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a) Casi todo eslavo del sur quiere tener una casa fortificada con refugio antinuclear

La madre de Ivan, siempre achacosa, se trasladó a la costa a vivir, a una gran casa de ladrillo que Bruno le había hecho construir siguiendo las últimas tendencias de la moda suburbana alemana. De visita en Nizograd, Bruno le hablaba a su hermano Ivan acerca de las maravillas de la costa mientras paseaban por las calles de la ciudad.

—Estamos un poco más arriba de Opatija, y en los días claros se ven las islas de Gres y Losinj. Cuando sopla el viento del sur, huele a cipreses y a mar, y cuando sopla el viento del norte, a pícea y a abeto.

—¿Qué diferencia hay entre una pícea y un abeto?

—A veces te llegan todos los aromas a la vez, mezclándose el aire alpino y el mediterráneo. Desde la terraza puedes contemplar los tejados rojos que llegan hasta el mar azul, celestial… y respirar hondo. Tendrías que venir a vivir con nosotros. Yo estoy pensando en pasar allí todo el tiempo libre.

—¡Demasiado sol! Con el agujero en la capa de ozono, puedes coger cáncer de piel.

—No cuando uno tiene el pelo y los ojos tan oscuros como tú.

—Gracias por ver negro mi pelo gris.

—Lo que cuenta es que era negro cuando eras más joven, eso significa que tienes la pigmentación oscura. Además, hay playas topless para ir a bañarte y tomar el sol.

Pero la imagen de una playa, con sus guijarros y rocas, le produjo escalofríos a Ivan al recordarle la isla Desnuda, y en seguida notó como si la piel se le quemara, se le pelara y le ardiera.

—Solo pensar en tumbarme encima de una toalla a freírme al sol y quedarme ciego por el calor deslumbrador me pongo enfermo. Solo falta que además haya tías que me pongan caliente sin necesidad, vaya una situación. No, gracias.

—No pensarías igual si vivieras en Alemania, con el sol siempre tapado.

—Bueno, pues mira al horizonte. Además, ¿quién te mandaba?

Habían subido a lo alto de la colina que dominaba el cementerio de la ciudad y ambos jadeaban. El sol se ponía ya, y la oscuridad se había ido apoderando del valle en el que se extendía la población. Solo los chapiteles del castillo y de la iglesia seguían recibiendo las lengüetadas de los rayos dorados. A los pies de los dos hermanos palpitaba una multitud de velas, unas con mayor brillo, otras con menos, y una luz anaranjada y trémula parpadeaba por encima de una inscripción plateada sobre una lápida negra y brillante: Milan Dolinar.

Bruno sorbió ruidosamente por la nariz.

—¿Te ha dado un ataque de alergia? Ya ves, tenemos una vegetación pujante.

—Ehm, Ivan, yo no llegué a conocer a nuestro padre. Las cosas son aún más tristes cuando vives en el extranjero, lejos del hogar… Porque para mí esta tierra sigue siendo mi hogar, rodna gruda. Y esto es todo lo que quedará aquí, los huesos del Padre.

—Demasiado poca cosa como para quedarse aquí, ¿eh?

—Oye, ¿por qué no te vienes con nosotros a la costa, y formamos algo así como una familia extendida? Solo tendríamos que vender la casa de mamá.

—Las casas no valen nada, por aquí. Préstame unos miles de marcos, y la compro yo. Le daría el dinero a ella y me habría endeudado contigo… Vamos, si es que confías en mí, más o menos.

Cruzaron por el parque de la ciudad hasta un restaurante llamado La Terraza, donde se sentaron para comer el plato nacional de los Balcanes: carne de cerdo, ternera y cordero a la parrilla, con cebollas y salsa a la pimienta, ajvar. A Bruno volvieron a llenársele los ojos de lágrimas.

—Cómo pican las cebollas —se excusó.

Había engullido ya la mitad de la comida y tenía el bigote lleno de salpicaduras de la espumosa cerveza local. Era de complexión robusta y llevaba perilla, con las mejillas pulcramente afeitadas, tanto que con la afilada hoja se había llevado por delante la capa más superficial de la piel, dejándose una tonalidad rúbea en el cutis. Con su chaqueta negra de cuero parecía un alemán, más concretamente bávaro. A pesar de ser dos dedos más bajo que Ivan, debía doblarle a este en peso. Después de masticar un poco de carne, Ivan la encontró fibrosa y demasiado salada. Cogió un mondadientes y entabló combate con una fibra de carne, quizá un nervio de la carne de cordero, que se le había quedado metida entre la primera y la segunda muela. Se puso nervioso al no poder sacarse aquel nervio de animal de la boca y se pinchó entre las encías. Como el dolor le resultaba agradable, se pinchaba una y otra vez.

