Capítulo 20
Un revuelo de criados acudió a recoger sus equipajes, y una suerte de mayordomo les condujo hacia el palacio-observatorio. Tycho había hecho poner una larga mesa rectangular bajo la inmensa bóveda de su observatorio. Detrás, su cuadrante devoraba todo el espacio.
Él y sus comensales le daban la espalda, pues estaban sentados en el mismo lado de la mesa, como en las comidas reales representadas en las tapicerías antiguas o en un cuadro de la Última Cena. Nada de mujeres allí, y Tycho, el poeta, podría haber hecho grabar en el frontispicio de su observatorio: «Nadie entre aquí si no es del sexo fuerte». Exigía que su hijo Tyge, de nueve años, que no tendría el derecho a latinizar su nombre en Tycho hasta la muerte de su padre, se mantuviese a su derecha. A su izquierda se instalaba siempre su invitado de marca.
Al entrar en la gran sala como si fuesen saltimbanquis llegados a dar un espectáculo, Ursus hizo un movimiento de retroceso. A la izquierda de Tycho reconoció al barón Von Lange, su antiguo señor, flanqueado de sus dos hijos, de los que había sido preceptor y blanco preferido de sus burlas. Con todo, «el papa de la astronomía» interpeló alegremente al doctor Rothmann.
—Querido señor, al enviaros aquí para que me ayudéis, Su Alteza Guillermo me testimonia, una vez más, su amistad.
—¡Ay! —replicó Rothmann—. Parece que Su Alteza no puede separarse de mí, y debo regresar pronto a su lado. Pero con el cambio no saldréis perdiendo, puesto que el señor Bar, licenciado en artes liberales…
—Que haya sido promovido al grado de licenciado en artes liberales o no me tiene sin cuidado —interrumpió groseramente Tycho—. Eso no tiene para mí la menor importancia.
—El señor Bar es un calculador de gran talento —replicó secamente Rothmann.
Tycho observó a Ursus de la cabeza a los pies con un inmenso desprecio. El barón Von Lange se inclinó hacia él y le habló largo rato al oído.
—Ursus, Ursus —masculló finalmente el señor del lugar—. Así pues, ¿descendéis de la Osa Mayor? ¿Qué piensas tú, Jeppe?
De debajo de la mesa surgió un enano tocado con un gorro de cascabeles de loco.
—Te equivocas, viejo Tycho, este buen hombre ha descubierto en el cielo la constelación del cerdo.
Y se puso a dar vueltas alrededor de Ursus lanzando gruñidos de marrana. Como los asistentes no comprendiesen la broma, Tycho precisó:
—Señores, por lo que me acaba de contar mi amigo Von Lange, el ayudante que me envía el conde de Hesse comenzó en la vida como guardián de puercos. No sé cómo apreciar este hermoso regalo.
El mayor de los hijos del barón, que debía de tener una veintena de años, exclamó entonces:
—¡Ah, mira por dónde! ¡Rosa, rosa, rosam! ¡Jamás te habría reconocido, mi Bar, bajo los oropeles de doctor!
Los alrededor de diez invitados se echaron a reír y se pusieron a lanzar gritos de animales de corral. Ursus quedó petrificado, como mineralizado por la afrenta. Temiendo una reacción desmesurada, Rothmann tuvo un gesto que asombró a la asamblea: pasó el brazo por encima de los hombros de su amigo y dijo:
—Subir de la pocilga a las estrellas le ha parecido más admirable a Su Alteza Guillermo de Kassel que recorrer el camino inverso.
Y señaló con el dedo los restos del festín. Era evidente que en la isla de Venusia no se conocía el arte refinado de la mesa, practicado desde hacía tiempo en todas las cortes de Europa. Ahí se comía con los dedos, el mantel estaba cubierto de restos de comida y lleno de manchas de vino. Si Rothmann hubiese tratado a los comensales de vikingos sin desbastar, no lo podría haberlo dicho mejor. Tycho lo comprendió muy bien.
