Capítulo 49

El castillo de Benatky se elevaba sobre una colina, dominando una llanura que el río Jizera inundaba con regularidad. La ciudad que estaba debajo, originariamente era un pueblo llamado Obodr. Pero, un siglo antes, el señor que lo poseía, al regresar de un viaje a Italia, le había encontrado grandes similitudes con la Serenísima. El agua, sin duda… Así pues, rebautizó el lugar con el nombre de Benatky, que quiere decir Venecia en la lengua de Bohemia. Reconstruyó su castillo al modo de la ciudad de los dogos, abrió en el pueblo un sistema de canales, sobre los que tendió pasarelas de piedras labradas, e incluso proyectó una plaza de San Marcos en miniatura, con su campanile.

Cuando el emperador Rodolfo decidió instalar su capital en Praga, la Venecia bohemia todavía no era más que un boceto de su ilustre modelo. En su pasión por las artes y la belleza, el monarca compró Benatky, para que la antigua aldea de Obodr fuese realmente su Venecia particular. Cuando finalmente Tycho consintió en ser mathematicus de Rodolfo II, éste le recibió en Praga con la cabeza descubierta, hablándole en latín. Este hecho provocó un gran escándalo. El amo del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico debería haber reservado aquel recibimiento exclusivamente para Su Santidad. Pero ¿acaso no era Tycho el papa de la astronomía? Y, por otra parte, al emperador no le importaba una excentricidad más. Pasaba horas enteras con el pincel en la mano, intentando penetrar en los secretos del difunto Arcimboldo o en los misterios simbólicos de las telas de Jerónimo Bosco, que habían atormentado su infancia en el sombrío Escorial de su tío Felipe II. Pasaba las noches en las terrazas de su palacio, buscando tras un cristal de aumento a los habitantes de la Luna. Eso cuando no se dirigía, disfrazado, al gueto, para conversar con el rabino Loew, que había logrado reanimar al Golem. Con estas actividades extrañas para un monarca, a las que había que añadir su poca inclinación por las cosas de la política, su simpatía por los sabios protestantes y los filósofos judíos, Rodolfo daba satisfacción a los jesuitas y a su hermano Matías: sólo esperaban a que diese un paso en falso para desposeerlo de sus coronas. ¿Les procuraría Tycho la ocasión de hacerlo? Con la pensión de tres mil florines que el emperador le había concedido, el danés se había ganado más de un enemigo entre los consejeros, secretarios y ministros, cuyo salario no llegaba a la mitad de dicha suma.

Por su parte, Tycho encontraba muy natural el ser tan mimado y admirado. En su imaginación, saboreaba la furia del rey Cristián de Dinamarca, y dejaba a Tengnagel la misión de descubrir las intrigas de los envidiosos.

El idilio entre el monarca y el astrónomo duró un mes. Luego hubo una de esas recurrentes alertas de epidemia de peste con las que Praga estaba familiarizada. Si hubiese seguido la costumbre, Rodolfo habría debido refugiarse en una de sus residencias de verano, acompañado de su corte de astrólogos, adivinos, alquimistas, sanadores, magos y pintores. Pero en esta ocasión sólo se llevó consigo a Tycho. Una vez pasada la alerta, volvieron a Praga, donde empezó a correr un rumor: el danés había salvado de la peste al emperador con una medicina elaborada por él. Y pronto todos los boticarios de la ciudad expusieron en sus escaparates el «Elixir de Tycho», con el retrato de un hombre con la nariz de oro en la etiqueta. Con el producto de la venta, Tengnagel pudo comprarse una bonita mansión en el campo, a la que acudía frecuentemente en compañía de las hijas de su benefactor.

Pero el emperador no dejaba a Tycho el más mínimo momento de reposo. Quería tenerle constantemente a su lado, día y noche, para hacerle partícipe de sus miedos y angustias, para que le protegiese de los espectros de Carlos V y Felipe II, cuando no de Carlomagno o Alejandro, que venían a tirarle de los pies mientras dormía. El danés, él mismo obsesionado por sus propios fantasmas, que trataba de ahogar en alcohol y en trabajo, no sabía cómo desembarazarse de aquella confianza infantil que Rodolfo depositaba en él. En primer lugar, trató de levantarle los horóscopos más sombríos, tanto para el monarca como para su gobierno. Se dio cuenta demasiado tarde de que el emperador le estaba agradecido por su integridad, incitándole incluso a ennegrecer aún más su futuro, al mismo tiempo que le pedía consejos sobre la buena marcha del Estado.

