22 - Sobre la decadencia de los buenos modales en los velatorios

Ivan había albergado la esperanza de que el doctor hubiera advertido su respiración superficial y oído sus latidos. Ivan tenía la mirada fija en el techo azul. No podía modificar su centro de atención. El azul latía formando círculos concéntricos fluorescentes, que oscilaban entre el amarillo y el púrpura claro.

Cuando había venido el médico, Ivan había intentado desesperadamente moverse, respirar más hondo, hacer que el corazón le latiera más deprisa y con más fuerza. Cuando la mano del doctor había tocado la suya, Ivan se había sentido aliviado, y cuando el doctor le tocó en la frente, más todavía. Cálido y paternal, aquel tacto afirmaba que estaba en buenas y fuertes manos.

La superficie metálica, fría y lisa del estetoscopio sobre el pecho de Ivan le había hecho cosquillas y había suscitado carcajadas silenciosas en su mente, pero la piel no se le había contraído siquiera, ni se le había movido un solo músculo. A pesar de las exasperadas órdenes de su cerebro para mover la lengua y gritar, los músculos no habían respondido. ¿Habré sufrido un derrame cerebral, quizá?

Los borrosos círculos en el techo seguían latiendo, engullidos por la oscuridad que se extendía. De repente había aparecido la cabeza del médico por entre la confusa bruma azul: una gruesa barbilla sin afeitar, los ojos inyectados en sangre, con grandes bolsas oscuras debajo de los mismos, la nariz roja con unos capilares que se rompían formando diminutos arroyuelos purpúreos que rodeaban unas prominencias grasientas con un minúsculo punto negro en lo alto. Los indiferentes ojos del médico revelaban más su distracción ausente que la objetividad que probablemente deseaban expresar.

¡Solo está fingiendo que me examina los ojos! ¡Solo está dejando pasar el tiempo para que Selma se tranquilice!

La declaración del doctor, «¡Está muerto!», retumbó en la cabeza de Ivan como si su cráneo fuera una gran sala en cuyas paredes rebotaran las ondas sonoras, añadiendo un tono exclamativo extra a la afirmación y distorsionando la cadencia de la pronunciación: «¡Está muerto! ¡Muerto estatatataeetaaaaa! ¡Eeeeessssstaaaaaa mumuer​mumu​esta​mumuer​toto​toooooo esssstaestaestaaa muerrrrrtoooooo!» Podía distinguir los ecos sucesivos descifrándolos como «está muerto-muerto está-está muerto». Pero en ninguna de las permutas era capaz de identificar un cambio de entonación: «¿Está muerto?» Los grotescos mu-mu-mu y to-to-to comenzaron a hacerse dominantes y a metamorfosearse en una risa que subía de frecuencia hasta alcanzar notas más agudas: «hu-hu-hu ho-ho-ho ju-ju-ju jo-jo-jo». El cerebro de Ivan era como un receptor de telecomunicaciones con los altavoces descontrolados, como si estuviera recibiendo un mensaje cósmico de otra galaxia: la galaxia de los MUERTOS.

Y a través de aquellos ecos, había oído a Selma y al doctor jadear con lujuria. Ivan se había sentido humillado por los celos. ¿Cómo se atrevía su mujer a…? ¡En su lecho de muerte! Pero cuando Selma había rechazado los acercamientos más descarados del médico, él se había sentido más indulgente. Al fin y al cabo, que sigan, ¡a quién le importa ya!

Selma y Tanya vinieron a verle.

—Papá está dormido, y ya no volverá a despertar —dijo Selma.

Tanya soltó un chillido.

Ivan se sintió feliz. «¡Mi hija me quiere! ¿Quién lo iba a decir?»

Su entusiasmo se debilitó al pensar, contra su voluntad, que la niña debía de haber chillado por un impulso de pavor, no por el sentimiento de haberle perdido a él. Uno puede sentir la aterradora realidad de la muerte cuando muere una persona allegada, sin necesidad de que sea alguien al que se amaba, sino alguien de quien se está acostumbrado a que forme parte de la propia experiencia. Cuando una parte de tu experiencia desaparece de la vida para, a través de la muerte, convertirse en un objeto (y en último término, en nada), eso lo vives como que esa parte de tu experiencia desaparece también, y que la totalidad de tu experiencia, tu yo, se esfumará en la nada algún día. De modo que era probable que Tanya hubiera gritado por si misma, no por él.

Selma también se había puesto a gritar:

—¡Ivan! ¡Ivan! ¿Por qué nos abandonas?

A lo mejor estoy equivocado. A lo mejor sí que les duele mi pérdida. Ellas están convencidas de que estoy muerto. Pero ¿y si lo estoy? Quizá todo el mundo pasa por esto cuando muere, y siente y piensa hasta que se desintegra. ¿Qué pruebas tengo de estar vivo? Le entró pánico al pensar en ello, aunque su cuerpo siguió mostrando la misma imperturbabilidad.

