Capítulo 37

Las ceremonias de coronación del archiduque Fernando de Habsburgo tuvieron lugar el 9 de julio de 1595, es decir, el 19 del mismo mes de acuerdo con el calendario papista. Los reformados de Estiria y Carintia olvidaron festejar dignamente el acontecimiento: la escuela Paradies permaneció abierta durante toda aquella jornada y también durante las sucesivas. Al siguiente día, Kepler daba su clase ante un grupo de alumnos más numeroso que de costumbre: toda la semana debería haber sido festiva. Y el mathematicus de los Estados de Estiria se sentía lleno de júbilo por estar junto a sus hermanos frente a la amenaza papista. Decidió alistar a Euclides en aquel ejército pacífico, reclutado contra el pelele de los jesuitas.

El tema del día consistía en explicar cómo las grandes conjunciones astrales pasan a través de los ocho signos del zodíaco y cómo cruzan de un trígono a otro. A mano alzada, trazó con tiza sobre la pizarra un círculo perfecto, provocando un murmullo y algunos silbidos de admiración un poco burlones. «Es por este tipo de detalles que se conoce a un buen profesor de matemáticas», le había dicho no hacía mucho Maestlin, bromeando. Luego, con la misma mano firme, inscribió en el interior un triángulo equilátero igualmente irreprochable. Y comenzó su demostración, cuidándose de avanzar poco a poco, a fin de ser seguido por los cerebros de los más torpes, en particular del denominado Gotblut, que se hacía llamar pretenciosamente con la traducción griega de su nombre: Icor. El imbécil ignoraba que, desde Galeno, aquello ya no significaba «la sangre de los dioses», sino, como burla de los cultos paganos, «el pus sanguinolento». El calor de aquella tarde de verano adormecía a los alumnos. En el mismo círculo, Kepler trazó otro triángulo, luego otro, y otro más, de manera que el fin de uno era el comienzo de otro. Mientras las figuras se multiplicaban, el maestro seguía con su exposición, en una cadencia cada vez más precipitada, como si no pudiese detenerse. Kepler pensaba en otra cosa. Pensaba realmente en otra cosa. O, más bien, veía otra cosa. Vio primeramente que los puntos de intersección entre los triángulos esbozaban un segundo círculo, cuyo radio era la mitad del círculo circunscrito.

Exactamente como la relación entre la órbita de Saturno y la de Júpiter. Ahora bien, esos dos planetas son los primeros, puesto que son los más alejados del centro, el Sol. Ellos son los primeros, de la misma manera que el triángulo es el primero de los polígonos.

A mano, Kepler intentó determinar la segunda distancia, la que existe entre Marte y Júpiter, con la ayuda de una serie de cuadrados, el segundo de los polígonos… Luego la tercera distancia, entre Marte y la Tierra, con la ayuda de pentágonos, y la cuarta distancia, entre la Tierra y Venus, con la ayuda de hexágonos. Pero a partir de la segunda distancia, el ojo protestaba: las relaciones entre las órbitas planetarias no se respetaban. Puesto que las figuras planas y regulares no resultaban satisfactorias, el espíritu de Kepler salió volando hacia otra dimensión… «¿Por qué, en efecto, habrían de ser planas las figuras entre las órbitas?». Mejor hagamos intervenir volúmenes sólidos. ¿Qué sucedería con poliedros inscritos en una esfera?

Sobre la pizarra, el círculo se infló, se hundió, adquirió relieve, entró en la tercera dimensión, y, en su interior, el triángulo escaleno se convirtió en una pirámide perfecta: un tetraedro y sus cuatro triángulos equiláteros. Sin que Kepler se percatase de ello, ni tampoco los cuatro alumnos que papaban moscas, la lección pasó sin transición de los polígonos de dos dimensiones a la de los volúmenes, a la geometría en el espacio.

—¿Cuántos sólidos, cuántos poliedros, podrían meterse en un globo de modo que todos sus vértices tocasen la pared interior de dicho globo? Cinco evidentemente: el tetraedro, el cubo, el octaedro de ocho triángulos equiláteros, el dodecaedro de doce pentágonos y el icosaedro de veinte triángulos equiláteros. Como había demostrado Euclides, el número de los sólidos regulares no puede ser superior a esas cinco formas. Se les llama «pitagóricos» o «platónicos», puesto que aquellos dos filósofos de la Antigüedad…

Se interrumpió, sin que sus oyentes se percatasen de ello, tanto les fascinaba la manera en que su hábil mano empleaba la perspectiva para dar volumen a las figuras que dibujaba. Un pensamiento fulgurante, fino y cortante como un navajazo, le había cruzado el cerebro: «Cinco poliedros perfectos, cinco espacios esféricos entre los seis planetas que dan vueltas alrededor del Sol… Ésa es la razón… Tengo que averiguar…».