Tycho se asustó: a fuerza de predecir la desgracia, ¿no acabaría por atraerla? Tenía que aflojar aquel abrazo, poner algunas leguas entre el emperador y él. Se quejó entonces de que se hallaba ante la imposibilidad de instalar un observatorio digno de ese nombre en Praga. Primero porque sus instrumentos seguían en Venusia. A continuación, a causa las brumas que se elevaban del Moldava y los humos que subían de los suburbios. El emperador propuso entonces algunas de sus residencias, que tenían la ventaja de no estar a más de una o dos horas de distancia de palacio. Tycho dijo que no. Él quería Benatky, quería Venecia, aquella Venecia a la que nunca había logrado llegar, a pesar de lo que sus mentiras habían hecho creer.

Cuando la nobleza de Bohemia se enteró de sus pretensiones, hubo una protesta generalizada: resultaba insoportable que un extranjero se apoderase de la joya más hermosa de la patria. Aunque el propio emperador afirmó que allí se levantaría un día el mayor observatorio del mundo, los nobles no se dejaron convencer. En cuanto a Tycho, negoció con el Tesoro, y concedió que no se le pagara, al menos el primer año, más que la mitad de lo convenido. Los jesuitas se frotaban las manos. En el mes de julio de 1599, Tycho se instaló en Benatky y comenzaron las obras. La imitación en miniatura del palacio de los dogos que dominaba el antiguo pueblo de Obodr iba a transformarse en una copia de Uraniborg.

—Bien, no ha tardado mucho en venir, ese Kepler —se carcajeó Tycho—. ¡A los cuarenta días de que le enviase mi carta!

—Ese hombre debe de tener muchas cosas que hacerse perdonar —insinuó Tyge, su hijo mayor—. Sus conspiraciones con Ursus, por ejemplo.

A Longomontanus, fiel ayudante del maestro, le costó no encogerse de hombros. En Venusia, Tycho le había ordenado que inculcase algunas nociones de matemáticas a su heredero y sucesor designado, pero el astrónomo ayudante se había topado con un muro de necedad y presunción. Había tratado de quejarse de ello a Tycho, pero casi perdió el empleo en el intento. Luego había llegado Tengnagel. El caballero sajón había subyugado al joven Brahe, y también a su padre y a sus hermanas. Al principio, Longomontanus había sentido algunos celos, pronto compensados cuando se dio cuenta de que el recién llegado le libraba del insoportable Tyge. Pudo consagrarse entonces por entero a su trabajo. Así fue como leyó El misterio cosmográfico. Quedó sumamente impresionado, y convenció a Tycho de que se trataba de una obra de gran importancia.

—Me parece —intervino— que nuestro estirio ha adelantado su partida para poder observar en vuestra compañía la oposición de Marte y Júpiter de la próxima semana, a la que seguirá inmediatamente después un eclipse de Luna.

—Buena ocasión para juzgar sus capacidades —añadió el doctor Jessenius.

Ján Jesenský, alias Jessenius, había acogido a Tycho en Wittenberg, donde ejercía la medicina. Cuando el famoso exiliado danés finalmente consintió, a cambio de la renta exorbitante de tres mil florines, en trasladarse a Praga, para convertirse en aquella ciudad en mathematicus imperial, Jessenius le siguió: la corte de Rodolfo ofrecía perspectivas mucho más apetitosas que la vieja universidad. Y, sobre todo, aquel médico, de unos cuarenta años, gozaría allí de una libertad que le permitiría practicar sin riesgos la anatomía en cadáveres humanos. La elección había sido la correcta: ya le habían prometido, gracias a la intercesión de Tycho, el cargo de decano de la universidad de Praga. Sería la culminación de su carrera, y se desembarazaría así de la tutela de su protector, que le había nombrado, sin consultar a nadie, su médico personal.

