Capítulo 47

Así transcurrieron el invierno y luego la primavera de 1598. La situación se hacía cada vez más insostenible para los reformados. Los últimos fieles, entre ellos Kepler, se reunían para comulgar en la mansión del barón Hoffman, situada a dos leguas de Graz. Pero estaban obligados, cuando volvían a las puertas de la ciudad, a pagar un impuesto. Kepler acudía a la mansión no sólo para manifestar su fe y molestar a los jesuitas: aunque Hoffman raramente se encontraba allí, el correo y las noticias le estaban esperando, puesto que la posta ya no era segura.

Sin embargo, el consejero áulico estuvo presente a finales del año 1598. Debía representar al emperador ante Fernando para las ceremonias de la Navidad católica. Luego ante los reformados, para significar con ello que Rodolfo todavía tenía bajo su protección a todos sus súbditos, fuesen de la confesión que fuesen.

—Pero esto no podrá durar mucho —le dijo Hoffman a Kepler en el curso de un banquete que ofreció a los notables luteranos de Estiria—. Su Majestad en este momento intenta elaborar un edicto de tolerancia, según el modelo del que acaba de promulgar Enrique IV de Francia, pero que concerniría a las tres religiones.

—¿Qué? —prorrumpió Barbara—. ¿Una alianza con el Gran Turco?

—¡Por supuesto que no, amable señora! ¡La tercera religión es la de los hijos de Abrahán, no de los de Mahoma!

—¡Los judíos! ¡Señor! —gimió la señora Kepler antes de exclamar—: ¡Ay! Johann, mira dónde pones los pies, ¡me acabas de aplastar el dedo gordo!

—Vos decíais, señor barón, que esto no podrá durar mucho —intervino Kepler, en un intento de calmar su cólera contra su esposa, que iba en aumento.

—Así es, puesto que en esta revisión del tratado de Augsburgo, las negociaciones con Roma son de una gran dureza. Los jesuitas simulan dejar Praga a las extravagancias imperiales, pero a cambio quieren toda Austria, según las prescripciones de Augsburgo: un Estado, un príncipe, una religión. Y, a menos que me vuelva papista, no doy mucho por mi cargo de consejero áulico.

—Así pues, ¿nos van a expulsar de nuevo?

—El archiduque Fernando ha hecho suya la famosa frase de Isabel la Católica respecto a los judíos de España: «Un tercio se convertirá, un tercio se marchará, un tercio perecerá». Hermanos míos, preparaos para el martirio o para hacer las maletas.

—¡Ay! ¿Adónde iremos? —gimió Barbara.

Johann se inclinó al oído de su mujer y le susurró rápidamente:

—Te lo suplico, cállate. Se trata de nuestras vidas y las de nuestros hijos.

—El caso de vuestro esposo, dulce señora —replicó el barón—, también ha sido debatido, tanto en Praaaga como en Graz. Parece ser que los jesuitas se creen lo suficientemente poderosos, querido Kepler, como para atraeros a ellos, para que lleguéis a ser el más papista de los mathematicus de Estiria.

—¡Eso es absurdo! Jamás traicionaré a los míos.

—Lo sabemos, querido amigo. El emperador, por su parte, ha apreciado mucho El misterio cosmográfico vuestro, pero…

—¡El emperador! —exclamó Barbara.

—Pero, antes de haceros ir a Praga, espera la opinión de Tycho.

Sólo unos meses antes, Kepler había recibido una breve respuesta del danés, llena de condescendencia y en la que simulaba tomar por excusas sus explicaciones sobre «el caso Ursus».

—Tycho, por el momento —prosiguió el barón—, no piensa más que en sus intereses. Habiendo finalmente comprendido que su rey Cristián ya no le devolvería la isla, levantó el sitio a Dinamarca, quiero decir que abandonó el castillo de Wandsbeck, antes de que su anfitrión lo estrangulase, a él y a su tribu, el pasado mes de octubre. Me vanaglorio de estar en el origen de esa decisión. Una vez Ursus expulsado, ha aceptado ir a Praga. Todavía no está allí. Un rumor de peste, y helo aquí en Wittenberg, diseccionando cadáveres humanos con el doctor Jessenius…

—¡Qué horror!

