30 - Un condenado búho ulula demasiado

Había llegado ya el momento de volver a casa. Ivan no había esperado encontrarse la puerta cerrada con llave. Eso era una cosa muy característica de la ciudad, que ya podía haber pasado una guerra, que seguía siendo segura, tanto que la mayoría de la gente raramente cerraba las puertas con llave. Bien, la puerta estaba cerrada, pero la llave estaba colgada en el sitio de siempre, de un clavo.

Ivan abrió la puerta y entró en la sala de estar. Estaba nervioso. Aquel era el lugar en el que había dado inicio su problemática muerte.

Estaba Tanya sola, sentada en la butaca y viendo un vídeo de Madeline, en el que salían un montón de chicas bailando.

—Hola, hijita, ¿cómo estás?

—¡Hola, papi! ¿Dónde estabas?

—Viajando por muchos sitios. Hasta he ido a la costa, a ver a la abuela.

—¿Por qué no me lo has dicho? ¡Yo también quería ir!

—La próxima vez, cuando haga más calor, así podremos bañarnos en la playa. ¿Dónde está mamá?

—Ha ido al centro, a comprar leche y no sé qué más.

—¿Y te ha dejado sola?

—¿Por qué no?

Sí, es verdad, pensó Ivan. ¿Por qué no? Es una ciudad muy segura.

—¿No te cansas de ver siempre el mismo vídeo tantas veces?

—No, pero puedes contarme algún cuento, como hacías antes.

—Está bien, te contaré un cuento pero que es verdad.

—Ay, no, qué rollo, invéntate uno.

—Bueno, pues, un día me fui a los Alpes eslovenos, me subí a la montaña más alta, corté una nube a pedacitos…

—¡Qué cruel!

—No, las nubes no tienen venas, así que no les sale sangre, ¿sabes? Si coges una nube cualquiera, se puede partir en muchas nubes pequeñitas, y mi nube era la más mona. Hablaba austríaco y me contó muchos chistes. Luego me la guardé en una caja de cerillas.

—¿Era una nube chica?

—Sí, era una nube chica muy guapa. Bueno, el caso es que un día abrí la caja de cerillas demasiado, y nuestro gato se lanzó sobre la nube y se la comió.

—Qué horror.

—Así que perseguimos al gato y cuando lo atrapamos lo amordazamos para que pudiera salir la nubecita, pero no resultó. Estábamos muy tristes, pero entonces al gato le pasó una cosa muy rara. Empezó a inflarse y a inflarse hasta que se convirtió en un globo, que salió volando. Intentamos cogerlo, pero no pudimos. Y el globo se hacía cada vez más grande, hasta que se convirtió en una nube con aspecto de gato gris rayado. Era el fantasma de nuestro gato. Luego se puso a llover y todo el paisaje se volvió verde. Las gotas de lluvia rebotaban muy alto después de chocar contra el suelo. Pero es que lo más asombroso de todo era que no eran gotas de lluvia, en realidad, sino unas ranas minúsculas. La ciudad y las montañas de los alrededores se llenaron de ranas diminutas saltarinas. Era muy bonito.

—Pero ¿qué le pasó a la nube?

—Oh, las nubes viven para siempre, una nube se transforma en otra nube, y se quedan flotando en el cielo.

—¿Y qué le pasó al gato?

—Bueno, el gato se convirtió en un fantasma.

—¿Qué es un fantasma?

—Un fantasma es un alma que no necesita cuerpo.

—¿Qué diferencia hay entre un fantasma y un alma?

—No lo sé.

—Tendrías que saberlo.

—Está bien, el alma es lo que de verdad eres tú y que está en tu cuerpo, es lo que te hace vivir, y también es lo que queda de ti cuando te mueres, y que es libre para irse al cielo… o al infierno… El fantasma es lo que queda de ti cuando te mueres, pero cuando no eres libre para abandonar este mundo, o ni siquiera tu propia ciudad. Entonces el fantasma se queda merodeando, por lo general en el desván, y le encanta mover los muebles de un lado para otro.

A Ivan le vino a la memoria de repente su amigo Aldo, y la manía de Aldo de cambiar los muebles de sitio cada vez que lo dejaban solo. ¿Qué le entraba?

—¿Los fantasmas dan miedo?

