5 - El formaldehído ayuda a Ivan a superar su miedo a la muerte (de los demás)

Cuando Ivan cumplió diecinueve años, decidió estudiar medicina. De este modo, aunque no estuviera dotado para la carrera militar, la política, el arte o el deporte, podía satisfacer su ambición de poder y distinción siendo médico, el amo del corazón, los genitales y el cerebro de las personas. Ivan se pasó el verano leyendo libros de texto de química y biología, pero luego, el día de los exámenes de ingreso en la facultad de medicina de la Universidad de Zagreb, le entró pánico de que sus conciudadanos, que tendían a establecerse en Zagreb, se enteraran de un hipotético suspenso al ver su nombre en los tablones de la facultad. Así que se lo pensó mejor y fue a examinarse a Novi Sad, ciudad de la provincia autónoma de Vojvodina, en el norte de Serbia.

De camino hacia Novi Sad, para emprender sus estudios, se miró en el fondo de sus hundidos ojos castaños en el espejo del lavabo del tren, se afeitó, se arrancó los pelos que le sobresalían de la nariz, y pensó que tenía aspecto de adulto, de tipo listo. Se echó a dormir en un banco de madera, tumbado de lado, con el suéter y el abrigo puestos. Se despertó con tortícolis y con las costuras del suéter impresas en el rostro, que le producían picazón.

Miró por la ventana, y en la frente notó la vibración del cristal. Su respiración cubría de vaho las imágenes de los llanos campos embarrados y del Danubio de color avellana. Unas casas alargadas y bajas parecían ceder bajo el peso de los rojos tejados enmohecidos. La argamasa que recubría las paredes estaba agrietada; los ladrillos desnudos se erosionaban y deshacían por la lluvia; los gansos corrían por las cunetas; los campesinos se sentaban en bancos delante de sus hogares, bebiendo brandy para desayunar. Las calles se ensanchaban paulatinamente, y los altos y descoloridos bloques de pisos se elevaban solitarios; la ropa húmeda, blanca y rosa, colgaba de los estrechos balcones como banderas de rendición, inmóviles, sin viento. Desalentado por la contemplación de la desolación, Ivan se juró a sí mismo que pediría el traslado de Novi Sad lo antes posible.

En la estación de tren, que apestaba a gasoil y a carne de cerdo asada y cebollas, la gente tenía un aspecto serio y triste. Ivan se dirigió a los lavabos, pero una mujer de la limpieza le impidió el paso, a no ser que le pagara cinco dinares. Él le entregó un billete de mil, ya que no tenía nada más pequeño. Ella no tenía cambio suficiente.

—¿No puede dejarme pasar, igualmente?

—No, las normas son las normas. Cinco dinares.

—Pero no puede obligarme a cumplir esas normas si no tiene cambio.

—Vaya a comprar el periódico y así tendrá suelto.

Intercambiaron unos cuantos gritos, hasta que él cedió y fue a comprar un periódico deportivo. En el mal iluminado retrete, analizó los problemas de ajedrez de la contraportada. Un desagradable olor a jabones industriales y a nitrógeno le llenó la nariz. Al salir se sintió avergonzado: ¿cómo podía haber tratado con rudeza a una persona tan desesperada como para tener que limpiar lavabos?

Cuando llegó a las oficinas de la universidad, habían cerrado, de modo que no pudo obtener aquel día una habitación y llave. Al día siguiente, después de congelarse toda la noche en un banco del parque, Ivan examinó con timidez su futuro dormitorio. Los ladrillos rojos asomaban por entre el enyesado azul como las rodillas de un pobre a través de sus pantalones rotos. Por las ventanas salían papeles volando en zigzag, como octavillas lanzadas desde un avión del ejército victorioso.

Alguien gritó:

—¡Eh! ¿Dónde vas, héroe?

Ivan se volvió en redondo y se quedó parado entre dos edificios paralelos que parecían dos cajas de cerillas aumentadas y puestas en vertical, preguntándose si era posible que le hubiera engañado el eco. De repente las palmas de unas manos le taparon los ojos, y una voz dijo:

—¡Adivina quién soy!

Ivan se volvió de nuevo y vio a un rubicundo desconocido vestido con una pulcra camisa blanca.

—Pero si yo a ti no te conozco.

—¿Y qué, si tú te crees que no me conoces? Me llamo Aldo. ¿Necesitas una taza de café? ¡Entra por la ventana! ¡De un salto!

