6 - Ivan aplica sus conocimientos acerca del sistema nervioso

Ivan disfrutaba con las rarezas y libertades de Aldo. Este deseaba tener autoridad, se había afiliado al Partido y tenía pensado trabajar para el gobierno. Su afición a las mujeres, no obstante, suponía un serio obstáculo para su carrera. Gustaba de pavonearse de sus aventuras amorosas, que clasificaba por nacionalidades (macedonia, albana, tunecina, eslovena) y de acuerdo con criterios topográficos: debajo de un puente, sobre un puente, en la bodega de vino del alcalde, en la orilla del río resbalándose hacia el Danubio, encima de la Tumba al Soldado Desconocido, en un tren de carga sobre un montón de pimientos picantes. Y aseguraba que él no era nada en comparación con su hermano mayor.

Un día Aldo anunció que seguramente su hermano vendría a visitarles. Aldo se puso a cortar rodajas de salchichón. Lo mismo hizo con el queso, a cuyas rodajas dio forma como de parches de seda y que distribuyó en una gran variedad de formas geométricas. A juzgar por la disposición de la mesa, habría podido creerse que el mismo Euclides en persona iba a ir a visitarle.

Enceraron el suelo de la habitación, hicieron las camas con todo esmero, limpiaron los cristales de las ventanas. Hasta el armario agrietado apareció sanado. Ni siquiera había nubes en el cielo, como si la escoba de Aldo pudiera alcanzar hasta allí arriba. Apenas Aldo había dado los últimos retoques a la cuidada disposición de los alimentos, cuando se oyó una triple y autoritaria llamada a la puerta. Un tipo corpulento vestido con un traje azul de hombre de negocios saludó a los estudiantes con una ligera inclinación, le entregó a Aldo el abrigo y el sombrero y se sentó a comer con entusiasmo y con ojos llorosos. Si el Hermano extendía la palma de la mano izquierda, Aldo le pasaba la pimienta.

—Aldo me ha hablado de vosotros —dijo el Hermano—. Vida de estudiantes… ¡Qué libertad! ¡Qué ingenuidad! Por cierto, en la parada del autobús he conocido a una verdadera monada. Debería haberla traído, nos lo hubiéramos pasado en grande.

Aldo, Jovo e Ivan le miraron con expresión de gratitud, como si él efectivamente les hubiera dado un obsequio.

—Luego nos habríamos relajado todos lo bastante como para poder hablar de temas elevados, pero ahora, con lo calientes que vamos, la cosa no es tan fácil, ¿verdad que no, hermanos?

Gran Hermano se tomó varios minutos para levantarse y estirarse lo suficiente hasta adoptar la postura adecuada para dejarse poner el abrigo que Aldo sostenía entre los dedos índice y pulgar de ambas manos como si temiera profanarlo. El vientre, que le desbordaba por encima del cinturón, contribuía a darle aquel aspecto de político de Belgrado. Aldo cogió una pastilla de mantequilla de un cazo de agua fría en el que había estado nadando entre hojas de parra como un hipopótamo albino entre azucenas, y se puso a darles brillo a los zapatos negros del Hermano hasta que relucieron como los rayos de la luna sobre un lago helado. Aldo, de cuatro patas, estaba exultante, como un perro que alza la vista hacia su amo, a punto de salir de caza. De haber tenido, habría meneado el rabo.

Al caminar por el pasillo, Gran Hermano producía una secuencia de pasos largos que resonaban con firmeza, mientras que Aldo generaba otra secuencia de pasos rápidos y agudos, como si se oyera redoblar un pequeño tambor junto a un gran bombo. El bombo grande marcaba un ritmo amplio, a gran escala, en tanto el tambor pequeño improvisaba, llenaba con imaginación los espacios intermedios con toda una gama de síncopas breves y aceleradas. Aldo conseguía así cubrir en el mismo trayecto al menos tres veces la distancia recorrida por Gran Hermano. Aldo caminaba en torno a Él, ora a la izquierda, ora a la derecha, ya detrás, ya delante, como lo haría un guía turístico, o un guardaespaldas, aunque su aspecto era más bien el de un hijo pequeño que no se aparta de su padre, o el de un sirviente, encargado de comprarle los periódicos vespertinos, los cigarros, las cerillas, los mondadientes.

Después de seguirles durante unos segundos absolutamente fascinado, Ivan se volvió al dormitorio. Jovo y él abrieron sus atlas de anatomía rusos y ascendieron por las colinas y se introdujeron en los valles, los ríos, los bosques, los lagos, los icebergs, los peñascos, los acantilados y las ciénagas del cuerpo humano, pero no encontraron allí el conocimiento carnal. A medianoche, Gran Hermano y Aldo regresaron acompañados de una joven de escaso porte.

—¡Camaradas! Esta es la hermosa doncella para la que yo recitaba poesía. Qué suerte… la he encontrado en el paseo cerca del hotel Palace.