Él, que era proclive a las bromas y las alegrías, y que a su vez vertía sarcasmos y pullas sobre los demás, no podía soportar ser el blanco de sus pares. Pero, como el valor no era su virtud cardinal, quedó muy turbado por la rápida réplica de Rothmann: se quitó la nariz, la untó con un poco de crema, se la volvió a colocar en su sitio, carraspeó y cambió de tema.
—¿Al menos os han instalado bien, señores?
—¡Debe quedar algún sitio libre en la porqueriza! —gritó el enano.
—¡Basta, Jeppe, al suelo! Perdonadle, señores. Nunca sabe cuándo tiene que parar.
El bufón corrió a refugiarse debajo de la mesa, lanzando ahora chillidos de gorrino, pero ya nadie se atrevió a reírse.
Tycho estaba firmemente decidido a rechazar a Ursus como nuevo ayudante. Él, que antaño se había casado, para gran escándalo de sus pares, con una hija de campesinos, temía ahora el ridículo de tener a su lado a un porquero astrónomo. Pero, si despedía a Ursus, corría el riesgo de ofender a Guillermo de Hesse. Éste, en efecto, jamás se había negado a enviarle el resultado de sus observaciones, mientras que, en cambio, Tycho nunca le había comunicado nada, como, por lo demás, tampoco a nadie. De este modo había compilado las mayores tablas astronómicas que jamás hubiesen existido. Pero también las más secretas.
El rey de Venusia sabía muy bien que todos los astrónomos que venían a visitarle sólo tenían una idea en la cabeza: apoderarse de su tesoro. Y nada le alegraba más que verlos marcharse con las manos vacías después de haberles hecho viajar en balde hasta allí. En cuanto a los ayudantes, Tycho no los reclutaba más que en Dinamarca y los formaba él personalmente. De modo que ninguno de ellos se habría atrevido a espiarle o robarle. Además, lo más frecuente es que sólo le durasen tres años. Luego huían para escapar de su tiranía. O entonces los despedía, pues desde la muerte brutal de Pratensis, el irreemplazable, nadie era bueno para él, a excepción de uno solo, el joven Christen Sorensen, procedente de la ciudad Langberg, en Jutlandia, y rebautizado con el nombre de Longomontanus, que le obedecía en todo y se plegaba a todos sus caprichos.
Nacido veintiocho años antes de padres campesinos, Longomontanus había tenido que luchar de manera encarnizada con la suerte. Criado alternativamente con sus padres, con su tía y con su tío, de muy joven había trabajado en el campo, al mismo tiempo que era rústicamente educado por el pastor de su parroquia. Con quince años apenas, había huido y se había refugiado en la escuela de Viborg, a doce millas de distancia. Permaneció allí once años, se aseguró la subsistencia con ingenio y se empleó, al precio de un esfuerzo infatigable, en cultivarse, aplicándose en particular al estudio de las matemáticas. Con posterioridad había desembarcado en la Academia de Copenhague. Allí había realizado sus pruebas en un año, ante unos profesores boquiabiertos, que lo recomendaron calurosamente a Tycho. Desde que puso los pies en Venusia, se reveló experto, más que cualquier otro ayudante, en el ejercicio de la observación, convirtiéndose en guía de sus compañeros y principal organizador en la realización de los cálculos.
Longomontanus ocupaba ese puesto desde hacía dos años. La estancia de Rothmann y Ursus sólo duró un mes. Pero aquel agosto de 1590 a ambos les pareció una eternidad. Tycho dejó creer al antiguo porquero que lo contrataría y se propuso calibrar en todo momento sus conocimientos. Los cuales eran grandes, pero no tanto como los de Tycho, que eran infinitos. De modo que, al más mínimo error, el enano Jeppe, que no dejaba de meterse con el desgraciado, vertía sobre él sarcasmos fangosos. Y los dos hijos de Von Lange, que decididamente encontraban aquella isla encantadora después de que su antiguo preceptor hubiese desembarcado en ella, reclamaban para él la férula u otro tipo de castigos, los mismos que Ursus les había hecho padecer en la época de su infancia.
