Capítulo 4
La batalla había sido dura. Los suecos habían intentado apoderarse de la isla de Bornholm, puesto avanzado danés en el Báltico. La guarnición había resistido con valentía, permitiendo que la flota acudiese rápidamente desde Copenhague. Al ver que su golpe fracasaba, los suecos emprendieron la huida. En lugar de reforzar la isla fortaleza, el gran almirante Trolle ordenó la persecución del enemigo, que se replegaba hacia sus bien protegidas costas. Trolle, de hecho, se sentía amenazado en su título por un competidor temible, Jørgen Brahe. Por este motivo, cuando llegaron junto a un barco enemigo que se había quedado rezagado porque había perdido uno de sus mástiles, fue el primero en lanzarse al abordaje. Las consecuencias de esta decisión fueron funestas. Era un transporte de tropas, y sus infantes se arrojaron sobre él para descuartizarlo. Los hombres de Trolle lograron liberarlo, pero sangraba por todas partes. Una vez que el gran almirante estuvo seguro en su camarote, el capitán, que había tomado el mando, ordenó prudentemente la retirada y envió una barca rápida para informar al rey de la liberación de la isla de Bornholm, así como de la herida mortal de Trolle.
Federico II subió a bordo de su nave engalanada para ir al encuentro de su armada y estar presente en los últimos momentos del almirante. El sucesor de éste le acompañaba: Jørgen Brahe. Echado en su camarote, con la pierna cortada, pero todavía lúcido, Trolle ordenó que, siguiendo la antigua tradición, se sirviese a su huésped real y a Jørgen el licor nacional: el hidromiel. Murió borracho. El monarca y su nuevo gran almirante estaban ellos mismos en un estado de considerable ebriedad cuando el barco abordó el puerto de la capital, bajo el puente que unía el palacio real con la isla de Amager. Los escuderos habían llevado los caballos del rey y su séquito al pie de la pasarela. La borrachera dio alas a Federico, que, sin preocuparse del protocolo ni de su difunto almirante, saltó sobre su montura como lo habría hecho un joven mensajero y espoleó el caballo, decidido a galopar sobre el puente en obras hasta las puertas del palacio. Pero el palafrén, sorprendido, puesto que sólo estaba acostumbrado al paso digno y lento de los desfiles, se encabritó y se desbocó con tan mala fortuna que tropezó con un montón de adoquines y el rey fue a parar al agua fría del puerto. Jørgen, que lo seguía de cerca, saltó de su silla y se tiró al agua sin dudarlo un instante. Agarró por el cuello del jubón a un Federico aterrado para intentar llevarlo a la orilla, pero el nuevo gran almirante también se hallaba bajo los efectos de la bebida. Su rostro se amorató, sus movimientos perdieron toda coordinación y gran cantidad del agua del puerto le entró por la boca, completamente abierta. En lo alto, el séquito real respiró aliviado. Fueron muchos los que se pusieron a chapotear en la dársena para ser el primero en sacar al monarca y a Jørgen. Los dos cuerpos inanimados fueron llevados a la playa. Al cabo de media hora, se encontraban en sendas camas en el palacio real, rodeados de un enjambre de médicos.
Federico II, que aún no había cumplido los treinta, al día siguiente ya pudo levantarse. Jørgen, que tenía veinte años más, murió dos semanas más tarde y pasó a la historia como el heroico almirante que sacrificó su vida por salvar a su rey de morir ahogado.
Pocos días después del baño forzado de Federico y Jørgen, Tycho, alertado de que su tío se encontraba muy enfermo, galopaba para salvar el centenar de leguas que separan Leipzig de Rostock, desde donde había de embarcar rumbo a Copenhague. Quería llegar lo más rápidamente posible a la cabecera de su tío, antes de que muriese, no por un amor inmoderado a su tutor, sino porque sabía que cobrar su considerable herencia no resultaría tarea fácil. En efecto, unos días antes del accidente, Jørgen le había ordenado que volviese al país para combatir a su lado: uno de los criados que el almirante había encargado de la vigilancia tanto de Tycho como de Vedel le había informado de que el primero se dedicaba únicamente a la observación del cielo y el segundo a la poesía.