Ivan así lo hizo. La habitación del interior era pequeña, provista de tres camas, con suelo de parqué y una alfombra gris harapienta.

—No bebo café.

—Vaya un bicho raro, que no bebe café. Pero a ver, ¿qué estudias? Si quieres aprender algo, tienes que fumar y beber café.

—Qué ridiculez. No necesito forzar mi sistema más allá de sus límites con esas sustancias banales que no sirven más que para justificar el propio conformismo, imitando lo que hacen los demás, fumando todo el mundo los mismos cigarrillos, y con los mismos gestos, y con el café tres cuartos de lo mismo.

—Raro pero divertido. Yo te diría que te fijaras bien en esta coincidencia: el mundo estuvo anclado en la Edad Media hasta que la gente empezó a fumar. Fumar les llevó a pensar. Y cuando descubrieron el café, eso ya sí que fue pensar de verdad, se pusieron a inventar cosas a troche y moche. Antes de la llegada del café, la gente empezaba el día bebiendo cerveza o vino. El café les liberó de aquel mal hábito matutino, les despabilaba para todo el día, les estimuló el cerebro. Imagínate de lo que seremos capaces cuando se descubran drogas aún mejores.

—¿Esa es tu teoría?

—Es lo que nos dijo el profesor de economía. Mira, en la universidad aprendes todo tipo de cosas. Te lo pasarás bien, pero prométeme una cosa, aunque solo sea en nombre de nuestra amistad: que ahora mismo vas a tomarte una taza de café turco conmigo.

Aquella teoría cafetera de la Revolución Industrial hizo que Ivan se tomara al desconocido más en serio de lo que en un principio había estado dispuesto a hacer. Después de tomarse el café, que encontró espeso, le quemó la lengua y le supo empalagoso y amargo a la vez, a Ivan le entró sueño y se tumbó en la cama más desvencijada de la habitación, acurrucado como un embrión en un óvulo cortado por la mitad, con la boca medio abierta y los ojos medio cerrados.

Como Ivan fue de los últimos en solicitar habitación, le dieron la peor. A la mañana siguiente contemplaba abatido el dormitorio, en el que se apiñaban cuatro camas y dos grandes armarios.

Alguien llamó a la puerta con los nudillos. Ivan abrió, y entró un joven flaco, alto y amarillo pálido.

—¡Oh! ¡Una cama para mí solo! No tienes ni idea de lo que significa para mí. ¿Qué cama quieres tú?

—A mí me da lo mismo. Todas me parecen igual de horrorosas.

Amarillo se tumbó en una cama del rincón y se quedó dormido al instante. El aire fluía a través de las fosas nasales de Amarillo como si saliera de un fagot, con suavidad, con sutileza, con un ligero ronroneo. Entonces la respiración de Amarillo se paró en seco. Ivan estaba a punto de palparle el pulso porque veía que el pecho de Amarillo no se hinchaba, cuando se produjo algo así como el estallido de una bomba. Amarillo inspiró con tal desesperación, que sonó como el rugido de un león hambriento y el chillido de una cebra moribunda.

Llamaron de nuevo a la puerta. Ivan abrió con cuidado, como si levantara la cubierta de un antiguo libro apocalíptico para echar una ojeada al futuro. Quienquiera que entrara, sería su compañero durante los siguientes nueve meses, día y noche. El que entró fue un estudiante de aspecto robusto llamado Jovo, de pobladas cejas y barba de tres días, y con unas mandíbulas de forma pentagonal. Intercambiaron unas frases a modo de presentación, e Ivan dijo, señalando a Amarillo:

—Ronca.

—¿Y qué? Hasta las mujeres más hermosas roncan.

De pronto un nuevo sonido de animal sacrificado se escapó de la garganta de Amarillo, como si se la abrieran.

—¡Madre mía! —exclamó Jovo—. Va a ser un año difícil. ¿No lo sabías? ¡El año pasado el sesenta por cien de los estudiantes de primer curso suspendió anatomía humana!

Aldo se ofreció a ser el cuarto compañero de habitación. Vestidos con sendos gabanes blancos, Aldo e Ivan entraron en el vestíbulo de la feria internacional alimentaria, Novosadski Sajam, y robaron una gran caja de manzanas rojas, que sacaron pasando por delante de la policía. Ivan deseaba impresionar a su nuevo amigo no arredrándose ante la aventura. Repitieron la operación varias veces, hasta llenar de manzanas el armario del dormitorio.

—Con esto tenemos hasta Navidad —dijo Ivan.