Mientras Selma y su madre vestían a Ivan, retorciéndole las extremidades, él sufría tremendos dolores, aunque la esponja mojada caliente que le limpió la piel se los alivió. Las cálidas lágrimas derramadas por los ojos de Selma sobre el rostro de Ivan le produjeron estremecimientos de consuelo por todo el cuerpo. Mientras Selma le secaba las lágrimas con sus propios cabellos, Ivan se sintió amado como nunca hasta entonces, y él amó a su vez, y sufría por no poder demostrarlo. Le perdonó el haberse excitado sexualmente por el escarceo con el doctor. ¿Acaso no eran Eros y Thanatos dos caras de la misma moneda? «Tener un orgasmo es morir un poco», y la muerte es un gran orgasmo. El modo de comportarse de Selma era natural. En cuanto a grandes orgasmos se refería, no obstante, a él aún le faltaba encontrar algún tipo de placer en morir, si es que estaba muriéndose.

Su hermano Bruno, que acababa de llegar en un vuelo procedente de Alemania, y su amigo Nenad lo transportaron fuera de la cama. Selma abrió la puerta de golpe, pegándola a la pared, para dejarles paso libre hacia la sala de estar. Ivan juzgó que lo habían soltado encima de una superficie dura, un ataúd, a tenor del golpe que se había dado en los hombros contra la madera, cuyos efluvios podía oler. ¡Abeto! ¿No podía haberle comprado al menos un féretro de madera de roble? Uno de fibra de vidrio o de plástico duro habría sido mucho mejor, porque no se pudrirían. ¡Maldita Selma! Quiere ahorrarse dinero a costa de mi muerte. La cálida sensación del amor se le escapó del cuerpo por la nariz fría y los congelados pelos nasales.

Bruno y Nenad miraban fijamente el lívido cadáver, bostezaban, se iban a la habitación contigua y jugaba al ajedrez, mientras Selma les servía café turco y pastelillos al horno para pasar el velatorio. Los efluvios del café tenían buen olor, un olor que invitaba, a Ivan le habría encantado beber un sorbito. Lo suplicaba a gritos, pero en vano, si bien ello le hizo sentirse un poco más despierto, ni que fuera por la pura y simple frustración de no ver cumplido su desesperado deseo. Los jugadores movían las piezas golpeándolas contra la superficie hueca del tablero, y el ataúd y el cuerpo de Ivan resonaban con los golpes, como si también él estuviera hueco. Los jugadores volvieron a la sala de estar, levantaron el ataúd de la mesa del comedor (una mesa de ping-pong) y lo depositaron sobre dos sillas cerca de la ventana. Bruno y Nenad estuvieron un par de horas jugando a ping-pong. De vez en cuando las pelotas caían dentro del ataúd, dándole a Ivan en la nariz y el lóbulo de la oreja. Le dolía, pero no podía hacer nada. La ventana estaba medio abierta, y el viento mecía las cortinas, que le hacían cosquillas a Ivan en la nariz, en los labios y en la frente, lo cual le ponía frenético, es decir, más de lo que ya estaba. Los hombres jugaban una partida tras otra, sudaban, juraban y discutían por el tanteo.

—Veinte a diecinueve —dijo Bruno.

—¡Qué va! Vamos empatados a veinte —protestó Nenad.

—No, el último punto había sido veinte a dieciocho, ¿o no te acuerdas?, cuando he sacado con efecto de revés y has fallado.

—Eso ha sido el penúltimo punto. Se te va la memoria.

—A ti sí que se te ha ido hace rato, por eso tienes imaginaciones.

—¡Va, repetimos el punto!

—Entonces lo reconoces. Tienes suerte de que me pillas de buen humor, será porque te he destrozado al ajedrez.

—Teníamos que haber jugado según la nueva normativa, a once puntos, y he sido yo el que ha llegado primero a once. Tu juego es tan aburrido que soy incapaz de mantener la concentración hasta veintiuno. Además, usas pelotas de la antigua reglamentación, y no estoy acostumbrado, ¿o no sabes que ahora las pelotas son más grandes y tienen dos milímetros más de diámetro?

—¡Vamos, no me vengas con excusas! Sé buen deportista, demuestra que sabes perder.

Ivan hacía muecas en su ataúd, es decir, mentalmente. Físicamente no podía moverse. ¡Yo estoy muerto y mi hermano está de buen humor!

—Las tres primeras partidas han sido de calentamiento, pero cuando ha valido, te lo he demostrado —dijo Nenad.

—Como te gano tres a dos, tendré la generosidad de dejarte repetir un punto perdido.

Y la pelotita siguió rebotando y los hombres jadeando.