—Entonces, está dicho —declaró Tycho—. Mañana iré a Praga. Tengo mucha curiosidad por ver a ese fenómeno. Tengnagel, ¿dónde es que se aloja?

—En casa del barón Hoffman, maestro, que os había visitado en Holstein. Pero…

Tengnagel no había perdonado al antiguo consejero áulico que hubiese desenmascarado en él, bajo la apariencia de Junker pedante, al parásito y al bribón.

—Pero… se dice que Ursus, enfermo, sin un escudo en el bolsillo, ha vuelto a la ciudad. ¿Dónde iba a refugiarse el porquero, si no es bajo los encajes de su antiguo alumno, el muy rico barón Hoffman, cuyo astrólogo, debo recordar, no es otro que Valentinus Otho?

Al nombrar al antiguo discípulo de Rheticus, Tengnagel hizo con la mano un gesto que pretendía ser afeminado. Sólo Tyge se rio. Jørgen, su hermano menor, intervino. Pronto tendría diecisiete años, y pretendía ser sensato y ecuánime, ya que el mayor era atolondrado y frívolo. Pero su seriedad era afectada.

—Hay que sustraer al doctor Kepler de la nefasta influencia de esa gente. Es un provinciano, ¿no es cierto? No debe de estar acostumbrado a las intrigas praguenses, y pronto se dejará manipular por todos esos ministros y esos celosos, que maquinan contra nosotros desde que llegamos a Bohemia. Padre, dejadme ir a buscarlo. Si llegáis a encontraros frente a Ursus, temo que le hagáis daño.

—Tienes razón, muchacho. A veces soy demasiado impulsivo. Pero tú eres demasiado joven e influenciable. Un Valentinus Otho y un Kepler reunidos no tardarían mucho tiempo en transformarte en un copernicano convencido.

—¡O peor aún! —bromeó Tyge repitiendo el gesto afeminado de Tengnagel—. Dejadme ir, padre, con el caballero. A vuestro profe de pueblo os lo vamos a traer cogido por las orejas.

—¡No se trata de eso!

Tycho hizo un gesto de decepción. Empezaba a darse cuenta de que su hijo mayor, en quien había puesto todas sus esperanzas, no era más que un incompetente: un Brahe, no un Tycho.

—No se trata de eso —repitió, sintiendo que le subía la ira—. Necesito la pluma de Kepler, necesito su virtuosismo en el manejo de las ideas, de las hipótesis, en ponerlas negro sobre blanco. Yo soy el arquitecto de un nuevo sistema del mundo, pero para construirlo tengo necesidad de un albañil tan hábil como él. ¡Y no quiero que sirva para vuestros juegos, que se convierta en el ayudante de Jeppe!

—¡Eso yo no lo permitiría! —dijo una voz chillona desde debajo de la mesa bien guarnecida alrededor de la cual Tycho tenía reunido a su «Consejo».

—¡Cállate, pequeño monstruo informe! —gritó, soltándole una magistral patada al bufón.

A continuación se sirvió un vaso de vino lleno hasta el borde, que se bebió de una sentada, con la cabeza echada hacia atrás. Tycho siempre había sido un gran comilón y un gran bebedor, pero, desde que había salido de Dinamarca, su glotonería y su embriaguez habituales se habían vuelto frenéticas. Era seguido a todas partes por un lacayo, que llevaba siempre consigo al menos un ave y una jarra llena. Tycho tragaba aquello como por distracción. Así era como mitigaba la nostalgia por su país natal y su isla perdida. El papa de la astronomía había mantenido hasta el final la esperanza de que el rey de Dinamarca le reclamaría a su lado. Cuando supo que todos sus bienes inmuebles habían sido confiscados por la corona y que su familia había saqueado el resto, comprendió que nunca más volvería a ver su Ciudad de Urania. Y se resignó a ponerse al servicio del emperador o, más bien, a poner al emperador a su servicio. Tengnagel levantó el dedo para pedir la palabra.

—Te escucho, Franz —dijo Tycho con una gran dulzura—, eres la única persona más o menos sensata que hay en esta casa de locos. Junto con Jeppe, por supuesto.

