27 - Con la tierra en las narices

Cuando Ivan volvió en sí, notó gusto a tierra en la nariz y la boca. La palada de tierra le había caído en la cara justo en el momento en que abría la boca para decir algo.

Quejándose de dolor de cabeza, Ivan trató de salir a rastras del ataúd. Se encaramó sobre el borde y se incorporó, paulatinamente, poniéndose primero de cuatro patas, luego adoptando una posición bípeda de homo erectus. Se subió al ataúd, maldiciendo a su mujer al darse cuenta de que no era de tan mala calidad como había supuesto en un principio. Estaba barnizado, y era muy resbaladizo. Se resbalaba también por la pared de tierra, cayendo una y otra vez en la fosa al intentar salir. Tanteó con las manos el borde de la tumba, hasta que encontró la raíz de un imponente abeto. Ivan se agarró a la raíz y, fortalecido por la actividad física, logró encaramarse y salir, propulsándose con los pies sobre el ataúd.

Con valentía, aunque no con la apostura del valor, se alejó tambaleándose de la tumba en dirección a la ciudad de Nizograd. Después de la oleada de energía emanada de su entusiasmo inicial al comprobar que estaba entre los vivos (aunque rigurosamente hablando más bien estaba entre los muertos, teniendo en cuenta el paisaje circundante repleto de cruces, flores y velas), le asaltó una repentina debilidad, y la posición bípeda se le hizo incómoda. Continuó a cuatro patas sobre el barro hasta la calle principal del cementerio. En el trayecto aplastó varios gusanos y caracoles con las manos y se hizo un corte en la rodilla izquierda con una piedra angulosa de la gravilla. Tenía la boca y la garganta secas. Pero aunque el suelo estaba mojado, no encontró ningún charco. Continuó a gatas hasta la verja del cementerio.

¿Qué hacer? ¿Arrastrarse hasta casa, los dos kilómetros de distancia que lo separaban de ella? Eso superaba sus fuerzas. ¿Y cómo reaccionaría su mujer al verle con vida? ¿Daría crédito a sus ojos, o lo tomaría por un aparecido? Bueno, ¿qué pensaba él? ¿Soy un fantasma? No, a los fantasmas no les cuesta tanto moverse ni desplazarse. Porque si así era como se movían los fantasmas, con tantos dolores, no le recomiendo a nadie el oficio. Pero ya que en el ataúd había redescubierto los valores y el amor familiares, decidió intentar llegar a casa arrastrándose, aunque no pudiera cubrir toda la distancia. No era el momento de dejarse llevar por el pesimismo, eso ya lo había hecho antes, contra viento y marea. Pensó que a partir de aquel momento todo le sería posible, incluso caminar varios kilómetros a gatas.

Se encontró con una casa en construcción con aspecto de búnker, donde dio de manos a boca con una bomba de agua. Bombeó. Cayó el agua, y él se quedó agachado debajo del chorro, mientras con la mano seguía accionando la palanca de la bomba. El agua le cubrió los ojos y le llenó la boca. Bebió. Estaba fría y le hacía daño en los dientes. Hasta el cerebro parecía congelársele, en algún punto lejano, pero se sintió tan bien, tan revigorizado, y tenía tal ansiosa necesidad de beber, que engulló con excesivo afán, el agua le entró en los pulmones y estuvo a punto de ahogarse. Se puso a gruñir, a toser, se notaba enfebrecido. Pero al tocarse la frente, no le pareció que la tuviera más caliente ni más fría que las manos. Cosa que tampoco le tranquilizó, porque recordó que sus manos no podían medir con objetividad la temperatura, puesto que formaban parte del sujeto cuya temperatura medían. Entonces se sorprendió ante el hecho de que su salud hubiera resistido tan bien su muerte.

Poco a poco fue sintiéndose lo suficientemente repuesto como para volver a salir gateando de la casa en forma de búnker. Atravesó un huerto, entre hojas de col. Una suave brisa portadora de la fragancia de las manzanas del suelo le acarició el rostro. ¿Tan avanzada estaba la estación? Comió de las crujientes manzanas sin lavarlas. El estómago le hizo ruido, como si se quejara de tener que volver a trabajar de nuevo.

