Capítulo 16

Acaso jamás Tycho fue tan feliz como en ese ascenso por el Rin. Sentimiento nuevo en él, consideraba a Maestlin en pie de igualdad, en pocas palabras: como a un amigo, al que no se intenta dominar y del que no se quiere obtener nada. En Estrasburgo, abandonó el río de mala gana. La serenidad que había experimentado durante todo el viaje, a pesar de las frecuentes náuseas sobre un puente sin embargo estable, la belleza de esa ciudad que parecía atraer como un imán todos los saberes del mundo, las discusiones animadas de Maestlin con sus doctos amigos —pues parecía tener amigos por todo el imperio— debilitaban sus apetitos de dominación. Sumido en una indulgencia universal, ebrio de aquella libertad que soplaba a su alrededor, estaba dispuesto a convertirse al heliocentrismo. Una sola cosa, sin embargo, se lo impedía: aquella distancia casi infinita que resultaría entre los últimos planetas y la esfera de las estrellas fijas.

—Lo comprendes, Michael —argumentaba Tycho—. Si la Tierra se desplazase en el universo, las estrellas deberían cambiar de posición a lo largo del año, por el efecto de paralaje…

—A menos que estuviesen muy alejadas, tú lo sabes tan bien como yo —replicó Maestlin—. Y fue precisamente para explicar la ausencia de paralaje estelar por lo que Copérnico aumentó las dimensiones del mundo.

—Lo había comprendido —dijo Tycho con altivez—. Yo mismo he calculado que, según tu Copérnico, ¡el volumen del universo se multiplicaría por cuarenta mil! ¡Es absurdo! ¡Bah! ¿Y por qué no? Uno de nuestros colegas ingleses, Thomas Digges, acaba de publicar una obra en la que incluso llega a sugerir que ¡las estrellas se despliegan por un espacio infinito! De todos modos, en la concepción del maestro Copérnico el mundo sigue estando cerrado, y su agrandamiento se refiere, sobre todo, a la distancia que separa al más lejano de los planetas, Saturno, de las estrellas fijas.

—¡Esas hipótesis gratuitas yo se las dejo a los metafísicos de tu especie! ¿Para qué ese vacío inmenso? No le veo la razón, ni la utilidad. La creación sería irregular y desprovista de orden, sin armonía ni proporción. ¿A qué diseño podría corresponder ese gran vacío, en un mundo creado para el hombre?

—¡Lo que tú afirmas con eso es lo que yo denomino una hipótesis metafísica!

—¡En absoluto! ¡Me baso en datos concretos, matemáticos! He calculado que, según el loco de Copérnico, ¡no sólo habría que atribuir a las estrellas una distancia enorme, sino también un tamaño monstruoso!

—¿Qué quieres decir exactamente?

—Quiero decir —dijo triunfalmente Tycho— que, para explicar que las estrellas de tercera magnitud sean visibles a pesar de su lejanía, ¡habría que admitir que su volumen fuese igual al de la órbita terrestre! ¿No ves que es absurdo? ¿Cómo atribuir a la creación del mundo tan grandes asimetrías?

—Pues bien, yo creo, al igual que Giordano Bruno, que ese infinito es justamente la prueba de la omnipotencia divina… Y además, ¿quién eres tú, Tycho, para juzgar el plan divino del Creador a partir de tus prejuicios humanos? ¿Se pueden prescribir leyes al Creador omnisciente? ¿Es que el hombre mortal ha ayudado al Espíritu del Dios, has sido tú su consejero?

De hecho, Tycho no podía confesar que el vértigo que sentía era sobre todo un dolor físico, como cuando se acodaba en la balaustrada de una terraza. Vértigos que sentía desde el famoso duelo en el que había perdido la nariz y que, sin embargo, jamás le asaltaban cuando dirigía su sextante al cielo.