—Vos lo habéis dicho mucho mejor que yo, maestro. Jamás desde Ptolomeo se ha visto un arquitecto del mundo tan grande como vos. Pero desde donde estáis no podéis ver la triste realidad de aquí abajo. Kepler, afirmáis, es un buen albañil. Tal vez… Aun cuando así fuera, parecería extraño que el maestro de obras fuese al encuentro del operario. ¡Vos, a quien Su Majestad quiso recibir en persona, al pie de vuestro caballo, quitándose el sombrero para saludar al emperador de la astronomía! ¿Vos os desplazaréis para ir en busca de un oscuro profesorucho de Estiria? Ah, desde aquí ya puedo escuchar al Kepler ese, pavoneándose porque el gran Tycho en persona ha corrido a su encuentro. ¡Maestro, vos conocéis mal a los hombres y su bajeza!

—¿Tú que propones, entonces?

—Dejadlo marinar un poco en su jugo antes de responderle. Yo iré a buscarle dentro de una corta semana. Le explicaré que vuestros trabajos no os dejan tiempo libre para viajar. Después de todo, ¿no es por bondad que lo habéis arrancado de las garras de la Inquisición, invitándole a venir a vuestro lado? Él os lo debe todo, vos no le debéis nada. Dadme ocho días y os diré con qué clase de hombre os las tenéis que ver.

—Tienes razón, Franz, como siempre. Pero ¿estás seguro de que Kepler se ha visto con Ursus?

Tengnagel se mordió los labios. Acababa de excederse en su deseo de excitar a Tycho contra Kepler. Él también había leído El misterio cosmográfico, sin entender gran cosa, pero dándose cuenta del poderoso genio de su autor. En las cartas de Kepler, que Tycho le pedía que copiase, ya que tenía una hermosa letra, Tengnagel, el virtuoso del doble lenguaje, había reconocido perfectamente la ironía y los sentidos ocultos bajo los cumplidos y las fórmulas de cortesía. Fuese lo que fuese lo que Kepler viniese a buscar junto Tycho, sería un adversario temible, que muy bien podría desplazar a Tengnagel del corazón del maestro. Afortunadamente para él, Tyge, al que para sí llamaba «el pequeño cretino», intervino, sacándole del apuro.

—Por lo que respecta a Ursus, padre, yo me encargo de él. Si a ese guardián de puercos, vicioso y falso, se le ocurre cruzarse en mi camino, ¡lo convertiré en carne de salchicha!

Tycho se sobresaltó. Su hijo había hablado exactamente con el mismo tono que su propio padre y sus enemigos de antaño, los Manderup Parsberg y otros animales. ¿Qué crimen había cometido él para merecer tales vástagos? Un granuja, un hipócrita, una lesbiana y dos putas… Sólo Elisabeth, la sensata, podía contar con el favor de su corazón. Pero no era más que una hija. Sin embargo, él les había levantado, desde el momento de su concepción, un horóscopo prometedor. En cuanto a los demás… Longomontanus, un calculador esmerado, ciertamente, pero sin brillo, servil, incapaz de la más mínima iniciativa. Por lo que se refería a Tengnagel, le quería, seguro como estaba de que el caballero sajón le profesaba un culto sin fisuras. Sus consejos siempre resultaban pertinentes y llevaba a la perfección su doble papel de secretario e intendente. Tycho sólo lamentaba que fuera un matemático tan mediocre.

Tycho Brahe tenía cincuenta y tres años. Había dedicado más de treinta a la observación del cielo. Contemplaba, en ese momento, aquella acumulación de cifras y de tablas. Era el trabajo de toda la vida. Era enorme. Era informe. Un amasijo de ladrillos, columnas, losas, vigas, escaleras, vidrieras, todo para erigir el templo del universo sobre unas bases concretas, calculadas. Pero él no podía hacerlo. Y de todos modos no quería. Tenía miedo. Miedo a que, si ponía orden en aquel caos, se descubriese un caos mayor aún: el infinito de Giordano Bruno. Miedo a que ese templo finalmente construido fuese el de Copérnico, y no el de Tycho.