De detrás de una esquina surgió un joven policía croata con uniforme azul, al que Ivan no había visto nunca. Como las experiencias de Ivan con la policía no habían sido en general buenas, se sobresaltó, y lo que más le sorprendió fue notar como si le hubiera dado un vuelco el corazón. La aparición del policía tuvo un efecto medicinal en Ivan, como una inyección de adrenalina en alguien que ha sido víctima de un paro cardíaco. Ivan se recordó a sí mismo que no tenía motivo alguno para ponerse nervioso, después de haber experimentado la agonía y la muerte de la forma más completa y directa que nadie podría desear.

Al policía, que patrullaba las calles, le llamó la atención el extraño aspecto de Ivan, con el traje, la corbata y el pelo cubiertos de barro. Ivan parecía la representación en arcilla de un ser humano, como un Adán a medio terminar, como si a Dios se le hubiera olvidado insuflarle el aliento del espíritu a la figura de barro.

—¡Alto! —gritó el joven uniformado—. ¿Por qué va usted arrastrándose por el suelo?

—¿Y por qué no? ¿Acaso es ilegal?

—¿Está borracho? ¿Está herido? ¿Le ha atropellado un coche? —El policía parecía dispuesto a ayudar.

A lo mejor podría llevarme a casa. Aunque lo más probable es que me lleve al hospital. No me apetece nada. Así que Ivan le contestó:

—Ninguna de las tres cosas.

—¿Qué hace entonces a estas horas de la noche? ¿Está loco?

—La salud mental es un tema demasiado escurridizo como para ponernos usted y yo a hablar de eso ahora. ¿Qué le parece que hago? Pues irme del cementerio a mi casa andando… en fin, es una manera de hablar.

—Póngase de pie para hablar con un representante de la ley.

—No sabía que representara usted la ley. Está bien, ya me levanto.

—¿Y qué hacía en el cementerio? ¿Robar en las tumbas recientes?

—No, yo era uno de ellos… Me han enterrado vivo por error.

—¿Por error? —dijo el policía, dando un paso atrás para examinar a tan extraño personaje—. ¿Enterrado?

—¿Cómo cree que podría tener este aspecto, si no? —le preguntó Ivan.

—Nos han llegado denuncias de asaltadores de tumbas… y usted está borracho, ¿no?

Ivan se apoyó en la pared de la calle.

—No, estoy desfallecido de estar en el ataúd. Si algún día le entran tentaciones de escapar de todo, por un rato, del ruido, la familia, el trabajo, la política, la policía, etcétera, etcétera, no le recomiendo los ataúdes. Son muy rígidos, mal ventilados, una incomodidad.

—No me parecen tan malos, se está fresco cuando fuera hace calor, y caliente cuando fuera hace frío. No es un mal escondite. Pero entonces, ¿por qué está tan cubierto de barro?

—Supongo que alguien excavó la tumba, abrió la tapa, me hurgó los bolsillos y se fue, sin arrancarme siquiera las muelas de oro de la boca. Ahí sí que he tenido una suerte loca de verdad, me acuerdo que, durante la guerra, todos hacíamos eso.

—No hace más que decir tonterías.

—¿Tonterías? Usted mismo acaba de decir que hay ladrones de tumbas —argumentó Ivan con calma. Por lo general solía mostrarse calmado, gustaba de ponerse a cierta distancia de la vida y de la muerte. Añadió—. No tengo tiempo para estar discutiendo con usted de temas triviales ni silogismos, ya que por lo visto ninguno de los dos es capaz de fundamentarlos. Yo me siento feliz de estar vivo, y me voy a mi casa. Tengo una mujer a la que complacer, una hija a la que educar, música que tocar, Biblias que leer… ¡De hecho tengo un montón de trabajo por delante!

E Ivan hizo ademán de continuar, pero el policía lo agarró por el brazo.

—¡La documentación, por favor!

Ivan se buscó en los bolsillos y encontró tan solo un Nuevo Testamento. Se lo sacó y se lo enseñó al policía.

