Capítulo 57

Kepler se ausentó de Praga durante cuatro meses, incluyendo tres semanas para el viaje de ida y vuelta. Había pedido a Barbara que regularmente le diese noticias suyas y le informase de la manera en que era tratada en el palacio Curtius.

Al principio, no tuvo motivo alguno de queja. Magdalene se había convertido en su gran amiga y confidente. Pero, sobre todo, la hija mayor de los Brahe le narraba la crónica de su familia, sin ocultarle ninguno de sus pequeños secretos. Ponía una suerte de saña en pintar a su madre, dura administradora de un patrimonio que su oscuro nacimiento jamás le habría permitido esperar; sus hermanos, Tyge, al que calificaba de imbécil, y Jørgen, considerado hipócrita y astuto; y las tres hermanas, que constituían el serrallo de un Tengnagel al que odiaba más que a nadie. En cambio, idolatraba a su padre y lo compadecía: al consagrar su vida al estudio y la filosofía, con los ojos siempre puestos en las estrellas, no podía captar las vilezas de aquellos carroñeros. Ella desplegaba su bondad, su candor, también su ceguera, en no ver a la única persona que la amaba con un amor sincero: ella misma, Magdalene. Barbara encontraba muchas semejanzas entre el príncipe danés y el difunto de Graz. Entonces, aquellas dos mujeres solitarias lloraban una en los brazos de la otra, prodigándose caricias cada vez menos inocentes. Pero no fue por esta cuestión por lo que estalló el escándalo. Desde que Tycho se había visto obligado a instalarse en Praga, hacía que cada mes su familia, a punto de disgregarse, se reuniese al completo, las cuatro chicas y los dos chicos. Ninguno de ellos estaba todavía casado, pues a la nobleza praguense le repugnaba entregar sus retoños a una raza cuya madre no era más que una campesina, ni siquiera casada religiosamente, y su padre un ser que tenía comercio con el Diablo y que debía su fortuna a un emperador cuya razón y trono estaban cada día menos seguros. Además, la reputación de libertinaje de los Tychonidas era ampliamente conocida.

El consejo de familia de mayo tuvo lugar dos semanas después de la partida de Kepler a Estiria. Al contemplar a su descendencia, que esperaba de pie, al otro lado de la mesa, el señor danés pensó de repente que aquel ritual, que él mismo había impuesto, era inútil. Su vida no estaba entre aquellas personas que le eran extrañas, sino allá arriba, observando el curso de aquel hermoso sol de primavera. Echaba de menos a Kepler.

—Bien, entonces, ¿de qué os vais a quejar en esta ocasión? —gruñó, por decir algo.

Su esposa Kirstine se embarcó en una diatriba contra las peticiones reiteradas de la señora Kepler, realizadas por intermedio de Magdalene, la cual no tenía por qué mezclarse en ese tipo de historias. La hija mayor replicó que no quería que Barbara y Regina se muriesen de hambre y frío. Para hacerlas callar, Tycho soltó un especie de rugido. Elisabeth pidió la palabra. Él se calmó y fue todo amabilidad. La belleza, la dulzura, la inteligencia y el saber de su tercera hija compensaban un poco las amargas decepciones que le habían aportado sus dos varones.

—Padre, debo casarme —dijo ella, con una voz grave y serena.

—Pero, Lisa, ése es también mi deseo más querido, y no hay día en que no busque en la corte el partido que más pueda convenirte.

—No me habéis comprendido, padre. Tengo que casarme. Estoy obligada a casarme.

—No te entiendo.

Como siempre que se encontraba confundido, Tycho se llevó la mano a la nariz, pero se contuvo y no se la quitó. La señora Brahe intervino entonces, atreviéndose por primera vez a levantar la voz delante de su marido.

—Claro que no comprendéis. Jamás habéis comprendido. No queréis ver lo que todo el mundo sabe en la corte y la ciudad. Vuestra hija, esta hipócrita, siempre con los ojos puestos en los libros, desde hace años se dedica al fornicio con vuestro maldito Tingangel. Por lo tanto, lo que tenía que suceder ha sucedido. ¡Está preñada de un bastardo!

—Pero ¡Franz y yo nos queremos! —exclamó Elisabeth, muy teatral.

Aquello no bastó para detener el torrente de palabras de su madre, que así dejaba libre curso a veinticinco años de silencio y servidumbre.

—Y vuestro querido Tingangel, como si vuestras hijas no le hubiesen bastado, ha intentado también aprovecharse de la madre. En cuanto a los varones, ¡mejor no hablar! ¡Ese demonio los ha arrastrado al peor de los desenfrenos!

—Hablad por Tyge, madre —protestó Jørgen—. Porque a mí jamás nadie me ha podido apartar del estudio. Jamás he seguido a Tengnagel en sus ignominias.

Su hermano mayor estalló en carcajadas.

—¡Eso es! Cuando uno no puede, dice que no quiere.

Tycho sintió como si un estilete le atravesase las fosas nasales. Se levantó, aturdido, y salió de la sala tan deprisa como se lo permitía su peso. Cerró tras de sí todas las puertas de su observatorio. Durante siete días y siete noches permaneció allí encerrado, rechazando toda visita, con la sola compañía del más viejo y el más fiel de sus servidores, Mats, quien le había seguido a todas partes en el curso de sus viajes, en la época de su juventud. Cuando finalmente reapareció, deshecho, apestando a vino, decretó delante de su familia, de nuevo reunida, que la boda de su hija y el caballero Franz Tengnagel tendría lugar el 17 de julio, fecha en la que las conjunciones astrales serían más favorables. Nadie se atrevió a objetarle que para entonces Elisabeth estaría encinta de seis meses y que su embarazo sería evidente.