La chica desapareció bajo las sábanas con Gran Hermano. Nadie habría podido asegurar que allí hubiera nada salvo una arruga en las mantas. Aldo apagó la luz, e Ivan se quedó escuchando los sonidos del místico conocimiento de anatomía humana que él no había podido encontrar en los libros. El sueño no visitó ninguna de las camas, a juzgar por los chirridos que emitían todas ellas. Un jadeo entrecruzado se elevaba de la cama del político, un bajo continuo sobre el que se superponía un gorjeo agudo. Más tarde se escucharon sonidos de pájaros mayores.

Por la mañana la joven seguía aún en la cama del político. Ivan se preguntó qué había sido de la promesa, o mejor dicho de la amenaza, de compartir a la chica. Aldo no decía nada, y por una vez no hizo sus ejercicios al levantarse.

Ivan estaba contento por no haberse iniciado en el sexo de una manera sórdida.

—¿Y tu hermano es un político? ¿Todos son así?

—Más o menos —repuso Aldo—. Tienes que andar bien provisto de testosterona si quieres llegar lejos en la política. Y si lo estás, pues entonces no puedes evitarlo, te tiras a quien sea en cualquier sitio.

—No me extraña que nuestro país esté tan jodido. ¿Cómo vas a conseguir hacer nada si tienes la materia gris hecha de esperma?

—Y quién no la tiene.

—Pues yo. Tengo que autodisciplinarme al máximo si quiero ser médico algún día.

Durante la semana que siguió, Ivan fue incapaz de concentrarse. Cada vez que veía pasar una mujer guapa, se ponía melancólico. ¿Por qué le distraía tanto la belleza femenina? Cuánto debía de gustarle el sexo… no tenía acceso a él, y en cambio ejercía un dominio pleno sobre su persona. Decidió sacudirse de encima tal falta de autocontrol: estudiaría con todo su poder de concentración. Se fue al parque, a oxigenarse el cerebro y a estudiar la anatomía del sistema nervioso. Le interesaban en particular determinadas interconexiones entre los nervios, tales como las existentes entre la zona púbica y la cara interna del muslo. Al parecer ambas estaban directamente conectadas, de modo que si uno le tocaba a una mujer en la cara interna del muslo, los genitales femeninos se estimulaban de inmediato en mayor o menor medida, sin que el impulso nervioso tuviera que ascender por médula espinal y volver a bajar hasta la zona púbica. La cara interna del muslo debía constituir una zona erógena muy importante, a juzgar por ello. Él ardía en deseos de poder corroborar esta teoría, pero no tenía novia, y desde luego no podía abordar a la primera mujer que pasara y preguntarle si le gustaría colaborar en un experimento gratificante. ¿Y si se lo pedía a Selma? Al fin y al cabo, ella tenía vena científica, y era muy posible que no le importara experimentar un cierto placer en aras de la ciencia. No, Selma era casi una señora, y además él no podía pedirle una cosa así… ¿O sí que podía?

Siguió paseando por el parque, tratando de obtener placer de la visión de los robles gigantescos. Era amante de la naturaleza, y más amante era aún de la idea de ser amante de la naturaleza, cuando en realidad contemplar los árboles era un poco demasiado relajante, y al cabo del rato, aburrido, aunque en aquellos momentos estaban muy hermosos, con todo aquel herrumbroso follaje. Cuando le entraron ganas de sentarse, no encontró ningún banco libre. Pero eran lo bastante largos como para que, aunque hubiera una persona sentada ni que fuera en el centro mismo, uno pudiera sentarse en uno de los extremos con toda comodidad y dejando al menos un metro de distancia con el desconocido. Se le presentaron varias opciones: sentarse con un héroe de guerra condecorado que roncaba apaciblemente, o con una soldado de afilada nariz que leía las páginas deportivas, o con una madre cuyo pecho azulado estaba alimentando a un rubicundo bebé, o con una joven vestida con tonos pastel que tomaba el sol cerrando los ojos. Con la cabeza inclinada hacia atrás, la larga cabellera castaña colgando con libertad por detrás del respaldo del banco, exponía el rostro al sol. Tenía la piel tersa, la tez maravillosamente limpia. Los labios eran rojos, y él no habría podido asegurar si tal era su tonalidad natural, o si bien el lápiz de labios jugaba un papel importante en su lozanía. Se sentó a su lado y se puso a leer un pasaje que hablaba acerca de cuáles eran los puntos en que los nervios faciales estaban más próximos a la piel, uno a cada lado de la barbilla, en el foramen mental: un pequeño orificio a través del cual aflora un haz de nervios. Si se presionan, afirmaba una nota a pie de página del libro, se percibe dolor. Después, cerca de la prominencia del hueso zigomático y un poco por dentro de este, lo mismo: una pequeñísima abertura, el foramen infraorbital, donde puede oprimirse un nervio que sobresale. Y puede hacerse del mismo modo justo encima de las cejas, en el foramen supraorbital.

Miró de soslayo, por encima del hombro. La joven había abierto el bolso y rebuscaba en él.

—¿Te ha proporcionado placer, el exponer la cara al sol?

—Bueno, sí —dijo ella—. ¿Por qué lo preguntas?