De hecho, Tycho se había concentrado considerablemente en un acontecimiento astronómico bastante raro, que sólo se producía cada veinte años: una gran conjunción de los dos planetas superiores, Saturno y Júpiter, que tuvo lugar a finales de agosto de 1563, mientras ambos planetas se encontraban al final de Cáncer y comienzos de Leo. Tycho no disponía de los instrumentos gracias a los cuales la conjunción y su momento podían ser escrupulosamente estudiados. De pronto se le ocurrió la idea de utilizar un gran compás, cuyo ángulo aplicaría a su ojo, mientras que los brazos estarían dirigidos hacia los dos planetas. Al término de dichas maniobras, constató de manera manifiesta que el momento calculado por las tablas alfonsíes y pruténicas no concordaba con la realidad celeste: las cifras alfonsíes diferían de la verdadera cifra de la conjunción en un mes completo, las de Copérnico en varios días. Muy animado por su descubrimiento, Tycho se había enfrentado a continuación al más caprichoso de los planetas: Marte, que estuvo a punto de enloquecer, según se decía, al propio Rheticus. El danés ya no tomaba precaución alguna en saciar su pasión por la observación celeste, seguro como estaba de haber engañado a Vedel. Y he aquí que un lacayo delator… La caída en el canal del rey y su almirante se había producido justo a tiempo…
Tycho pudo recoger las últimas voluntades de su tío, en presencia del rey, y cerrarle los ojos. De nuevo, pensó, los astros estaban con él. Se había convertido en legatario universal de las tierras y la fortuna de su tío. O, mejor dicho, lo sería cuando alcanzase la mayoría de edad, al cabo de tres años. De momento, sólo podría beneficiarse de una renta considerable, legada por el difunto a fin de que pudiese terminar sus estudios.
Sin embargo, su padre natural, Otte, convertido en el jefe del clan Brahe, convocó el consejo de familia, a fin de acusar a su hijo de irresponsabilidad y prolongar de este modo su minoridad durante cuatro años más. Pleitear le pareció fácil: sabía perfectamente a qué había consagrado Tycho su tiempo y sus estudios en Leipzig, a pesar de la vigilancia de su preceptor. Por otra parte, la noche siguiente a los funerales de Jørgen, el joven ya se había subido a una terraza, con un compás astronómico en la mano, en compañía de ese joven plebeyo que se hacía llamar Pratensis, así como de su tío Steen, el brujo que deshonraba a la nobleza danesa y a quien, sin embargo, el rey había elegido como gran chambelán.
El consejo de familia se eternizó. En su contra, Otte tenía a los Oxe y los Bille, interesados en debilitar a su poderoso primo. No sospechaba la presencia de otro adversario, cuya existencia ignoraba: un poeta famélico llamado Anders Sorensen Vedel. En efecto, el joven preceptor había comprendido que la causa de Tycho se había convertido en la suya. Si el padre ganaba, él sería aplastado como una mosca. Así pues, se hundió en viejos grimorios donde estaban detalladas, pérdidas entre las sagas, largas genealogías. Y acabó por percatarse de que, en tiempos antiguos, era frecuente que el sobrino sucediese al tío. Se podían contar por decenas los tíos y sobrinos reales que se habían apropiado de los tronos escandinavos de manera no siempre legítima, siendo el fundador de la dinastía reinante de los Oldenburg un ejemplo de ello. Entonces, y utilizando la palabra culta latina «avuncular», Vedel redactó un largo informe que comunicó a Steen Bille, el gran chambelán, quien, a su vez, lo hizo llegar al rey.
Federico II zanjó la cuestión. Su corazón se inclinaba por Tycho: ¿una muestra de gratitud póstuma para con su tío, que le había salvado la vida? Hay motivos para dudarlo, puesto que la gratitud no es la mayor virtud de los reyes. Pero para no ganarse la hostilidad de un general tan poderoso como Otte Brahe, era necesario llegar a un compromiso: Tycho sería puesto bajo tutela hasta que cumpliese veinte años. Durante dicho período, su padre administraría los bienes del difunto, mientras que el muchacho proseguiría sus estudios en el continente de la manera que le pareciese más conveniente. Así fue resuelta la cuestión. El padre no se privó de tratar a su hijo de cobarde, y el hijo de replicar a su padre que no era más que un animal. El rey, presente en aquel momento, ordenó a Otte que envainase su daga, arma por lo demás inútil, porque Tycho fue lo bastante prudente como para huir antes que batirse con su progenitor.