VeiNTiCuaTRo

Esta mañana he despertado exangüe, agotado, como si el sueño hubiera consumido todas las fuerzas que se suponía debía restaurar. Primero Juvenal con Leónidas y más tarde Marion Bastian han venido a despedirse. Yo les he atendido como si no fueran reales, como si no se trataran más que de sueños que han encontrado la manera de escaparse de mi disco de identidad y vagar por el confuso mundo de la vigilia. Durante todo el día me he sentido irreal. Falto de coherencia. Cuando se lo he contado a Marion me ha dicho que no me preocupe, que todo ganará en solidez cuando llegue a Miranda. Yo le he contestado que precisamente es a eso a lo que temo.

Nadie me acompaña hasta el verdadero espaciopuerto de Luna. Es un viaje que hago solo. Primero tomo el carril rápido hasta que enlazo con una lanzadera que deriva hacia el espaciopuerto. Llego a tiempo de ver cómo un mastodonte colonial se zafa de una de las plataformas de amarre y sale despedido hacia dondequiera que esté su destino. Las llamaradas de sus motores se estrellan contra los campos de contención que rodean las plataformas; por un momento una parcela del cielo brilla en rojo incandescente y luego, poco a poco, se va apagando hasta que la noche recupera su color y las estrellas su lejano brillo. El espaciopuerto no es tan grande como Chapitel Luna, pero sí más impresionante: torretas enormes adosadas a edificios capaces de contener en su interior toda una barriada de Chapitel, estructuras de reparación donde las naves averiadas cuelgan como reses en un matadero, cúpulas de control y de espera, residencias para pilotos y viajeros que son verdaderas ciudades en sí mismas, anexos orbitales y astilleros donde se trabaja en naves, tan enormes, que hay lunas a las que no pueden acercarse por riesgo de influir en sus mareas. Y entre esa locura de metal y cristal se mueven las naves, haciendo aún más impresionante el conjunto: vehículos personales zigzagueando por doquier, los cruceros, inmensos y quietos hasta que llegue la hora del despegue, los negros husos de la flota de la Zone, las torpes lanzaderas de transbordo dejándose caer con suavidad desde las plataformas orbitales hasta que los campos de fuerza de los fosos de anclaje las atraen con fuerza a su seno bajo tierra y, desde allí, las propulsan, a través de una compleja red de túneles subterráneos, de una estación a otra.

Si contara con enlaces a redes no me costaría nada encontrar la ubicación de la Stefánikova, pero debo fiarme de las indicaciones que Leónidas me ha proporcionado. Aun así tardo una hora en dar con ella. Es una nave globular de suave azul que pende a media altura en una fina torreta de anclaje, bajo el vientre de un gigantesco crucero negro. Un enorme panel que rota sobre la torre comunica que la salida de la nave Stefánikova está pronta a realizarse y urge a los viajeros a embarcar.

Un ascensor tubular en el interior de la torreta de anclaje me lleva hasta las puertas de acceso a la nave; allí paro bajo una arcada que estudia la pauta genética con la que Marion Bastian ha camuflado mi identidad y, engañada por ésta, desconecta los campos de fuerza para permitirme el acceso a la nave. Antes de dar un paso en el interior una voz incorpórea sale a mi encuentro.

—Bienvenido a la Stefánikova, señor Vargas. Soy el capitán de la nave y le deseo un viaje agradable en nuestra compañía. Llegaremos a Miranda en dieciséis horas estándar. En ese tiempo puede permanecer en su camarote o, si lo desea, entrar en contacto con los otros pasajeros en las salas habilitadas para tal efecto.

—Gracias, pero creo que prefiero estar solo. Pasaré el viaje en mis dependencias si no hay inconveniente.

—Ninguno. Que tenga buen viaje. Es un placer contar con su presencia a bordo.

Encuentro sin problemas mi departamento en el ala este de la nave. Un amplio salón dormitorio que cuenta con las comodidades y accesorios de un hotel de cinco estrellas. Ni siquiera presto atención a la estancia, nada más entrar encamino mis pasos hacia la terraza que, protegida por cristal y campos de fuerza, se abre al espaciopuerto.

Apoyo mi frente en el cristal y suspiro.

¿Cuándo perdí el control de mi destino? ¿En qué momento de mi vida ya fue inevitable que tomara esta nave rumbo a Miranda? ¿Cuándo conocí a Vincent? ¿Al aceptar su reto de entrar en el coloso? ¿Cuándo desperté en Luna, borrada y aturdida? ¿O pudo ser antes? Tal vez los pasos que di en mi vida interior ya me encaminaban a esto. Tal vez no había forma de librarse y Vargas Patricia estaba condenado desde el principio de los tiempos a sacar pasaje en la Stefánikova rumbo a Miranda.

La nave tiembla preparándose para el despegue y mi perspectiva del puerto espacial tiembla en consonancia. En algún lugar lejano una bestia dormida despierta y brama, escupe fuego, jadea y ruge hasta que la realidad entera se doblega ante su poder. Los campos de enlace que nos mantenían sujetos a la torreta se sueltan y la Stefánikova, libre por fin, da un brinco agradecido antes de saltar hacia el espacio. Por un instante creo que Luna se está precipitando hacia una sima profunda, envuelta en nieblas negras. Y más allá está Tierra hundiéndose también con ella en el abismo, muerta, estéril.