Aquel año de 1600, como siempre al alba de un siglo, una ola de melancolía recorrió la cristiandad. Más que cualquier otro, la experimentó el astrónomo danés. «¿En qué, para qué ha sido útil mi vida?», se preguntaba. Naturalmente, el gran señor que seguía siendo no lo manifestaba de manera abierta, pero el más famoso de los exiliados se derrumbaba bajo el peso de la soledad, de la nostalgia del país perdido. Un día le confesó a Tengnagel: «He vivido escondido en mi propia patria, cuando era conocido en toda la Tierra. ¡Qué inmensas preocupaciones, qué inmensos obstáculos he asumido! ¡A cuántos hombres les he descubierto los misterios de la sabiduría! ¡A cuántos he alimentado largo tiempo a mis expensas! ¡Y como agradecimiento por todo esto, oh, Dios, se me ha concedido vivir exiliado con mis seis hijos y su madre!».

Cuando sonó la hora de la desgracia, toda la república de los sabios se apartó de él. E incluso ahora, que el emperador le había entregado aquel castillo de Benatky, donde podría construir a su antojo una nueva Ciudad de Urania, se rehuía a quien llamaban, según la ocurrencia de Maestlin, «Tyrannyco». Cuando finalmente, ante la insistencia de Longomontanus, consintió en leer El misterio cosmográfico, a pesar de las prevenciones que tenía contra el cómplice de Ursus y de Maestlin, comprendió enseguida que Kepler le sería complementario: Tycho acumulaba, Kepler construía.

Perfectamente ajeno a toda forma de ironía, el danés se convenció de que los cuestionamientos que jalonaban la obra del profesor estirio eran una señal de debilidad. Haría que se plegase, tanto más fácilmente, puesto que el otro dependería por completo de él. Entonces Tycho esperó, como un gran gato agazapado detrás de la hierba, con el lomo y el bigote apenas estremeciéndose, a que la musaraña se pusiese al alcance de su zarpa.

Kepler se esperaba algún de tipo de provocación. Durante todo el viaje, Hoffman le había descrito el Tycho al que en otros tiempos había visitado en la isla de Venusia, al que había visto en Holstein y al que más tarde se instaló en Benatky. Para completar el retrato, Johann contaba también con los recuerdos de juventud de Maestlin y con el horóscopo del danés. Así pues, no se sorprendió de tener que esperar una semana, en la bella residencia praguense del barón, para recibir la visita de su hijo y del llamado Tengnagel. Apenas le dirigieron la palabra, salvo para invitarle a que les acompañase, lo mismo que el barón Hoffman, a compartir con ellos los placeres de los bajos fondos de la ciudad, burdeles y otras tabernas.

—A decir verdad —respondió Kepler—, preferiría observar, con el astrólogo del barón, Valentinus Otho, esta conjunción y este eclipse lunar de los que me priva vuestro señor Tycho.

En realidad, aquellos dos fenómenos, más bien corrientes, no le interesaban demasiado, tan sólo para ejercitarse en el manejo de los instrumentos del barón, antes de enfrentarse al juicio del papa de la astronomía. En cambio, la conversación del antiguo discípulo de Rheticus le apasionaba sobremanera.

—Id sin nosotros a visitar a ese blandengue —dijeron burlonamente los otros.

A sus sesenta años, Valentinus Otho se había convertido en un viejo excéntrico, cuya mente se extraviaba en los vericuetos de Hermes Trismegisto, la cábala, los magos babilonios y las sectas esotéricas que proliferaban en la capital del imperio. Resumiendo, se había vuelto praguense.

Unos días después de su instalación en Praga, Kepler fue a visitarlo. Entrados en confianza, Otho, con aires de conspirador, le condujo a su habitación. Allí, el viejo astrólogo levantó su colchón y sacó de debajo de él un libro toscamente encuadernado, anudado con una cinta de yute. Se lo tendió a Kepler.

—Mirad esto —dijo—, pero aquí, en mi habitación. Este documento no debe salir de este cuarto. Tranquilizaos, no pienso atentar contra vuestra virtud.

—Pero yo no he…

—¡Vamos! Sé bien lo que todo el mundo piensa. Creen que las personas de mi especie sólo tienen una idea en la cabeza: correr detrás de todo el que tiene pelo en la cara. Pues bien, eso es mentira. Además, no sois mi tipo. Es mejor que leáis.

