Capítulo 12

Al atardecer del 11 de noviembre de 1572, Tycho salió de su laboratorio, en el que había pasado la jornada intentando mezclar oro fundido con mercurio. Como de costumbre, levantó los ojos al cielo, un firmamento sereno, absolutamente libre de toda nube. Se dijo que, después de cenar, consagraría la noche a las estrellas, para estrenar su hermoso sextante. Estaba en este punto de sus pensamientos cuando, maquinalmente, se frotó los ojos. ¿Eran los vapores de azufre que había estando respirando todo el día? Miró con fijeza al cielo una vez más. En la constelación de Casiopea brillaba como un carbúnculo una estrella que antes no existía. Tuvo miedo. ¿Su vista le estaría jugando una mala pasada? ¿Iba a quedarse ciego? Salió dando zancadas. Delante de una choza, un pescador remendaba sus redes.

—¡Eh, tú! ¡Mira hacia arriba! ¿No ves nada de anormal?

El viejo pescador estrechó sus ojos de océano y no tardó mucho en responder:

—¡Cómo brilla! He visto otras iguales a ésa en el sur, cuando navegaba para los ingleses…

Se llenó de ira ante la idea de que un ser tan vil hubiese tenido ocasión de observar los cielos de las antípodas, puesto que él, desde que había perdido la nariz, sufría las peores náuseas en cuanto ponía el pie sobre el puente de un barco. Tycho se alejó sin darle las gracias. Un poco más allá se cruzó con un campesino que tiraba de una carreta cargada de heno, le hizo la misma pregunta, a la vez que intentaba orientar brutalmente su mirada hacia el fenómeno. El pobre hombre, aterrorizado por aquel al que todo el mundo en Escania llamaba el brujo o el loco, dijo que sí a todo lo que quiso. Finalmente, al llegar a su casa, una suerte de gran granja fortificada, Tycho llamó desde el vestíbulo a toda la servidumbre, incluyendo al palafrenero y la cocinera. Todos lo confirmaron. No era un problema de la visión, sino un astro de un brillo desacostumbrado.

—La estrella de Belén —murmuró Kirstine.

Ella estaba encinta. ¿Una estrella? Su marido se encogió de hombros. La esfera de las fijas que portaba las estrellas era absolutamente inamovible: daba vueltas en bloque, sin que jamás cambiasen las formas dibujadas por las estrellas, fijadas por la mano de Dios desde la creación del mundo. Un astro nuevo no podía ser una estrella. ¿Un planeta? Tycho sabía dónde estaban situadas las errantes aquella noche y, además, Casiopea se hallaba cerca del polo, por donde jamás pasaba un planeta. ¿Un cometa? El astro nuevo no era en absoluto de contornos vagos, no tenía ni barba ni cola, no desplegaba una melena. Pero centelleaba con un gran resplandor, como es propio de las fijas. Era más grande, al parecer, que la Lira, la Canícula y, a fortiori, que ninguna otra fija. Más aún, el nuevo astro parecía ser más brillante que Júpiter, que entonces se hallaba muy próximo a la Tierra y, por lo tanto, era especialmente refulgente. Era como para no comprender nada…

De todos modos, no había nada que comprender, sino que medir. Tycho ordenó que le sirviesen la cena en el observatorio. Mats, el criado que le había acompañado en su periplo alemán, durante el cual había aprendido el manejo de los aparatos, comprendió que iba a pasar otra noche en vela. Ayudó a su amo a instalar su nuevo sextante. Pero Tycho prefirió antes, por superstición, servirse de su viejo y rústico bastón de Jacob. Midió la distancia del astro nuevo con relación a las estrellas que tenía a su alrededor, las de Casiopea, para poder, a continuación, definir perfectamente su emplazamiento. Tomó nota de su forma, su tamaño, su brillo, su color, rehízo sus cálculos con el sextante, los volvió a anotar, los verificó y volvió a verificar diez veces, con un ojo fijo en el reloj de arena que Mats se encargaba de voltear en cuanto caía el último grano. ¡El bastón de Euclides había encontrado otro uso, además de dibujar figuras sobre la playa de Alejandría!