—En absoluto. La mayoría son unas criaturas hermosas y dulces, que se desplazan con el humo. Solo con ponerte la mano delante de los ojos, se marchan. Lo que pasa es que generalmente no deseas que se marchen.

—¿Hay fantasmas bailarinas?

—Me gustaría ver una. ¿Podrías hacerme una?

—Oh, no, yo no controlo eso. Podría inventarme un cuento en el que viniera una bailarina fantasma y se pusiera a bailar para nosotros.

—No, si es un cuento no me interesa, lo que me gustaría es un fantasma de verdad.

Tanya estaba sentada sobre la rodilla de Ivan, el cual la hacía rebotar arriba y abajo. Ella apoyó la cabeza en el hombro de él. Y él se sintió feliz. Se relajó. Era una sensación maravillosa. Su vida era completa. Ahora sí que tenía todas las comodidades, hasta el último grito, el de un padre con su hijo, carne de su carne, que continuaría su vida pero de una manera mejor, más joven, más feliz. No necesitaría siquiera merodear como un fantasma, podría ser un alma libre.

—Papá, ¿quieres ver mis dibujos?

—Naturalmente.

Le enseñó un dibujo en el que aparecían una multitud de gatos a rayas, tortugas, bailarinas, el maravilloso universo de una niña, lleno de vida y de canciones.

—Son preciosos, dibuja alguno más. Yo mientras iré a registrar el desván.

—¿Para qué? ¿Para ver si hay fantasmas?

—Sí. Y para decirles que se larguen con viento fresco.

—Pero antes dímelo si ves alguno, a mí también me gustaría verlo.

Así que Ivan subió al desván y se preguntó si podría vivir allí. Suponiendo que Selma no llegara a aceptar nunca que estaba vivo, siempre podía quedarse a vivir allí arriba, humildemente, siempre que no armara demasiado alboroto. Podría ser una buena solución. Aún estaba allí la vieja butaca, que acercó a la ventana para poder tener una buena vista de la calle. Y entonces, en una vieja estantería desvencijada, descubrió el abanico de Indira Gandhi. Se lo llevó abajo.

—Mira, Tanya, esto es un regalo muy especial que me hizo una vez una mujer que ahora es el fantasma de la India. Quédatelo, y cuando haga calor tienes que agitarlo delante de la cara, así, ¿lo ves? Te refrescará. Y si se te aparece algún fantasma que te da miedo, no tienes más que darle al abanico y el fantasma se deshará como el humo, y el humo se irá volando por la ventana, hasta el cielo, y luego lloverá.

—¿Lloverán ranas?

—No, solamente lágrimas. Si no, cuando llueva, sal fuera y saca la lengua, ya verás como las gotas son saladas. Y las lágrimas son saladas, eso ya lo sabes.

—Sí, ya lo sé. Por eso me gusta llorar, porque me llevo con la lengua la sal del labio superior.

—¡Eres como una ovejita, hijita mía!

La abrazó y derramó algunas gotas sobre la mejilla de su hija. Ella se las lamió de la mejilla.

—Qué bien, papá. Antes no eras tan bueno.

—Ya lo sé. Por eso nos hacemos mayores, para aprender, para hacernos buenos, para hacer el bien ni que sea por unas horas antes de que llegue el final.

—¿Y por qué lloran los fantasmas en el cielo?

—No lo sé. ¿A lo mejor porque ya no pueden ir en bici nunca más?

—Qué tontería. Si veo uno, le preguntaré por qué llora.

—Volveré alguna tarde y seguiremos hablando. Ahora déjame que vaya a ver qué más cosas hay por ahí arriba.

E Ivan subió por la escalera que rechinaba.

Selma no tardó en regresar. Abrió la puerta y entró las bolsas con la compra. El doctor Rozic entró tras ella.

—¿Sabes qué, mami? Ha venido papá.

—¿De verdad? No me lo creo, se fue muy lejos, no puede ser que haya vuelto tan pronto.

—No te lo creas si no quieres.

—¿Dónde está?

—Arriba en el desván. Está buscando sus mapas del antiguo Egipto. Si nos quedamos calladas, le oirás.

De lo alto de la escalera llegó un ruido de correr muebles.

—Es tan increíble que no se puede expresar con palabras —dijo Rozic.

—¿No me dirás que crees en fantasmas? —dijo Selma.