—Para mí sería lógico… no sé, si los nervios faciales son susceptibles de aportar más dolor que casi todos los demás nervios del cuerpo (piensa en los dientes, por ejemplo), del mismo modo deberían ser susceptibles de proporcionar placer. Pero en cambio, ¿quién sabe de nadie que obtenga placer de los dientes? ¿O de la cara, para el caso?

—Me parece que te olvidas de los besos. Los labios están en la cara, y no hay placer más delicioso que besar.

—Se me había pasado del todo por alto.

Ivan prosiguió con su explicación, hablándole de los tres puntos de localización del dolor.

—¿Me dejas echarles un vistazo a tus libros?

Ivan se los entregó.

—¿Cómo eres capaz de leer esto? ¿No te quedas dormido a la primera página?

—Siempre acabas encontrando algo interesante en alguna nota a pie de página, como eso de los puntos del dolor por ejemplo. ¿Te gustaría que te los enseñara?

—Por qué no. ¿Qué tengo que hacer?

—Pues, tenemos que ponernos de pie, uno enfrente del otro, y luego yo presionaré con suavidad esos puntos con el dedo meñique.

—Está bien.

Se colocaron uno delante del otro, y ella cerró los ojos confiada, echando la cabeza hacia atrás y dejando que el pelo le cayera suelto. Volvió a iluminársele el rostro. Sus labios se curvaron dibujando una sonrisa de sutil expectación.

Ivan le palpó con suavidad en la barbilla y, una vez identificada la leve mella, presionó con mesura, ni muy fuerte ni muy flojo.

—¡Au! ¡Ahí duele!

—Bueno, era lo que te decía, ¿no?

—Ya, pero yo no me lo había creído.

—¿Qué pensabas entonces? ¿Que pretendía mentirte?

—Pensaba que ibas a besarme.

Ivan se quedó atónito. Acababa de invitarle a que la besara, ¿lo había oído bien? Se ruborizó. Ella se rio y le tocó la mano con los dedos.

—Si aún quieres enseñarme los demás puntos, hazlo, pero no me aprietes tan fuerte.

Ella volvió a cerrar los ojos. Ivan le cogió la cara entre las palmas de las manos, acercando sus labios a los de ella, y se besaron, lentamente. La chica abrió los ojos. La suavidad de sus labios había dejado una sensación hormigueante en los de él.

Se apartó de forma brusca.

—Espera, ni siquiera sé cómo te llamas.

—¿Es que necesitas saberlo?

—Claro que sí, tonto, si es que vamos a besarnos.

—Ivan. —Él le miraba los labios. Estaban más rojos que antes. Así que no era por el lápiz de labios, sino por la sana circulación sanguínea por lo que los tenía tan rojos.

—Yo me llamo Silvia.

Se acercaron hasta un bar, en el que ambos comieron burek (requesón envuelto en finas capas de pan de masa fermentada con aceite) y cuando oscureció volvieron al parque.

—Me gustan los médicos —dijo ella—. Ayer mismo fui al mío, para una revisión, y me dijo que tengo un cuerpo muy bonito.

—No me cabe duda.

—¿Te gustaría verlo?

Se puso de pie y se desvistió con desenvoltura delante de él. Había salido la luna llena, por lo que pudo distinguir muy bien el contorno de su cuerpo. Ella se dio la vuelta, mostrando la flexibilidad de su cintura y sus pechos pequeños y puntiagudos. Resultaba encantador, ver lo orgullosa que estaba de su propio cuerpo, asombrosamente proporcionado. Él le acarició la cara interna de sus muslos con la punta de los dedos, con toda la delicadeza que pudo. Ella respiró con más sonoridad, lo cual consideró él una confirmación de su teoría. Le asaltó la impresión de haber aferrado el control del tempestuoso mar de los sentidos, por primera vez en toda su vida.

No hicieron el amor, pero sus manos podría decirse que sí.

De vuelta en el dormitorio, Ivan le contó a Aldo lo sucedido aquella tarde.

—No me lo creo. Está bien, déjame que te huela la mano, y así sabré si estás diciéndome la verdad. Sí, ya veo que sí. Estupendo. ¿Por qué no la has traído aquí?

Cuando le contó orgulloso su aventura a Selma, esta le recriminó por haberse comportado de forma inmoral, manipulando las emociones de Silvia, y aduciendo que él no tenía derecho a hacer una cosa así a no ser que la amase.

—Yo no manipulaba sus emociones, sino sus sensaciones, y también las mías por extensión. Fue un encuentro neurológico.

—¿Qué sabrás tú dónde está la línea que separa la sensación de la emoción?

—Se trata de dos fenómenos por completo diferentes.

—No pareces un médico hablando. ¿Acaso no creemos en la unidad de cuerpo y espíritu?

—Yo no sé en lo que creemos… Lo único que sé es que aquí todo el mundo practica el sexo, incluso tú con ese montenegrino, así que, ¿por qué yo no?

—Eso es diferente. Nosotros estamos enamorados —dijo ella.

—¿El amor lo justifica todo?

—Sí —contestó ella.

—Pues entonces también la falta de amor —replicó él.

Ella no supo qué decirle a eso, pero después de aquella conversación lo trató con frialdad durante muchos meses.