16 - Ivan lo intenta con la felicidad familiar

Tres meses más tarde, en una calle adoquinada de Osijek, Selma pasaba por delante de la catedral de ladrillo, cubierta de andamios. Los trabajadores estaban enyesándola, rellenando los agujeros de los ladrillos. No dejaba de caer cemento fresco, que se estampaba contra el suelo como granizo. Ella se dirigía hacia el río Drava, pensando si matarse o no. Después de sobrevivir a todos los horrores de Vukovar, acabar con su vida cuando los serbios no lo habían hecho se le antojaba absurdo. Tenía un buen trabajo, en el campo de la restauración arquitectónica, consistente en plantear la manera de reconstruir el ala derruida de un hospital, el tejado de una fábrica, puentes, catedrales. Pero si bien era verdad que podía reparar edificios, no estaba tan segura de poder reparar su propia vida.

—Eh, ¿qué es de tu vida? —oyó una voz familiar a sus espaldas.

Se volvió en redondo y se encontró con Ivan. Estaba en los huesos, y tenía su acicalado pelo oscuro cubierto de canas. Pero sus facciones eran inconfundibles, la frente alta y despejada, los ojos hundidos y separados bajo las cejas, las grandes orejas de soplillo. Parecía un jovenzuelo, la miraba con los ojos desorbitados y expectantes del deseo, del hambre, de la avidez, del amor tal vez.

—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó ella.

—Busco trabajo.

—Ya es tener valor, después de lo que has hecho.

—¿Qué es lo que he hecho?

—No disimules. Tirar bombas, incendiar casas, entregarte al pillaje…

—Puede, pero no porque yo quisiera. Además, también he estado en el ejército croata, y me capturaron los serbios otra vez, y es un milagro que haya sobrevivido. Estaba herido, y me cambiaron por un prisionero de un campo en un canje de soldados.

—Y ahora todo eso te parece una historia conmovedora.

—La verdad siempre es conmovedora.

—Así que ahora quieres vivir como si no hubiera pasado nada. Quieres que los demás lo olvidemos todo.

—¿Y qué, si no?

—Puede que sea fácil para ti, pero para mí no lo es tanto. Estoy embarazada… Tuvo que ser en Vukovar.

—Ah, ¿sí? Creí que le había matado antes de que pudiera hacerlo.

—¿Te lo imaginas? Antes no podía tener hijos, y ahora…

—Casémonos. Yo cuidaré de ti y del bebé.

—Es muy generoso por tu parte. Pero ¿en qué puedes trabajar tú ahora? Tendría que mantenerte yo.

—No, puedo hacer todo tipo de cosas.

—Eres persistente.

—Sí, para variar. Ojalá hubiera sido así cuando éramos estudiantes.

—¿No lo eras? Pero si eras un pelmazo.

—¿Tú lo llamas así? Estuve colado por ti durante años.

—Yo no sé lo que es estar colado, solo sé que tú siempre andabas por ahí, saliendo de detrás de la esquina de una calle, pasando por delante de mi ventana, esperando a la puerta del colegio, en la iglesia, en todas partes.

—¿Y por qué me dabas coba, entonces?

—Resultabas conmovedor, muy necesitado. Detesto a la gente necesitada, y sin embargo siempre quiero ayudarla. No sé, supongo que tanta atención puesta en mí me halagaba, pero también me sentía amenazada.

Entonces se miraron a los ojos, con tranquilidad, y oyeron cómo se resquebrajaba el hielo del río. Pasearon por el malecón del río, viendo cómo los témpanos se subían unos sobre otros, partiéndose, hundiéndose, aflorando de nuevo, desmoronándose, rompiéndose en pedazos, afilados, blancos, irregulares, relucientes al sol como gigantescas espadas de cristal entrechocándose con planchas de mármol. Parecía como si el terreno que pisaban flotara como un iceberg, desplazándose hacia el norte mientras el río permanecía inmóvil.

—¿Tú crees que el hielo viene de Austria? —preguntó Ivan—. Baja flotando hacia Serbia, hacia donde confluyen también las aguas de Bosnia.

—¿Y?

