Capítulo 7
Las razones de este duelo han sido asaz comentadas. Algunos sostienen que el enfrentamiento tuvo su origen en una disputa matemática, pero para quien conoce a los daneses de la época, la hipótesis invita a la sonrisa. No existía otra razón para el duelo que el propio duelo.
Tycho permaneció dos meses con el rostro completamente vendado, con sólo una abertura para los ojos y la boca. El doctor Batto, llamado Levinus Battus, le brindó su amistad tras constatar que el espíritu curioso de Tycho mostraba un gran interés por la religión judía y, sobre todo, por la cábala. El joven médico lo obligaba a tomar el aire todos los días y lo acompañaba en los largos paseos por el puerto. Al ver a un hombre sin rostro, los niños salían corriendo, gritando de miedo, y Batto se reía a carcajadas:
—¡Os toman por el Golem, y a mí por Ben Leví, el rabino que lo fabricó!
El médico le contó aquella leyenda de un sacerdote judío de tiempos de los macabeos que habría fabricado con arcilla a un ser vivo de apariencia humana que obedecía en todo a su creador. Tycho lo creyó a pies juntillas. Cuando contempló ante un espejo su rostro liberado de las vendas, quedó horrorizado: en lugar de la nariz sólo había un agujero y una cicatriz rosada le cruzaba la frente. Se anudó sobre la cara el parche de cuero negro que Levinus Battus había encargado a un zapatero y que le daba un aire de guerrero bárbaro, como su padre y su tío. Un aire que no le gustaba, ya que soñaba con parecerse a los filósofos cuyos retratos figuraban en el frontispicio de las obras que habían escrito: larga barba negra, mirada inteligente y profunda, sonrisa pacífica esbozada bajo el bigote. El médico judío le propuso que lo acompañase a su laboratorio, donde le fabricaría una nariz artificial y, de paso, le inculcaría algunas nociones de alquimia.
Jamás se supo cuál era la composición del célebre postizo de Tycho. Se hablaba de mercurio y de oro, y él dejaba que la gente hablase. A veces se lo quitaba en público, lo que efectivamente le daba el aspecto del Golem, y algunos leían en la cicatriz de su frente la palabra hebrea «Emeth», la vida, o quizá «Meth», la muerte. Se ha afirmado que desplegaba en aquella operación una gran ostentación. Pero cuando lo hizo delante del rey de Escocia, futuro rey de Inglaterra, un paje de catorce años que asistía a la escena, vuestro servidor, vio netamente en su rostro plano, perforado por dos pequeños agujeros, como el morro de un cerdo, una terrible mueca de dolor, mientras untaba el interior de la pequeña máscara con cierto bálsamo. El exterior era de cera, de un rosa suave que quería imitar el color de la piel. Pero para que fuese lo más ligera posible, Tycho se la había hecho muy corta. Y este pequeño apéndice regordete y sonrosado contrastaba singularmente con la extensa cicatriz frontal, que intentaba en vano disimular mediante ungüentos, con la gelidez de su pálida mirada azul y con el largo mostacho rojo: Tycho jamás logró que le creciese sobre el mentón y las mejillas esa barba que tan bien les sienta a los sabios y los filósofos.
Una vez recuperado, decidió acabar sus estudios de derecho y retórica para estar definitivamente libre de los acosos familiares. Este molesto trabajo forzado no fue interrumpido hasta el mes de abril, durante un eclipse de Sol. Pero el tiempo perdido por culpa del duelo y la convalecencia no le permitió obtener su licenciatura antes del cierre estival de la universidad. Tendría que estudiar un año más.
Habían transcurrido sólo siete meses desde el duelo, y la leyenda del hombre de la nariz de oro ya corría por todo el reino. Manderup, como hombre de honor y, sobre todo, porque eso habría rebajado el valor de su victoria, no había evocado las dilaciones de su adversario. De golpe, toda la gloria del combate recayó sobre Tycho y su prestigiosa herida. Otte, aliviado, proclamaba por doquier que su hijo había pagado con el precio de su sangre el derecho a ser un Brahe. No obstante, lamentaba que no enarbolase aquel hecho de armas y prefiriese disimularlo bajo un postizo. Pero ¡qué importaba! Su hijo sentía el gusto de las armas, estaba seguro de ello. ¡Finis el latín, las matemáticas y otros pasatiempos indignos! Tycho, al fin, combatiría.
