28 - Ivan rechaza el reconocimiento en la calle de su entusiasta ciudad natal
Añorando un traguito de olorosa cerveza, Ivan se propuso hacer una parada en La Bodega. Preocupado por su aspecto exterior, se pasó por las fuentes de agua caliente cuyos grifos estaban situados en una hondonada en el parque, bajo una estructura azul con aires de fortaleza. Se lavó la cara en el agua sulfúrea y vaporosa que manaba de las oxidadas tuberías, y se deshicieron los restos de tierra seca que aún tenía pegados a las ventanas de la nariz. El agua herrumbrosa desprendía un delicioso olor a aceite. Sorbió un poco por las narices y estornudó. El vapor le aclaró los senos de la nariz, y mientras subía las escaleras inspiró el aire que olía a pino, tan profundamente que pareció por fin ganar credibilidad su impresión de encontrarse en el mundo de los vivos.
La fría luna lamía la ciudad, y allí donde sus rayos no alcanzaban, acechaban las negras sombras. Ivan caminaba pegado a la pared de las casas que delimitaban las calles, por la parte de la sombra, sintiéndose extremadamente tímido. Al tocar una pared abollada, oyó desprenderse arena por dentro, en el hueco entre la argamasa de fuera y los ladrillos. Aún había agujeros de bala en las casas. La ciudad había tenido tiempo suficiente de estucar las paredes heridas, pero a los ciudadanos les gustaba recordar la guerra y sentirse mártires. Le asaltó una sensación indefinida de no encontrarse en su lugar, y de lo inapropiado de pasearse por la calle después de un entierro tan largo. Por supuesto, siempre había tenido la impresión de no encontrarse en su lugar y la necesidad de no ser reconocido. Ya había caminado muchas veces en un estado similar.
Las calles estaban apenas iluminadas, el nuevo régimen no era más próspero que el anterior, y la ciudad estaba condenada a un apagón parcial. Cuando se acercó a la taberna, vio a Nenad en la calle, junto a la puerta e inclinado hacia delante, como si estuviera cerrándola con llave. Gritó, pero la voz no se le oyó, ni siquiera era capaz de oírse bien él mismo.
La silueta de Nenad se apartó de la puerta, cruzó la calle adoquinada y se dirigió a su plateado BMW iluminado por la luz de la luna. Los neumáticos humearon sobre el asfalto, aun antes de que Ivan pudiera oír el motor, y Nenad pasó junto a él con todo el esplendor de su importada tecnología. A Ivan le sorprendía y extrañaba que hubiera tantas personas como Nenad que parecían haber prosperado mucho más que él. Ivan se había considerado el más inteligente, pero ahí era donde aparecía una vez más la vieja interrogación: si eres tan listo, ¿por qué no eres rico? Por otra parte, ¿para qué quería él un coche tan flamante? En fin, por el momento para ir a su casa, por ejemplo. Pero debían ser más de las dos de la madrugada… así que presentarse tan de repente en su casa podría asustar a su familia. De día Selma le vería tan claramente que no podría dudar de su presencia, pensara o no que regresara de entre los muertos, o simplemente que se había tratado de un falso diagnóstico, en el cual ella había desempeñado un papel tan importante.
A su entender, parecía muy mejorado por la terrible experiencia de morir. Antes la habría odiado por una cosa así, habría considerado una cuestión de honor encolerizarse y vengarse, pero ahora se sentía de lo más pacífico. Caminó de nuevo hasta el parque. El fresco aroma de la tierra musgosa se mezclaba de la forma más deliciosa con el olor de las hojas de roble, pisoteadas y polvorientas y con el azufre de las aguas termales. La luz de la luna arrojaba las sombras de los cónicos cipreses sobre los caminos de grava, en negro y azul. Cruzó las vías del tren que descansaban sobre las traviesas de madera, empapadas de brea fresca y grasa. No había luz alguna que pudiera guiarle bajo los robles y las hayas enormes, que habían crecido ciertamente en los últimos cuarenta años. Era lo único hermoso de hacerse viejo, que los árboles que conocía desde la infancia eran ahora gigantes, y mientras que la ciudad y las personas se deterioraban, el parque era cada vez más enhiesto y majestuoso.