—Estos condenados países están unidos por el agua. La sangre no debería dividirlos. El Papa habló santamente al tocar este punto. En cualquier caso, no voy a ponerme a hablar de mis puntos de vista unionistas, no te preocupes, pero al menos tú y yo deberíamos seguir juntos.

—Eso es lo único que tocó, un punto. Los puntos son poca cosa. ¿No conoces la definición geométrica de punto? Los puntos no añaden nada a lo corpóreo.

Soplaba un viento gélido. Pasaron por delante de un quiosco con postales azules, cigarrillos blancos y una vendedora gris. El viento empujaba a Selma y a Ivan por la espalda, y caminaban sin esfuerzo, con las orejas congeladas rojas y translúcidas que se recortaban contra la luz del sol que se descomponía en gruesos rayos al atravesar las negras ramas de las acacias sin hojas. Se levantaron los cuellos de los abrigos y se metieron en la nube de tabaco de una taberna, donde escucharon tocar czardas y bebieron vino tinto. Al anochecer, bajo el aguanieve, salieron de la taberna, con los labios morados del vino seco, y se apretujaron para hacer frente a las inclemencias, el uno contra el otro, formando una única figura de la resistencia, un hombre y una mujer el uno contra el otro.

Los alquileres en Osijek eran demasiado altos para la nueva pareja. Selma recibió una oferta de empleo en el departamento de planificación urbanística de Nizograd, de modo que se trasladaron allí. El embarazo estaba muy avanzado, y cuando rompió aguas, Ivan llevó a Selma al hospital en un taxi. Selma se pasó dos días quejándose de dolores, pero el bebé no salía, como si intuyera las amenazas que le esperaban en el mundo exterior. El obstetra insistió en la absoluta necesidad de practicar una cesárea. Ivan presenció horrorizado cómo a Selma le cortaban y le abrían la parte inferior del abdomen, y cómo en la abertura resultante se formaba con rapidez un charco de sangre escarlata. Las gordezuelas manos enguantadas del obstetra extrajeron del charco de sangre una pequeña criatura de color rojo-aguamarina, que arrastraba tras ella el cordón umbilical como si fuera una serpiente. Después de cortado el cordón y lavada la criatura, Ivan comprobó que se trataba de un bebé humano. Ivan temblaba de nerviosismo y de ganas de cogerlo, y cuando una enfermera le dejó tener en las manos al bebé, que se puso a llorar, él no podía contener la alegría. La niña le cabía en ambas manos, medía apenas dos palmos, y él se quedó absorto admirando sus diminutos rasgos. Tenía ya las cejas negras, una buena mata de cabello negro, y alargaba unos minúsculos deditos con los que le agarraba la barba. Doblaba y estiraba las piernas dando pataditas, de forma que con la rodilla le golpeó en la mejilla. La patada le produjo un cálido hormigueo. Será de armas tomar, pensó. La pequeña abrió sus brumosos ojos, le miró fijamente y se tranquilizó. Mi cara es la primera que ha visto en su vida, pensó él. ¿Se le habrá quedado grabada? Será mi amiga de por vida.

Le cosieron el abdomen a Selma. Cuando volvió en sí, siguió quejándose de dolor. Ivan la cogía de la mano, horrorizado por todos los sufrimientos por los que ella estaba pasando, y decidió ser un fiel padre de familia. En cuanto vio a su pequeña, a Selma se le iluminó el rostro, y olvidó sus lamentos. Al bullicioso bebé le pusieron Tanya.

A Ivan le encantaba por las noches escuchar la respiración de su hija, los ruidosos sorbidos que hacía al succionar de los pechos de Selma, las risitas que emitía en sueños. ¿Con qué podía soñar un bebé? ¿Con un culito limpio, con un pipí aireado, con un pezón entre sus encías sin dientes? ¿O quizá un bebé resuelve en sueños problemas de matemáticas y capta la diferencia entre la infinidad y la nada?