El gran alcaide sufrió una decepción. Antes de que se celebrara la nueva sesión del consejo de familia, que determinaría o no la renovación de su pensión, Tycho pidió audiencia al rey, quien lo recibió inmediatamente. Federico II no podía negarle nada al sobrino de aquel que le había salvado la vida. Por otra parte, tenía curiosidad por examinar la nariz extraíble de que todo el mundo hablaba. Tycho defendió con gran fogosidad y una voz extrañamente gangosa la fundación de una sociedad erudita en Copenhague, que, trabajando en los ámbitos de las artes geográfica, matemática, alquímica y arquitectónica, contribuyese a crear la más poderosa de las fuerzas navales, a forjar la más moderna de las artillerías, a construir indestructibles fortalezas…
Federico quedó seducido por su entusiasmo juvenil, que contrastaba con las permanentes reivindicaciones de los jefes de las grandes familias, con las cuales debía constantemente transigir y cuyos caprichos no hacían más que prolongar la guerra sueca. Pero tampoco olvidaba que delante de él tenía a un Brahe.
—Me pareces demasiado joven, gentil Tycho, para llevar a buen puerto semejante empresa. ¿Y con quién? Mi reino dispone de brazos más que suficientes, pero no así de cerebros.
—No pido nada, Señor, sino proseguir mis estudios todo el tiempo que sea necesario. En cuanto a los cerebros, a Su Majestad no le faltan, pero no los ve, porque son de condición excesivamente humilde.
Y mencionó a Johann Feldman Pratensis, su amigo de Leipzig; a Jan Alborg, llamado Johannes Alburgens, profesor de matemáticas de la universidad de Copenhague; sin olvidar a Anders Vedel, su antiguo preceptor y censor, el poeta que cantaría en lengua vulgar las grandes hazañas de los reyes daneses. En cuando a él, Tycho, aprovecharía sus estudios en Alemania para atraer al reino a los mayores sabios y artistas, tal como los monarcas de Francia y Polonia habían captado para sus naciones a los de Italia. Federico aceptó. Además, ofreció al joven un cargo muy envidiado: la gobernación bien dotada de la catedral de Roskilde, mausoleo de la dinastía reinante de los Oldenburg. El cargo estaba vacante desde la muerte del tío Jørgen, y las grandes familias se lo disputaban a golpe de intrigas y espada. Al dotar a Tycho con dicha prebenda, el rey esperaba desactivar cualquier conflicto: la canonjía de Roskilde se convertía, en cierta manera, en un cargo hereditario, una señal de reconocimiento post mórtem del monarca para con quien le había salvado la vida. Con todo, Federico ordenó al estudiante que aprobase los últimos cursos que le permitirían ser doctor en derecho.
Entonces, al llegar la primavera y pese a los vituperios de su padre, Tycho se embarcó rumbo a Rostock. Allí, en lugar de reincorporarse a su habitación, en casa de su antiguo maestro de teología, se hizo alojar por el fabricante de su nariz, el doctor Levin Batto. La noticia cruzó muy rápidamente el Báltico y escandalizó en Copenhague: ¡Tycho vivía con un brujo judío!
Discípulo de Paracelso, Batto enseñó a su inquilino nociones de medicina y también de alquimia. En cambio, en cuestión de astronomía Tycho le sacaba cien codos. Y no había nadie en Rostock, ni siquiera en Wittenberg, capaz de enseñar al joven danés dicha materia, que él amaba con más pasión que a una mujer inaccesible. Sin embargo, se quedó en la prestigiosa universidad para concluir sus estudios de derecho y obtener la canonjía prometida por Federico II. Una vez que hubo cumplido este objetivo, se marchó.
Las alforjas de su montura, las del caballo de su criado y las de la bestia de carga rebosaban de cuadernos —en los que había acumulado, desde hacía casi diez años, una cantidad considerable de observaciones—, así como de letras de cambio, que le otorgaban un crédito prácticamente ilimitado en todas las sucursales de los banqueros Fugger. En el flanco de su animal, bien protegido en su funda de cuero, el bastón de Jacob, que él mismo se había fabricado, chocaba contra los arreos como si de una espada se tratara. No se separaba jamás de aquel grosero instrumento de medición, su fetiche. Cruzó casi toda Alemania, de norte a sur, sin entretenerse en las hermosas ciudades de Magdeburgo y Leipzig, donde se enteró de que su antiguo amigo, Scultetus, había regresado a su ciudad natal para convertirse en el burgomaestre de la misma.