Capítulo 26
Esta lamentable comedia se prolongó durante muchos meses. Pronto la gente de los pueblos vecinos acudió para ver al prodigioso niño de apenas diez años que era capaz de realizar, mentalmente y con gran rapidez, las operaciones aritméticas más complicadas, y de recitar de memoria pasajes enteros de las Sagradas Escrituras. Heinrich decidió que el espectáculo tendría lugar todos los viernes por la noche, ante una cena pagada en dinero contante y sonante. Fue un éxito: a partir de entonces las mercancías de contrabando se vendieron con mayor facilidad.
Aparte de sus sesiones como monstruo de feria, Johann tenía las jornadas muy ocupadas, entre el pozo, el estercolero, la porqueriza, la docena de gallinas y la conejera. Sin olvidar el trozo de tierra en el que crecían patatas y repollos, claro está. Era ayudado por su hermano Heinrich, de apenas seis años. Ayudar es un decir, puesto que, como a menudo sucede con los hermanos menores aplastados por un primogénito demasiado dotado, el muchacho multiplicaba sus tonterías a fin de llamar la atención. Parecía atraer las catástrofes como un imán. Si había una sola astilla en el patio, no había duda de que iría a clavarse en su pie descalzo. Un perro, generalmente pacífico, se le echaba encima para morderle. Las torpezas de Heinrich tenían una gran ventaja para Johann: desviaban de él las bofetadas y los correazos de su padre, sobre todo cuando éste estaba borracho. Pero no así los gritos de su madre, que le había encargado de la vigilancia del hermano menor, ya que ella tenía demasiado trabajo con los dos nuevos hijos que le habían venido, Margarethe y Christoph. Un día llegó a Allmendingen un joven diácono, con un doctorado en teología por la universidad de Tubinga. Se había presentado como voluntario para evangelizar aquella guarida de descreídos, en la que las prácticas paganas afloraban por doquier. Aquel Markus Gruach decidió actuar con prudencia y discernimiento. El burgomaestre le acogió muy bien, pero le ordenó que sólo se ocupase de su misión pastoral y que cerrase los ojos ante las prácticas comerciales ilícitas de sus nuevos feligreses con la Baviera católica. Aquello convenía perfectamente a Gruach. A cambio pidió que se le ayudase a restaurar el templo abandonado y se le diese un granero para abrir en él una escuela.
—¡Una escuela en Allmendingen! —exclamó riendo el burgomaestre—. Os prometo, reverendo, al menos un curioso escolar. Venid a cenar a la posada de Kepler. Eso os permitirá conocer a la más notoria de vuestras futuras ovejas.
El joven pastor no tuvo objeción alguna en aceptar la invitación. Tendría su escuela y su templo.
En la posada, los comensales le lanzaron pullas sobre su apostolado. Katharina Kepler, la encargada, llamaba al orden cuando los hombres se sobrepasaban. Gruach, prevenido por sus maestros, sabía que entre los campesinos siempre ocurría lo mismo. Sería por medio de las mujeres y los niños como se impondría.
Al final de la comida, con gestos de cómico de feria, Kepler llamó a su hijo Johann. El joven pastor tuvo derecho a participar en el número de cálculo mental y recitación de las Escrituras. Gruach había oído hablar de esos tontos de pueblo cuyo débil espíritu desplegaba un don incongruente, una prodigiosa memoria, por ejemplo. Le pareció que el pequeño Johann bien podía ser uno de ésos. Aquel muchacho de una gran delgadez, con las manos deformadas por la viruela, de aspecto testarudo, ojos velados por la bruma y rodeados de ojeras moradas, parecía salir de una prolongada enfermedad. Sin embargo, Gruach aplaudió con fuerza su actuación. El lamentable espectáculo era para él una excelente entrada en materia.
—Señor Kepler —dijo entonces—, vuestro pequeño Johann será un modelo para sus condiscípulos en la escuela que pienso abrir en el pueblo.
—¿Y quién va a trabajar en la granja y el campo mientras tanto? —replicó Heinrich—. Ese holgazán ya sabe lo bastante.
—Papá, quiero ir a la escuela. Quiero estudiar.
Todos se volvieron hacia el muchacho. Johann había dicho aquello con una voz que todavía no había cambiado, pero que era serena, razonable, sin tropezar con las palabras. «Me he equivocado —pensó Gruach—. Este niño no es idiota, sino un superdotado. Tengo que cambiar de método con el padre, que tampoco me parece imbécil del todo».