Se había hecho el silencio.

—Yo sí que creo en los fantasmas —dijo Tanya—. Son almas que no son libres para abandonar este mundo. Me gustaría ver uno.

—De momento es hora de irse a dormir. ¿Quieres que te lea un poquito para que te venga el sueño?

—Sí, por favor.

—Pues ve, cariño, y espérame un poquito viendo la tele o algo, que voy enseguida —dijo Selma, mientras el médico se sentaba en la butaca y se servía un vaso de ginebra.

Ivan bajó las escaleras, que rechinaban, con la intención de marcharse por la ventana de la habitación trasera, pero entonces pensó, bueno, vamos a ver, pongámosle un poco de racionalidad al asunto; estas personas no pueden ser tan supersticiosas como el resto de la gente; al menos un médico y mi esposa deberían aceptarme. Así que entró con paso firme y decidido en la sala de estar y pidió un vaso de ginebra para hacer un brindis.

Al verle, el doctor Rozic boqueó de puro pánico. El vaso y la botella que tenía entre las manos se le cayeron a la alfombra. Y detrás el doctor, llevándose la mano al pecho. La garganta le hacía unos extraños ruidos, como un chisporroteo. Se le escapaba un chorrito de sangre por la comisura de los labios. Estaba muriéndose de un infarto masivo.

Ivan no sabía qué hacer. Se agachó para tomarle el pulso a aquel hombre. No le encontró el pulso. ¿Le hacía un masaje cardíaco? ¿El boca a boca? No, gracias. Ese lado de la medicina nunca lo encontró muy atractivo. Además, ¿qué pensaría el pobre hombre cuando reviviera, si es que lo hacía, y le dijeran que le había besado un fantasma y le había inflado los pulmones soplándole por la boca? Desde luego para los fantasmas sonaba muy apropiado, tal vez fuera la mejor ocupación a la que podían dedicarse. Pero si de entrada la víctima les tenía miedo, una visión así podía resultar fatídica. En cuanto al masaje por bombeo cardíaco, había leído un estudio en el que se afirmaba que los resultados no eran concluyentes. En muchos casos, el corazón del afectado vuelve a reanudar sus funciones después del ataque inicial, y claro, si se ha hecho el bombeo, puede parecer que es esta acción lo que ha causado la recuperación de la funcionalidad del órgano, cuando en realidad había tenido lugar de forma espontánea y probablemente habría sucedido igualmente.

Ivan se quedó mirando unos segundos la gesticulación facial de un hombre agonizante, sin sentir una especial congoja, ni tampoco una sensación de triunfo.

Salió por la puerta despacio y en silencio. Cuando había bajado las escaleras de la entrada y se encontraba en la calle, oyó los gritos de Selma. Bueno, ya había pasado por algo parecido, así que sabría cómo sobrellevarlo. Hasta tenía un Nokia. Ahora podría llamar a un médico, a uno mejor que el de la otra vez, sin duda. Podría avisar a una ambulancia, y a ver si tenía suerte. Oh, por supuesto, yo no tengo por qué quedarme a verlo.

Ivan llegó a la conclusión de que podría ser un poco violento para él volver al desván. Era posible que Selma no le aceptara, por lo que parecía solo eran capaces de aceptarle los niños y las personas muy mayores. A todos los demás les infundía un miedo aterrador. Así que, por consideración, se volvió a su búnker. Estaba cansado, pero como había sido una tarde tan accidentada y emocionante, tardó en venirle el sueño, aunque cuando por fin se quedó dormido, durmió durante dos días enteros.

Al despertar, sintió el peculiar deseo de ver su propia tumba. Con este propósito, pasaría por una tienda en la que seguramente no le reconocería nadie, de entre tantos recién llegados como había, y compraría una pala. Excavaría la tumba para ver qué demonios estaba pasando. ¿Que encontraba un cadáver dentro? Pues entonces es que no soy más que una condenada proyección astral. Pero por supuesto, allí dentro no había ningún cadáver.