Tycho abandonó Estrasburgo con pesar, no sin haber escrito una vez más a Pratensis, para comunicarle que pronto, como Aníbal, cruzaría los Alpes a la conquista de Italia. Abandonaron las orillas del Rin para franquear la Selva Negra. Al atardecer de una larga jornada a caballo, llegaron a Tubinga. Durante las siguientes dos semanas Tycho, tragándose el orgullo, se vistió con ropas menos vistosas, a fin de pasar, ante los profesores de la universidad, por el discreto secretario de su compañero de viaje. Eso le proporcionaba libre acceso a la biblioteca, que era muy rica. Lugar impregnado de misterio y que le daba miedo, ya que se decía que, un siglo antes, se había enriquecido con los manuscritos salvados de un incendio provocado por el propio Satán y que había destruido un monasterio cercano. Por otra parte, todo en aquel gran ducado de Wúrtemberg estaba plagado de leyendas y supersticiones, noches de Walpurgis, brujas y elfos. En medio de aquel mundo oscuro, entretejido de miedos inmemoriales, la universidad de Tubinga era un refugio de la razón. Y Tycho lamentaba no haber seguido allí sus estudios, en lugar de en Wittenberg, donde parecía que todavía se paseaba la sombra austera de Melanchton.

Para que Dinamarca creyese que se había trasladado a Italia, Maestlin envió a un amigo de confianza que residía en Padua un correo que contenía una carta antefechada de Tycho y destinada a Pratensis. En ella, contaba que sólo había podido permanecer una decena de días en Venecia a causa de la peste. La redacción de esta falsa carta no se vio impedida por los escrúpulos de Tycho: había mentido tanto durante su vida que sus fabulaciones acabaron por engañarle a él mismo. Pocos años más tarde hablaría de su viaje a Venecia enteramente convencido de que lo había realizado. Durante la espera lo que le atormentaba era que Maestlin fuese su cómplice: dependía de él.

Por esta razón una mañana, sin siquiera avisar a su anfitrión, se marchó como un ladrón. Se dirigió a Basilea, con la esperanza de encontrar allí a Paul Hainzel. Maestlin, sin embargo, se había equivocado al afirmar que el hombre vivía en aquella ciudad. El antiguo notable de Augsburgo se había instalado en Suiza, pero lejos de allí, en el cantón de Zúrich, donde, heredero de un castillo perdido en las montañas, se entregaba a experiencias misteriosas, de magia negra sin duda, puesto que ahora era llamado «el extraño señor de Elgg». Con el pretexto de que el viaje era muy largo, Tycho prefirió quedarse en Basilea una temporada. Numerosos reformados franceses habían encontrado refugio en aquella ciudad. Médicos, físicos, herboristas, todos conocían a Tycho a través de Ramus, pero también por su Stella Nova. Constató que él era, en aquella ciudad erudita, el único astrónomo digno de ese nombre. El interés recaía más bien sobre las otras ramas de la filosofía natural: las plantas, los animales, los minerales, evitando, sin embargo, la práctica de la alquimia, arte que no se encontraba razonable. En cuanto a la astrología, también se la miraba con una gran desconfianza. Tycho pasó el invierno estudiando y clasificando plantas medicinales en compañía del famoso discípulo de Paracelso y Ramus, Theodor Zwinger, así como de los hermanos Bauhin, botánicos franceses refugiados. No se olvidó de proseguir sus trabajos de observación y de completar su carta de la esfera de las estrellas fijas. El aire, allí, era de una pureza perfecta, puesto que la agitación del Rin no permitía que las nieblas se inmovilizasen sobre él. Y Tycho fue casi sincero cuando anunció a Pratensis su deseo de instalarse en Basilea, pidiendo que preparase la venida de su esposa e hijos para la siguiente primavera.

Contrariamente a lo que esperaba, el rey seguía sin reaccionar. Tycho jamás tendría su isla, su patria le rechazaba. ¿Tendría que quedarse allí, entre aquellos burgueses, él, un Brahe? Escribió a Guillermo de Hesse-Kassel para excusarse de su precipitada partida cuando éste había perdido a su hija, explicando que no quería molestarle en su duelo con historias de estrellas. La respuesta del conde fue muy seca, y le hizo saber que había informado al rey Federico de su conducta incalificable. Tycho se creyó perdido. Se zambulló en las estrellas.