Después de haber desanudado la cinta y haber abierto la tapa de cartón, Kepler estuvo a punto de soltar un grito: tenía ante sus ojos el manuscrito original de Sobre las revoluciones de Copérnico, el que Rheticus, casi sesenta años antes, había confiado al impresor de Núremberg, Petreius. Ahí estaba todo, las modificaciones y las últimas correcciones del maestro, así como las indicaciones tipográficas del discípulo. No faltaba más que una cosa, el prefacio, en que se decía que el heliocentrismo no era más que una hipótesis entre otras.

—Nunca estuvo —comenzó a explicar Otho—, ya que…

—He aquí, pues, la prueba, por ausencia, de lo que me contaba Maestlin —le interrumpió Kepler—. Ni Copérnico ni Rheticus jamás redactaron aquel texto, sino el bribón de Osiander. Oh… ¡Es curioso! En el homenaje a los antiguos, el nombre de Aristarco de Samos está tachado. ¿Acaso tuvo el viejo canónigo la vanidad de dejar que se creyese que él había sido el primero? Decididamente, aquel gran hombre tenía sus puntos flacos. Aquellas cifras trucadas, su negativa a dar las gracias a Rheticus…

Otho se estremeció como si hubiese escuchado una blasfemia.

—¿Y quién sois vos, señor, para condenar sin juicio a los grandes hombres del pasado? Si Copérnico no hizo mención alguna de mi maestro fue para evitar ponerle en peligro. Aquellos tiempos eran terribles. Una palabra de más os podía llevar a la hoguera. No podéis imaginarlo, señor Kepler, vos que vivís en una época de tolerancia, bajo el reinado magnánimo de Rodolfo…

—Si vos lo decís… —replicó Kepler, pensando en Barbara y Regina, a las que había dejado en Graz, al alcance de las garras de los jesuitas.

Otho se puso a dar vueltas por la habitación. Su larga barba y su cabellera blanca parecían temblar.

—Hijo mío, sois muy frívolo al hablar de cifras trucadas. Ni Copérnico ni Rheticus poseían las máquinas perfectas que vuestro rico amigo Tycho y vos tenéis a vuestra disposición.

—Mi amigo Tycho es, efectivamente, muy rico —asintió Kepler, dudando entre la risa y la cólera—. ¡Cualquiera de sus instrumentos vale más que mi fortuna y la de toda mi familia juntas!

—… En cuanto a acusar a Copérnico de ingratitud frente a los antiguos, fue mi maestro Rheticus, imaginaos, quien tachó a Aristarco de esa lista, sin el acuerdo del autor. Lo sé de su propios labios. Y tuvo razón. Ya que, poco tiempo después de la aparición de Sobre las revoluciones, Melanchton, como para restar valor al extraordinario descubrimiento del gran hombre y su discípulo, exhumó la copia de unos papiros del filósofo alejandrino, en los que éste evocaba el heliocentrismo, más de mil quinientos años antes que Copérnico y Rheticus.

—¿Estáis seguro de que fue Melanchton? —preguntó Kepler con un aire falsamente ingenuo.

—¡Sin duda! El comparsa de Lutero debió husmear en las cosas de mi maestro, el cual ocultaba en un sitio secreto el único ejemplar del texto de Aristarco.

—¡Ah, sí! Esa fábula del bastón de Euclides, que estoy cansado de oírle repetir a Maestlin. Michael posee una imaginación de poeta, pero le falta su inspiración.

—¿Una fábula? ¡De modo que Maestlin os ha revelado el gran secreto! ¡Ese ladrón, ese Judas, que, después de haber robado esa reliquia en el templo copernicano de Frauenburg, osó revenderla por treinta denarios! Cuando os encontréis con vuestro amigo Tycho, observad bien el bastón del que no se separa jamás. ¡Es el bastón de Euclides! ¿Qué misterio encierra?

Kepler estaba cansado de aquel delirio. Otho le había estropeado el sentimiento de admiración y sorpresa que había experimentado al descubrir el manuscrito de Sobre las revoluciones. ¿Cuándo se decidirían Tengnagel y Tyge a llevarle junto a Tycho y su tesoro? ¿Por qué tantos locos le estaban haciendo perder el tiempo?