—¡Ha tocado! —gritó Bruno.

—No, no ha tocado.

—Yo lo he visto. Tú estabas por debajo de la mesa y no podías verlo.

—Y tú eres miope.

—Y tu madre también.

—¡Mi madre está muerta y no se la toca!

—No sería el primero.

Ustasha! ¡hijo de puta!

Chetnik!

Los amigos de la infancia experimentaron una regresión a la infancia y se liaron a puñetazos, se partieron los labios el uno al otro, se sacaron a guantazos alguna que otra funda de porcelana de los dientes (bueno, en esto habían conseguido superar las hazañas de la niñez), que luego se pusieron a buscar, tras concederse una tregua momentánea, a cuatro patas por las rendijas del suelo.

Después de encontrar los dientes postizos, ninguno de los cuales había ido a parar a la nariz de Ivan ni se le había colado por el cuello de la camisa, los hombres volvieron a ajustarse las fundas sobre sus emplazamientos de plata solidificada, hicieron chasquear sonoramente la lengua para comprobar los dientes y, reanudando el intercambio de insultos, volvieron a cargar con el ataúd para colocarlo sobre la mesa, pero se les escurrió de las palmas de las manos sudadas y golpeó contra el sofá, sin resquebrajarse. A Ivan le dolía la cabeza de habérsela golpeado contra la madera del ataúd.

Me tratan como a un fardo, pensó Ivan. ¡Y luego hablan de sus madres muertas! ¿No debería ser mi día?

Los jugadores, como si le hubieran oído, se detuvieron para echarle una ojeada.

—Tiene buen aspecto, ¿eh? —dijo Nenad—. No se ha hinchado, ni huele muy mal. Quiero decir peor que de costumbre.

—Estos intelectuales… —dijo Bruno—. Cuando están vivos, parece que estén muertos, y cuando están muertos parecen vivos.

Cuando Selma colocó dos velas encendidas junto a la cabeza de Ivan, este se sintió confortado por las llamas, y también por el cálido aliento de Selma en las mejillas.

Los signos de afecto y de vida parecían tan sencillos que hubiera deseado estar vivo. Ahora sabría cómo disfrutar de los sencillos placeres de la vida. Y sabría amar, también. Y cuando hiciera el amor, dedicaría más tiempo a los preliminares y a los epílogos que al coito mismo.

Notó que le aplicaban una extraña sustancia picante en las ventanas de la nariz y en los oídos. Le lubricaron la cara con algo que olía a muerte y asesinato. Le estaban exterminando todo cuanto de vivo había en él, hasta las bacterias. El pánico y la desesperación le calaron hasta el tuétano, suponiendo que ambos estados de ánimo puedan darse juntos, a pesar de que el pánico es más optimista, como actitud, que la desesperación.

Pronto se habituó a aquellos productos químicos y dejó de percibir su olor. Como uno no puede sentir pánico mucho tiempo, dejó en efecto de sentirlo, y se instalaron en él el cansancio e incluso el aburrimiento. Intoxicado por su respiración superficial, Ivan se sumió en el sopor.

Algo se estrelló contra el suelo, tal vez la taza de café que Bruno acababa de apurar, y el ruido le despertó. Oyó los susurros de Tanya y se preguntó si estaría afligida por él. ¿Le parecería la casa vacía al volver del funeral?

Le sorprendió que el amor de su hija tuviera ahora tanta importancia para él. Pero como se había liberado de las vanidades del mundo, era también libre para reconocer que era el amor lo que le importaba de verdad. Lamentaba que no haber llegado a tener más confianza con su hija, que hablaba en un susurro con Selma como si tuviera miedo a «despertarle», como si pudiera hacer que volviera a vivir… Eso sería más bien aterrador, ¿no? Si a veces ya produce aprensión despertar a una persona que duerme, no digamos despertar a una persona que está muerta.

Entonces Tanya se puso a llorar de una forma tan suave y dulce, que a Ivan le dio un pálpito en el corazón.

La madera crujió en varias frecuencias diferentes. Había mucha gente congregada en la habitación, hablando en susurros. El cuchicheo de las voces aterraba a Ivan, como si las patas de un pulpo gigante estuvieran engulléndole. Algunos susurros no eran tales, dado que hay personas incapaces de no hablar en voz alta.

—¿Cuándo ha muerto? ¿De qué?

—Un ataque al corazón.

—Un derrame cerebral.

—Cirrosis, por lo que he oído.

—Puede ser, bebía demasiado.

—Su padre murió de lo mismo. Eso se lleva en los genes.

—No solo él, el país entero se está muriendo por problemas de hígado. Lo que oyes.

—No, todo es por culpa de la guerra. Demonio, ha muerto más gente por enfermedades relacionadas con el estrés postraumático que por las balas.