—De sobra —corroboró Aldo.

Obsequiaron con manzanas a sus compañeros de habitación, luego a sus vecinos, que resultaron ser muchos. En veinte minutos habían desaparecido sus reservas para el otoño, al revés que en el milagro del Evangelio, en que cinco panes y dos peces alimentaron a una multitud. En esta ocasión, el alimento en lugar de multiplicarse menguó con rapidez, mientras las multitudes hambrientas, de varias religiones diferentes, levantaban tan alto clamor que no había quien les predicara nada en absoluto.

A continuación, Ivan y Aldo robaron una ristra de salchichas, lo bastante larga como para rodear con ella el dormitorio entero. Ivan gozaba con el sentimiento de camaradería y de envalentonamiento que les infundía el robar juntos.

—Esto es comunismo —dijo Aldo—. Puesto que no recibo la suficiente ayuda financiera, a pesar de ser miembro del Partido y veterano, me veo obligado a corregir este error. La gente tenemos que compensar los descuidos burocráticos.

Bien entrada la noche, después de haber comido una salchicha robada y de haberse explayado con las complejidades del nervus vagus, Jovo abrió la puerta y soltó tal ventosidad explosiva en el pasillo vacío que hizo vibrar los cristales de las ventanas. En cuestión de segundos, se entreabrió una puerta en el otro extremo del largo corredor, y recibió cumplida respuesta, en nada desmerecedora. Como llegó algo atenuada por la lejanía, pareció casi el eco de Jovo, aunque se oyó en toda su potencia.

—¡Buenas noches, hermano!

Los compatriotas salieron al pasillo en ropa interior, se estrecharon la mano y quedaron para cenar otro día judías con tocino.

Resultó que eran de la misma región, de un pueblo serbio cerca de Bihac, en Bosnia.

Por las mañanas, Ivan asistía junto con los demás estudiantes a las prácticas de anatomía, que consistían en rebanar paso a paso a un muerto, desechando la recia piel arrancada con grasa subcutánea amarillenta en los cubos de aluminio dispuestos al lado de la mesa de mármol. Extirpaban músculo a músculo, órgano a órgano, y guardaban las vísceras en un líquido como de escabeche dentro de potes etiquetados en latín. Blanqueaban el esqueleto con ácidos y lo colgaban de un gancho; las corrientes de aire hacían castañetear sus huesos, unidos con alambre. Nada quedaba de aquel hombre que pudiera ser devuelto a la tumba. Aquiles desaprovechó la ocasión de conquistar Troya para enterrar a su amigo Patroclo; ¿cómo podían no sepultar a un muerto, dejarlo sin techo?

Por la tarde, cuando Ivan subía las escaleras que le llevaban a su habitación, tenía que buscar su cama, pues nunca sabía cómo habría arrimado Aldo las camas ni en qué posición las habría dejado. Aldo estaba obsesionado con el diseño interior y por encontrar la ubicación con peor acústica para la cama de Amarillo. Las camas giraban alrededor de la mesa como planetas en torno a una estrella. A Aldo parecían no agotársele las posibilidades de permuta, pero en cambio sentía verdadera desesperación por la falta de aire. Aun cuando la temperatura estuviera bajo cero en el exterior, él se empeñaba en abrir la ventana.

—Puedes comer mierda, pero no puedes respirar mierda —decía.

Los compañeros de habitación se acostumbraron al frío. Los vientos procedentes de Polonia cruzaban Hungría y soplaban directamente a su habitación orientada hacia el nordeste.

Cuando Ivan acababa de estudiar, buscaba la oscuridad más completa, temiendo que hasta los fotones más dispersos pudieran hacerle daño, que pudieran taladrarle el cerebro a través de sus nervios ópticos. Se enrollaba una camiseta alrededor de la cabeza, tapándose los ojos, y se abandonaba a la inestable sensación de flotar en una especie de sueño, sin saber a ciencia cierta si la blancura entretejida de nervios fibrosos y la oquedad purpúrea de venas que flotaban a su alrededor dibujando combinaciones en forma de telaraña eran recuerdos vividos o meras alucinaciones.