Pero el juego que más divertía a Tycho era el de la tentación. A propósito dejaba tirados por ahí documentos o abierta la puerta de un gabinete de ordinario prohibido a todos menos a él. Movido por la curiosidad, Ursus lanzaba una mirada sobre los papeles o asomaba la cabeza por la puerta entornada. Inmediatamente, surgiendo de la nada, el enano Jeppe se ponía a chillar:
—¡Al ladrón, al ladrón! ¡El porquero mete su morro donde no debe!
Rothmann, por su parte, no había descubierto en el laboratorio las maravillas alquímicas prometidas. Pero Tycho se había encaprichado de la farmacopea, y deseaba que el mathematicus de Kassel le ayudase a constituir un jardín de plantas de todo tipo, puesto que aquel «escuchimizado de francés», De L'Écluse, no había aceptado acudir a colaborar con él.
Al cabo de un veintena de días, Rothmann, agotado, decidió marcharse. De todos modos, no obtendrían de Tycho la menor pieza de su tesoro. Y además, conocía demasiado bien el carácter violento de Ursus como para saber que éste acabaría teniendo un ataque de ira, a riesgo de ser maltratado por la gente de armas del déspota. Se decía por ahí que los visitantes que tenían la desgracia de disgustar a Tycho podían sufrir un accidente… Rothmann quiso emplear el tacto y la delicadeza. No tuvo necesidad de ello. El papa de la astronomía se declaró desolado por aquella excesivamente breve visita, pero afirmó que no quería privar a su amigo el conde de tan buen médico como él. No obstante, le pidió que pospusiese una semana la partida, a fin de viajar en la mejor configuración astral posible. Se mostró evasivo sobre la suerte que reservaba a Ursus, arguyendo que aún dudada en tomarlo o no como ayudante.
Durante aquella última semana, Tycho fue encantador, sobre todo con Ursus. Después de haber asistido a una lluvia de meteoros, los dos astrónomos mantuvieron un largo debate durante el cual Tycho expuso de manera detallada su sistema del mundo. Luego se despidió de ellos.
Al llegar la aurora, Rothmann y Ursus descendieron hacia el puerto. Llevaban ellos mismos sus maletas, puesto que el palacio, que de ordinario bullía de criados, estaba desierto aquella mañana. En el muelle les esperaba una larga barca de remos. Su capitán se hallaba en la pasarela, encuadrado entre dos marineros. Levantó la mano y dijo algo en danés. Los marineros cogieron los equipajes y comenzaron a registrarlos. El capitán, por su parte, se encargó de palpar a sus futuros pasajeros hasta en los rincones más íntimos. Luego se puso a berrear en sus narices unas palabras incomprensibles. Rothmann acabó comprendiendo que reclamaba un salvoconducto firmado por Tycho.
—Esto puede acabar mal —le dijo en latín a Ursus—. Quédate aquí. Voy a decirle cuatro cosas al papa de la astronomía.
—No me abandones —suplicó Ursus—. En el peor de los casos… Sé nadar.
Instalado bajo el peristilo de finas columnatas y rodeado de su corte habitual, con el enano Jeppe a sus pies, la mano puesta sobre el puño de marfil del bastón de Euclides, Tycho se pavoneaba, como un rey que asistiese a un espectáculo. Había podido observar de lejos el registro de sus invitados. Parecía haberse divertido mucho con ello.
—¿Qué significa esta mascarada, Tycho? —preguntó secamente Rothmann—. En mi persona, es a Su Alteza, el conde de Hesse, al que ofendes.
El otro adoptó ese aire de niño descubierto en una falta, que hacía que sus amigos, y él los tenía, le perdonasen todo.
—Te has levantado de mal humor esta mañana, mi buen Rubeus. Perdóname, pero esta noche ha sido tan fructífera que me he olvidado de firmar tu salvoconducto. Jeppe, entrega el documento con todas las consideraciones debidas al embajador de mi amigo Guillermo de Kassel.