—¿Qué ha pasado con tu buen apetito? —le preguntó Bruno—. Cuando eras pequeño te metías de escondidas en la despensa a comerte el jamón ahumado.

—Es verdad. Comía porque lo necesitaba… Pero ahora me parece que, como el proceso de crecimiento ya terminó, lo único que puedes conseguir comiendo es que te salgan tumores, que se declare un cáncer, o que se te taponen las arterias. Tampoco es que lo haga por motivos tan racionales, supongo que después de décadas comiendo la misma porquería, al final me ha hecho perder el hambre.

—Pues tienes un aspecto un poco deprimido, lo mismo que esta ciudad. Necesitarías vivir en un sitio con más dinamismo. ¿Por qué no te vienes a Alemania?

—Aquí no hay depresión ni deprimidos… eso es una palabra extranjera. Tristones como mucho.

—De verdad que se te ve melancólico. ¿Se puede usar la palabra melancolía? —preguntó Bruno.

—Esa es una palabra griega, balcánica. Bilis negra. Nada que oponer. Bueno, y hablando de bilis negra, ¿qué tal un poco de tarta de chocolate?

—Pareces aburrido. ¿Por qué no te casas?

—Estoy convencido de que no sabré lo que es el aburrimiento a menos que me case.

—El primer paso para formar una familia es poseer un hogar. ¡Vamos a encargarnos de eso ahora mismo!

Al final de la velada Ivan era propietario de un hogar gracias a la conmiseración de su hermano menor. A Ivan no le importaba, él mismo se consideraba digno de lástima.

Ivan se puso muy contento de tener una casa, un mundo privado solo para él, y decidió hacerla lo más sólida posible. Las gruesas paredes de ladrillo estaban recubiertas permanentemente de capas húmedas de argamasa. Ivan realizó algunas reformas, tendentes sobre todo a afianzar los cimientos. De forma en cierto modo irónica pero también sincera, Ivan pensaba que para un yugoslavo no hay nada tan importante como poseer una casa sólida. La casa debía tener unas paredes de cemento recias, a diferencia de la mayor parte de hogares familiares norteamericanos (tal como se aprecia en las noticias de desastres naturales por televisión), construidos con cola y serrín y que, por mucho que puedan costar un millón de dólares cada uno, cualquier viento o riada un poco fuertes se los llevan por delante: planchas de madera aglomerada flotando a la deriva en medio de las crecidas, junto con ositos de peluche, risueñas fotos de boda y píldoras rojas para adelgazar. Para un norteamericano optimista estaba muy bien vivir así. Pero un desconfiado socialista yugoslavo, fuera serbio, croata o musulmán, necesitaba un refugio antinuclear para vivir. En caso de guerra, el sótano serviría de búnker, caliente en invierno y fresco en verano, ideal para almacenar patatas, trigo y sal.

En la parte de atrás de la casa de Ivan gorjeaba un huerto: nogales de ancho tronco, albaricoqueros, perales, manzanos, melocotoneros, cerezos… Este pedazo del Edén estaba separado por vallas de otros fragmentos de Edén, pertenecientes a sus vecinos. Aunque los vecinos apenas se saludaban con un gesto de cabeza cuando se cruzaban en la calle, una tarde convocaron una reunión de urgencia en casa del panadero, donde Ivan había estado de aprendiz durante un mes antes de ver claro que tenía muchas posibilidades de poder entrar en la universidad.

El panadero ofreció a sus invitados viljamovka, un aguardiente de pera elaborado en casa.

—¡Puede que sea el último aguardiente que destile! Esas sabandijas quieren construir una carretera de cuatro carriles que pase por nuestros huertos.

—Seguro que en ningún otro país se le ocurre a nadie un plan más canalla que este —comentó el carnicero—. ¿Por qué no hacen una variante que rodee la ciudad?

El panadero se sacó una hoja de papel que llevaba unos sellos oficiales de color azul claro y que estaba mecanografiada con una escritura muy irregular, unas letras más altas que otras, algunas muy juntas y otras muy separadas.

—A mí no van a darme más que cien mil dinares… ¡un cinco por ciento del valor real del huerto!