Seguía el rumbo del búnker por el peculiar olor a cemento, a podrido y a humedad que se desprendía de él. Entró a tientas, palpando las escabrosas paredes, aunque temeroso de los fragmentos de conchas de río que sobresalían del cemento y que cortaban como hojas de afeitar. Avanzó poco a poco hacia el final, hacia el banco de cemento de la pared del fondo. Así que en esto consiste ser ciego, tienes que hurgarlo todo con los dedos cuidadosamente, con un desasosiego constante. Mientras palpaba a su alrededor, se pinchó el dedo con una aguja. Con la otra mano examinó la forma de la aguja… una jeringuilla. Supuso que sería de algún drogadicto. No tenía la menor idea de que los jóvenes de su ciudad estuvieran tan adelantados. ¿Y si tenían el VIH? ¿Cogeré el sida?, se preguntó Ivan. ¿Y si lo cojo? Tardaría unos quince años en que se me manifestara, y luego algunos pocos más en morir, así que me moriría a los setenta. Eso es más de lo que habría imaginado en las mejores circunstancias. Durante un tiempo, se pensó que la guerra detendría la expansión de la enfermedad, ya que los turistas sexuales alemanes y norteamericanos dejaron de acudir a la costa. Pero luego resultó que la ONU estaba mucho más ocupada estableciendo burdeles, o al menos frecuentándolos, que refugios seguros, y la soldadesca y el personal de la ONU constituían una auténtica mezcolanza internacional de virus y hormonas jóvenes. Añádase a eso las prostitutas moldavas y ucranianas, que no habían oído hablar de lo que era un condón en su vida, y sí, en efecto, cualquier virus o bacteria que hubiese en el mundo para ser transmitido, y que pudiera vivir fuera del cuerpo humano apenas en un resto de sangre, podía habérseme transmitido ahora mismo en este pinchacito de nada. ¿Cómo puedo decir que estoy solo, cuando estoy en compañía de lo mejor de la sociedad? Acaba de serme comunicado el resultado del esfuerzo de millones de personas. La poesía del éxtasis provocado por el sexo y las drogas está entrándome directamente en la sangre y en los huesos, y en los años venideros irá siendo descodificado y leído a través de todo mi cuerpo.
¿Quién se atreve a decir que Nizograd es provinciana? No hay más que ver cuántos condones y jeringuillas. Ahora forman parte de la aldea global. Acaba de hacérseme justicia a toda una vida negándome a viajar fuera de las fronteras de mi país.
Claro que también podría ser que unos niños hubieran cogido esta jeringuilla del contenedor del hospital para jugar a hacer ver que eran drogadictos, y que el pinchazo no me haya transmitido nada más que un poco de óxido, y que no esté sentado ahora mismo en lo alto de la cadena de la excitabilidad mundana, sino en una gris mazmorra. Puede que lo único que vaya a coger sea un anticuado tétanos.
Ivan se tumbó sobre una manta que encontró en el banco y, con los brazos colgando, dejó vagar las manos por el suelo, tocando casquillos de bala, huesos de pollo reblandecidos, una bota carcomida y un mechero, que cogió y probó de encender. Tenía los dedos un poco más agarrotados de lo que habría imaginado.
Tras varios intentos surgió una llamita, y, ayudado por su luz, no tardó en encontrar un cigarrillo entero. Lo encendió. Fumó y suspiró apenado.
Ivan durmió desde el alba hasta el anochecer. Ni siquiera los trenes de mercancías que pasaban traqueteando sobre los raíles a unos veinte metros colina abajo de donde se encontraba perturbaron su profundo sueño. Al despertar, se sintió entumecido. Le dolía la cadera, el hombro y la espalda, un dolor que le afectaba sobre todo a los huesos. Se acordó de repente de su padre, que había conservado los huesos del brazo y de la pierna en un saco de patatas. ¿Qué había sido de aquellos huesos? ¿Permanecen todavía en algún rincón del sótano de mi casa? Y si hay un día del juicio final y una resurrección general de los muertos, mi padre en lugar de resucitar en la ladera del cementerio, lo hará en el sótano de casa, reensamblado dentro del saco de patatas, y tendrá que rasgar la tela para salir del saco.