—Bobadas. Lo que tenemos todos es estrés pretraumático… El país y todos sus ciudadanos estamos en bancarrota, no vivimos, preocupados por lo que será de nosotros de aquí a dos años. Hay gente que está tan obcecada por las preocupaciones que van en coche y no ven la curva que tienen delante y, ¡zas!, a mejor vida.

—Si hubiera seguido bebiendo slivovitz, aún estaría vivo, estoy seguro. Lo malo del vodka es que te entra y no lo notas, te puedes trincar una botella entera sin vomitar sin notar el menor ardor en la garganta. Con el slivovitz eso no pasa. Cuando bebes slivovitz, te das cuenta que bebes.

—En eso te doy la razón. Después de dos copas te notas el estómago como si tuvieras fuego dentro, y a la tercera vomitas directamente. Es como un control de seguridad infalible que llevara la propia bebida. Dios puso su sabiduría en las ciruelas, así es como cuida de nosotros. No tienes que preocuparte siquiera por controlarte tú. Eh, estupendo, ¿de dónde has sacado eso? Na zdravlye!

Se siguió el sonido de las copas al entrechocarse y de las gargantas al tragar.

—¡Espléndido! Na zdravlye!

A continuación la gente se desplazó hacia el comedor, y el indefinido murmullo reflejó un alivio general al verse apartados del cadáver. Ivan aún podía distinguir algunas palabras sueltas aquí y allá, «vacaciones», «¿a Trieste?», «el Opel Corsa no puede compararse con el Vectra», «Suker habría metido otro gol», «lana», «el índice del mercado negro», «divisa convertible», «chuletas de cerdo húngaras»… Las copas entrechocaban, las ráfagas de aroma de slivovitz pasaban por delante de la nariz de Ivan camino de la ventana, y el vapor de los strudels de nueces se le filtraba a través del algodón en el interior de la nariz, haciendo que la reseca garganta se le llenara de saliva. A Ivan le ofendió que su muerte sirviera de excusa para montar un cóctel al que no le habían invitado.

Pensó que delante de él, por respeto a los muertos, los visitantes no dirían nada vergonzoso (ni sincero) de él. Qué lástima no poder oír lo que piensan de verdad. ¿No es una suerte?, seguía pensando. Después de morir, la mayoría de los hombres no pueden oír a sus esposas e hijos llorar por ellos (fuera por amor o por miedo). Y yo he tenido la oportunidad. Pero no puedo soportar oír que la gente crea que yo era un borracho. Sí, claro que me encantaría tomarme una copa de vino ahora mismo, pero ¿a quién no, en mi lugar? Aunque un trago de coñac estaría mucho mejor, la verdad, porque me noto la lengua pastosa.

Ivan recordó cuando en su niñez se dejaba llevar por la imaginación y pensaba en lo que pasaría si se moría en aquel instante, en cuánto lo sentirían sus amigos. Había llegado a pensar que valía la pena suicidarse solo por suscitar la compasión de sus amigos. La inclinación hacia el suicidio procedía de la vaga impresión de que, después de la muerte, uno puede estar presente entre los amigos que se han reunido para recordarte con dolor. Su pesar podía conducirte de la manera más hermosa hasta la infinidad oceánica. Si uno sabía que los vivos iban a echarle de menos, la vida podía convertirse en algo digno de ser amado, lo mismo que la muerte. Luego, ya un muchacho, Ivan había comprendido que aquellas ideas en torno al suicidio se fundamentaban en una fe errónea. Uno tenía que estar vivo para oír y para creer, no podía experimentarse la propia autopsia.

Pero resultaba que ahora Ivan estaba oyendo las reacciones de la gente ante su muerte. Era fantástico. ¡Valía la pena haber vivido la vida aunque solo fuera por aquel momento! ¿Y qué, si se lo pasaban bien? Mejor eso que ser un aguafiestas.

Las visitas se marcharon, y tras su paso se hizo un macabro silencio. El olor a cera de las velas llenaba la oscuridad. La felicidad de Ivan se redujo al consuelo de haber sido amado, hasta que el consuelo degeneró en melancolía. De la cera que se consumía y del aliento humano que perduraba en la habitación, y quizá también a causa de su estado, le habían salido manchas en la frente y el cuero cabelludo.

Las velas ardían trémulas. Su pantalla visual cambiaba pasando por todos los matices del marrón, los matices de la tierra de la que estaba hecho. Le parecía como si el arte de morir, expresado en terrosas tonalidades pastel, estuviera representándose allí mismo: el polvo volvía al polvo, tal y como visualizaba en aquella imagen anticipadora, bella, confusa y espeluznante. Los marrones adquirían una tonalidad cada vez más terrosa, cada vez menos substancial. Estaba regresando al polvo, que acabaría dispersado por el viento en el horizonte a menos que lo encerraran en un ataúd de calidad.