Al principio el matrimonio se desarrolló con total espontaneidad, en un sentido físico… Se movían por casa todos completamente desnudos, y Selma y él acababan haciendo el amor en los momentos más inesperados. Tanya, con apenas unos meses de vida, tampoco iba a recordarlo después, así que no tenía sentido comportarse con timidez delante de ella. Pero la novedad de la felicidad se pasó pronto. Tanya dormía en medio de la pareja en el lecho marital, y ahora que ya pronunciaba sus primeras palabras e iba adquiriendo conciencia, Ivan y Selma no hacían el amor con tanta frecuencia. Ivan se sentía desplazado por la niña de forma paulatina. La pequeña se subía encima de Selma, mientras él esperaba turno, que muchas veces acababa pasándosele. Selma se quedaba dormida, agotada por el trabajo. Tenía una gran sintonía con Tanya, tanto que mientras le canturreaba para que se durmiera, ella se quedaba dormida casi al mismo tiempo. Ivan se levantaba de la cama, a escuchar la sonata para pulmones grandes y pulmones pequeños, mientras las dos mujeres respiraban al unísono.

Intentó cambiar los pañales de paño, pero su propia torpeza le disgustaba y hacía que se sintiera incómodo manejando el cuerpo de la pequeña. Le gustaba mirarla y jugar con ella una vez limpia. Selma cuidaba del bebé al salir del trabajo, con prontitud y destreza.

La madre de Selma se trasladó a vivir al vecindario, y se ocupaba del bebé durante el día. Le cantaba a la pequeña desafinando, le hacía cosquillas, le hacía muecas, la enjabonaba en la bañera, le aplicaba polvos de talco en el culito, le lavaba los pañales, le preparaba cereales calientes, e incluso la reñía a gritos cuando lo consideraba necesario para la educación del bebé.

Ivan se había hecho un estudio, levantando un par de paredes dentro de la casa, para seguir estudiando filosofía, con la esperanza de terminar por fin su tesis para la facultad. Luego en realidad leía los periódicos deportivos y resolvía crucigramas y problemas de ajedrez. Y tocaba su viejo violín.

Cerraba los ojos e imaginaba que tocaba el Concierto para violín y orquesta de Tchaikovsky en una sala de conciertos, ocasionando desmayos entre el público. Al final del concierto, se producía un momentáneo y arrobado silencio, hasta que el público, incluidos ancianos inválidos de ochenta años y paralíticos en silla de ruedas, se levantaba de un salto aplaudiendo, generando el fragor de un mar tempestuoso rompiendo contra los acantilados. Ivan saludaba con una reverencia y una expresión misericordiosa en el rostro: Poseidón, que había embravecido los mares.

Pero con más frecuencia le sucedía que, al intentar visualizar una escena consoladora de este tipo, Ivan imaginaba un público formado por oficiales retirados y abotargados, jueces de respiración sibilante, arquitectos gays, criminales de guerra alemanes viejos y calvos, y ancianas enjutas, supervivientes todos ellos de tres o cuatro guerras. Aquel público se reía de forma estridente, chillaba y le arrojaban sus dentaduras, sus aparatos para la sordera, sus ojos de cristal, líquido espermicida, huevos de pavo podridos y condones usados. Aquellas ensoñaciones le ponían a Ivan melancólico.

En su hogar se había instalado un matriarcado: esposa, suegra y mocosilla. Adoraba a la mocosilla, pero también le tenía celos de que acaparara toda la atención de la familia, y a él no le prestaran ninguna. Si la pequeña lloraba, las dos mujeres acudían junto a ella al instante. Ivan ya podía desgañitarse pidiendo su café, que nadie iba a hacerle el menor caso. A ambas mujeres las absorbía el cuidado de la niña, empolvarle el culito para que los pañales no le produjeran escoceduras, prepararle manzanilla con miel.

Cuando Selma volvía del trabajo, su primera pregunta no era:

—¿Cómo está mi maridito?

En lugar de eso, se inclinaba sobre el bebé, le hacía cosquillitas en la nariz y emitía sonidos inarticulados propios del afecto y la atención maternales, que sin duda debían motivar un retraso en el aprendizaje por parte del bebé de un lenguaje en particular, pero un inmenso adelanto en el aprendizaje de su vida emocional, indispensable para la comprensión del papel del lenguaje en general. El significado del lenguaje está en el tono y en la modulación, más que en la dicción, y debe así calmar y consolar al bebé.

