24 - Una banda borracha busca el tono adecuado para un canto fúnebre
Ivan oía el incesante siseo del reloj japonés, lento e inexorable. Las velas se habían consumido. La oscuridad le asustaba más aún que cuando era pequeño. A buen seguro habría gritado de haber podido.
No podía ni dormirse ni permanecer despierto. Le parecía que había pensado sobre Dios todo lo que había podido, más allá de sus capacidades incluso, sin provecho alguno para su alma. Pero si Dios existía, el Único tenía que estar satisfecho con su esfuerzo. Las cavilaciones religiosas se desintegraron en una bruma amorfa, en un caos más allá del pensamiento.
Desde las tinieblas se abalanzaban sobre él fieras salvajes. Un leopardo le obligó a refugiarse trepando a un árbol. Un sinnúmero de serpientes sibilantes le persiguieron por la empinada ladera de una colina, mientras él se tropezaba con las piedras. Las serpientes reptaban tras sus talones sin darle cuartel.
Ivan escapó de aquellas pesadillas, pero cayó en otra más profunda. Una luz azulada como la llama de un soldador le iluminaba la mente, y sentía un hormigueo en el cuerpo como si formara parte de un circuito eléctrico. Se estremecía de puro miedo, o soñaba que se estremecía.
Un violento martilleo en la madera despertó a Ivan de sus pesadillas. Estaban clavando la tapa de su ataúd. El golpeteo del martillo, contenido, retronaba allí dentro como si le estuvieran clavando los clavos directamente en los oídos.
Una vez paró el martilleo, oyó sollozar. No estaba seguro de que no se tratara de una nueva pesadilla, y deseó que lo fuera.
Al cabo de un rato tuvo la sensación de ser izado y mecido. Luego lo levantaron formando un ángulo muy inclinado y lo zarandearon con brusquedad. ¡Me están bajando por la escalera!
Un estridente chirrido le indicó que estaban haciendo deslizar el ataúd por el suelo del carruaje fúnebre. Oyó relinchos y el murmullo de una multitud de personas. Los caballos y sus cascos siempre le habían hecho sentirse mal, como si fueran mensajeros de la muerte… y ahora lo eran.
Enseguida todo comenzó a traquetear. El ataúd se levantó un par de centímetros del suelo del carruaje, contra el que volvió a caer con estrépito. Las ruedas aplastaban como piedras de molino la grava del camino, lo que le hizo recordar cuando colocaba piedras de pequeño en las vías del tren para hacer que descarrilara, y el polvillo vítreo que quedaba después de pasar el tren. Le gustaba estrujarse las partículas de piedra más grandes contra la piel hasta hacerse sangre. Ahora él era el pasajero de un vagón descarrilado.
Oyó una banda de instrumentos de metal entremezclando las tonalidades más tristes. Parecía como si tocaran en el sistema dodecafónico, con tantos sonidos superfluos que, errantes y dubitativos, buscaban su hogar perdido. Aquellos tonos nómadas acababan reagrupándose de vez en cuando, despidiendo las armonías más escalofriantes. Luego se retiraban a los recovecos más profundos, vacíos, aspirados y exasperados de los instrumentos, para resurgir en forma de lamentos. Ivan visualizaba los redondos rostros de los músicos, rojos por el vino y por la abstinencia de respiración, con las venas marcándoseles en la frente, en medio de uniformes verdes. El ritmo se rompía y restablecía en una misma respiración, los tonos se separaban los unos de los otros, perdiéndose de vista, para luego volver a encontrarse a toda prisa, a excepción de los que se quedaban por el camino, perdidos para siempre. Una banda de jazz sin pretenderlo.
Orgullosos de la música de metal propia de su tradición germanizada, los viejos checos daban su bendición al deseo de Ivan de que tocaran jazz en su funeral. En las tabernas, Ivan había proclamado en más de una ocasión que deseaba que tocaran jazz en su funeral, y ahí lo tenía, aunque lento, improvisado y meditabundo. ¡Qué bienaventurado! ¡Poder escuchar la música de su propio funeral!
Cuando los músicos hicieron una pausa, él volvió a oír el moliente rechinar de las piedras bajo las ruedas del carruaje. Al son del traqueteo de las ruedas, percibía la madera del exterior y los huesos de su interior. Madera y huesos le estrujaban sin piedad su mortificada carne. En una de las sacudidas, su cuerpo saltó una docena de milímetros del fondo del ataúd y cayó sin trabas mientras el ataúd rebotaba en el fondo del carro.
