VeiNTioCHo

Una hora cincuenta y dos minutos once segundos.

Pienso en Juvenal y en sus carniceros. Mientras los Persuasores me arrancan la batería atómica de mi talón y me retiran todo el armamento que sus sistemas de detección son capaces de encontrar. Si quisiera podría sentir el dolor, podría acercarme a la agonía mortal que tanto placer proporciona a Juvenal. Si quisiera podría resistirme a sus cortes, a sus manos que destrozan mis sistemas antigravitacionales y tiran con fuerza de mis cohetes hasta arrancarlos, pero una parte de mí opina que éste pudiera ser un buen momento para morir. Lo he intentado, me digo. He llegado hasta aquí y me ha sido imposible continuar adelante.

Nadie puede recriminarme nada.

«Venga, chicos», les animo en silencio. Acabad vuestro trabajo. Reducidme a pulpa. Terminad conmigo. Pero no lo hacen.

—¡Santo infierno! ¡¿Habéis visto el arsenal que el cabrón llevaba encima?! —dice uno de los Persuasores mientras se aparta de mí.

—¿Lo habéis retirado todo? —pregunta el cabecilla.

—Todo lo susceptible de ser retirado, señor. El resto ha sido desactivado.

—¿Y la bomba?

—Desarmada.

—Bien.

Una hora cuarenta y dos minutos ocho segundos.

Me levantan entre dos Persuasores y me hacen andar hacia la salida de la nave, por los pasillos veo los rostros del resto de los pasajeros de la Stefánikova, sorprendidos ante la irrupción de biomodelos de combate en la nave. La nave tiembla y ruge entrando en la atmósfera de Miranda y preparándose para el aterrizaje. Si los Persuasores no me sujetaran caería de bruces al suelo. Los sistemas internos de mi cuerpo me indican que la cantidad de daño sufrido mientras me desarmaban ha sido mínima. A pesar de eso imagino que exteriormente debo de tener un aspecto lamentable.

Esperamos ante la compuerta de embarque hasta que las maniobras de aterrizaje finalizan y los tubos de salida de la torreta de amarre se unen a la Stefánikova. La compuerta se abre entonces con un sordo gemido y los Persuasores me empujan durante todo el trayecto que va desde la compuerta de embarque hasta el ascensor que baja a nivel de suelo. Respiro profundamente. Tengo una ligera idea de lo que voy a encontrarme una vez que llegue abajo.

Una hora treinta minutos cincuenta segundos.

Las puertas del ascensor se abren y salimos a la falsa tarde de Miranda. Espanto lo que creo que es un insecto con la mano cuando me doy cuenta de que es una minúscula cámara autónoma de Media Sinsonte. Hay todo un enjambre de ellas revoloteando a mi alrededor. Los Persuasores se apartan de mí y yo caigo de rodillas al suelo de Miranda.

—¿De verdad creías que lo ibas a conseguir? ¿Creías que podías venir aquí llevando esa bomba oculta en el talón? ¿Te hemos subestimado tanto nosotros como para que tú nos lo pagues con la misma moneda?

Ethan Lárnax está ante mí. Radiante, feliz al verme sumiso, de rodillas, con el rostro roto y más de una docena de armas apuntando a mi cabeza, dispuestas a una orden suya a convertirme en una ofrenda ensangrentada a sus pies. Tiene los brazos cruzados a la espalda. Viste una túnica verde que, abierta en el pecho, deja ver la piel albina, casi marfileña, perlada de fino sudor y vello dorado. De su porte soberbio emana la satisfacción del ganador. A su espalda se cuadra un batallón entero.

De dos pasos se acerca hasta donde me encuentro, hinca una rodilla en tierra y me tira del pelo con fuerza, obligándome a alzar el rostro y a mirarle a los ojos. En el fulgor esmeralda de su mirada veo que una sospecha largo tiempo albergada se convierte en certeza. Me sonríe como si yo fuera un amigo al que, dando hacía tiempo por perdido, hubiera vuelto a encontrar. Por un momento estoy convencido de que me va a abrazar.