—Ah, claro, es eso, es usted uno de esos nuevos creyentes, es de esas sectas que dan cobijo a los serbios y les permiten conspirar contra nosotros. Le diré que no es la primera vez que me enfrento a uno de ustedes, matones. ¿Qué estaba haciendo en el cementerio? ¡Vamos, la verdad!

Le plantó la pistola a Ivan en el cuello, le esposó y le registró los bolsillos.

—¿Dónde está su documentación?

—En una pequeña ciudad como esta, no se necesita para ir por la calle. Casi todo el mundo me conoce, al menos de vista. Usted es un recién llegado, ¿no?

—¿Así que va indocumentado? Va contra la ley…

—Los gusanos no te piden el carnet de identidad para hincarte el diente, ¿sabe?

—Hace chistecitos políticos y va indocumentado. ¡Me acompañará a la comisaría!

Agarró a Ivan por los bíceps y lo metió de un empujón en un Volkswagen de la policía. Ivan estaba demasiado débil para oponer resistencia.

El policía llevó a Ivan a través de puertas de cristal, de puertas de madera y finalmente de puertas de metal. Una par de policías jugaban a cartas con las piernas apoyadas sobre la mesa. Cuando entró Ivan, los jugadores soltaron un grito. Se levantaron de la mesa de un salto y se arrojaron por las ventanas de cristal desde el segundo piso.

—Pero ¿qué les ha pasado? —preguntó el joven policía, asustado por la reacción de sus colegas.

—Ya lo ve, ¡me han tomado por un muerto viviente! —dijo Ivan con orgullo.

Los policías gritaban pidiendo socorro desde la acera de la calle.

Su joven compañero salió del edificio corriendo y se los llevó en coche al servicio de urgencias, donde los escayolaron.

Media hora más tarde, el jefe de policía Vukic, somnoliento, frotándose las bolsas de los ojos con los nudillos, se presentaba en la comisaría de policía.

Se quedó atónito ante el aspecto de Ivan, cuyo cabello se le había vuelto completamente blanco durante sus tribulaciones, por lo que sí tenía en verdad algo de fantasma.

—¡Pero si estás muerto! ¡No puedes estar aquí! —dijo Vukic—. ¿Qué diablos está sucediendo?

—A mí me parece que estoy vivo, aunque por supuesto podría equivocarme.

—No puedes estar vivo. En el registro constas como muerto. —Volviéndose hacia el policía joven, que había regresado, Vukic dijo—: Habrá que devolverlo a la tumba. No hay más.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que quiero decir es que su sitio está en el cementerio.

—¿Significa que tenemos que matarle?

—No, no, no podemos matar a un muerto, eso sería algo innecesario. Lo devolveremos donde estaba. Es el procedimiento más correcto, y será fácil, puesto que el papeleo está ya todo hecho. En el registro consta como muerto. ¡Dios, cuánto odio el papeleo!

—¡Pero si yo estoy vivo! —protestó Ivan, al que no le gustaba el cariz de la conversación.

—¡Cierra el pico! —Vukic se restregó las bolsas de los ojos—. Uhm, me estoy volviendo loco. No debería volver a beber ouzo.

—No pueden volver a meterme ahí otra vez —dijo Ivan—. Estoy vivo y quiero seguir estándolo. En realidad, habría que incoar una investigación. Tengo sospechas de que todo esto es una conspiración entre mi esposa y el médico. Y puede que también tú estés involucrado… ¿o no te acuerdas de lo de tu mujer y todo aquello? El médico debió facilitarle a mi mujer algún tipo de fármaco que me produjo una parálisis… y luego extendió el certificado de defunción. Lo sé todo, oí cómo se lo montaban encima de mi certificado de defunción. Quiero una investigación, ahora mismo.

—Aquí no va a haber ninguna investigación. Vamos a devolverte al lugar que te corresponde. Además, no me recuerdes a esa puta.

—Mi mujer no es ninguna puta, puede que tenga sus momentos de debilidad, pero…

—Me refería a mi mujer, imbécil. Y un imbécil de marca mayor, si es que confías en tu mujer.

—¿Por qué no lo decidimos al ajedrez? —propuso Ivan—. Si gano yo, me dejas libre.

—No, no me apetece jugar contigo. Ya te daría yo ajedrez… —Vukic introdujo cierta expresión soez relacionada con introducir.