Las noches de noviembre son largas en aquellas regiones boreales. Al cabo de ocho horas, la estrella no se había movido ni una pulgada. Finalmente, el cielo comenzó a palidecer. Los nervios de Tycho se distendieron, toda su excitación se deshizo de golpe, se hundió en un sillón y se puso a temblar a pesar de los cuatro abrigos de piel que le cubrían por completo, a excepción de los ojos. Se hubiera dicho que era un licántropo herido por la luz del día. Mats se acercó para sugerirle que entrase: le había preparado un gran fuego y hecho la cama delante de la chimenea. Obedeció, se echó, cerró los ojos e intentó dormir. En vano. ¿Estaría allí la próxima noche? ¿Por qué no se movía, por qué no tenía cabellera? Si aquel cometa ocultaba de ese modo la cola, ¿era porque se dirigía directamente a la Tierra? ¿Por qué, entonces, no se había hecho más grande en el curso de la noche?

—¡No la toquéis! ¡Me pertenece!

En su sueño, había visto a todos los astrónomos actuales y de épocas pasadas alrededor del cometa, cuchillo en mano, contemplándolo con semblantes golosos, como si se tratase de un pastel. «¡Me pertenece!», había gritado en su sueño; ahora lo murmuraba mientras se dirigía hacia su mesa de trabajo, sobre la que se amontonaban efemérides, diarios y horóscopos, todos los cuales le concernían, modificados sin cesar para hacer que los episodios de su pasado, los acontecimientos de su presente y las perspectivas de su futuro se correspondiesen mejor con los fenómenos celestes calculados y catalogados por los antiguos, los modernos y por él mismo. Ya era mediodía cuando se despertó; la noche caía cuando terminó su tarea. Todo coincidía: aquella estrella nueva era la suya. Pero había que ver si todavía estaba en el mismo sitio. Salió. Estaba allí. No se había movido, ni había crecido. Su estrella. Su buena estrella. Su gemelo.

El invierno fue particularmente frío, pero el cielo más bien clemente, a pesar de algunas tempestades que, en su mayor parte, tenían la feliz idea de ser diurnas. La estrella nueva, la Stella Nova, continuaba estando presente, en el mismo lugar. ¿Qué anunciaba? Tycho se ocuparía de ello más tarde. Comprendió que, de momento, ésa no era la principal prioridad. Semejante a un oso, Dinamarca hibernaba. Sólo él, Tycho, permanecía despierto. Decidió recomenzar de cero, aprenderlo todo de nuevo, volver a ser el muchacho de catorce años que se maravillaba de que un eclipse pudiese ser previsto con siglos de antelación. Incluso cogió sus propios cálculos y sus propias observaciones como si fuesen obra de otro. Pero, noche tras noche, constataba que la Stella Nova no se movía ni un ápice en relación con su constelación. Quedó sumamente alterado. Al demostrar que la Nova no podía situarse entre la Tierra y la Luna, sino mucho más allá, en la esfera de las fijas, supuestamente inamovible, hacía vacilar la construcción perfecta erigida por Aristóteles y Ptolomeo, que nadie se había atrevido a discutir desde que había sido formulada… Con excepción de Copérnico y sus discípulos.

La Nova le imponía un ejercicio por el que siempre había sentido repugnancia: disponer todos esos astros tan observados, fijos o errantes, en una construcción global, en un sistema, ¡ay!, indemostrable; en consecuencia, admitir que había que reflexionar sobre las «hipótesis», que él odiaba lo mismo que Ramus. El geocentrismo, aquella evidencia admitida por las mayores mentes desde la noche de los tiempos, convenía a su mente enamorada del orden y respetuosa de las tradiciones.

La Stella Nova se instalaba en el lugar que el cielo le había asignado. En cambio, con el curso de los días, su brillo disminuía, al principio de una manera tan ínfima que atribuyó este hecho a una capa de niebla, perturbaciones de la luz originadas por la nieve u otros fenómenos, que le llevaron a deducir que estas aberraciones eran probablemente la causa de ciertos errores de los antiguos. Pero, a partir del segundo mes, Tycho comprobó que la estrella ya no brillaba tanto como Júpiter; al tercero, un poco menos; al cuarto, había disminuido al nivel de Sirio, la Abrasadora; en el quinto al de Vega, en la Lira. Constató igualmente un cambio de color. Mientras que al principio era de una luz muy blanca y clara, comenzó a volverse rubia al tercer mes, luego a ponerse un poco rosada y más tarde a enrojecer como Aldebarán.