Luego la suerte le volvió: Rodolfo de Habsburgo, hijo mayor del emperador Maximiliano, ya rey de Hungría, acababa de hacerse coronar rey de Bohemia. Y la dieta estaba convocada en Ratisbona para elegirle como rey de Alemania. La triple corona lo designaba evidentemente como sucesor de Maximiliano, que estaba enfermo, al frente del Sacro Imperio Romano Germánico. Rodolfo, protector de las artes, nuevo mecenas, había quedado entusiasmado con la Stella Nova de Tycho, y le había suplicado que le explicase su significado. El danés le había enviado un horóscopo a la altura de su corresponsal, el cual le había contestado pidiéndole que se convirtiese en su matemático y astrólogo personal.

Ahora sí. Ahora Tycho podía aceptar ponerse al servicio del futuro emperador. Tres coronas, a la espera de una cuarta, le parecían más a su medida que la corona única del rey de Dinamarca. Y Praga, la joya del imperio, una ciudad de las estrellas mejor adaptada a su genio que una isla perdida en un estrecho.

Así pues, partió de Basilea rumbo a Ratisbona, después de hacer muchas promesas de reencuentros a sus amigos eruditos. Se abstuvo, no obstante, de comunicarles su lugar de destino: un refugio de papistas. Ciertamente, la paz de Augsburgo autorizaba, en el imperio, la práctica de los diferentes cultos. Cada señor seguía a quien quería, unos al papa, otros a Lutero, y sus súbditos estaban obligados a profesar la religión elegida por el príncipe. Esta construcción defectuosa se sostenía como podía, puesto que nadie pensaba en aplicarla en todo su rigor. Pero que tan alto súbdito del rey reformado Federico II de Noruega y Dinamarca fuese a asistir a la coronación del retoño de aquella familia papista tan odiada de los Habsburgo habría sido algo muy mal visto por los austeros calvinistas basilenses. Allí se llamaba a la más poderosa dinastía de Europa con el nombre de su feudo suizo de origen: Habichtburg, el Castillo de las Rapaces.

Así pues, Tycho abandonó Basilea a escondidas, dio un rodeo para evitar Tubinga y a cierto profesor de matemáticas, se arruinó casi, en Ulm, para procurarse un séquito y un servicio dignos de su rango y de las ceremonias a las que iba a asistir, envió un correo a Federico II para pedirle cartas credenciales de embajador ante la dieta, y llegó a Ratisbona.

En la antigua ciudad de Marco Aurelio, la flor y nata de los grandes electores del Sacro Imperio Romano Germánico debía reunirse para entregar su tercera corona a Rodolfo de Habsburgo. Pero este Sacro Imperio verdaderamente ya no era el de Carlos V, sobre el que Sol jamás se ponía. Más bien parecía una tela de Arcimboldo, retratista favorito del coronado. De lejos se podía ver una figura coherente, pero cuando uno se aproximaba, no era más que un amasijo confuso de uvas y ortigas, de rosas y zarzas, de hojas de parra y ramas de olmos, de gallinas y zorros, de carpas y conejos, de reformados y católicos.

Tycho se dirigió directamente a la residencia del embajador de Dinamarca, donde tuvo la desagradable sorpresa de constatar que el mismo no era otro que su hermano menor, Steen. A pesar de todo, los hermanos pusieron buena cara: se encontraban en tierra extranjera. En cuanto estuvo instalado, la primera cosa que hizo fue pedir una audiencia a Rodolfo. No en tanto que representante de Dinamarca, sino en tanto que astrónomo. Al día siguiente vinieron a buscarle para conducirlo a palacio.