—Pero si es una tradición antiquísima, jugar al ajedrez con la muerte, ¿no has visto El séptimo sello? ¿No te acuerdas de la escena en que la Muerte engaña al caballero…? Como si se pudiera vencer a la muerte… Bueno, ¡yo la he vencido! ¡Y ahora te voy a vencer a ti! ¡Jajajaja!

Ivan lloraba de risa, las lágrimas le remojaban el barro del labio superior. Con todo aquel barro que le cubría, se acordó de su época de escultor, cuando sus bustos de Julio César se deshacían bajo la lluvia y acababan pareciendo una pandilla de Cicerones.

El jefe Vukic soltó otro juramento.

—No soporto las películas extranjeras. ¿Qué sabrán esos alemanes que nosotros no sepamos?

—La película es sueca.

—Sueca… Ya, no está mal, por lo menos los suecos hacen buena pornografía.

—Es igual, acuérdate de la escena en que el caballero le pregunta a la Muerte: «¿Qué hay después de la muerte?» La Muerte se vuelve lentamente hacia él, se lo queda mirando y dice con calma: «Nada», y se va. ¿No te parece maravilloso?

Ivan se dejaba llevar por la emoción, levantaba la voz, se ponía de pie, representaba la escena. Rebozado en barro, pálido y horripilante, tenía un aspecto ideal para el papel, mucho mejor que cualquier actor de Bergman. En cualquier caso, Ivan actuaba con más sentimiento.

El policía joven, claramente convencido de que tenía una explicación para la extraña conducta del detenido, dijo:

—Jefe, mire lo que llevaba en el bolsillo.

Sacó el Nuevo Testamento lleno de barro, un librito de color negro con las páginas finas y sedosas al tacto, con el filo rojo.

El jefe de policía no lo tocó. Estaba empezando a creer que lo que veía era un aparecido, y que aquello de lo que hablaban los calvinistas y los miembros de todo tipo de otras sectas, la resurrección de los muertos, era exactamente lo que había tenido lugar.

Al ver la lividez del rostro de Vukic, y sintiéndose superior a él por el hecho de ganarle al ajedrez, lo que le hacía no sentirse inferior por ser físicamente más débil, Ivan abordó otra intentona desde un punto de vista nuevo:

—Bueno, si me entierras vivo, volveré a resurgir otra vez, o te rondaré la casa. Ya sabes, tengo algunos contactos con el mundo de los espíritus y, para tu información, te diré que también en este. ¿Has oído hablar de la francmasonería?

Al igual que muchas otras personas que leían la prensa popular nacionalista, Vukic creía que los masones controlaban el mundo y que el Papa, Clinton, Bush, Putin y la mayoría de los gobernantes occidentales eran masones. Se rumoreaba que los masones financiaban a los calvinistas y adventistas de la ciudad para construir nuevas iglesias y reorganizar una federación paneslavista en los Balcanes, en otras palabras, Yugoslavia. La seguridad con que Ivan lanzó sus amenazas no hizo sino confirmar las sospechas de Vukic, quien aún le preguntó con voz entrecortada:

—Dime, ¿de verdad eres masón?

—Sí, de grado treinta. Mi viejo amigo Gorbachov es de grado treinta y uno, el Papa del treinta y tres, y Bobby Fischer del treinta y cuatro —replicó Ivan.

—No puedo dejarte marchar —suspiró el jefe de policía.

—Bueno, en ese caso… —Ivan elevó las manos y se puso a rezar—. Oh, escucha mi plegaria, Alteza Todopoderosa…

—¡Basta! ¡Aquí… aquí… no se permite rezar! —balbuceó el jefe Vukic.

—Te equivocas. No se permitía en el antiguo régimen, pero en el nuevo es incluso recomendable. ¿Has olvidado tus obligaciones? ¿Te has saltado la misa del domingo?

Vukic se acercó a un armario y, con los labios presa de contracciones nerviosas, dio un largo trago de vodka, mientras la nuez se le movía arriba y abajo de forma audible, como un reloj de ajedrez en una partida rápida.

—Aquí no puedes rezar oraciones paganas.