A pesar de la impaciencia que sentía por desvelar su descubrimiento, Tycho no podía tomar la decisión de descender por el estrecho a Copenhague hasta que el agua no estuviese perfectamente libre del más pequeño hielo. Y, además, tener que hacer frente allí a los sarcasmos de su casta le aterrorizaba más aún que la peor de las tormentas. Finalmente, él, que había estado aislado de las noticias del mundo durante todo aquel invierno, temía enfrentarse a una evidencia: por fuerza otros debían haber visto y observado su descubrimiento, la estrella de Tycho, privándole del mismo.

Durante los meses de febrero y marzo se obligó a tener paciencia, recopiló sobre papel todas las notas que guardaba, las releyó y se percató de que acababa de redactar una obra coherente, precisa, digna de ser impresa. ¡Él, Tycho Brahe, había escrito un libro! Un libro que no se perdía en hipótesis, sino que descansaba sobre sólidas e irrefutables demostraciones: «Así pues, será necesario situar dicha estrella, no en la región de los elementos, por debajo de la Luna, no entre las órbitas de los siete astros errantes, sino muy por encima, en la octava esfera, entre las otras estrella fijas, en una órbita en relación con la cual la Tierra no es más que un punto». La llamó Stella Nova. Sólo le acuciaba una cosa, confiar el manuscrito a un impresor y clavar de este modo la siguiente pancarta en el cielo: «Estrella Nueva, propiedad de Tycho Brahe, prohibido entrar».

Pudo abandonar su refugio hacia finales de marzo de 1573. En efecto, un mensajero del rey vino para convocarle al baile de primavera, especificando que su esposa Kirstine estaba lejos de ser querida en el acontecimiento. Cuando fue recibido en audiencia, prefirió abstenerse de evocar la Estrella Nueva ni pedir autorización alguna para publicar su obra: no quería que se mofasen de él.

Tras la apertura del baile por el rey y la reina, no tardó en eclipsarse, bajo las miradas reprobadoras de sus pares. Por la noche se dirigió a casa de su amigo Pratensis, el cual se había instituido en secretario de la pequeña academia danesa. Era en su hogar donde Tycho se alojaba cuando bajaba a la capital, puesto que, desde su matrimonio, en todas partes, e incluso entre su familia, era considerado como persona non grata.

Tycho esperaba que nadie en Dinamarca, aparte de él, hubiese observado la Nova. Tuvo que desencantarse: el puñado de eruditos locales la había visto y revisto. Pero todos ellos esperaban impacientes el retorno de Tycho para conocer su opinión al respecto. De regreso a Copenhague pudo igualmente constatar que los otros sabios de Europa también habían observado el fenómeno y, casi siempre, una semana antes que él.

Triste consuelo: ni Wolfgang Schuler, en Wittenberg, que había sido el primero en verla, el 6 de noviembre, ni su amigo Paul Hainzel, en Augsburgo, que la había visto el 7; ni sobre todo Maestlin, en Tubinga, habían, a falta de instrumentos fiables, incluso de competencia, logrado calcular su distancia con tanta exactitud como él. Tycho conjeturó que la estrella se había manifestado primeramente el 5, en el momento de la Luna nueva, puesto que Jerónimo Muñoz, en Valencia, no la había señalado el 2 de noviembre, cuando se encontraba mostrando a sus alumnos los emplazamientos de las estrellas de Casiopea…

Por otra parte, a excepción de Maestlin, todos se habían lanzado a realizar predicciones que afirmaban que la Nova anunciaba unas veces el fin del mundo, otras, el del Imperio otomano; unas veces el ocaso del imperio del papa para los reformados, otras, el de Lutero para los católicos. En sus respuestas, Tycho se abstuvo de cualquier referencia al zodíaco: estaba persuadido de que aquel mensaje divino iba dirigido exclusivamente a él. Certidumbre que se vio reforzada cuando, al día siguiente de su primera observación en común, Pratensis volvió todo excitado, enarbolando el catálogo del millar de estrellas reunidas hacía casi mil setecientos años por el famoso Hiparco de Rodas.

—Hiparco ya la había observado. ¡Leed, señor Tycho, leed!

