b) Una muerte sorprendentemente emotiva

La anodina mañana del 4 de mayo de 1980, Ivan cogió el autobús a Zagreb para ir a comprar cañerías de cobre para su casa, pero se encontró con todas las tiendas cerradas. El presidente, que llevaba enfermo mucho tiempo, había muerto a la edad de ochenta y ocho años. Ivan hizo un chiste acerca de la gangrena de Tito: Poco tiempo después de que a Tito le amputaran la pierna izquierda, llega un telegrama desde el infierno que dice: «La pierna ha llegado bien. Por favor envíen el resto. Urgente». Ivan se había guardado el chiste para sí, por temor a que su sentido del humor le enviara a la colonia penitenciaria de la isla Desnuda por segunda vez. Estaba delante de una tienda que importaba artículos de tecnología, cuando oyó la noticia en una radio con el volumen alto. Con los sones del segundo movimiento del Concierto para piano y orquesta número dos de Rachmaninov de fondo, su cabeza navegaba a través de las amplias ondas de la música y la emoción. O bien eran las calles de la ciudad y los tranvías parados los que flotaban a través de su cerebro conmocionado. Sus glándulas lacrimales eran una efusión viva de lágrimas; la nariz y los senos de la nariz se le inundaban en un océano brillante y cálido. Ivan fue dando tumbos hasta la estación de tren para ver llegar el tren azul de Tito que traía el ataúd desde Ljubljana. Las multitudes se apiñaban en tropel, lloraban, se lamentaban, con la piel de gallina en los antebrazos. El padre de la nación había muerto.

Ivan se quedó cerca de la vía, haciéndose espacio con los codos entre un viejo condecorado con medallas y una mujer que olía a ajo y que tenía dientes de plata y unos ojos plateados. A través de las lágrimas, a Ivan todo le parecía plateado. Se sorprendía a sí mismo, tan poco se había comprendido a sí mismo hasta entonces. Siempre había creído que Tito no le podía importar menos, y ahora esto… arrobo, temor reverencial, duelo, un sentimiento solemne de lo trágico.

La mayoría de las tiendas estaban cerradas, pero en el centro de Zagreb, Trg Republike, encontró un quiosco abierto y compró un puro. Era un producto macedonio barato, pero aun así Ivan lo encendió, aspiró con avidez y esperó el familiar picor en la lengua y el infame impacto en los pulmones. Expulsó tanto humo que vio formarse una nube, en el interior de la cual le pareció distinguir al mariscal mismo, inspirando y expeliendo humo como él, y así, en silencio, en armonía, fumaron los dos, y él siguió haciéndolo durante una hora entera. Y cuando se le acabó el puro, se dio cuenta de que tenía las mejillas humedecidas por las lágrimas, porque Tito ya no estaba, ni volvería a estar nunca más. Era el final de una era, el final también de la juventud de Ivan. A partir de entonces caminaría solo, y el país también caminaría solo. ¡Pobre país!

Unos días más tarde, se irritó por haber sentido aflicción. Mientras colocaba ladrillo sobre ladrillo para levantar la pared de un añadido a la casa, se preguntó por qué había derramado lágrimas por aquel presidente que tanto daño le había ocasionado. Se puso rojo como uno de los ladrillos que estaba manipulando. De hecho, entre tanto ladrillo parecía que se le hubiera borrado el rostro. Era como la ropa azul que llevaba estuviera llena de aire, flotando suspendida junto a los ladrillos, debajo de una gorra azul. Ivan debería haberse sentido alegre, pero le daba miedo sentir alegría al final de la era del «culto a la personalidad», como si Tito tuviera poderes sobrenaturales y su sistema de escuchas pudiera acceder hasta el interior de las mentes, grabar los pensamientos, denunciarlos a la policía, como si el mismo Tito pudiera ordenar su tortura, aquí y en el más allá.

Por otra parte, ¿quién podía reemplazar a Tito? Bajo el eslogan «Después de Tito, Tito», los representantes de todas las repúblicas y las regiones autónomas se turnarían en una presidencia rotativa y provisional de un año de duración cada uno, para que la imagen de Tito no tuviera rival.

¿Expondría el Partido a Tito en un mausoleo, como prueba de que Tito estaba muerto? No, ocultarían su cadáver, de modo que nunca pudiera haber una certeza absoluta con respecto de su muerte. Tito acosaría a Ivan y a otros ciudadanos por la noche, en sueños, y durante el día a través de la telaraña del aparato del estado, con su invisible y pegajosa maraña de hilos y amenazas. ¡Qué locura, aquella psicología socialista totalitaria!

A Ivan le entraron ganas de tomarse un trago bien cargado y se dirigió insensiblemente hasta La Bodega, solo para descubrir que Peter se había ido. Hacía varios meses que no le veía, debido a la moda de la construcción. Peter no solo se había enrolado en el ejército, sino que La Bodega había cambiado de manos. El nuevo propietario era Nenad, un tipo que había abandonado sin concluir la carrera la facultad de veterinaria de Belgrado después de haber estudiado en ella diez años. Había remodelado La Bodega como disco bar, con mesas de cristal, solas de imitación de piel y altavoces suspendidos del techo.