El enano se precipitó con su caminar bamboleante hasta Rothmann, se prosternó colocando la cara contra el suelo como hacen los correos del Gran Turco, le besó los pies, se alzó y le tendió un trozo de papel firmado por Tycho, todo ello bajo las risas de los asistentes.
—Te deseo un buen viaje, doctor. ¡Ah, me olvidaba! De paso, ¿puedes decirle a mi nuevo ayudante, el llamado Ursus, que se dirija al observatorio inmediatamente? Longomontanus requiere su ayuda. No le pago para que se pasee por la playa, ¿no es cierto?
Sin un saludo, Rothmann dio media vuelta y regresó al puerto a grandes zancadas.
—Decididamente, nuestro buen doctor hoy está de mala uva —dijo Tycho lo suficientemente alto como para que el otro le oyese.
En el muelle, el equipaje de Rothmann ya había sido embarcado, pero el de Ursus yacía, abierto y en desorden, sobre las planchas de madera separadas, como si el capitán conociese ya el resultado de la entrevista.
—Yo me puedo ir, pero tú…
Y Rothmann se dio la vuelta para señalar a dos guardias de Tycho que se dirigían hacia ellos.
—Ya te dije que sé nadar —replicó Ursus.
Entonces, se lanzó a las aguas frías del Sund. Se deshizo como pudo de sus pesados vestidos negros y se quedó desnudo. Su espalda estaba cubierta de pelos, como los… de un oso. Era tan vigoroso como el animal del que llevaba el nombre, puesto que con unos cuantos movimientos se alejó una docena de brazas. Para no perderse el espectáculo, Tycho y su corte habían acudido apresuradamente.
—¡Eh, Ursus! ¿Estás pescando salmones? —gritó Jeppe.
Por allí pasó todo un bestiario, de pato a foca sin olvidar la ballena.
—Pescadme a ese extraño tritón —ordenó finalmente Tycho al capitán— y llevadlo a Copenhague.
Luego se quitó la nariz con un gesto de dolor: las lágrimas de risa que le corrían por las mejillas le escocían de una manera atroz.
—Tycho —comenzó Rothmann—, ¿cómo un hombre como tú se puede rebajar a…?
—Ya basta. Vete. Tú también. Y entrega esto a tu señor. Le interesará. Que se den prisa. No quiero que mis enemigos me acusen del baño de Ursus, además de los incontables crímenes con los que me agobian.
—Únicamente se presta a los ricos —replicó Rothmann, que no tenía ganas de permanecer allí.
Como todo el mundo, él también conocía el punto débil de Tycho: una superstición de vieja. De modo que añadió:
—No es sólo a un simple porquero al que acabas de maltratar. Ursus también está dotado de extraños poderes, a los que el Diablo no es ajeno.
El pánico que pudo leer en el rostro agujereado le alegró el corazón.
Ursus fue pescado y luego secado a bordo de la barca, pero no dijo ni una palabra hasta el final del viaje. Llegado a Kassel, pidió al príncipe que le permitiese abandonar su cargo de astrónomo particular y se marchó. Durante algunos meses dio lecciones de matemáticas en la ciudad libre de Estrasburgo. Allí publicó su Fundamento de astronomía, donde presentaba con más claridad que el danés, y sin citarlo, el sistema geo-heliocéntrico, aportándole diversas mejoras importantes: en el sistema de Ursus, la Tierra giraba sobre sí misma, lo que explicaba el movimiento diurno, y las estrellas no estaban todas a la misma distancia. El libro estaba antedatado en un año…
Un buen día Ursus vio llegar a su amigo Rothmann, el cual le anunció la muerte del conde Guillermo de Hesse. Antes de lanzar su último suspiro, éste había tenido tiempo de recomendar calurosamente a sus protegidos al emperador Rodolfo. Los dos amigos partieron rumbo a Praga. Así fue como Ursus, el antiguo porquero, se convirtió en el mathematicus oficial del Sacro Imperio Romano Germánico.