Cada uno de los lugares por los que pasaba el carruaje, quedaba definitivamente atrás, muerto para él. Solo quedaba de la ciudad, y solo le quedaba de vida, la distancia que le separaba de la sepultura. Habría querido saltar a la calle y encaramarse a los árboles como un niño. Intentaría acabar con aquel estado de histeria ahora que ya no tenía ningún motivo por el que tenerle miedo a la vida. Si lo conseguía, ¿podría gritar? ¿No seguía siendo demasiado retraído como para gritar? ¿No sería hermoso? ¡Gritos saliendo del ataúd! Los supersticiosos corazones de la multitud no lo resistirían.
Se animó un poco al pensar que la procesión tenía que tragarse el polvo de la sucia carretera, y deseó que quienes no estaban presentes en la procesión tragaran aún más polvo. A lo mejor algo de aquel polvo procedía de los cadáveres de las personas que habían muerto hacía miles de años. O hasta de las vivas. Había leído que la mayor parte del polvo de las ciudades procedía de las capas de piel que van desprendiéndoseles a las personas. Le maravillaba en verdad que el polvo acumulado en las viejas Biblias sin leer procediera de los seres humanos. El polvo volvía al libro que tanto lo auguraba.
Cuando el ataúd dejó de sufrir sacudidas, Ivan supuso que el coche fúnebre había llegado a la asfaltada calle Lenin, rebautizada bulevar Tudjman. Se sintió como el pasajero de un barco que pasase de un mar tempestuoso a una bahía encalmada por el vertido de crudo, en que el oleaje queda sofocado, una especie de golfo Pérsico la «serenidad» de cuya región se derramara suavemente en el mar. Ivan dudaba que él tuviera alguna oportunidad de convertirse en un líquido de una negrura uniforme, útil precisamente para aquellas funciones en las que él había fracasado: el trabajo y la movilidad.
Ivan reparó en que tenía la cabeza más cerca de los caballos que los pies. La cabeza entraría la primera en el cementerio, y los pies los últimos, como un corredor que salta sobre la línea de meta.
La sangre se le agolpaba en la cabeza, acumulándosele la presión en las orejas. Vamos cuesta abajo, la cabeza va más baja que los pies, no me había equivocado. A la izquierda está el parque de la escuela. Recordó las peleas sobre la hierba, cuando luchaba por apretarles el cuello a sus contendientes para debilitarlos y que no pudieran recuperarse a tiempo una vez los soltara, de lo contrario eran ellos los que hubieran intentado estrangularle a él.
Estamos pasando por delante del gimnasio. Era un escenario en el que Ivan solía pasarlo mal, contorsionando el cuerpo para formar toda una gama de figuras geométricas sobre los más variados aparatos que parecían heredados de la Santa Inquisición. El profesor de educación física leía con devoción sus manuales de gimnasia antes de ordenarles a los niños que hicieran volteretas, el pino o piruetas en las barras paralelas. Cada uno de aquellos ejercicios conseguía sonsacarles la verdad: que los niños eran unos herejes frente a la Santa Disciplina de la Obediencia.
A la derecha, Ivan visualizaba una larga edificación perteneciente a la fábrica textil: filas y filas de tristes mujeres sentadas detrás de largas máquinas. Ivan solía espiar por la ventana el sobrecalentado sótano de la fábrica, donde se le ofrecía una visión del horror del trabajo comunitario.
El ataúd seguía zarandeándose con regularidad, dando pequeños saltos, mientras las ruedas revestidas de una arandela de hierro rechinaban sobre la calzada adoquinada gris azulada de estilo romano. La iglesia católica se erigía donde comenzaban los adoquines. Ivan solía visitar la guarida de Dios para estremecerse con las sobrecogedoras vibraciones del órgano que sacudían sin piedad columnas y bancos para transmitir la misericordia del Señor, inspiradora de temor.
Una manzana más abajo se alzaba una iglesia ortodoxa pintada de amarillo, donde el día de san Esteban, en el cementerio de la parte de atrás, los ancianos serbios de dientes de plata le dejaban untar pan en la grasa que había goteado de asar el cerdo. Él masticaba despacio el fuerte y salado pan con sangre asada al carbón, saboreando con placer la mezcla del pan y la sangre al deshacérsele en la lengua. En pocos minutos se le revolvía el estómago, y tenía que apoyarse contra la fría pared de la iglesia a vomitar. Al marearse, veía las amarillas nubes pasar veloces por encima del chapitel herrumbroso, de modo que tenía la impresión de que la iglesia se le caía encima y le aplastaba. Sentía vértigos y mareos incluso ahora, metido en el ataúd.