Las dos únicas víctimas de aquellos acontecimientos fueron Barbara y Regina Kepler. Habían perdido a su aliada Magdalene, la cual había considerado prudente hacerse la discreta a la espera de que amainase el temporal. Entonces cayó sobre la madre y la hija una lluvia de restricciones de todo tipo. Así, la doncella que tenían asignada no volvió a aparecer. Por cierto, numerosos domésticos desaparecían del palacio Curtius, huyendo de la tiranía de Kirstine Brahe. Una tiranía desenfrenada desde que había denunciado la conducta de sus hijas y su marido se desinteresaba por completo de la buena marcha de su hogar.

Esta vez se había terminado, definitivamente, la vida de Venusia o de Benatky, tan perfectamente ordenada como los relojes astronómicos del observatorio. Mientras el señor se enclaustraba en su laboratorio y Kirstine lo hacía en sus cocinas, Tengnagel y Tyge habilitaban salones de recepción y salas de baile, donde organizaban fiestas bautizadas por ellos mismos como «orgías romanas» y donde se daba cita toda la nobleza depravada de Praga. ¡Y Dios sabe la cantidad de nobleza depravada que había en la capital del imperio en aquella época!

Barbara, sola, sobrevivía obstinadamente, para su hija. Ella, que jamás se había atrevido a salir sin compañía del recinto del dominio imperial, se aventuró por aquellas calles tortuosas, entre una muchedumbre maloliente de pordioseros, leprosos y enfermos, abrazando fuertemente a una Regina aterrorizada. No había más remedio que alimentarse, gastando en el mercado el poco dinero que le quedaba. Al retornar de una de esas expediciones, Regina cayó enferma. Temblaba de fiebre. Era inútil buscar un médico en aquella casa que se hundía. Y sin leña para calentarla. Sin embargo, era el mes de junio. Agotando todo lo que le quedaba de valor, se encaminó por los pasillos del palacio, dispuesta a enfrentarse con «la vieja cotorra». La puerta de sus aposentos estaba cerrada. Una sirvienta le anunció que la señora no podría recibirla porque se encontraba indispuesta. Barbara le imploró que le diese un poco de leña. Apiadada, la valiente muchacha le indicó en voz baja cómo llegar al sótano. Y añadió, disimulando la risa detrás de su mano:

—En esta casa de locos, vos sois, señora, la única que no roba.

Entonces, Barbara se hizo ladrona. Robó leña y pan. Después de todo, no hacía más que recuperar lo que se le debía, y jamás cogió más de lo que decían las cantidades anotadas sobre el papel que le había dejado su marido, firmado de puño y letra por Tycho. Pero en cambio le tomó gusto a aquel juego prohibido y, cuando pasaba por las cocinas o la bodega, no podía evitar meterse bajo las faldas un pedazo de cochinillo o una botella de vino.

No habló de todas estas cosas en las cartas que envió su marido, aunque se quejó del tratamiento que Kirstine Brahe le infligía. Entonces Kepler dirigió a Tycho, desde Graz, una misiva muy seca, recordándole su promesa de cuidar de Barbara. En ella añadía un determinado número de observaciones sobre la curvatura de la Tierra, que había recogido durante sus excursiones por las montañas. Tycho tomó buena nota de las mismas, pero hizo caso omiso del resto de la carta. Kepler regresó a Praga a mediados de agosto. Su batalla por obtener la herencia de su suegro había sido una semivictoria. Gracias a su amigo el barón Von Herberstein, había logrado arrancar el montante de la dote de Barbara, así como el producto de la venta de la casa del funcionario de finanzas. Esos bienes, que eran de Barbara, habían sido confiscados por la Iglesia católica, puesto que ni ella ni su esposo se habían convertido, pero fueron objeto de una negociación entre las dos partes. Por otro lado, las numerosas propiedades de Mulleck, que había renegado de su fe reformada, deberían haber correspondido a su hija, como el hombre había estipulado en su testamento. Pero se trataba de molinos, de una harinera y de campos sembrados de trigo. En pocas palabras: el pan. Que un extranjero, herético además, pusiese las manos sobre el corazón de su subsistencia, y todo el campesinado de Estiria se sublevaría. La batalla procedimental fue larga, puesto que todo lo que afectaba al mismo tiempo a la harina y la religión era objeto de un laberinto de leyes, decretos, costumbres antiguas y nuevas. Además, el litigante, durante su larga estancia, se hallaba constantemente bajo la amenaza de un proceso por herejía. Pero el «perrito», como le gustaba llamarse a sí mismo, no soltó fácilmente su hueso. Por fin, al cabo de tres meses, consideró que había alcanzado un compromiso razonable. Se marchó entonces de aquel «país de ladrones», llevando en su bolsa el equivalente a un año de lo que se suponía que ganaba en Praga, sin olvidar los objetos de todo tipo de una lista que le había confiado Barbara, que iban de la muñeca tuerta al orinal, pasando por el joyero. Vacío, claro está.

Naturalmente, no estaba satisfecho de sí mismo. No había ganado la partida. Y, durante el viaje de retorno, volvió a rumiar sus errores y su ignorancia en lo relativo a las cuestiones legales. Si hubiese sabido, si hubiese podido… Se prometió estudiar derecho, que no era más que una serie de teoremas y ecuaciones simples, normas que había que saber de memoria, sumergidas bajo una jerga fácil de descodificar. Un juego, en suma.