Doy la orden para que comience la cuenta atrás. En el arco inferior de mi visión se superpone, en dígitos apenas visibles, el tiempo que resta para que la bomba estalle:

Veinte horas cero minutos cero segundos.

Mi primera visión de Urano es un lejano tremolar de aguamarina. A medida que nos acercamos el tremolar se va concretando y se hace esfera. El séptimo planeta del Sistema Solar aparece ante mí como una pulida bola azul que va creciendo hasta hacerse inmensa, magnífica.

Luego, uno a uno, van surgiendo sus satélites y, entre ellos, mi destino: Miranda.

Miranda siempre ha sido una luna castigada. Hasta su génesis fue violenta: en la prehistoria del Sistema Solar un objeto sideral de considerable tamaño chocó contra Urano con tal fuerza que trastocó su rotación y le dejó una amplia carnada de lunas de recuerdo. Por si eso fuera poco los análisis geológicos practicados a Miranda indican que, en siete ocasiones diferentes, la luna se desintegró y, posteriormente, volvió a ensamblarse. A eso se debe su geografía herida y confusa; la superficie de Miranda parece construida a base de retales, como si un dios bromista la hubiera convertido en un inmenso collage en el que hubiera repartido al azar llanuras y cordilleras, riscos y acantilados inmensos, engarzándolos unos a otros sin orden ni concierto ni lógica. Si la potencia de la bomba es la correcta pronto habrá que añadir un nuevo capítulo a su colección de desastres.

Un crucero interceptor de la Zone aparece de pronto ante mi vista, hasta ahora se encontraba oculto en órbita a Ariel y el potente brillo de la luna me ha impedido descubrirlo antes. Maniobra lentamente hasta enfilarnos y se acerca a nosotros aumentando su velocidad. En cambio la Stefánikova reduce su velocidad y maniobra para ofrecer su flanco izquierdo a la nave que llega. Pierdo de vista al interceptor cuando la Stefánikova completa su maniobra, aunque algo me dice que pronto sabré de sus tripulantes.

—Señor Vargas —la misma voz que me ha recibido al subir de la nave resuena ahora en mi camarote. Ya no parece contenta de mi presencia a bordo—. Le ruego encarecidamente que se rinda sin oponer resistencia a las fuerzas de la Zone que van a abordarnos en breves instantes. Me veo en la obligación de informarle de que si se produce el menor desperfecto en la nave su reparación deberá ser enteramente sufragada por usted. Muchas gracias por su cooperación. Espero que haya disfrutado del viaje.

—¡Que te jodan…!

Tres horas diecinueve minutos cuarenta y dos segundos.

Cuando me acerco a la puerta y la abro me encuentro con un campo de fuerza que me impide el paso y éste no es un campo que pueda colapsar. Sólo me queda aguardar acontecimientos y éstos no se hacen esperar. Una escuadra entera de Persuasores de la Zone enfila a paso veloz el amplio pasillo que lleva a mi puerta. Son cuerpos pequeños pero recios, potentes, su principal baza son los dos cañones de plasma que llevan incorporados en la parte superior de sus hombros, sólo tienen potencia para un único disparo, pero ese disparo puede ser suficiente. Armas persuasivas las llaman.

—Alexandre Sara… —dice el que parece ser el cabecilla acercándose hasta la puerta cuyo campo de fuerza se repliega ante su cercanía—. Estamos aquí para trasladarle a Miranda. Nuestra primera orden es llevarle intacto en un cuerpo desarmado. La segunda nos deja completa libertad de acción. En todo caso la decisión final es suya.

—Me temo que eso está fuera de mi alcance. Mi zócalo craneal está sellado y no puedo salir de fase. Estoy atrapado en este cuerpo —les informo con una media sonrisa.

—Thea, ¿puede comprobarlo?

Uno de los Persuasores se acerca hasta mí cautelosamente, sin colocarse en la línea de disparo del resto y sin dejar de apuntarme con sus cañones de plasma y con el subfusil láser que lleva entre manos. Me doy la vuelta para que compruebe que digo la verdad.

—Está sellado. No distingo el material pero parece trabajo de neurata.

Por un momento el cabecilla guarda silencio, pidiendo y recibiendo nuevas órdenes a través de la red privada de la Zone. Yo compruebo el estado de mis armas y me preparo para un posible ataque. Si éste se produce aquí acaba todo. Podré llevarme conmigo a buena parte de la escuadra pero no a todos. No es un pensamiento agradable.

—La cuenta atrás del dispositivo explosivo sigue su marcha, señor. Tres horas quince para su detonación.

—¿Puedes detener esa cuenta? —me pregunta.

—Me temo que no.

No siento el primer disparo. Es un trallazo de baja intensidad pero sumamente doloroso. Lo recibo en plena cara. Aturdido desconecto mis centros de dolor y me dispongo a responder a su fuego, cuando caen en manada sobre mí y me reducen por el simple peso de sus cuerpos. Uno de ellos me dispara un disruptor que entorpece mis movimientos y frena mi velocidad de reacción.

Tengo dos opciones: luchar o rendirme. Al final me decido por la segunda.