuestros votos. Si provocáis la guerra civil en este país será necesario restablecer la interdicción y excomulgaros.

Juan sabía que tal cosa era posible. Su sumisión al Papa lo había salvado de una situación muy incómoda, pues si no hubiese cedido ante Roma quizá Felipe de Francia se habría adueñado de su corona. ¡Maldición a todos los papas y los arzobispos! Siempre habían sido espinas en el costado de los reyes.

Quiso gritar: Quitad de aquí a este hombre. Matadlo sobre los peldaños de su catedral, como los fieles caballeros de mi padre asesinaron a Becket. La Iglesia no me gobernará.

Pero había pronunciado sus votos ante el Papa y jurado fidelidad; había otorgado a Roma un poder sobre Inglaterra que era mayor que el poder que ningún monarca le había concedido antes.

La suerte no le sonreía. Había perdido Normandía. Había perdido la mayoría de sus posesiones en Francia. El modo más fácil de aliviar sus sentimientos era dar rienda suelta a su cólera.

Pero en este caso debía dominarse.

¿Cómo se había metido en ese embrollo? La culpa correspondía a Isabella. Se había entretenido con ella cuando hubiera debido atender los asuntos de Estado. Los que decían que había perdido su reino en el lecho conyugal estaban en lo cierto.

Era una bruja. Una hechicera. Y tenía amantes.

Lo calmaba un poco recordar el destino del joven que había sido descubierto.

Debía mostrarse más astuto que el Papa. Era el único modo. Los barones por una parte, Felipe por otra y presidiéndolos a todos Stephen Langton, el representante papal, que precisamente por esa condición ejercía en Inglaterra más poder que el propio Rey.

Habló en secreto a Stephen Langton. No habría guerra, pero un Rey no podía gobernar si toleraba tanta rebelión. Marcharía hacia el Norte, mostraría a los barones su fuerza y su desagrado. Pero no habría derramamiento de sangre.

—Recordad, mi señor —advirtió Stephen—, que si hay lucha, Su Santidad adoptará medidas.

—Lo recordaré —replicó hoscamente Juan.

Así, el viaje al Norte no fue más que una advertencia a los barones; y después de completarlo, Juan regresó al Sur con el fin de prepararse para pasar a Francia, sin la compañía de quienes le habían rehusado ayuda.

Cuando Juan llegó a La Rochelle fue aclamado por el pueblo. Como era un gran puerto comercial y traficaba mucho con Inglaterra, sus habitantes no deseaban pasar al dominio del rey de Francia, pues ese cambio habría perjudicado su comercio. Más aún, Aquitania siempre había temido el dominio de Felipe. De modo que al llegar Juan encontró que tenía aliados importantes.

Se sintió reanimado y después de ocupar un castillo o dos su propio éxito lo entusiasmó; y ya se veía recuperando todo lo que había perdido.

La suerte estaba de su lado y contra Felipe en esta ocasión, pues los flamencos —enemigos permanentes de los franceses— aprovecharon esta oportunidad para atacar al Rey de Francia. Felipe no tuvo más remedio que desviarse hacia Flandes, y dejó en manos de su hijo Luis la tarea de enfrentar al invasor inglés.

Excitado, seguro del éxito, Juan comprendió que había una familia que podía destruirlo, una familia que le guardaba tanto rencor como los FitzWalter. Era la familia Lusignan; y Hugh, a quien había arrebatado la mano de Isabella, era el hombre que la encabezaba.

Juan sentía que su vida estaba agobiada por los espectros del pasado. Arturo, Vesci, FitzWalter y Lusignan. ¿Jamás se olvidaría ninguno de los yerros que él había cometido?

Intentaría alejar definitivamente el fantasma de los Lusignan. Era necesario, si deseaba evitar que sobre su cabeza recayese la cólera de esta poderosa familia.

Concibió una idea que lo divirtió mucho. Hugh de Lusignan, el hombre de quien siempre había sentido celos porque sabía que Isabella jamás lo había olvidado, continuaba soltero. ¿Quizá era así porque estaba tan enamorado de Isabella que no podía contemplar la idea de tomar otra esposa? No podía ser así. La familia de Hugh era ambiciosa y si se le mostraba un bocado apetecible no podría abstenerse de aceptarlo. Juan se sintió muy regocijado. Podría desarrollar una ventajosa maniobra y los Lusignan lo ayudarían a recuperar lo que había perdido en Francia.

Envió mensajeros a Hugh de Lusignan para ofrecerle una prometida; era la hija legítima de Juan —tenía varias ilegítimas— es decir Joanna, hija de Isabella, la mujer que Hugh había amado y de quien se había separado a causa de las pretensiones de Juan.

Juan no pudo contener la risa cuando regresaron los mensajeros.

Hugh, el antiguo enamorado de Isabella, había aceptado casarse con Joanna.

Se vio claramente que era un movimiento estratégico brillante cuando Felipe, que se había enterado de la proyectada alianza entre el Rey de Inglaterra y la familia Lusignan, ofreció a uno de sus hijos como prometido de la pequeña Joanna. Sin duda se trataba de una propuesta más conveniente. El hijo del Rey de Francia para la princesa de Inglaterra, no un vulgar barón.

—Nada de eso, nada de eso —exclamó Juan. Señaló que el Rey de Francia había desposado a la sobrina del propio Juan, y que eso no había evitado el conflicto. El matrimonio de su hija con los Lusignan le parecía ideal. Más aún, le agradaba la perspectiva de informar a Isabella que Hugh sería el marido de su hija.