Amarillo, cuyas rarezas se expresaban suficientemente durante el sueño, no estaba libre de ellas en estado de vigilia. Con los ojos inyectados en sangre y un ostensible temblor de su labio partido, recitaba a Baudelaire. La cara se le retorcía de ansia, de anhelo, de afán (era capaz de distinguir entre los tres), de deseo, de apetencia, de miedo, de esperanza, de desesperación. La nuez, afilada como un hacha, viajaba a lo largo de su cuello. Sus compañeros de habitación reprimían sus risas ante los recitados de Amarillo y sofocaban su hilaridad en las almohadas de plumón de diferentes aves. Mientras escuchaban Les fleurs du mal, mataban sus risas en el dolor de los ánades sacrificados. Cada vez que un verso les llamaba la atención por su especial sutileza, lo repetían dos octavas por encima de lo normal. A Amarillo no le importaba que a los cerdos no les parecieran comestibles sus margaritas; se sumaba a sus risas, como si Baudelaire acabara resultando en realidad un poeta cómico.

A la librería universitaria se le habían agotado los libros que necesitaba Ivan. Tuvo que pedirle prestado El abdomen a una estudiante de medicina de segundo curso, Selma, de la iglesia calvinista local. Ivan iba a misa todos los domingos por la mañana y esperaba con impaciencia el final de los aburridos sermones para hablar con ella. La muchacha conversaba con él en susurros, y le decía que todas las personas se enamoran dos veces; la primera, durante la juventud, es un ensayo del amor verdadero, que a la mujer le llega pasados los treinta años. Con veintitantos, ella esperaba ya la llegada del amor verdadero. Salía con un estudiante de medicina montenegrino, al que presentó una mañana a Ivan en casa de ella. Ivan se explayó acerca de las virtudes de la sublimación sexual. La energía sexual primaria, al no utilizarse, se transforma en refinadas complejidades espirituales que abonan la imaginación y la creatividad.

—De ahí que si uno quiere ser un gran cirujano, lo mejor es no tener ningún tipo de relación sexual.

El montenegrino alegó que únicamente cuando estás relajado puedes concentrarte como es debido. Y lo dijo mirando a Selma, con la que intercambió una mirada líquida. Ella estaba sentada en una postura dúctil, mostrando la curva de su cintura, la cadera, el muslo, todo ello formando un continuo de un encanto delicioso.

Ivan se marchó, desquiciado.

Pero continuó visitándola. Tenía la habitación en una pequeña casa de color naranja, de la que se desprendía un lánguido olor a tierra húmeda y que estaba ubicada en una estrecha calleja adoquinada. Los adoquines eran tan irregulares que había que tener cuidado al pisar. Ivan y Selma acabaron saltándose la misa y charlando casi todos los domingos por la mañana. Ella le contó a Ivan que había recibido una educación musulmana laica, en Tuzla, y que el calvinismo suponía su primer contacto con la religión. Estaba tumbada en el sofá y le miraba a él con una sinceridad seductora, impregnada de un sarcasmo juguetón y desafiante. Pero enseguida le pareció demasiado directo a ella misma, y se retrajo.

—¿Sabes? Cuando me estiro me baja la presión sanguínea. Eso es porque la presión en las venas depende en gran medida de la gravedad. —Después de extenderse acerca de la fisiología de las venas durante diez minutos, dijo con voz ronca—: Tienes que portarte bien con tus venas. —Y tocándole ligeramente en el dorso de la mano con la punta de las uñas, le hizo prometer que se portaría bien con sus venas.

Selma le dio un voluminoso atlas de anatomía ruso en tres tomos y le dijo que podía consultarle siempre que quisiera, porque a ella le encantaba refrescar sus conocimientos de anatomía. Cuando él se marchaba, y ambos estaban de pie en la puerta, y los pechos de la joven parecían invitarle, ella levantó las piernas, como si bailara, y dijo:

—Levantar las piernas te mantiene tensa la musculatura. Los músculos en movimiento son como un masaje para las venas, que así no se dilatan y no retienen demasiada sangre.

Y el impulso que le había asaltado de abalanzarse sobre ella, de estrecharla entre sus brazos y apretar aquellos pechos contra sus costillas, se disipó. Aquella misma situación se repitió varias veces, los dos de pie el uno frente al otro, incómodos, en un tris de besarse, pero antes de que Ivan fuera capaz de vencer su nerviosismo y su temor ante la poderosa feminidad de Selma, ella se retiraba, y él se volvía a casa maldiciendo su falta de vigor, de seguridad en sí mismo.

Los tres compañeros de habitación que estudiaban medicina tenían ya todos los libros necesarios para la asignatura de anatomía humana, la que más les preocupaba del primer curso. La física y la química orgánica no intimidaban a los compañeros de dormitorio, pero las extensas definiciones latinizadas sí, tanto más cuanto que su profesor ofrecía una figura imponente: alto, provisto de unas mandíbulas poderosas, de una resonante voz de bajo y de un fruncimiento de cejas perpetuo. Además de profesor de anatomía, era cirujano cerebral. Parecía despreciar a todos los estudiantes por igual.