—¡Barbara, por piedad, cállate! Ese rumor de peste, ¿tenía algún fundamento?

—En los barrios bajos, tal vez. Una fiebre típica del populacho, más que otra cosa. Corría el rumor de que los judíos o los leprosos envenenaban los pozos… Pero esto no impidió que Tycho enviase a Tengnagel y a su hijo mayor al palacio imperial para hacer subir las ofertas. En este momento exige que Su Majestad le done un lugar alejado de la ciudad para construir en él una nueva Uraniborg. Rodolfo está dispuesto a aceptar, pero sus consejeros siguen reticentes, habida cuenta del estado de las finanzas imperiales. Es sólo cuestión de tiempo. Tranquilizaos, a Tycho le gustaría mucho veros a su lado. Todos sus ayudantes le han abandonado. Acaba con ellos de la misma manera que un mensajero acaba con los caballos. Queda aún el fiel Longomontanus, pero parece ser que el rey de Dinamarca le ha hecho ofertas muy seductoras. Por otra parte, vuestra esposa no podría realizar ese largo viaje en el estado en que se encuentra. Antes tendrá que darnos un bonito pequeño mathematicus, todo lo sonrosado y llorón que se pueda desear.

Como había previsto el barón Hoffman, un nuevo decreto de expulsión cayó, esta vez sí, sobre todos los reformados de la capital estiria. Respecto a los campesinos, más tarde se vería. En un gran arrebato de caridad cristiana, el archiduque les autorizaba a esperar a que llegasen los primeros días del buen tiempo para abandonar el lugar. A principios de abril de 1599, la ciudad de Graz podía presumir de no tener dentro de sus murallas más que un solo luterano: Johann Kepler. Al autorizarle a permanecer allí, los jesuitas lo aislaban de sus correligionarios y alimentaban el rumor de que el autor de El misterio cosmográfico pronto iba a arrodillarse ante la Virgen María. Enseñaría todas las teorías que quisiera en la pequeña facultad católica de Graz, como lo hacía en la universidad de Padua su homólogo Galileo, cuyas dos cartas a Kepler y sus respuestas correspondientes habían sido cuidadosamente copiadas y clasificadas en los archivos de la Inquisición en Roma.

A principios del verano de 1599, Barbara trajo al mundo a una niña cuya agonía duró treinta y cinco días. Johann no tuvo ni siquiera tiempo de sentir tristeza. El parto había sido difícil, y Barbara permaneció en cama durante aquellos treinta y cinco días. Su nueva criada les había dejado. El médico, que acababa de convertirse al catolicismo y vivía al otro extremo de la ciudad, se resistía de manera evidente a acudir a la cabecera de la madre y la criatura.

Al día siguiente del fallecimiento, Kepler salió de la ciudad y, tras dos horas de camino, llegó a una cabaña de pastor, perdida en las montañas, en la que se había refugiado Hitzler, con quien el año anterior el mathematicus había tenido un dura discusión con motivo del cierre del Paradies. Kepler suplicó al pastor que fuese a enterrar a su hija según el rito reformado. Hitzler consintió únicamente después de que Johann hubiese hecho una confesión completa de todas sus faltas.

Llegaron a las puertas de la ciudad cuando ya era de noche. Se desviaron por la propiedad de molinero. Mulleck había sido de los primeros en hacerse papista. Su yerno no le guardaba rencor, incluso había aprobado su decisión cuando el buen hombre había ido a consultarle. Convertirse bajo la coacción es como confesar bajo la tortura: el único culpable es el verdugo. Mulleck, para demostrar que no era un cobarde, exigió asistir al entierro de su nieta, y dijo que él pagaría al sepulturero.

Aquella misma noche tuvo lugar el entierro de la criatura, en la parte reformada del cementerio, que los jesuitas todavía no habían tenido tiempo de mandar arar. Barbara, sostenida por su padre y su marido, lloraba discretamente. La pequeña Regina había deslizado su manita en la mano de Kepler.