La pálida luz de la luna atravesaba las nubes, lo suficiente como para hacer visible el camino hasta la fuente de aguas termales del parque. Se lavó la cara y bebió agua, que no salía caliente al punto de ebullición, sino como un té cortado con leche. Aquella infusión estaba hecha de hierro y azufre, una especie de infusión del día del juicio, o de la creación de la tierra. A lo mejor era un poco de sudor que había caído de la frente de Dios y se agitaba en la tierra.
Poniendo en práctica su sigilosa técnica habitual, Ivan se dirigió al bar. A aquellas horas había gente en la calle, pero no como antes de la guerra. Entonces, la mayoría de los ciudadanos salían de sus casas a dar un paseo antes de irse a dormir. Durante la guerra, y como consecuencia de los frecuentes bombardeos, la gente perdió la costumbre. Ahora se veían los destellos de la televisión parpadear tras las cortinas de muchos hogares. En algunos, los parpadeos eran muy rítmicos y alternaban tonalidades anaranjadas con mucha luz, poca luz, mucha luz, poca luz… probablemente algún vídeo pornográfico de altas cotas de imaginación. Podía hacerse una estimación de la velocidad de fornicación a tenor de la rapidez con que alternaban las luces y las sombras. Y si se oían gritos propios del acto amoroso que salían de una ventana abierta, lo más probable era que procedieran de una película, y no de un acto carnal real y propio del lugar. Y si por casualidad los lugareños gritaban practicando el sexo, ese estilo tan ruidoso era una novedad en la comarca, a imitación del modo de hacer el amor en occidente. El sexo solía constituir una actividad relajante y por tanto fundamentalmente silenciosa, salvo en el momento culminante quizá, pero el estilo occidental fomentaba la manía de representar el ansia por el placer ante todo. Es más, los lugareños quedaban satisfechos haciéndolo unos minutos cada vez, y en cambio ahora aquellos gemidos duraban horas, como si los ciudadanos hubieran empezado a tomar cocaína, morfina y otras drogas capaces de hacer viable aquella especie de planteamiento maratoniano del sexo. En cualquier caso, a Ivan le complacía que desapareciera aquella cultura saludable y pedestre. La gente seguía saliendo y yendo de un lado para otro, y a veces no sabían por qué iban a tal lugar o a tal otro, pero iban… En coche, eso sí, convirtiendo las calles principales prácticamente en un atasco. Se adentró por calles secundarias y fue a parar a La Bodega. El bar estaba atestado de gente, pero encontró una silla libre en una pequeña mesa del fondo.
No reconocía a nadie. La guerra tenía en parte la culpa, muchos serbios habían ocupado hasta entonces el escenario de los bares, y la mayoría de ellos se habían ido. Algunos se habían dedicado a la limpieza étnica de croatas, por lo que ahora no podían volver, y otros habían sufrido la limpieza étnica por parte de los croatas, de modo que Ivan se encontraba en un bar muy limpiado pero por supuesto inmundo, lleno de borrachos con incontinencia. Después de la guerra, muchos croatas de Bosnia se habían trasladado a la ciudad, casi todos altos y flacos. Podría pensarse que habían permanecido internados en algún campo de concentración, pero no era así, sino simplemente que muchos de ellos habían crecido así en las montañas, alimentados de leche de cabra y rodeados de giardia, tabaco y a veces de tuberculosis. Por otra parte, algunos de los recién llegados bosnios sí eran supervivientes de los campos de concentración serbios, como el de Omarska.