¿Cómo es que él no se había dado cuenta antes que aquel incapaz? Furioso consigo mismo, releyó el pasaje de marras que, sin embargo, conocía, pero que había rechazado como todo el mundo antes que él, pensando que era uno de los innumerables errores del maestro griego, que fue rectificado por Ptolomeo. Un Ptolomeo que, por otra parte, ni siquiera se había preocupado de mencionar aquella nueva estrella, desaparecida en su época y que, en vida de Hiparco, ya se había extinguido, muy poco tiempo después de su aparición. Al igual que la Nova de Tycho, la estrella del griego, también fija, había cambiado de brillo, de color, de volumen… la de Tycho también desaparecería.

Apresuradamente, en una noche, modificó su manuscrito en ese sentido. Y al día siguiente lo leyó delante de los «académicos». La gente quedó pasmada de admiración. Se exclamó que había que imprimirlo. Tycho hizo gestos de protesta, dando a entender que poner su nombre al frente de una obra entregada sin más al mundo entero podía constituir una mancha sobre su blasón… Charles de Danzay, el embajador del rey de Francia, que había adquirido una gran estimación por Tycho, propuso interceder ante Federico II a fin de obtener una derogación. Bastaría con que le recordase a Federico que en Francia ya ni se contaban las reinas y los príncipes cuyo nombre y retrato figuraba en el frontispicio de todo tipo de obras. Al día siguiente ya se había obtenido la dispensa. Inmediatamente Tycho ordenó a Pratensis que llevase el manuscrito a una imprenta de Rostock. Un Brahe no podía relacionarse con un artesano. Y la modesta imprenta de Copenhague, creada, no obstante, por su tío, era indigna de imprimir De Stella Nova.

La obra vio la luz tres meses después. Tycho, cuyas dudas a dejar que su nombre apareciese no habían sido tan dolorosas como quería dar a entender, envió la mayor parte de esta primera edición a lo más escogido del ámbito de la filosofía de la naturaleza y las matemáticas. Si hubiese conocido el nombre del astrólogo del Gran Turco, del emperador de China o del virrey de Perú, también les habría escrito una bonita dedicatoria en versos latinos. Las respuestas afluyeron tanto a la universidad como al monasterio. Todo eran elogios y felicitaciones, invitaciones para trabajar juntos: el rey de Hungría, Rodolfo de Habsburgo, Guillermo de Hesse, la ciudad libre de Basilea a instigación de su amigo Paul Hainzel, e incluso la Serenísima de Venecia.

Sus cálculos eran perfectos, incontestables. Tenían sobre todo la ventaja de no caer, como los de los demás, en las mil y una predicciones astrológicas, puesto que, tras la aparición de ese astro extraño, aquellos austeros matemáticos parecieron olvidarse de las enseñanzas de Euclides y Tales en beneficio de Juan, el del Apocalipsis, y de otros profetas bíblicos. El propio Tycho, que, sin embargo, era el más supersticioso de todos ellos, que temblaba al cruzarse con un gato negro o una vieja, no se dejó arrastrar por la ventolera zodiacal. Sin embargo, casi estuvo a punto de hacerlo cuando, a principios de septiembre, el embajador de Francia, con lágrimas en los ojos, le vino a anunciar que en París, el día de San Bartolomé, miles de sus correligionarios habían sido masacrados. Se recuperó pronto: era su estrella, no la de un rey o un papa. Ni la de Ramus, cuyo cuerpo mutilado había sido encontrado en el Sena, sin que jamás se supiese si había sido asesinado por el populacho católico o por sus enemigos de la Sorbona.

Finalmente había encontrado lo que le decía la Nova: «Hiparco había catalogado mil veinticinco estrellas repartidas en cuarenta y ocho constelaciones. Tú, Tycho, tú serás el último cartógrafo, el que definirá de una vez por todas la bóveda celeste». Entre Hiparco y él, ya no había nada ni nadie. Ningún Ptolomeo, ningún Copérnico. Un día sería lo suficientemente poderoso como para hacer acudir a su lado a los mejores de aquellos fabricantes de hipótesis. Trabajarían a sus órdenes. A la espera de que llegase ese momento, negociaba con el rey. O más bien, había elegido para ello al más sutil de los intermediarios, el conde de Danzay. El viejo diplomático, que le quería mucho, se consideraba como exiliado, ahora descargado de todo deber para con su rey, pérfido asesino de sus hermanos desde la matanza de San Bartolomé. Tenía pensado hacer llamar a Dinamarca a la flor y nata de los reformados franceses: eruditos, médicos, apotecarios, filósofos de la naturaleza, y también artistas, impresores, relojeros, ebanistas, financieros… Así, el reino de Francia quedaría despoblado de toda su inteligencia. Si se había de creer a Danzay, en aquel país no quedarían más que la soldadesca y los campesinos. Tycho sería para ellos como una piedra de imán, y la munificencia de su soberano, más atrayente aún.