Pero también tenía buenos recuerdos de aquel cementerio. Había un profundo pozo del que manaba un agua más tría que el hielo… Bueno, eso era imposible, pero a él así se lo parecía. El musgo alfombraba los ladrillos, y lejos, muy hondo, se distinguía una negrura líquida con esporádicos reflejos plateados. Ivan dejaba caer el cubo en el agua para que se hundiera hasta el fondo y luego hacía girar la polea hasta que la gruesa soga le subía el cubo fresco al alcance de la mano. Tensa y enrollada, la soga emitía unos ruidos discordantes, como un rechinar de dientes. Ivan sumergía la cara en el agua del cubo y daba tragos de aquel puro frescor, con los ojos abiertos, mientras observaba las vetas de la madera añeja ampliadas, nítidas y muy próximas por electo del medio acuático. A Ivan le entró sed en su ataúd.
La iglesia vacía (en tanto que comunistas, la mayoría de los serbios no deseaban que la iglesia los comprometiera) tenía su olor a madera propio. Si uno cerraba los ojos, le parecía estar en el bosque, y no encerrado en un edificio. Las velas encendidas se doblaban y se deshacían con el calor, como un grupo de ancianos y ancianas demacrados vestidos de blanco derramando lagrimones sobre un suelo nevado. Las llamas, como las lenguas de Pentecostés, lamían el cielo bajo, engullendo su oxígeno y desprendiendo silencio.
A la derecha estaba ahora la biblioteca, una edificación alargada en la que Ivan se había fijado en cierta ocasión en una chica húngara con una boca grande y florida y unos profundos ojos esmeralda. Vivía en un edificio anexo a una desolada iglesia luterana llena de murciélagos, telarañas, ratas y muebles rotos, en medio de una sofocante oscuridad. Su abuelo había sido ministro de la iglesia, pero después de la guerra no se había quedado ningún luterano en la ciudad, salvo él. Para alimentar a su familia durante la hambruna de la postguerra, se había escondido bajo el tejadillo de la torre de la iglesia, donde cazaba las palomas llenas de inmundicia con las manos desnudas. Ella tenía unos labios tan tersos y brillantes, que Ivan casi podía ver su propia imagen reflejada en ellos, trastocada del revés; en cualquier caso aquellos labios a él le habían trastocado el cerebro. Cerca de la biblioteca, a Ivan le había entrado un vehemente deseo de impresionarla. Se subió a la alta tapia que bordeaba la biblioteca y la había recorrido por encima hasta el final, que estaba aún más alto, a dos metros sobre el suelo. Ivan tenía pensado saltar con las manos en los bolsillos y seguir corriendo por la acera. Lo tenía todo calculado a la perfección. De paso iba silbando con indolencia la música de un spaghetti western. No se fijó en una pieza de metal oxidada que sobresalía de la pared de cemento que, como la mayoría de cosas del Socialismo Constructivo, no estaba acabada del todo. Se trastabilló y salió volando. Mientras intentaba sacarse las manos de los bolsillos, no se acordó de equilibrar la posición del cuerpo en el aire. Se dio de cabeza en el suelo. Pero nunca hay que perder la esperanza. Ivan se levantó del suelo de un salto, con las manos todavía en los bolsillos, y siguió corriendo y silbando la misma tonada. Aunque había perdido la oportunidad de demostrar el formidable control que su cerebro ejercía sobre su cuerpo, al menos había dejado bien claro que tenía la cabeza dura.
Al cabo de un mes vio a la chica húngara besándose con un policía que la triplicaba en edad, detrás de una gran haya del parque. El odio de Ivan hacia la policía había comenzado pues muy pronto.
Se preguntó si habría policías en su funeral.
En el ataúd, cesó el traqueteo: asfalto nuevamente. Estamos en la plaza del Mariscal Tito… bueno, ese era su nombre de antes. ¿Cómo la llamaban ahora? No se acordaba, nunca prestó atención a los cambios que hacían los políticos en la nomenclatura.
A la izquierda, Ivan notó la presencia de las oficinas comarcales, cuyos funcionarios bebían turbio café, jugaban a cartas, intercambiaban chismorreos y miraban por la ventana, mientras el público esperaba y tosía en los pasillos de cemento provistos de escupideras, junto a alguna de las cuales solía haber algún viejo fumador tuberculoso dejando caer la saliva amarilla de su agrietada boca.