—¡No podemos permitir que esos ladrones comunistas nos confisquen nuestra propiedad! —El carnicero alzó su manaza para descargarla contra la mesa. Las tazas de caté temblaron como por miedo al inminente golpe, que sin embargo no llegó a producirse, pues el carnicero estaba acostumbrado a controlarse.

—Tenemos que hacer una queja por escrito y firmarla —propuso Ivan.

—¿Una queja? ¡Ja! —exclamó el carnicero—. Qué ingenuos sois los jóvenes… ¡qué se les da a ellos de un montón de firmas!

El cura católico resoplaba, dormido, con sus sarmentosos dedos entrelazados. Gobernaba una especie de convento. Tres mujeres desdentadas vestidas de negro no salían jamás del perímetro de la casa y el jardín. Se rumoreaba que aquellas mujeres no eran monjas, sino concubinas, que agotaban las energías del Padre entregadas a felaciones sin tregua.

Ivan presentó un recurso por escrito ante las autoridades de la provincia, pero un funcionario, celoso cumplidor de la ley, lo rompió en pedazos delante mismo de él. Ivan viajó hasta Zagreb y visitó el Tribunal Supremo de la República. Su solicitud fue guardada en un gran cajón, y allí se quedó. Ivan quiso entonces llegar hasta el presidente en persona, pero el presidente estaba realizando un largo periplo, bebiendo vinos de una vejez de dos siglos, cazando tigres extinguidos, estrechando la mano del rey de Suecia… En una palabra, promoviendo los intereses de la clase obrera mundial.

Un día de finales de verano, un ejército de trabajadores tatuados con flechas de Cupido (con el arco tensado o ya disparado), serpientes y demonios vestidos de submarinista, allanaron los huertos con sus excavadoras.

Asomado a la ventana, Ivan escupió cual ciudadano de Praga contemplando la invasión de los tanques soviéticos. Hasta entonces Ivan no había experimentado nunca el famoso arraigo eslavo a la tierra, pero en aquellos momentos masculló:

—No hay nada más sagrado para nosotros, los eslavos, como un pedazo de nuestra tierra: allá donde está nuestra tierra, allá está nuestra alma.

Las paredes de la casa de Ivan temblaron, las ventanas crujieron, los utensilios se entrechocaron, las mesas se movieron, y al suelo cayeron pedazos de argamasa del techo, soltando un polvo humeante. De vez en cuando salía chillando de su agujero un ratón disparado, que cruzaba la sala de estar a toda velocidad, pero el gato azul ruso de Ivan lo dejaba pasar sin hacer mención de atacar y sin dejar de mover las orejas y los bigotes hacia delante y hacia atrás. Las pupilas se le contrajeron formando sendos puntos de exclamación, con la cola retorcida a modo de signo de interrogación y el pelo erizado. Era evidente que no entendía nada de lo que estaba pasando.

Cuando la carretera estuvo terminada, un par de años más tarde, muchos conductores bebidos se saltaban el cruce a gran velocidad. Los Sködas checos y los Trabants germano-orientales, hechos de plástico y metales poco resistentes, quedaban estrujados como una bola de papel de periódico en el puño. Al oír el estruendo de las colisiones, Ivan sacaba medio cuerpo por la ventana y, con horror y congoja (pero también con cierto regocijo contra el gobierno local), observaba cómo extraían de los coches los cadáveres ensangrentados. Después de que decenas de personas causaran baja en aquella guerra no declarada contra los turistas venidos del norte, se plantaron cuatro semáforos en el cruce. Ahora, por la noche, el rojo, el amarillo y el verde brillaban alternativamente a través de las cortinas de Ivan.

Como consecuencia inmediata, Ivan comenzó a sufrir de insomnio. Durante sus desvelos leía libros tales como Guerra y paz de Tolstoi. Bueno, solo hay un Guerra y paz. Ivan se admiraba ante lo insoportablemente aburrido que podía llegar a ser durante cien páginas de tirada. El que el libro se considerara un clásico de tan enorme categoría tenía que ver con otro hecho más que probable: que apenas había nadie capaz de leerlo hasta el final. Hacia la mitad aparecían muchos personajes que morían de una forma hermosa y muy detallada y descriptiva. A Ivan esos detalles y descripciones le parecieron tan líricos que se convirtieron en una erótica de la muerte, hasta en una pornografía de la muerte, o tanatografía.