Ivan contemplaba la escena desde su estudio, feliz de tener una familia tan adorable y disgustado de ser la parte más prescindible de la misma, un zángano. Con el fin de proteger la miel, dos abejas arrastran a un zángano agarrándolo por las alas, lo expulsan de la colmena, y el zángano cae al suelo, donde muere congelado, y las hormigas le arrancan las alas y lo parten en pedazos, para llevárselo a sus dependencias, donde lo almacenan para pasar el invierno.

Avanzada la noche, completamente exhausta por el trabajo, Selma raras veces tenía ganas de amor. Rechazaba con desaire las muestras manuales de afecto por parte de Ivan, diciendo:

—Cariño, por favor, ¡déjame dormir! Mañana tengo que despertarme a las seis.

Y una mañana Selma le dijo:

—¿Sabes qué? Que roncas terriblemente. Me has tenido en vela casi toda la noche. Y para Tanya tampoco es bueno, así que tendrías que dormir solo.

Ivan se mudó al anexo que había construido con sus propias manos tras la muerte de Tito, y donde a partir de entonces dormía en un colchón tirado en el suelo. A veces se iba a dormir primero a la cama familiar, pero siempre acababa en el colchón del suelo. Ahora tenía buenos motivos para sentirse celoso. Tanya tenía más Selma que él, y Selma tenía más Tanya, y aunque había acabado convertido en un padre de familia de verdad, se sentía más solo y desesperado que nunca.

Ivan tenía pesadillas por las noches: le disparaban, mataba a personas ancianas con un cuchillo, los tanques le pasaban por encima, y no podía dormir. Los reconocimientos médicos concluyeron en un dictamen aterrador: arritmia. Le previnieron que podía sufrir un derrame. Ahora Ivan se despertaba en mitad de la noche, soñando que estaba muerto. Se palpaba el pulso en la arteria carótida del cuello. Era irregular, tres latidos rápidos, luego ninguno durante varios segundos seguidos, que le parecían medio minuto. A veces, mientras su hija jugaba con pelotitas tintineantes, el corazón se ponía a latirle con fuerza como si rebotara contra la caja torácica.

Considerando que la causa de la dolencia de Ivan era de naturaleza psicológica, un médico le recetó placebo diciéndole que aquellas pastillas eran un tipo de lipostatina, el fármaco más potente que existía para limpiar las arterias, el último avance de la farmacología suiza.

A Ivan se le puso la piel de color verde oliva. Mientras sus índices metabólicos aumentaban, se sumó el hipertiroidismo a la lista de sus logros. Por mucho que comiera, siempre estaba delgado y nervioso.

Se acostumbró a que médicos y enfermeras le clavaran agujas en las venas, y hasta disfrutaba viendo su sangre carmesí entrando a chorro en los frasquitos. Se habituó a que los médicos lo enchufaran a las máquinas de electrocardiogramas, a que le hicieran cosquillas al atarlo, a los fríos receptores de metal aplicados a la piel, a los dedos enguantados que le metían por el ano y le palpaban con delicadeza la próstata, a orinar y defecar en todo tipo de recipientes de diferentes tamaños. No podía soportar, sin embargo, los finos tubos que le introducían por el orificio del pene hasta los riñones. Las exploraciones médicas resultaron ser aquello que desde buen principio se suponía que eran: un martirio.

Lo cierto es que encontró una cierta dosis de satisfacción en la medicina. Era innegable que se había convertido en un ser complejo y especial. Si no podía ser alguien poderoso, al menos podía ser complicado: una criatura cuyo misterio no había médico capaz de desentrañar. Los médicos sabían muy bien que la hipocondría era una falacia por reducción a una causa simple, una evasión de responsabilidad cuyo diagnóstico estaba tipificado, pero no cabía duda de que, al margen de todo lo demás, él padecía de hipocondría. Los resultados de las pruebas nunca eran satisfactorios del todo, siempre había algo que fallaba: exceso de albúmina en la orina, escasez de glóbulos blancos en la sangre, el pH estomacal demasiado elevado. Por fortuna, el seguro médico del trabajo de su mujer cubría su insaciabilidad médica y farmacéutica.

No había comida en la que Ivan no tuviera que engullir como mínimo cinco pastillas diferentes, con toda su variedad de colores, para mayor satisfacción del cliente.