Federico II encontró que la idea era bastante seductora: ¡hacer de su país una Venecia del norte! Pero ¡ay!, por intermedio del embajador, Tycho formulaba inmensas exigencias. Quería que el rey le entregase, en plena y absoluta soberanía, la gran isla del estrecho, Hven, a fin de construir sobre ella el más hermoso de los observatorios que la historia de los hombres hubiese jamás conocido. La Stella Nova se lo merecía. Ahora que la paz reinaba en el Báltico, Federico II habría cedido de buena gana a esa petición. Pero para financiar su proyecto el insolente reclamaba otra canonjía, el de una basílica de la costa Noruega, sepultura de todas las precedentes dinastías. De este modo Tycho se habría convertido en el guardián de los reyes muertos, pero, sobre todo, en el danés más prebendado. Demasiado, era demasiado. El rey maniobró con habilidad: exigió que el insaciable peticionario justificase previamente sus demandas. Si era tan buen matemático y astrónomo como decía, pues bien, que los estudiantes de la universidad de Copenhague se beneficiasen de sus conocimientos. El mayor de los Brahe, ya mal considerado por su matrimonio desigual con una plebeya, no podría esperar el menor cargo reservado a la aristocracia si llegaba a convertirse en profesor. Y, gracias a Tycho, la universidad real de Noruega y Dinamarca podría elevarse al nivel de sus homologas alemanas, al mismo tiempo que el poderío de los Brahe disminuiría.

Tycho cayó en la trampa, tal vez de manera deliberada. Comprendiendo que el rey no cedería a sus pretensiones exorbitantes, tenía que demostrar que su saber era indispensable para el reino. En calidad de súbdito obediente se transformó en enseñante y dictó varias conferencias sobre astronomía a los jóvenes de buena familia, curiosos de ver a su tío o primo más o menos lejano perorar desde la cátedra. Durante la lección inaugural declaró con énfasis: «Trabajad, jóvenes, que poseéis un vigor fogoso, así como la inteligencia y el talento, indispensables medios para triunfar; no os preocupéis ni de los juicios del vulgo ni de los clamores sórdidos de los ignorantes, mandad a los topos a vivir en sus antros oscuros para que ciegos permanezcan eternamente en ellos. Ahora está abierto el camino prohibido durante numerosos siglos, concluido al precio de un gran trabajo y de noches en vela. Que por dicho camino sea permitido subir a las cimas aún inaccesibles del cielo y penetrar en las moradas supremas en las que residen los dioses».

Con aquellas palabras esbozaba su propio recorrido, expuesto a la incomprensión y la ignorancia ciega de su casta, cosa que hizo murmurar al auditorio. A continuación, tuvo la habilidad de ceñirse a las aplicaciones prácticas de su arte en el ámbito de la navegación. Era exactamente lo que deseaba el rey: que su pueblo, pueblo de marinos si los hubo, ya no viviese anclado en su pasado glorioso y que zarpase a la conquista del mundo, dotado de esas armas modernas y temibles que eran el sextante y la carta marina.

Pero también era necesario que las velas se hinchasen bajo el soplo de los antepasados. De modo que Federico II ordenó que se tradujese a la lengua vulgar la Gesta de los daneses, del monje Saxo Grammaticus. Pidió consejo a Tycho, que recurrió al único profesor de latín de la universidad: Anders Sorensen Vedel. Demostró así, de manera ostensible, que no guardaba rencor a su antiguo preceptor y espía, el cual, durante sus estudios, antaño le había prohibido el cielo. Luego interrumpió sus cursos y marchó a refugiarse en su monasterio para proseguir las observaciones de su querida Stella Nova.