—¿Podría yo también beber un poco de licor? —preguntó Ivan. Después de todo por lo que había pasado, necesitaba un trago bien cargado.

—No, los muertos no beben —dijo Vukic, que sin embargo le pasó la botella a Ivan, como si ya no ejerciera el control sobre su voluntad.

—Bueno, una cosa que sabes. —Ivan rechazó la botella soltando un suspiro—. Era broma. Pero ahora no bromeo. Quítame las esposas. Hazme un pasaporte, tú puedes, ¡y llévame a la estación de Zagreb! Y dame dos mil marcos alemanes para poder ir reunirme con mis hermanos masones en Viena.

Vukic se paseaba de un lado a otro de la habitación, fumando un puro hondureño y sin dejar de mirar a Ivan, que se extendía acerca de los ubicuos poderes de los masones, quienes tenían capacidad para emitir radiaciones dirigidas a la cabeza de Vukic y apoderarse por electromagnetismo de su cerebro a través de sus empastes metálicos… Bobby Fischer, gran especialista en la materia, se encargaría personalmente de convertir a Vukic en un robot. Una vez robot, Vukic se pasaría el resto de la vida limpiando retretes masones en Viena, frotando las baldosas para eliminar el esperma y la orina ceremoniales, a cuatro patas.

Vukic bebió otro trago y se llenó de nuevo el vaso temblándole la mano, hasta que no tardó en perder el conocimiento, por la borrachera y el agotamiento. Ivan se sintió abandonado, habían dejado de escucharle a mitad de conversación. Reparó en que estaba mostrándose muy sociable, no había parado de hablar por el puro deseo de comunicación. Seguramente tendría que volver si quería el pasaporte. Así que salió de la comisaría, pasando por delante del mostrador de recepción tras el que dormía un policía con la cara apoyada de lado sobre la superficie del mostrador y la gorra azul con el emblema escaqueado en rojo y blanco de Croacia junto a la nariz. ¿Qué representaba aquel diseño tan ajedrecístico? Ivan estuvo tentado de coger la gorra, le daría algo de calor ahí fuera, y algo de autoridad también, una autoridad que nunca había tenido, la que emanaba del aparato del estado. En fin, si al menos no tuviera aquel aspecto, tan terroso y cadavérico. ¿Adónde iría ahora? ¿Al hospital popular? Tal vez después de todo no le vendría mal una exploración cardíaca, un electrocardiograma y una prueba del estrés, y ya puestos tampoco un TAC estaría de más. Se preguntaba si le habría quedado algún tipo de lesión cerebral a causa de tanto tiempo de carencia de oxígeno.

Recordó que se había privatizado la sanidad, y que todas aquellas pruebas serían muy caras. Es más, a aquellas horas de la noche no habría médicos en el servicio de urgencias. Era más probable que encontrara algún médico en su casa, practicando el sexo con su mujer. Qué práctico, encontrarse a todas las personas a las que necesitaba en una sola cama. No, no estaba celoso. Podía hacerse pasar por resucitado y abrir una clínica. Aún estaba a tiempo de ser médico, con méritos mucho mayores que un simple título universitario, los que otorgaba el haber superado la muerte. Su hollado certificado de defunción, aunque estuviera rasgado, sería su más imponente diploma. Tal vez pudiera ser un buen ministro de la iglesia, aunque a la gente le podría parecer muy poco original, casi una parodia, el haber muerto y volver a la vida al cabo de tres días. Le pasó un instante por la mente el fantasioso pensamiento de que a lo mejor era Jesús, y se rio. El veinte por ciento de los enajenados se creen Jesús de Nazaret. Un pensamiento así podía significar que efectivamente estaba loco. No obstante, los locos a veces tienen razón. ¿Cuántos locos consiguen levantarse de la tumba después de muertos? Así pues, su reivindicación sería un poco más justificada que la de la media. Aunque si era Jesús, sería un poco tonto. No, imposible, ese no era el caso. Si lo fuera, sería más inteligente, y sería capaz de hablar con Dios, aunque pensándolo mejor, ¿quién podía saber a ciencia cierta que Jesús hacía ese tipo de cosas? ¿Y por qué tendría yo ahora que ser creyente, justamente ahora que ya no necesito la religión?