Ivan visualizó diferentes imágenes: los blancos goterones que caían de los nidos de golondrina del edificio de oficinas; los rostros del pasado que iban y venían; la gente apoyada contra las señales de tráfico con las manos en los bolsillos; los borrachos descarnados, con la bragueta abierta, que caminaban dando tumbos a lo largo de una tapia entonando cancioncillas dedicadas a Tito y al Partido; los asistentes a una boda subiéndose a los carruajes tirados por caballos, con música de acordeón y panderetas, y los robustos caballos que levantaban la cola para dejar caer sus excrementos verdes y humeantes sobre el pavimento, y la novia con la cara roja como un tomate y el novio pálido como la cáscara de un huevo, que eran conducidos al trote para que yacieran y vivieran el uno junto al otro.
Y a mí me llevan al trote también, en un pequeño carruaje, para consumar mi matrimonio con los gusanos y morir.
El coche fúnebre volvía a traquetear, una vez más, sobre adoquines: calle Nikola Tesla. Ivan vio mentalmente la casa azul del jefe de policía, los escalones por los que había caído desnudo. Aún seguía avergonzado. Aunque más debería haberlo estado el policía, presentándose a un cargo político después de haber sido un asesino… Claro que, por otra parte, ¿qué mejor mérito para dedicarse a la política que el haber demostrado que uno está dispuesto a cometer un asesinato?
A la izquierda se extendía un edifico de ladrillo con unas puertas macizas, el cine Primero de Mayo, en el que Ivan había visto su primera película, en la que aparecía un tren negro que avanzaba de frente a toda velocidad y que iba haciéndose cada vez mayor. Ivan había creído que el tren iba a precipitarse sobre el público y a aplastarle, por lo que le entró tal pánico que se salió corriendo del cine. Una vez fuera, se quedó sorprendido al no encontrar el agujero por el que había entrado el tren en el edificio.
Años más tarde se colaba en el cine entrando por el sótano y encaramándose a los montones de leña almacenada. Escondido detrás de la pantalla de lona, veía las imágenes al revés. El portero, un hombre de carácter irritable que encendía un cigarrillo con la colilla del anterior y que estaba más seco que un arenque en sal, le tenía echado el ojo e intentaba pescarlo antes de que él se escapara a la oscuridad del patio de butacas, confundiéndose entre el público.
A continuación estaba el parque, con sus fuentes termales en cuyos baños turcos solía bañarse una vez al mes, sumergiéndose en unas grandes piscinas ovaladas. Ivan metía el pene en los agujeros de los baños, hasta que el agua que salía a borbotones le provocaba un orgasmo vertiginoso. Con los pulgares reblandecidos por el agua, arañaba la pintura de los gruesos cristales de las ventanas para poder mirar luego desde fuera a las bañistas desnudas. Y había muchas mujeres que venían solas a la ciudad para tomar baños minerales con el objetivo de hacer curas contra la infertilidad.
A la izquierda se oyó el rumor del mercado de la ciudad: campesinos y artesanos vendiendo sus animales vivos, pollos, gansos, conejos, pavos, y sus productos, ajos, sandías, calcetines de lana, alfombras, zuecos, cazuelas de metal, chaquetas de piel de carnero. La gente se arremolinaba, examinaba la mercancía, regateaba en voz alta, intercambiaban golpecitos en los hombros, se estrechaban la mano, desdoblaban los billetes, hacían tintinear las monedas.
Ivan se había quedado dormido. Le sobresaltó un estruendo. El carruaje de la funeraria acababa de cruzar las vías del tren, dando cuatro sacudidas. Recordó cuando se le había deformado la rueda de la bicicleta al chocar contra la vía del ferrocarril a gran velocidad, después de bajar lanzado una calle empinada. Él había salido volando y se había pelado los codos, las rodillas, la nariz y la frente.
La banda checa volvía a entonar la música triste del principio, centrándose en capturar la esencia del dolor y dejando de lado todo lo demás. La pesadumbre se apoderó de Ivan, en sustitución del miedo, como si fueran a enterrar a otro, mientras escuchaba los apagados gañidos de las trompetas.
Pero su aflicción tenía más de letargo que de sentimiento. Él ya había agotado su vida emocional. El hecho de no poder volver a sentir la pasión nunca más era un motivo añadido para entristecerse aún más, pero se había quedado en un inalterable estado de melancolía.
Los caballos tiraban del carruaje cuesta arriba, por lo que el futuro cadáver de Ivan se deslizó y dio con los pies en la madera. Cuando las cosas se reequilibraron y la cabeza de Ivan golpeó contra la madera del otro extremo del ataúd, Ivan comprendió que habían llegado a lo alto de la colina. Los frenos chirriaron contra las ruedas, la madera contra el armazón de metal.