Tres días después, un sargento fue a buscar a Kepler, notificándole que había sido convocado al palacio de justicia. Rodeado de una falange de soldados, el mathematicus fue conducido hasta allí como un malhechor sorprendido con las manos en la masa. Por el camino, el suboficial le susurró que el sepulturero era quien le había denunciado. Tuvo que esperar una buena hora en la antecámara del tribunal, apretujado entre un ladrón de gallinas y dos granjeros que seguían riñendo en voz baja por la reparación de un muro medianero. Por cualquier otro asunto, el mathematicus de los Estados de Estiria habría pasado delante de todo el mundo. Pero se trataba de humillarlo. Por fin entró en la sala de audiencia, escoltado en todo momento por el sargento y sus hombres. Naturalmente conocía bien a los miembros del tribunal: no hacía mucho, todos los notables de la ciudad se disputaban al brillante conversador, al astrólogo que hacía tan exactos pronósticos.

El escribano leyó el acta de acusación: Kepler había organizado clandestinamente un entierro según los rituales de la religión reformada. Kepler reconoció los hechos e inició un alegato en favor de la libertad de conciencia y de culto. El fiscal le interrumpió: talentos de orador como aquéllos podían llegar a ser peligrosos. Fingiendo clemencia, no reclamó más que una fuerte multa, y no la cárcel. Kepler respondió que nunca podría pagar semejante suma, y que más valdría que lo encerrasen, pero que entonces le sería imposible redactar unas efemérides de gran importancia: las del año 1600. Acertó con aquel argumento. La multa fue rebajada a diez táleros y el mathematicus pudo salir libre del tribunal.

Entonces, el ala de la locura rozó a Kepler. Obligado a redactar las efemérides, buscó por todas partes signos anunciadores de las catástrofes que inaugurarían el nuevo siglo: invasión turca, peste y calamidades. En resumen, el Apocalipsis. Tenía prohibido salir de las murallas de la ciudad. Su suegro, en cambio, no tenía problema alguno para ir y venir, y entregar sus harinas. Además del correo de su yerno, que recibía en su casa por motivos de prudencia, el hombre le traía los rumores más delirantes, transportados por los campesinos que acudían a confiarle el trigo, pues era la época de la cosecha. Además de otros signos que anunciaban calamidades aún peores, se decía que los árboles se secaban carcomidos por los gusanos, que una epidemia de disentería atacaba a todos los niños de corta edad. Kepler, que había perdido los restos de lucidez que le quedaban, lo creyó todo a pies juntillas. Fue aún peor cuando el molinero le contó que un viajero, huyendo de la ofensiva anual de los otomanos, había afirmado que en Hungría se veían cruces ensangrentadas por doquier, que aparecían en las puertas, los bancos, las paredes e incluso en los cuerpos de los hombres. En cuanto estuvo solo, Kepler se miró bajo todas las costuras y, por supuesto, encontró una pequeña mancha roja en forma de cruz en su pie izquierdo, justo en el lugar donde se había hundido el clavo en la carne de Cristo. Se desplomó en un sillón y permaneció largas horas esperando a que se le formasen manchas de sangre en las palmas de las manos. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