Se puso a caminar por el bosque y pasó por delante de la vieja fábrica de ladrillos. Al ver la arcilla, no pudo resistirse a la tentación y se pasó horas modelando su propia imagen con las manos. Hay un cierto estado en que uno se interesa por su aspecto exterior, no tanto por mera vanidad cuanto por llevar a cabo una búsqueda de la propia alma, quién soy, qué sé, qué puedo esperar saber, preguntas que en realidad podrían resumirse en una sola: ¿yo soy? Hasta Rembrandt continuó toda su vida pintando autorretratos, no solo porque no supiera administrarse muy bien el presupuesto (razón por la cual muchas veces no podía permitirse pagar a una modelo), sino porque seguía buscando de una forma conmovedora todo aquello que hubiera de espíritu en su deteriorado rostro. Hay más misterio en las arrugas faciales de Rembrandt que en cien curvas de traseros de Tiziano, y en aquellos momentos para Ivan había más misterio en sus propios labios colgantes que en una docena de muslos como los de Svjetlana.

No necesitaba esperar a que lloviera para lavar sus bustos de arcilla y deformar su imagen estirándola y conferirle un aspecto lloricón. Lo haría ahora mismo, le daría una dimensión espiritual al estilo de El Greco, una melancolía alargada. Debía de ser domingo, pensó, porque no había nadie en la fábrica.

Al llegar a las proximidades del cementerio, comprendió por qué la ciudad estaba desierta. Todo el mundo había ido al funeral del médico. Estaban enterrando al doctor Rozic no muy lejos de la tumba de Ivan. Ivan se acercó, protegido de la multitud por una hilera de coníferas, aunque de todos modos la gente estaba demasiado preocupada como para escrutar los rasgos de nadie. No necesitaba inquietarse de que pudieran reconocerle. Era una multitud muy lacrimógena. Ivan nunca hubiera supuesto que la ciudad fuera tan emotiva y humanitaria. Al doctor Rozic estaban despidiéndole con un funeral al estilo francés. Junto al féretro iban su esposa y sus dos hijos, casi adultos; y les seguía la amante, Selma, e incluso Tanya estaba presente. Tanya no lloraba. Le decía algo a su madre en voz baja, alguna pregunta referente a almas y a fantasmas, imaginó Ivan, y Selma siseó para que callara.

Ivan no podía quejarse. Aquel funeral representaba una sustancial mejora con respecto al suyo. No tenía ningún motivo para odiar ni para envidiar a nadie. Se sentía bien. Respiró hondo, llenándose del aroma a manzanilla, y alegre y desenfadado se dirigió hacia su propia tumba.

La tumba estaba totalmente cubierta, no había ningún hoyo abierto, con un montón de piedrecillas de grava sobre el túmulo. Una fila de flores muy sanas, algunas de cuyas variedades no había visto nunca, delimitaban la parcela. Bueno, él tampoco había sido nunca muy entusiasta de las flores. Ardían varias velas, con la llama vertical. Las llamas no temblaban ni parpadeaban como sucede normalmente en las tumbas de las personas que han muerto desdichadas. Eran muy rectas y tiesas, como la cola de un gato como es debido. La tumba estaba impecable, con aspecto de autosuficiencia; estaba apacible, perfecta, tan perfecta que hubiera deseado estar dentro. La imagen de perfección de su tumba le produjo una conmoción interior. ¿Quién habría vuelto a echar la tierra en la fosa y se habría encargado de mantener la tumba tan pulida? ¿Había vuelto alguien a la tumba para taparla? ¿Había sido Paul? Había echado algunas paladas a la fosa aun antes de salir Ivan de ella. A lo mejor había vuelto para acabar de rellenarla.

Ahora bien, el hecho de que la tumba estuviera tan impoluta, no significaba que Ivan no pudiera excavarla. Ivan volvió hasta la fábrica de ladrillos en busca de una pala, pero por el camino se sintió cansado. Ya no aguantaba tanto como antes. Quizá fuera mejor dejar para más tarde lo de excavar su propia tumba. Si el ataúd estaba vacío, como correspondía, a lo mejor podía ir a tumbarse dentro. Podía abrir otra entrada hasta la fosa, puede que a través de la tumba de su padre. Allí podía vivir modestamente, sin hipotecas. En su propia tumba. Podría dormir sin que le molestara nadie, no encontraría mejor sitio, en completo silencio y en la más absoluta oscuridad. En esta época moderna, en que uno no puede pegar ojo porque siempre hay alguna máquina funcionando o cualquier otra cosa haciendo explosión, el silencio total es más preciado que la felicidad. De vez en cuando, si se cansaba, saldría a darse una vuelta por la ciudad, por la noche, para no asustar a nadie, e iría a beber agua mineral al parque, a disfrutar del sabor a herrumbre y a azufre, su infusión del día del juicio final.