Como todos los Habsburgo, Rodolfo era un hombre grueso y de baja estatura, de rasgos pesados y tez rubicunda. Jamás había podido desembarazarse de su acento castellano, pues había vivido buena parte de su infancia en Madrid, en la corte de su tío Felipe II. A causa de todos los años pasados en El Escorial, mientras ardían las hogueras de la Inquisición, los reformados desconfiaban en grado sumo del que sería su futuro emperador. En cuanto a la Iglesia católica, ésta veía en él a un excéntrico, poco preocupado por el dogma, enamorado de las artes profanas, la adivinación, la alquimia y la brujería. Y había enviado a su ciudad predilecta, Praga, a todo un ejército de jesuitas, con el encargo de vigilarle.

—Tycho, querido Tycho, emperador de las estrellas —dijo el monarca, levantándose de su asiento, con los brazos tendidos hacia su visitante, que había puesto la rodilla en el suelo al llegar al pie del trono.

Rodolfo le hizo levantar, le abrazó y luego, cogiéndole del brazo, lo llevó con toda sencillez al estrado, donde le hizo una señal para que se sentase a su derecha. Charlaron un buen rato como dos viejos amigos, con gran perjuicio de los cortesanos, obligados a permanecer de pie sin poder escuchar su conversación. Sin embargo, ciertas palabras fueron rápidamente referidas, amplificadas, deformadas, un poco por doquier, de Ratisbona a Praga, pero sobre todo hasta Copenhague. Rodolfo habría pedido a Tycho que se convirtiese en su matemático, éste habría aceptado, quejándose de la ingratitud de Federico II y de la imbecilidad del conde Guillermo de Hesse-Kassel, que no se había dignado desplazarse a Ratisbona, al igual que, por lo demás, otros grandes electores luteranos. Tycho, al menos, sabía situarse por encima de las querellas partidarias.

El rey de Dinamarca fue informado de aquella audiencia por su embajador Steen Brahe, que esperaba que su hermano fuese despojado de sus privilegios y desterrado para siempre. Lo que sucedió fue todo lo contrario. Una mañana, dos horas antes del amanecer, un correo real trajo un pliego urgente para Tycho. Éste cogió febrilmente la carta, rompió el sello y comenzó a leer. Su rostro se fue iluminando progresivamente. El rey Federico capitulaba. Pero, para no perder su dignidad, se apropiaba y hacía suya la idea de construir un observatorio en la isla de Venusia: «Encontrándome yo recientemente —escribía— en mi residencia de Kronborg, vi a lo lejos, a través de una de las ventanas del castillo, la pequeña isla de Hven, en medio del estrecho de Sund, entre Zelanda y Escania. Ninguna familia noble la posee. Tu tío Steen Bille me refirió en cierta ocasión, antes de tu partida a Alemania, lo mucho que te gustaba aquel sitio. Como el lugar está aislado y cuenta con una colina, me pareció que podría muy bien convenir para realizar allí estudios de astronomía y química. Claro está, todavía no cuenta con ninguna vivienda adecuada, pero me hallo en condiciones de ofrecerte una renta anual de 500 táleros, además de una dotación de 400 táleros para el establecimiento de tu residencia. Podrás instalarte allí permanentemente y realizar con toda tranquilidad los estudios que te interesan, sin ser molestado por nadie. Y ahora que yo he establecido mi propia residencia en Elsinor, seremos vecinos y no perderé ocasión de ir a visitarte con regularidad, para constatar el progreso de tu trabajo y apoyar tus investigaciones. No porque yo entienda de dichas materias, sino porque yo soy tu rey y tú mi súbdito, miembro de una familia que siempre me ha sido estimada. Es mi deber de soberano promover semejante empresa. Así pues, te ordeno que regreses lo antes posible de Alemania, ese país en el que no eres más que un extranjero, para tomar posesión del bien que te concedo por decreto, honrar a tu patria y atraer a sabios de otras naciones».

Es así como en el mes de agosto de 1576, después de una etapa en Saalfeld, junto al hijo de Erasmus Reinhold, al que compró a precio de oro el manuscrito original de las tablas pruténicas, el joven astrónomo de treinta años volvió al norte, a su isla tan esperada, para construir en ella su Ciudad de las Estrellas.