Ahora podía atravesar sin resistencia el territorio de los Lusignan y continuar su guerra contra el Rey de Francia. Aplicó su plan con relativo éxito, pero tenía aliados inseguros. Observaban cuidadosamente el desarrollo de la batalla y no querían que el desenlace los sorprendiese unidos al bando del perdedor. Si era necesario enfrentar a los franceses, más les convenía mantenerse neutrales; e incluso cuando ya se aproximaba el principio de la batalla, decidieron que el camino más conveniente era la deserción.

Cuando vio que su ejército se debilitaba, Juan se enfureció tanto que lloró. Gritó como un demonio, pero eso de nada le sirvió.

Los franceses advirtieron lo que había ocurrido y comprendieron que era el momento de atacar y Juan y sus fuerzas tuvieron que retroceder de prisa.

Era el comienzo del fin. Los franceses eran demasiado fuertes, los aliados de Juan lo habían abandonado y sus hombres, que no confiaban en la aptitud de Juan, deseaban volver a casa. Recordaban lo que se había dicho de Juan —el Rey que había perdido sus posesiones en Francia. Se recordaban unos a otros que en otros tiempos Felipe había amenazado invadir Inglaterra. El único factor que se lo había impedido era la intervención del Papa. ¿Qué clase de Rey era este? No era un jefe. En Inglaterra todos murmuraban contra él. Los barones amenazaban levantarse en armas. ¿De qué le servía permanecer en Francia? Allí la derrota era la única perspectiva. Era hora de que regresase a Inglaterra para proteger sus posesiones antes de que los franceses viniesen a ocuparlas.

Colérico y frustrado. Juan regresó a Inglaterra. Algo le decía que nunca podría recobrar sus dominios en Francia.

El único placer que obtuvo cuando volvió a Inglaterra fue ir a Gloucester y ver a Isabella.

De nuevo estaba embarazada y el hecho agradó a Juan. Lo satisfacía mantenerla aislada y rodeada con guardias, de modo que sus amantes no la visitaran y él pudiera verla cuando se le antojaba.

Permitía que sus hijos la acompañasen. Enrique tenía ahora ocho años. Ricardo era un año menor y Joanna, la pequeña prometida, rozaba los cinco; además, la última hija, llamada Isabella. Era satisfactorio pensar que pronto habría otro nacimiento.

Comprendió que ella se alegraba de verlo e Isabella ya no aludió a las infidelidades de Juan; las aceptaba como un hecho natural, lo cual al monarca le parecía justo y propio. Se preguntaba si ella recordaba a menudo la figura de su amante muerto, colgado del poste del lecho. Ah, pensaba, de todos modos si hubiese vivido de nada habría servido a Isabella.

Eso siempre lo divertía; y Juan podía decir que se sentía tan complacido con su matrimonio como en los primeros tiempos y, aunque la cólera lo dominó cuando descubrió la infidelidad de Isabella, siempre ella podía excitarlo más que cualquiera de las restantes mujeres que él había conocido.

Ahora podía burlarse de Isabella.

—He tenido algunas aventuras en Francia —dijo.

—Y según creo, ninguna que te haya mejorado.

—Oh, antes de que pase mucho tiempo cruzaré el mar y derrotaré al Rey de Francia.

—Ojalá no te derrote a ti primero. ¿De modo que perdiste todo lo que tenías del otro lado del Canal?

—No es más que una derrota temporaria. Concerté una tregua con un antiguo amigo tuyo.

—¿Quién es?

—Hugh de Lusignan. Creo que antaño lo tenías en gran estima.

Isabella se puso en guardia. ¿Qué significaba esto?

—Es un hombre valeroso y noble —contestó en actitud desafiante.

—Me alegro de que pienses así, porque se convertirá en miembro de nuestra familia.

—¿Cómo? —preguntó Isabella—, y Juan se sintió complacido de ver que ella parecía muy aprensiva. Quizá creía que él le hablaría de alguna tortura infligida a Hugh. Era necesario que temiese un momento por él, antes de conocer la información que, según creía Juan, tenía que impresionarla.

Se aclaró la voz.

—Le entregaré a nuestra hija.

—¿Le darás... a nuestra hija? —replicó Isabella.

—Por supuesto, quiero decir que Joanna se comprometerá con tu antiguo amante, Hugh el Moreno.

—Pero... es una niña.

—Las princesas se casan jóvenes, como bien sabes. ¿Cuántos años tenías cuando te comprometiste conmigo? Doce. Si Joanna se parece por lo menos un poco a su madre, Hugh será muy feliz.

—Imposible —estalló Isabella—. La niña tiene apenas cinco años.

—En siete años... quizá antes, estará pronta. Él puede esperar. Sabe hacerlo.

—Él... será un anciano.

—Hemos conocidos prometidos aún más viejos. La perspectiva le interesa. Y de ese modo obtuvimos un salvoconducto que nos permitió atravesar su territorio. Hubiera podido desarrollar una campaña victoriosa de no haber sido por los traidores. Pensé: Esto complacerá a Isabella. Tenía elevada opinión de este hombre. Muy bien, ¡ahora le dará la bienvenida como a un hijo! —Comenzó a reír. Isabella sintió deseos de matarlo. Unió fuertemente las manos para evitar que Juan advirtiese cómo le temblaban.

Lo odiaba. Tenía cuarenta y ocho años y aparentaba más. Era demasiado grueso y comenzaba a perder el cabello; era inevitable que la vida desordenada que había hecho comenzara a manifestarse.

—Ven —exclamó Juan, extendiendo las manos—, demuéstrame tu gratitud. Arreglé el matrimonio de tu hija con un hombre que, según creo, te merece la mejor opinión.

Después, la atrajo y ella comprendió que el desagrado que sentía había avivado el deseo de su marido. La crueldad siempre aumentaba el placer que Juan sentía.