Era serbio de Montenegro. Jovo le dijo a Ivan:

—A ti te suspende, estoy seguro de que les tiene alergia a los croatas. Yo de ti estudiaría en serio.

Las prácticas de anatomía las impartían una docena de profesores ayudantes, que eran los que examinaban también en los seis parciales orales. Radulovic, el profesor titular, les había jurado que a ningún alumno que aprobara los seis exámenes parciales le suspendería en el examen final.

En parte por no haber dispuesto de los libros desde buen principio, en parte por haber pasado demasiado tiempo con Selma, el caso era que Ivan no estaba lo suficientemente preparado para el primer examen. Una profesora ayudante de anatomía le examinó delante de treinta estudiantes. Se le sentó delante de él y, al cruzar sus suaves y bronceadas piernas, se le subió la falda, al tiempo que le hacía una pregunta, principalmente en latín. A fin de exponerle la cuestión con toda claridad, la profesora le cogió la mano en la suya, colocando el dorso de la misma sobre su rodilla desnuda y subiéndosela un poco por la pierna, hacia el borde de la falda, sobre su rizado vello; le hincó sus esmaltadas uñas entre los tendones de la muñeca, le tocó en los diferentes haces de músculos de la palma de la mano con la punta de los dedos, acariciándoselos. Le retuvo la mano sobre el muslo aun en el momento de hacerle una pregunta acerca del codo, mientras se le subía un poco más la falda. Ella le miraba a los ojos sin inmutarse, esperando su contestación. Como no era capaz de recordar los nombres exactos en latín, él vacilaba. Los ojos azules y oscuros de la profesora le escrutaban con firmeza. Trataba de estimular su memoria, pero tenía miedo de no acordarse de las palabras latinas, y así fue. Se inclinó hacia delante para ocultar una erección. En los labios de la profesora se dibujó una leve sonrisa burlona. Notó una contracción en la mano, que seguía en la de la profesora, y se ruborizó. Ella le dijo que estaba suspendido, con total frialdad, sin esperar a que se recuperara.

Había perdido la oportunidad de aprobar la anatomía por la vía más segura, paso a paso. Sus compañeros de habitación aprobaron el primer examen, y a ellos no les dijo que él lo había suspendido.

Cuando Amarillo se ponía a roncar, a altas horas de la noche, Jovo le tiraba El brazo, el libro más pequeño, a las costillas. Si la cosa empeoraba, recurría a Defensa popular (todos seguían un curso de instrucción militar). Solo en los casos más graves le arrojaba La cabeza. Pero cuando ni siquiera eso hacía reaccionar a Amarillo, Jovo le lanzaba el atlas de anatomía ruso, casi quince kilos de papel encuadernado en tapa dura, de una dureza impermeable, como si la información tuviera que quedar protegida tras el Telón de Acero. Cuando el libro de referencia golpeaba a Amarillo, sin duda debía contemplar todos los colores que su hígado era capaz de secretar irradiados como en un planetario. Se le elevaba el cuerpo por encima de la cama, recto, como el de un mago. Se quedaba suspendido en el aire, flotando en la alfombra mágica de su dolor, con los ojos desorbitados y traslúcidos. Volvía a caer con estruendo encima de la cama. Y ya no roncaba, ni refunfuñaba siquiera.

Con el palo de una escoba, Aldo le punzó a Amarillo en las costillas como si fueran brasas apagadas.

—Dios mío, si al menos pudiera saber cuál es su problema… ¡solo por eso dedicaría cinco años de mi vida al estudio de la medicina!

Y entonces Aldo les preguntó a sus compañeros de habitación (Amarillo se había despertado) por qué estudiaban medicina. Amarillo deseaba aliviar las miserias del mundo haciéndose anestesiólogo. Jovo quería ganar dinero. Los motivos de Ivan eran de índole filosófica, como mínimo los expresó en términos de lo más complicado, hasta tal punto que no quedó claro cuáles eran esos motivos. Aldo sostuvo que estudiaban porque eran maníacos sexuales.

—No soy demasiado viejo para estudiar medicina. ¡Pero veintisiete años es ser demasiado viejo! —Se señaló las entradas en la frente—. Además, un ginecólogo calvo parecería una obscenidad. Para eso podría hacerme economista.