Sin embargo, Heinrich le había levantado la mano a su hijo, gruñendo:
—¡Serás cretino! ¿Desde cuándo te mezclas en las conversaciones de los mayores?
—Señor Kepler —intervino Gruach—, los dones excepcionales de Johann deben de atraer una generosa clientela, ¿no es cierto?
Había dado en el clavo. El posadero se pavoneó y dijo:
—A fe mía, venid el viernes, reverendo, y lo constataréis con vuestros propios ojos. Pero reservad una mesa, habrá mucha gente.
—En vuestro huerto tenéis verduras que necesitan más cuidados que otras, un riego regular, atento…
—Evidentemente —replicó Heinrich encogiéndose los hombros—. Mis patatas, sobre todo. El muchacho es el que se ocupa de ellas, con el torpe de su hermano. ¿Adónde queréis ir a parar?
—Pues bien, los dones de Johann son como una planta delicada y preciosa. Hay que cuidar su saber, regarlo con nuevos conocimientos, de lo contrario el muchacho puede acabar marchitándose. Si no sucederá que en una de esas veladas de los viernes vuestro hijo será incapaz de calcular cuánto suman dos y dos. Seréis el hazmerreír de todos los que os envidian en secreto.
¡Tocado! Heinrich no soportaba el ridículo y las burlas, ya que durante mucho tiempo había sido el chivo expiatorio de su padre. Hizo ver que reflexionaba un buen rato. Finalmente dijo:
—De acuerdo. Pero no me costará ni un pfennig, ¿eh? Y ni hablar de que el tonto de su hermano pequeño vaya también a la escuela. ¡A mí me hacen falta brazos!
La mirada turbada de reconocimiento que le lanzó Johann Kepler fue para el joven diácono el más hermoso de los consuelos.
La escuela se abrió muy pronto. Todo el mundo había participado, incluso los contrabandistas. ¡Qué importaba, después de todo, que los lápices fuesen de origen español y los cuadernos procediesen de los papistas bávaros! Todas las familias de Allmendingen querían que al menos uno de sus retoños estudiase. El pastor quedó rápidamente desbordado, al punto de tener que pedir a Johann que le ayudase por lo menos a enseñar el alfabeto a los más pequeños. La experiencia fue desastrosa, puesto que el hijo del posadero tenía un carácter tan malo como el de su padre y las bofetadas llovían, las férulas caían sobre las cabezas de sus pequeños camaradas. Los padres se quejaron. Por lo que respectaba a Heinrich, acabó por pedirle al pastor una remuneración por las prestaciones de su hijo mayor.
Gruach era tan pobre como el más pobre de sus feligreses, y lo más corriente era que éstos pagasen sus servicios con un conejo o un repollo. De modo que redujo sus ambiciones. A partir de entonces se contentó con enseñar a sus alumnos a leer, escribir y contar, reservando sus tardes a Johann Kepler. Aquello le iba bien a todo el mundo, sobre todo porque por las mañanas era cuando más trabajo había en la posada: limpiar las habitaciones y la sala común, fregar los platos… El campo, el patio y la porqueriza eran competencia de Heinrich hijo, que con ocho años veía marchar a la escuela a sus camaradas de juego, e incluso a su pequeña hermana y al benjamín. Entonces binaba el campo de patatas. Cuando su azada destrozaba un tubérculo, la patada administrada por su padre no se hacía esperar.
Así pues, Johann Kepler reanudó sus estudios, que había abandonado hacía tres años. Habida cuenta de sus aptitudes, si hubiese seguido un ciclo escolar normal, debería haber estado en segundo curso. Por suerte, gracias a su formidable memoria, no había olvidado gran cosa de las enseñanzas que le habían prodigado en Leonberg. Pronto se llenaron algunas lagunas de gramática latina. Y volvió a componer versos a la manera de Ovidio, que dejaban atónito a su maestro. Por otra parte, desde que casi todos los niños del pueblo iban a la escuela, ya no se prestaba tanta atención a los juegos malabares con las cifras y la escritura del joven prodigio. Las veladas de los viernes ya no atraían a nadie. Además, había otras distracciones: los sermones del pastor Gruach eran truculentos, de acuerdo con el modelo iniciado por Lutero. El templo jamás se vaciaba. Otra nueva distracción: los sainetes, tan profanos como encantadores, escritos por Gruach y su discípulo, y que los alumnos del pastor representaban en la posada. Como los padres consumían mucho, Heinrich no le cogió inquina a su competidor. Además, el diácono, que tenía algunas nociones de medicina, animaba a Katharina a practicar su talento de sanadora, que ella se hacía pagar bien. En resumen, Allmendingen se convirtió en pueblo luterano como los demás, con contrabando incluido, y nadie se quejaba. El gran asunto ahora era encontrar una esposa para el pastor, a fin de conservar en el país a un hombre tan valioso, que sabía, por ejemplo, juzgar la buena calidad del tabaco o del azúcar que iría a parar a Ulm o Stuttgart.