Como en sus manos deformadas no apareció estigma alguno, salió de su postración y decidió abrir la carta de Maestlin, que el molinero le había entregado. El profesor de Tubinga se mostraba muy contento. Su joven esposa, Helena, acababa de darle una hija. Al leer esta noticia, Kepler no sintió ni envidia ni amargura: Maestlin estaba hecho para la felicidad; Kepler, para el sufrimiento. Estaba en el orden natural de las cosas. Empezó su respuesta con un horóscopo muy favorable para la recién nacida de su antiguo maestro, convencido de que le gustaría, y olvidándose de que Maestlin era al menos tan escéptico como él en materia de astrología individual. A continuación le contó la muerte de su propia hija, enumeró los oráculos y los signos que anunciaban para Estiria las peores calamidades, y se perdió en el delirio: «De la misma manera que la vejiga destila orina, las montañas destilan ríos; y de la misma manera que el cuerpo produce excrementos con olor a azufre y vientos que pueden llegar a inflamarse, la Tierra produce azufre, fuegos subterráneos, truenos, relámpagos». Finalmente, describía con precisión el estigma que creía tener en el pie. Seguro entonces de haber suscitado lástima en su corresponsal, formuló su demanda. Por supuesto, no pedía a Maestlin que le consiguiese un empleo en la universidad, claro que no. Su demanda, su pregunta, era: ¿la vida allí era más o menos cara que en Estiria?, adornando sus palabras con bromas sin gracia: «En lo referente a los embutidos, puesto que mi mujer no tiene la costumbre de vivir de garbanzos». Era lamentable, y aquello debería haber alertado a Maestlin, lo mismo que los delirios críticos de su amigo. Pero la carta de Kepler, con su horóscopo todo de color rosa para su hija y el resto completamente negro, le llegó a Maestlin en un mal momento: su niña también acababa de fallecer.

Después, Kepler se hundió. Una vez redactadas e impresas las efemérides del año 1600, de una negrura para desesperar al más escéptico de sus lectores, se sintió incapaz de escribir una sola palabra, de leer una sola frase. Todo le agotaba, empezando por él mismo. Y por Barbara, gorda arpía vituperante, que no sólo le echaba en cara que no aportara dinero a la casa, sino que le consideraba responsable de la muerte de sus hijos. Un día, en el curso de una disputa particularmente virulenta, Kepler, desanimado, acabó dándole la razón. Ella, entonces, se puso furibunda y arrojó una pila de platos al suelo. Al ruido de la loza rota apareció brutalmente en el cerebro de Kepler la nítida visión de la posada de su infancia, su padre y su madre, nacidos bajo estrellas hurañas, borrachos los dos y dándose bofetadas en medio de una barahúnda de vajilla destrozada. Y se marchó sollozando a la biblioteca, mientras la voz de Barbara le perseguía con sus reproches.

Las semanas desfilaron como un eterno crepúsculo. El mundo parecía haberle olvidado. Durante los cinco meses que aún permaneció en Graz, no recibió más que una carta, la de Maestlin, en la que éste le anunciaba la muerte de su hija y le animaba a apurar hasta el final su martirio. Llevado por un impulso de compasión, Kepler intentó consolar al profesor de Tubinga por su pérdida, como si fuese más terrible que la que él había sufrido. Y esperó la muerte. ¿Vendría de las fiebres y los dolores que le acosaban sin cesar? ¿Vendría de las hogueras que se levantaban un poco por doquier en territorio católico y a las que iba a subir el pobre Giordano Bruno, después de siete años de cárcel y tortura?

Cuando llegó la última Navidad católica del siglo XVI, mientras toda la ciudad, enterrada bajo una espesa capa de nieve, se iluminaba con antorchas y farolillos, sólo la casa de Kepler permanecía cerrada y sumida en la oscuridad. Se daba por sentado que todos los ciudadanos de Estiria habían vuelto a la fe católica, de modo que Kepler debería haberse dirigido con su familia a la misa del barrio que le había sido designado como parroquia. Había intentado, por la mañana, dejar la ciudad con Barbara y Regina, para ir a casa de su suegro, pero los guardias se lo habían impedido. Estaba obligado a permanecer en el interior del recinto de la ciudad. Entonces, mientras a medianoche doblaban las campanas de las numerosas iglesias de Graz, y a pesar de las súplicas de su esposa, se quedó en casa. Después, todo se tranquilizó y la ciudad se durmió. Únicamente, en el corazón de la noche, Kepler velaba. Se iluminaba con una sola vela, puesto que Barbara escondía las otras en un armario, cuya llave sólo ella tenía. Corregía sin cesar el autorretrato bajo forma de horóscopo que había realizado más de veinte meses antes, después de la muerte de su primer hijo. No llegaba a comprender por qué había llegado a aquella situación.