2 - Ivan adora el aparato del estado
Adorando como adoraba el poder, Ivan estaba preparado para amar al ejército, al Estado y al presidente mismo. A una manzana de casa, delante de un acuartelamiento de tropas, los centinelas se mantenían rígidos en sus garitas. Abrieron un rifle y lo descargaron para dejarle mirar su calle a través del cañón: la calle giraba en el interior, como el tabaco en el papel de liar, y relucía, en miniatura, con un brillo aceitoso, y con las personas colgadas boca abajo como murciélagos enanos en una cueva helada. Los soldados le encasquetaron en la cabeza una gorra de color caqui, con una estrella de metal amarillo y vidrio rojo, llamada partizanka en honor de los partisanos, aunque lo más probable era que ningún partisano de carne y hueso hubiera llevado jamás una gorra tan chic como aquella, producto del Realismo Socialista. La gorra le venía demasiado grande a Ivan y se le hundía sobre la cabeza, a pesar de sus grandes orejas. No era una gorra sostenible. Los soldados le pusieron luego un rifle sobre el hombro derecho. Ivan marchaba con tal odio hacia el enemigo invisible, que al levantar tan alto las piernas y pisar con tal contundencia contra los adoquines, más que un partisano parecía la caricatura de un miembro de las juventudes nacional-socialistas. Desfilaba arrastrando la culata del rifle por el empedrado. Hasta el adusto capitán, con su poblado y estaliniano bigote, se rio. Se subió a Ivan sobre la rodilla izquierda y le hizo brincar arriba y abajo con aplicación paternal, y luego le quitó la gorra y le alisó un mechón rebelde. Era el orgullo el que le había arremolinado los cabellos a Ivan, e imaginó que el capitán debía ser igual que su padre.
El capitán hizo montar a Ivan en su caballo bayo. El problema era que Ivan sufría de fobia hacia los caballos desde que una vez, cuando tenía tres años, se había quedado acorralado en un estrecho callejón por el que tenía que pasar una pareja de caballos que tiraban de un carro de leña. Intentó inmaterializarse contra la pared mientras las enormes bestias avanzaban pateando con furia, haciendo saltar chispas de la piedra bajo sus pezuñas y babeando espuma por el hocico, y sin que el carretero dejara de proferir obscenidades. Para Ivan, aquellos caballos eran elefantes que podían haberle aplastado como a una calabaza. Ahora, cuando el capitán lo dejó caer sobre la parte posterior de la grupa caliente del caballo, Ivan aulló con tal terror que el grupo de soldados se echó a reír. Un excremento rojo en forma de salchicha fue resbalándosele a Ivan pernera abajo de sus remendados pantalones hasta ir a caer en el suelo, certificando que Ivan había comido recientemente sopa de tomate con arroz y morcilla. Al ver los zurullos bermellones humeando sobre los adoquines, en aquella fría tarde de noviembre, la compañía entera acabó por los suelos, algunos de rodillas, otros boca abajo. Se retorcían y reían con estentóreas carcajadas. Pero por encima de todas ellas se oían los llantos de Ivan; a través de sus lágrimas, todo quedó refractado en forma de vivida vergüenza.
Después de aquello, Ivan continuó siendo un gran admirador todavía del poder del Estado, y su deseo era el de dar gloria a Yugoslavia. Con ocasión del día de la República, cada alumno debía colaborar en la decoración de la escuela con una banderola de papel estrellada. Podía adquirirse una de estas banderitas con una moneda de aluminio de dos dinares en la única librería de la ciudad. Ivan y un amigo suyo, Peter (que era el que mejor jugaba a fútbol de la clase, un chico flaco con unas grandes y huesudas rodillas que parecían proporcionarle un mayor equilibrio), quisieron superar en patriotismo yugoslavo a todos los demás. Pero no podían ni convencer a sus madres para que les dieran más dinero con el que comprar varias banderas, ni sustraer monedas de ningún sitio, mucho menos billetes de banco, unos billetes que representaban a obreros musculosos y a campesinas de grandes pechos, y que eran tan vistosos que por sí mismos parecían banderitas de papel. De camino hacia el campo de fútbol, los chicos vieron centenares de banderas de papel colgadas de los cables eléctricos, entre poste y poste de las farolas. Se pasaron la tarde chutando el balón contra los cables. Cada vez que acertaban en el objetivo, dos o tres banderolas caían zigzagueando en el aire hasta el suelo.
Al atardecer tenían unas ochenta banderas cada uno. Peter, para tristeza de Ivan, tenía unas pocas más que él. No obstante, aquella pequeña desigualdad no hizo mella en su amistad. Ivan acompañó a Peter a casa y se pararon en los escalones de la puerta de este a hablar acerca de qué cosa tan formidable era ser libres, gracias a Tito y al Partido. Luego a Peter le supo mal que Ivan tuviera que volverse solo, así que le acompañó hasta casa. Ivan volvió a acompañar a Peter de nuevo, riéndose cada vez que veían una calle sin luz por una farola rota. Así estuvieron paseándose de una casa a otra hasta las dos de la madrugada, hora en que sus madres, que no tenían teléfono, fueron a dar aviso a la comisaría de policía. Para los niños de aquella época, Yugoslavia constituía un Estado policial tan fabulosamente efectivo, que las ciudades eran muy seguras. Era normal estar en la calle hasta medianoche, pero a partir de esa hora algunos padres de constitución nerviosa empezaban a preguntarse dónde estarían sus hijos, preocupados no tanto de que pudiera haberles pasado algo, cuanto de que pudieran haber huido de casa.