Cuando llegó la época de la cosecha, Gruach cerró la escuela y partió para Tubinga. Su antiguo profesor de teología, el doctor Hafenreffer, le recibió con las mayores muestras de afecto: allí conocían el excelente trabajo de evangelización que Gruach había realizado en Allmendingen. Pero Gruach no había hecho aquel viaje para hablar de su vocación, sino de un muchacho de doce años.
—Es un verdadero milagro, maestro, que una planta semejante haya podido crecer en aquel estercolero. Un padre tan borracho como brutal, una madre medio loca y vagamente bruja, en una tierra de bandoleros, en la que las prácticas paganas resurgen constantemente… Y en medio de todo eso, Johann Kepler. Leed, maestro, leed este poema en versos latinos. Leed también esta disertación sobre el libre y el siervo arbitrio. Os aseguro que yo no le he inspirado nada. Estoy igualmente dispuesto a jugarme el alma a que ese muchacho enfermizo y miope, que tal vez ha heredado de sus antepasados no sé qué tara venérea, jamás ha leído ni a Lutero ni a Erasmo. Ese hijo de tabernero es una cabeza metafísica.
El doctor Hafenreffer hojeó el cuaderno que le había tendido su antiguo estudiante. La escritura ya era firme, y la mala visión del escolar explicaba sin duda el tamaño de la letra. Por deformación profesional, Hafenreffer no pudo evitar descubrir una falta de declinación.
—Cuando lo cogí en mis manos, Johann tenía graves lagunas gramaticales, debido a sus dos años sin escolarizar —se excusó Gruach, como si la falta fuera suya.
—Dime, Markus, ¿ese Kepler no será pariente del burgomaestre de una aldea que no está lejos de aquí? Weil der Stadt, creo que se llama.
—Sí, es su abuelo, por lo que he podido saber.
—¡Ah, bien! Vuestro pequeño protegido no sale del arroyo. Buena y vieja familia de Wúrtemberg, esos Kepler. Buscando bien, no me extrañaría encontrar en ella un poco de sangre azul. No habéis hecho el viaje en balde: le conseguiré una beca. —Luego Hafenreffer añadió—: Vuestro alumno ingresará el año que viene en el seminario de Adelberg. Excelente enseñanza, excelentes profesores. Y, sobre todo, lo suficientemente alejado de su familia… y de vos, Markus. Nunca es bueno que el maestro se encariñe con exceso del alumno. A propósito, ¿cuándo os casáis? Sin duda debe haber algún buen partido en vuestra parroquia…
Gruach se puso colorado, pero no protestó. Al prevenirle contra los peligros del celibato, Hafenreffer estaba cumpliendo perfectamente con su papel de consejero y mentor.
—Me olvidaba —continuó el profesor de teología—. Si el padre pone dificultades para separarse de su hijo, avisadme inmediatamente. Dispongo de algunos medios para obligarle a aceptar.
—No lo creo. Bajo su aspecto digamos… rudo, el hombre no carece de sutileza. En su momento debió de recibir algo parecido a una educación. Además, he creído adivinar que está orgulloso de su retoño. Estaría encantado de que Johann realizase lo que los avatares de la vida no le han permitido a él.
—Veo, Markus, que habéis progresado en el conocimiento de los hombres. Ahora deberíais profundizar, me atrevería a decir, en el de las mujeres. Un último consejo. Vuestra futura esposa: no la escojáis ni muy hermosa, ni demasiado inteligente. En cambio, prestad mucha atención a lo que vuestro suegro aporta como dote…
El joven pastor había acertado. El posadero de Allmendingen aceptó gustosamente que su hijo mayor partiese en cuanto hubiese obtenido la beca de manera oficial.
—¡Bah! Siempre será una boca menos que alimentar. ¡Adiós, muy buenas! Y, además, los otros holgazanes ya están en edad de trabajar.
Entonces Markus Gruach se encontró con una nueva misión: lograr que Heinrich, Margarethe y Christoph Kepler, de nueve, siete y cinco años respectivamente, no fuesen las primeras víctimas de la buena suerte de su hermano mayor.