XIV
¿Cómo convencerlos? ¿Cómo hablar coherentemente, con lógica y el peso de la verdad cuando las armas rugen su voz de acero?
El lugar apestaba a pólvora e ira, a carne humana consciente de su posible destrucción, lanzando bocanadas de miedo.
No importaba nada, en ese momento. Sólo el acero caliente y las balas silbando en busca de sangre.
Ninguna voz podría detenerlos.
Sólo yo, el viento de mi presencia bajando desde las alturas.
Suave, decididamenyte, caí entre ellos.
Azul y rojo en el gris y negro del callejón.
Damon siempre insistió en que el uniforme era una necesidad. No para provocar miedo, me dijo mientras se probaba un yelmo con garras y dientes impresos en él. Es para que sepan que tus reglas son distintas. Que no formas parte de su mundo normal de sobretodos y harapos. El uniforme es el símbolo de algo mayor. El alzacuellos del sacerdote habla de Dios, y la estrella de los policías del Poder. Y tu extraño traje de que la única voluntad que sigues es la tuya. Que tu universo es uno que admite capas y símbolos como los caballeros medievales, que tus conductas de honor son distintas e invulnerables a sus convicciones.
Todo uniforme afirma lo mismo: no me importa tu mundo, ni tu lógica. Me basta conmigo, con llegar arropado en el símbolo de mi poder.
Aunque, claro, afirmó Damon mirando mi ropa, también significa que eres inmune al buen gusto.
No importaba. Azul y rojo a mi alrededor. Lo bastante llamativos para atraer su atención, para que me apuntaran a mí aunque siempre ha sido mala idea. Las balas rebotaban en ángulos imprecisos y eso era siempre peligroso, pero… ¿qué más podía hacer?
—Están arrestados —dije, sabiendo de antemano que iban a reírse.
La balacera no amainó, no sirvió de nada que estuviera ahí. Simplemente se dieron cuenta de que el tiempo se les había acabado: que era el momento de jugarse el todo por el todo. Salieron de sus escondrijos, dejaron atrás la seguridad de puertas y barricadas, y se dispararon directamente unos a los otros.
Al oprimir el gatillo se olvidaban de la expresión de sus rostros. Era la de los monstruos en el armario, la faz de lo que susurraba en la oscuridad, al otro lado del maíz que rodeaba la casa de mi infancia, cuando no importara que fuera el niño más fuerte del mundo cuando sabía que lo insano era mil veces más poderoso que yo.
Era el rostro de la desesperación y la locura.
Algo muy humano.
Empecé a derretir sus armas, mirándolas con ojos de fuego, observando el callejón a través de las llamas que yo generaba, la nitidez perfecta que el láser da.
Vi el cuerpo de la niña y lo que habían hecho con ella.
Y al hombre que soltó el arma, sonriendo. Con el aroma a semen y muerte pegado aún a su carne. Y poniendo cara de inocente, de que se iba a librar también de ésta.
¿Hija de quién? ¿Sangre de qué sangre?
Hombres matándose por recuperarla, y otros que la habían sacrificado en la forma más cruel para continuar una batalla que iba más allá de esa pequeña muerte.
Y el hombre sonriendo, y las manos sobre la cabeza, rindiéndose burlonamente.
Y yo acercándome. Yo con ira porque las cosas iban cada vez peor, porque mi presencia no significaba nada, porque la desesperación y la locura continuaban inundando Rotwang y no había modo de impedirlo.
No con un uniforme azul y una capa roja.
Y él me sonrió.
Tuve que decirlo en el juicio. Tuve que repetirlo mil veces, ya que era un detalle importante. El me sonrió.
Después de matarla, con la ropa aún revuelta por su crimen. Impuro como mi madre decía que no podía serlo nadie. Sonriendo.
Pero no por mucho tiempo. No más.
Ya no ante ningún otro niño, en ninguna otra circunstancia. Ni siquiera en las fotos de la autopsia que aún guardo en un cajón para tener a buen resguardo el olvido que no llega.