Después de recibir sendas azotainas en casa (apenas unos mamporros cordiales, más por la alegría de ver a las respectivas familias de nuevo reunidas que por mor de un verdadero castigo), los chicos estaban impacientes por hacer entrega de las banderas a la maestra, para recabar sus alabanzas.
La maestra entró en la clase, cerrando de un portazo. Se había hecho una permanente rojiza y brillante, que parecía una escultura de bronce recién fabricada. Los alumnos se pusieron en pie para recibirla, prorrumpiendo al unísono: Zdravo, drugarice («Salud, camarada»). Una vez sentados, ella comenzó a hablar:
—En el día de hoy todos deberíamos cantar, porque somos libres, porque tenemos una patria, porque podemos vivir unidos y hermanados, nosotros los eslavos del sur. Nuestros padres y abuelos derramaron su sangre combatiendo a los nazis, ya fueran alemanes, italianos, austríacos, húngaros, búlgaros, rumanos, o ya fueran nazis de nuestra propia casa. —Elevó un grado el timbre de la voz—. Los nacionales fueron los peores nazis de todos: construyeron un campo de concentración, mataron a las mujeres embarazadas, quemaron pueblos enteros; y ahora viven en Alemania, en Argentina, en Estados Unidos, conspirando para destruirnos.
Hizo una pausa mientras escrutaba la clase sumida en el silencio, entornando los ojos hasta formar una línea recta bisecada por su estilizada nariz.
—Pero algunos de ellos siguen viviendo entre nosotros. Muy pronto se dedicarán a colocar bombas para hacer estallar a bebés y ancianos, como hicieron los desalmados alemanes durante la guerra. ¡Tenemos que detenerles antes de que sea demasiado tarde!
Hablaba de nuevo con voz estridente, mientras dos lágrimas le rodaban por las mejillas, dejándole unas marcas oscuras y sinuosas. Se le había formado una mancha de carmín rojo en la comisura de la boca, parecía sangre fresca, y escupía partículas de saliva al hablar como si fuera nieve en polvo.
Les contó entre susurros que de los corazones abiertos de los partisanos y de Tito manaba la sangre y el amor a raudales por todos los buenos yugoslavos, y en particular por los niños.
—¡Y sin embargo…! —gritó—, ¡…hay personas entre nosotros que conspiran contra todo esto! ¡Sí, sí! —y las íes se clavaban en los oídos—. ¡En esta misma clase! Personas que arrancan banderas, que escupen sobre ellas y las pisotean. No tenéis más que acercaros al centro de la ciudad. Los cables que sostenían las banderas parecen las encías de un viejo nonagenario… desnudas, ¡sin sus banderitas! ¿Y por qué?
Entornó de nuevo los ojos y escudriñó a través de la clase, con sus recios puños clavados sobre las caderas. Se había hecho en aquellos instantes tal silencio, que no solo habría podido oírse el vuelo de una mosca, sino que se oyó de hecho.
Ivan y Peter habían superado el estadio de la palidez; la cara se les había puesto verde.
—Sí, los tenemos aquí. A dos de ellos. Dejemos que se entreguen ellos mismos, y podremos ser indulgentes. Pero si no se entregan, ay si no se entregan…
Cogió la larga vara de la clase de geografía que se utilizaba para señalar las diferentes regiones del mundo, Siberia, Madagascar, Tasmania y quizá Tungusia, el llamado con sarcasmo El Dorado de los eslavos (por cuanto gus significa «nalgas» en la mayoría de lenguas eslavas), y la blandió haciéndola silbar en el aire.
Ivan y Peter pensaron que les sacarían al patio, les taparían los ojos con un trapo blanco, les colocarían delante de una pared, y les fusilarían los soldados, disparándoles tres decenas de balas que les desgarrarían el pecho.
Tras una hora de intimidación, Ivan y Peter seguían sin admitir «voluntariamente» su culpabilidad. Cuando el director del colegio, un apasionado apicultor, se presentó en la clase, la maestra se precipitó hacia el banco en el que se sentaban Ivan y Peter, les arrebató las banderolas del cajón del pupitre y sostuvo en alto el multicolor montón de papel. Ivan y Peter intentaron explicar que habían cogido todas aquellas banderas para rendir homenaje al mismo Comunismo al que se les acusaba de subvertir, pero tenían la garganta tan seca que apenas pudieron emitir sonido alguno.
—¡Aquí están! ¡Escoria!, —gritó la maestra con un hilo de saliva colgándole de la barbilla—. No tembléis, cobardes miserables. ¡No pienso tocaros! ¿Para qué mancharme las manos con una inmundicia como vosotros? ¡Por la Madre de Dios! Y… ehm… —Titubeó confusa, pues aquella última exclamación no se correspondía con su selecta jerga.