Nenad y Bruno no tardaron en aparecer, bajando la escalera sin mirar al rincón donde estaba sentado Ivan. Parecían mucho más animados que cuando Ivan los había tratado. A lo mejor todo el maldito país se había vuelto de repente un sitio que rezumaba optimismo, como Italia o las islas Fiji, y la gente se entregaba a conversaciones ingeniosas, todos muy amigos y muy simpáticos. Era perfectamente posible. Oh, no, no era posible. En aquel momento se produjo un griterío entre los clientes del bar. Un gran aparato de televisión retransmitía un partido de fútbol entre su adorado Hajduk de Split y su nada estimado Dinamo de Zagreb. Los seguidores del Dinamo quemaban banderas del Hajduk. Ivan no podía seguir el partido, a causa de la espesa humareda tanto en el estadio como en el bar y de los ocasionales estallidos de copas contra las paredes del local. Algunos padres que habían ido a ver el partido con sus hijos pequeños se asustaron y salieron del bar. Durante el intermedio, los hinchas del Hajduk arrojaron varios coches con matrícula de Zagreb al Adriático. Ivan pensó que ahora que los croatas no tenían equipos serbios a los que enfrentarse, y dado que los croatas del interior odiaban a los equipos croatas de la costa y viceversa, si las cosas seguían por aquellos derroteros, muy pronto se produciría otra guerra por el fútbol que daría origen a varias nuevas repúblicas bananeras, Dalmacia, Eslavonia, Istria, la República Independiente de Dubrovnik, etcétera. Serían tan pequeñas que podrían calificarse de repúblicas garbanceras. A aquellas alturas, a Ivan no le importaba un comino si Croacia se fragmentaba en cinco diminutos países o si se unía con otro… Bueno, ¿quién iba a unirse con ella? La época de las unificaciones había terminado. Lo único que deseaba Ivan era atraer la atención de una pálida camarera con grandes bolsas en los ojos y los dientes manchados de nicotina, pero lo raro era que cuando intentaba hablar, no le salía la voz. ¿Habría cogido un resfriado?
Después de que el Dinamo marcara un gol, un campesino invitó a todo el bar a una ronda de cerveza, así que Ivan se encontró con una jarra delante. Starocesko pivo, como le había informado un experto local en cervezas, era la única cerveza con levadura viva del país. El gusto a levadura era fuerte en verdad. Le hizo eructar e hinchársele el estómago, como si hubiera puesto una hogaza de pan en el horno. Le revivía la carne, pensó divertido. A lo mejor la levadura era el ingrediente imprescindible para la receta de la resurrección de la carne.
Acabado el partido de fútbol, en la calle resonaron disparos de ametralladora y explosiones de granadas de mano… Una simple celebración.
Cuando el bar se apaciguó, Ivan oyó la conversación que mantenían dos tipos en una mesa próxima.
—¡Esta ciudad es de locos! Tengo un vecino que dice que anoche se presentó un muerto en la comisaría de policía.
—A mí no me parece cosa de locos. Desde que acabó la guerra cada día pasan cosan más raras. Hay muchas víctimas de atrocidades vagando por la calle por las noches.
—Se les aparecen a los que las mataron, pero en forma de visiones. Llamadle culpabilidad de conciencia, pesadillas, nada que sea real.
—Son reales. Más reales que el partido que acabamos de ver, con todos esos señoritos en pantalón corto, que estaban comprados… es como estar a favor de la lucha libre. La cosa consiste en fingir dureza.
—Solo el asesino ve al fantasma, nadie más que él.
—Eso no es verdad. Además, como en el caso de anoche, seguro que había más de un asesino, así que todos pudieron ver al fantasma.
—Ya, ¿y tú has visto alguna vez un fantasma?
—No, pero tampoco le he hecho daño nunca a nadie.
—No digas eso muy alto por aquí. ¿Acaso no serviste en el ejército de Croacia?
—Pues claro, pero lo único que hice fue jugar a cartas, beber cerveza e ir en camión de una zona segura a otra.
—No se lo digas a nadie. Di que eres un veterano de guerra traumatizado y pide una pensión.