—¡Cuánto me gustaría poder ver ahora a mi madre! —gimoteó Aldo la noche siguiente nada más abrir el libro de texto de economía—. ¡Qué no daría yo por poder abrazarla y beber agua fresca de la fuente! Y ya no puedo hacerlo.

Se agarró los cabellos con la intención de mesárselos, pero recordó justo a tiempo que no le quedaba tanto como para malgastarlo. Entonces, pasando de la desesperación a la alegría, dio un salto.

—Aún podría coger el tren de medianoche. No tengo dinero, pero ¿eso qué importa? ¡Me meteré en el lavabo! —Y salió disparado hacia la estación.

Al cabo de dos días, ya de vuelta, dijo:

—La vida es maravillosa. He visto a mi madre. ¡He vuelto a la vida! —Sacó un pedazo de jamón fresco—. Mirad, disfrutemos.

—Yo no como de eso, no puedo. Tiene demasiado colesterol y grasas saturadas.

—Vamos, no te creas todo lo que dicen los médicos. No tienes nada que temer de tu corazón.

—¿Y tú qué sabes?

—Sé que es de los buenos.

Aldo fue partiendo lonchas, reservando aquellas con más magra que grasa para Ivan, y se pusieron a masticar el jamón, acompañándolo con cebolla y pan negro. Ambos se habían vuelto uña y carne, de modo que en momentos de dificultad, Aldo siempre velaba por Ivan.

Como aquella noche, por ejemplo, en que Aldo entró gritando en la habitación sumida en la negrura, donde Ivan estaba durmiendo solo porque los otros dos compañeros de dormitorio habían ido a visitar el hogar familiar.

—¡Ivan! Espero que no venga nadie persiguiéndome. Yo vengo corriendo tan deprisa que no podía ni mirar.

—Pero ¿qué demonios te pasa?

—Escucha. Hoy he conocido a una mujer en el autobús. Hemos quedado en su apartamento. Cuando he ido y he llamado a la puerta, ella ha estado un buen rato sin contestar. Luego ha abierto y jadeaba como si le faltara la respiración, y me ha dicho que estaba sola sin que yo se lo hubiera preguntado. Hemos entrado en el apartamento, y entonces ella ha vuelto hasta la puerta caminando de espaldas, ha cerrado con llave y se la ha guardado en el bolsillo de la falda. Nos hemos puesto hablar, pero había tensión. Era una habitación con muy poca luz, y olía a cera. Se ha oído un crujido en el armario. He ido a abrirlo y me he encontrado con una pierna, de un tono púrpura pálido… yo no sé si viva o muerta, si estaba seccionada del cuerpo o si estaba allí dentro el tipo entero.

—Pero dices que has oído un crujido, el tipo tenía que estar vivo.

—Puede que el cadáver hubiera perdido el equilibrio. Cuando yo he abierto el armario no se ha movido nada. He agarrado a la mujer por el brazo, se lo he retorcido, le he quitado la llave del bolsillo y la he tirado a ella al suelo… y no ha soltado ni el menor gemido. He abierto la puerta del apartamento y he salido pitando, bajando las escaleras de cuatro en cuatro.

Las luces de la habitación estaban apagadas, y la historia resultó convincente en medio de la oscuridad y del silencio que siguió.

—He visto algo sospechoso en el patio… un camino que llevaba hasta una casucha, pero donde hubiera debido estar la puerta estaba tapiado, y olía a cemento fresco. ¿Qué pinta una casa tapiada, sin una sola ventana? Podría haber cámaras de tortura allí dentro. A lo mejor matan a la gente para hacer salchichas.

—Estás paranoico.

—No hace ni una semana que he oído un caso así en Tuzla. Una pareja que mató a un hombre, lo cortaron a pedacitos y lo metieron en un congelador en el sótano. Los seres humanos no sabemos cómo sabe nuestra propia carne. Podrían mezclar carne de persona con carne de caballo y venderla como venado, y ni nos enteraríamos.

—Pero de setenta kilos de cuerpo humano no se saca mucha carne.

—Tengo que comprarme una pistola. ¿Tú tienes?

—No.

—Me parece muy imprudente y muy ingenuo por tu parte. Y por la mía. Casi todo el mundo lleva armas, ahí fuera en la calle, ¿no lo sabías? Y nosotros vamos por ahí como un niño perdido en el bosque. Lo único que llevamos encima es la polla, que no hace más que meternos en líos.