El bolígrafo perforaba literalmente el papel mientras escribía a toda prisa sus instrucciones personales para que los padres de aquellos traidores reeducaran a sus hijos. Los padres debían firmar aquellas notas, y si Ivan y Peter no las traían firmadas al cabo de dos horas (concedía así un generoso espacio de tiempo para una buena tunda), serían expulsados del colegio. Ivan había falsificado la firma de más de un padre las veces en que sus compañeros se lo habían pedido para hacer novillos, pero en aquellas circunstancias la idea de la falsificación no se le pasó siquiera por la cabeza.
En casa de Ivan, su madre acababa de hacer galletas de miel y tenía los dedos tan pegajosos, que después de leer la nota no pudo desprendérsela de los dedos. Abrió la Biblia y leyó que hay que darle al César lo que es del César, lo cual significaba que había que respetar a los legisladores designados por Dios (Tito, el ateo Partido Comunista, la bandera), y que no hay que escatimarle a tu hijo una buena vara en los riñones.
Fue a buscar un bastón de detrás de un armario. (Había vivido la guerra en medio del hambre y el miedo, y temía al Estado policial. No era su deseo vincularse mucho al Estado, pero tampoco quería ofenderlo. Para ella, la virtud máxima consistía en pasar lo más desapercibido posible. Estaba claro que Ivan había violado este tipo de sentido práctico y que había pedido a gritos atraer la atención hacia él, cosa que estaba obteniendo en aquellos momentos). Ivan trató de escapar corriendo de la habitación, pero se tropezó con el cubo de la basura, tirando al suelo la cabeza de un ganso. Le propinó a Ivan una paliza brutal. Él pensaba que le iba a romper el brazo y las costillas, y así habría sido de no haberse roto primero el bastón, cuya punta astillada saltó volando por la habitación hasta caer en el suelo. Ivan no lloró, de puro orgullo. Un odio ciego a toda forma de autoridad, ya fuera materna o paterna, se le agolpó en la garganta como una flema sanguinolenta. Pero tenía que volver al colegio, porque, por mucho que lo detestara, temía lo que podía pasar si no iba.
Apenas era capaz de caminar, mientras notaba la sal del sudor en las heridas, pero tan pronto como volvió a casa del colegio, su madre volvió a mandarlo a la calle. La vieja radio de madera, cuyo cobertor de paño amarillo oscuro repercutía sobre el altavoz, acababa de anunciar que los soviéticos habían ocupado Budapest. La madre de Ivan era adicta a escuchar precisamente aquel tipo de noticias por la radio, aquellas que la llevaban de inmediato al borde de un ataque de pánico. Se levantó de un salto de la silla y hurgó entre las páginas de una Biblia en checo sobre la alacena. Le dio a Ivan unos billetes grandes como no los había visto hasta entonces, y los envió a él y a Bruno a la tienda con un carrito de madera, que parecía la miniatura de un carruaje de caballos, con el encargo de comprar cincuenta kilos de harina, veinte litros de aceite y cinco kilos de sal, unas provisiones que podían durar varios meses en caso de invasión soviética. Los chicos salieron disparados y llegaron al colmado de la esquina entre los primeros clientes. El empleado de la tienda se rio de Ivan.
—¿Para qué necesitas tanta cantidad?
—Vienen los rusos.
—Los rusos siempre están viniendo, ¿a qué preocuparse? Nosotros ya tenemos a Tito —replicó.
Fuera se había formado en un santiamén una larga cola, formada por decenas de personas muy pálidas que querían comprar todas ellas harina, aceite y sal.
—¿Los rusos nos matarán a todos? —preguntó Bruno.
—Sí, supongo —le contestó Ivan.
Bruno se puso a llorar.
—Si se acercan a nuestra casa, les tenderemos una trampa —dijo Ivan—. Vamos a esconder el aceite, y le diremos a mamá que se había acabado. Seguro que se lo cree, no hay más que ver a toda esa gente, todos quieren aceite. Luego lo rociaremos todo con aceite y gasolina y encenderemos una cerilla, para que los rusos se quemen vivos.
—¿Y nosotros?
—Nosotros nos quemaremos también.
—Yo no quiero quemarme.
—Si vienen los rusos, tendremos que estudiar dieciséis horas al día.
—Bueno, pero eso no está mal, así podremos ser ingenieros de aviones.
—Sí, ingenieros de tractores. Antes me tiro de cabeza al infierno.
En ese momento se oyó la voz de Tito procedente de la esquina de la calle, donde habían instalado unos altavoces. «Hemos vencido a los alemanes, y os venceremos a vosotros, soviéticos, si venís hasta aquí. Tenemos el ejército mejor adiestrado y más disciplinado de Europa. Estamos preparados para luchar hasta el último hombre. ¡Larga vida a Yugoslavia!» Tito se dirigía a los soviéticos en segunda persona, como si pudieran oír su mensaje allí en la calle. Probablemente imaginaba que el país estaba lleno de espías soviéticos, por eso aquella era una manera tan buena como cualquier otra de comunicarse con Moscú.