—Ya la pedí, y me dijeron que me la darán cuando cumpla los sesenta. Y que no será gran cosa, apenas para cubrir el gasto en cerveza.
—A mí no me sorprende… el salario de dos ingenieros juntos no daría para tanto. Bueno, bebamos otra ronda. ¡Eh, Nenad! ¡Más cerveza, hombre!
—¿No tienes que conducir para volver a casa? —objetó Nenad.
—Conduzco mucho mejor cuando estoy borracho. Se me tranquilizan los nervios, así que no se me va el volante cuando se me cruza un gato negro en la carretera.
Nenad fue a buscar dos botellas marrones de cerveza y vertió el contenido haciendo borbotones en las jarras sobre la mesa.
Ivan se acercó a la barra y se aclaró la garganta. Al intentar hablar, emitió un extraño sonido sibilante, como si hubiera sido un ganso en una vida anterior, o en esta vida tal vez.
Nenad estaba hablando con Bruno, que bebía Johnny Walker etiqueta roja con hielo.
—Todos los borrachos de la ciudad conocen la historia del fantasma de tu hermano dando la lata a la policía. Hasta Paul se creyó que a Ivan lo habían enterrado con un tesoro, por eso se fue a excavar la tumba. ¿Le enterraron o no con algo valioso?
—Como no fuera con un buen par de zapatos… O con el abanico de Indira Gandhi. Nunca me creí aquella historia suya del abanico.
—¿Era de oro y rubíes?
—No era más que un cachivache de lo más chabacano. Eh, amigo, ¿por qué no me echas más cubitos? Lo he pedido on the rocks.
—¿No te basta con un cubito de hielo? ¿No te da miedo pillar un resfriado, o anginas o algo así?
—En este país no hay manera de tomarse un buen whisky escocés con hielo, no sé cuándo se os va a meter en la mollera que el hielo es bueno… de hecho es la única manera de beber sin que te dé dolor de cabeza.
—Como quieras. —Nenad fue hasta la nevera, pasando por delante de Ivan, sin advertir su presencia, y volvió con un vaso lleno de cubitos de hielo—. Aquí tienes, pero mañana no te quejes si te duele la garganta.
—Es tut gut! —Bruno aplastó un cubito de hielo con las muelas.
—¿Sabes una cosa? —dijo Nenad—. He oído decir que a los tipos que se cargaron a mucha gente en la guerra no hay manera de enterrarlos como es debido. Cuando llegan las lluvias, sus ataúdes salen a flote y se abren, y sus cuerpos son arrastrados y abandonados en medio del campo, donde los cuervos les arrancan los ojos y les succionan los sesos por las cuencas de los ojos. O si no, se producen corrimientos de tierra, en los que salen a la superficie solamente sus ataúdes, o hay un terremoto y pasa lo mismo. Y luego los cadáveres de esos criminales de guerra van rodando por todo el país, hasta que algún campesino coge alguno y lo empala como espantapájaros. Y algunas veces, de higos a brevas, uno de esos espantapájaros se pone a caminar y el pueblo entero enloquece de puro terror, hasta que la gente incendia los campos para asegurarse de que no queda ni un solo espantapájaros.
—¿Quién te cuenta esas memeces?
—Esto me lo ha contado un tipo de Babina Greda, en este mismo bar.
—Por descontado que debes oír todo tipo de cuentos por aquí, con tanto borracho de slivovitz. Si bebieran whisky escocés, no alucinarían así.
—A lo mejor es lo que ha pasado con el ataúd de tu hermano, que se habrá abierto y… Bueno, ya sabes, él estuvo en Bosnia, sabe Dios lo que haría allí.
—Mi hermano era incapaz de matar a nadie. Bueno, de pequeño era cruel, pero muy melindroso… no era capaz de tocar una rana.
—Pero en la guerra mató, me lo contaba cuando bebía.
—Depende de lo que bebiera. Lo malo es que los que mataron no hablan de ello, y los que no, en cambio, le dan vueltas a la cabeza y acaban inventándose historias.