La campana sonó. Contra todas las costumbres, el profesor fue el primero en salir de clase.

A partir del siguiente día, Kepler se aisló del resto del mundo. Ya no lamentó el tiempo perdido, ya no sintió disgusto por el trabajo, ya no esquivó ningún cálculo laborioso. Al contrario, consumió los días y las noches perfeccionando su idea, hasta ver si se acomodaba con las órbitas de Copérnico, o si más bien el viento se la llevaría, al igual que su alegría. Tras quince días y novecientas páginas de cálculos, su construcción estuvo concluida. En los cinco espacios más o menos grandes dejados entre Saturno y Júpiter, Júpiter y Marte, Marte y la Tierra, la Tierra y Venus, Venus y Mercurio, los sólidos perfectos de Pitágoras encajaban impecablemente, desde el más simple, el cubo, hasta el más complejo, el dodecaedro. En una esfera con un radio igual al de la órbita de Mercurio, circunscribió un octaedro y en dicho octaedro una esfera. Que resultó tener un radio igual al de la órbita de Venus. En esta segunda esfera circunscribió un icosaedro y en dicho icosaedro una tercera esfera. Que tenía, a su vez, un radio igual al de la órbita terrestre. Luego vinieron un dodecaedro para Marte, un tetraedro para Júpiter y, finalmente, un cuadrado, en el que circunscribió una sexta esfera, ¡qué tenía precisamente el mismo radio que la órbita de Saturno!

Kepler no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Semejante belleza era cegadora. Aún sin fiarse, empleó todas las herramientas matemáticas, series numéricas, la función sinusoide, y siempre llegó al mismo resultado. Se dio cuenta entonces de que acababa de responder a esas cuestiones lancinantes, angustiantes, como lo son todos los interrogantes metafísicos: «¿Por qué? ¿Por qué hay sólo seis planetas y no veinte o cien? ¿Por qué las distancias entre ellos difieren tanto, sin que se pueda encontrar una relación matemática entre ellas?». Pero había respondido: sí, había una manera geométrica y una sola de encajar unos en otros a los cinco poliedros regulares con sus esferas inscritas y circunscritas.

Y, como indicaba la serie de cifras que anotó febrilmente, el encajamiento producía las cinco proporciones, que eran las de las órbitas celestes: ¡0,56 para Mercurio, 0,79 para Venus, 1 para la Tierra, puesto que es la medida de todas las cosas, 1,26 para Marte, 3,77 para Júpiter y 6,54 para Saturno![2]

La metafísica le había conducido a la física. Kepler había realizado en sentido contrario el camino que le había llevado, guiado por Maestlin, a Copérnico, ya que entonces había ido de la física a la metafísica.

—Cuando estuve seguro del descubrimiento —me contó mucho más tarde, cuando ya era matemático del emperador Rodolfo—, no grité «¡Eureka!» al salir de mi baño, como algún predecesor mío. Por lo demás, detesto bañarme. Encuentro que es emoliente, y sólo alivia mi reumatismo y mis hemorroides de manera ilusoria. Más bien frotaos fuertemente con jabón, al aire libre, incluso en invierno, y echaos un cubo de agua fría por la cabeza. Pero no os preocupéis, que agua hubo, ya que me eché a llorar como un jovenzuelo con mal de amores, como un imbécil.

Un poco exasperado por esta manera de burlarse de sí mismo sin reírse, le respondí con ironía:

—Me parece, sin embargo, que vuestros poliedros perfectos tuvieron dificultades para alojarse en las trayectorias elipsoidales de los planetas, vuestro descubrimiento más admirable, que hicisteis quince años más tarde…

—¿Ah? ¿Eso opináis? —respondió, poniendo cara de perro bueno que espera una caricia, o más bien ojos de artista que se deprime ante la menor crítica—. ¿Os parece fea mi pequeña construcción de juventud?

Contra eso, ¿qué se puede decir?

Pero aquel día, en Graz, él lloró, eso seguro: lloró. Creía haber descubierto las razones del Gran Arquitecto. Creía haber descubierto el Misterio cosmográfico.