Pero ¿qué pasaría si en lugar de encontrarse con un ataúd vacío, hallaba allí su propio cadáver, en proceso de descomposición? La idea, que al principio desechó como una mera fantasía, le produjo un escalofrío. ¿Y si al final resultaba que estaba muerto y requetemuerto, y todas sus andanzas no eran más que un espasmo nervioso producto de su imaginación, una alucinación tan real que era imposible dudar de ella?

Bah, tonterías, pensó, pero se fue a las fuentes del parque a beber un poco de agua mineral… Estaba caliente y le supo deliciosa. No se había dado cuenta de lo aterido que estaba, así que se echó agua por la cara y se dio masajes en las manos hasta que entró en calor. Cruzó las vías del tren y al llegar a la entrada del búnker se encontró con su vieja gata, la gata azul rusa. La acarició entusiasmado, y la gata lo acompañó al interior del búnker, y mientras él esperaba de pie a que sus ojos se habituaran a la oscuridad, la gata azul le frotó su arqueado lomo contra los tobillos.

Han pasado varios meses, durante los cuales no ha dejado de haber gente que dice haber visto a Ivan Dolinar. Algunos dicen que visita su tumba por las noches, y que allí enciende velas y escarba en el suelo con sus propias manos, y modela bustos con su imagen. Son unos bustos de una expresividad exquisita, por cuyas mejillas caen incluso lágrimas, y que se parecen un poco a Cicerón.

Otros afirman haberle visto tumbado sobre las vías del ferrocarril por la noche y que aun después de pasar el tren mercancías sigue sin moverse, durmiendo apaciblemente. Se le ha visto supuestamente también cerca del búnker. Estos rumores relacionados con el búnker han cobrado fuerza de hecho, por lo que de noche nadie se atreve a acercarse por allí, ni siquiera los amantes, no hay ninguno necesitado de intimidad con tal desesperación. La única persona que dice verle con frecuencia es Tanya. Dice que se presenta al anochecer, y que cada vez le cuenta un cuento diferente, cuentos muy bonitos que hablan de ranas, gatos y serpientes. Según ella, a Ivan le gusta leer Guerra y paz en el original, en el desván, pero la lectura le emociona tanto, que no para de moverse y de cambiar la butaca de posición para estar más cómodo, desplazándola por todo el desván. Y la butaca rechina melodiosamente. Cuando apagan las luces, él trata de asustarla como un fantasma, con todos esos crujidos. A veces se queda a pasar la noche, y entonces hace muy poco ruido y muy bajito. Sí que parece que llueve más cuando él se queda por la noche, pero podría ser que orinara por la ventana, porque le da vergüenza bajar la escalera para utilizar el lavabo de Selma. A Selma no le gustan nada todos esos ruidos que vienen del desván, por lo general la noche de los sábados, y ha puesto la casa en venta, pero no la quiere nadie. No obstante, no hay nadie que haya ido a visitar a los Dolinar y que haya oído los ruidos, por lo que no ha podido confirmarse la historia.

En cuanto a la tumba, cada vez recibe más visitantes, y no solo de Nizograd, sino de lugares tan lejanos como Novi Sad. Parecería como si Ivan empezara a tener seguidores que le rindieran culto… Son personas por lo general muy pálidas, pero con los labios muy rojos, que se acercan a la tumba y mueven los labios. Ahora bien, es difícil decir si rezan o simplemente tiritan de frío.

De día, solo los chicos más valientes se acercan a la entrada del búnker, pero sin seguir más adelante. Dicen que muchas veces huele a humo de puro habano auténtico. Y de hecho es verdad que a veces, a primeras horas de la mañana, sale un humo azul del búnker, muy fino, que se queda flotando en el aire, sedoso. Y si uno aguza los oídos, es posible escuchar un quejumbroso suspiro acompañando al humo, aunque no hay modo de estar seguro, porque hay por allí un maldito búho que tiene la manía de ulular justo en el mismo momento, desde lo alto del roble más majestuoso de la comarca.

F I N