—Bueno, bueno, nunca sabes lo que va a salir de la boca de un hombre, a veces la verdad incluso.
—¿Por qué no cierras el bar, y así podríamos…?
Ivan entretanto había estado intentando llamar su atención, siseando, pidiendo una cerveza, protestando diciendo que estaba vivo, pronunciando de hecho discursos enteros acerca de su historia médica, explicando que no era que hubiera resucitado, sino simplemente que se habían equivocado en el diagnóstico y ahora había recobrado el conocimiento y había salido… Pero al parecer nada de todo aquello había llegado a salir de sus labios, así que cogió un vaso vacío y lo hizo añicos arrojándolo contra el suelo. Al principio temió que también este acto pasara desapercibido, por cuanto aquella noche se había roto tantos vasos que podía ser que pensaran que era otro fan del Dinamo que se había vuelto loco.
Pero Nenad se sobresaltó. Miró hacia el lado de la barra de Ivan y se quedó lívido.
Bruno, en lugar de volver la cabeza, aprovechó el momento de pausa en la conversación para dar otro trago.
—Eh, eso… ¡no puede ser! —gritó Nenad—. ¡Mira! ¡Es el fantasma de tu hermano!
—Vamos, tanto fútbol y tantas historias de fantasmas te han afectado. Tómatelo con calma.
—Pero mírale, está ahí, sentado en una silla…
—¿Dónde? —Bruno miró en la dirección de Ivan, con los ojos bizcos de tanto whisky, por lo que no pareció distinguir a Ivan.
—Ahí… ahí mismo… —Nenad salió corriendo del bar, derribando varios vasos que se rompieron contra el suelo.
Bruno miró una segunda vez y finalmente identificó a su hermano. Dio un salto y se tropezó con la pata de una silla, y al caer se cortó en la mano con los cristales rotos del suelo. Soltó un taco en alemán, Scheisse!, y salió corriendo.
Los dos campesinos se alarmaron ante el espanto común que había motivado que tanto el propietario como su amigo salieran disparados del local. Miraron a Ivan, y su aspecto evidentemente les pareció más del otro mundo que de este. También se fueron precipitadamente, pero no tanto, porque lo sobrenatural era algo que en el pueblo de donde venían acontecía de vez en cuando, o al menos así se esperaba.
Ivan se dirigió hasta la puerta y vio a varias personas que corrían por la calle. En cuanto Nenad abrió la portezuela del BMW, él y Bruno se subieron de un salto, y el coche salió de estampida. Ivan sacudía la cabeza. Qué comportamiento tan horroroso por parte de sus conciudadanos. Totalmente escandaloso.
Ivan se quedó solo en el bar. Se habría sentido deprimido, si antes no hubiera estado ya más que deprimido. En comparación con su estado anterior, toda depresión podía calificarse de verdadero jolgorio. Sí, era insoportable tener que tratar con una gente tan supersticiosa. Aquellos tipos… ¿por qué no leían filosofía, a Descartes, o incluso al sociólogo casado, Marx, para liberarse así de sus supersticiones? Ahora resulta que un hombre no podía ni siquiera restablecerse y volver entre ellos después de pasar por una grave enfermedad. ¿No deberían sentirse felices de verle tan bien que era capaz de beber? Y aun suponiendo que fuera un fantasma, Bruno, Nenad y los clientes deberían estar celebrando su experiencia de percepción extrasensorial compartida. Todos deberían estar bebiendo con alborozo.
Ivan fue detrás de la barra y se sirvió un vaso de vino dulce. Abrió un cajón y encontró un fajo de billetes. Cuando hay un partido de fútbol, la gente se vuelve muy descuidada con el dinero, como si estuvieran en un burdel. Pensó que tendría que comprar comida, llevaba mucho tiempo sin comer, y aunque no tenía hambre, no le vendría mal un poco de embutido. Se metió los billetes en los bolsillos. Lo único que hacía era cogerle un poco de dinero prestado a un amigo. Se lo devolvería cuando las cosas volvieran a la normalidad.