—James… Santo cielo… ¡¿cómo no lo vi antes?! Eres James Dorada… —dice, y su sonrisa se hace más amplia. Y tal vez tenga razón y yo sea ese James Dorada del que habla, pero llegados a este punto ya no tiene la menor importancia quién o qué haya sido yo, lo verdaderamente importante, lo que me dota de identidad, es lo que soy ahora, en este precioso y preciso instante en el que toda mi vida, mi historia, converge aquí, en Miranda. Todo lo demás es irrelevante, mero ruido de fondo en mi existencia—. Tu perseverancia es más que encomiable… —continúa—. Una y otra vez nuestros caminos se cruzan… —Y pienso en los bailarines de Dulce Bosco, danzando y girando en la cúpula de Destello, perdidos entre los fulgores de llama y plata, acercándose un instante para luego alejarse durante horas pero olvidando siempre sus anteriores encuentros—. El odio que sientes por mí es tan grande que supera incluso las barreras de la lógica… Es como si llevaras ese estigma grabado en tus genes…

—No soy James Dorada, cabrón… —le escupo a la cara—. Soy Alexandre Sara…

Sobre nuestras cabezas vuelan unidades de seguridad aéreas y las minúsculas cámaras autónomas de Media Sinsonte, grabándolo todo para la posteridad bajo la clara luz de las hordas de luminarias que prenden el cielo. Los ojos de media galaxia están fijos en nosotros. La grada que bordea la plazoleta del puerto espacial está rodeada por un cordón formado por una combinación de fuerzas privadas de Bodyline Enterprise y las fuerzas de la Zone. Más allá del cordón se agita una muchedumbre enloquecida. Empujándose unos a otros en su intento por alcanzar la mejor posición posible para contemplar cómo el mayor megalómano de la historia de la humanidad humilla a aquel que prometía traer la ruina sobre su reino. Muy probablemente los cabrones del departamento de marketing de Bodyline Enterprise se estén frotando las manos.

A pesar de que el ingenio mortal que guardaba mi talón haya sido retirado y desarmado, en el horizonte de mi mirada continúa la cuenta atrás:

Una hora veinticuatro minutos once segundos.

—Sí… —dice Ethan Lárnax con su voz aflautada después de largo rato en silencio, cavilando. Su aliento me salpica, acompañando cada palabra suya con un aroma de menta y canela bajo el cual se oculta un poso rancio de podredumbre—. Tienes razón… Realmente no importa quién seas, lo que de verdad importa es el papel que asumes en mi historia… Eres mi Némesis: a eso se reduce todo, eres la fuerza oscura a la que tengo que derrotar antes de poder soñar siquiera con alcanzar mi glorioso destino. Mi Némesis… —la locura campa en sus ojos, una locura siniestra y negra que reverbera en mi ánimo de tal forma que la veo gemela a mi propia locura, a la ciega e irracional ansia que me ha llevado hasta aquí—… por eso, y sólo por eso, serás recordado… Adiós… —dice—. No volveremos a vernos…

Se levanta y mi impulso de saltar sobre él es cortado en seco por dos culatas que golpean como pistones contra mi espalda. Caigo hacia delante sobre el suelo blanco de la plazoleta y mi caída es punteada por una llovizna de sangre.

La muchedumbre grita y se agita como un ente vivo, voraz. ¿Pide mi sangre o me pide que me levante y luche? ¿Tiene importancia? ¿Importa acaso el carácter de la excusa que nos impele a la violencia? ¿Acaso hay una excusa válida que la justifique? Desde atrás me toman por las axilas y me levantan en volandas. Dos colosos de metal cromado me arrastran como a un trofeo de caza. La multitud grita, aulla, patalea. La multitud se aprieta contra el cordón de segundad y los modelos de combate de Bodyline Enterprise y la Zone activan sus campos de contención y golpean a diestra y siniestra con sus varas de shock. Las descargas eléctricas hacen retroceder a la muchedumbre pero no acallan el inmenso rugido de sus gargantas.

Sólo los seguidores del Alma Antigua permanecen tan inmóviles en la confusión como el bosque de finas torres que rodea la plaza, contemplándome silenciosos y expectantes, ajenos a las acometidas y a los empujones.

Ethan Lárnax levanta las brazos y saluda al público, tanto al que grita y empuja como al que asiste al mismo, sin aliento, desde el interior de sus propias cabezas o en la seguridad de sus casas. La mayor parte de las cámaras deja de revolotear a mi alrededor para centrarse en el demonio que controla los designios de la humanidad.

Habla aunque yo no puedo oírle. El público ruge. El público lo jalea —¿o es a mí?—. El público se retuerce y se agita como si fuera un océano que ansia la tempestad. Ethan Lárnax me señala y el griterío se multiplica.

Uno de los soldados que me sujetan acerca su rostro hocicudo y brillante a mi oído y, entre la estática y el ruido que evita que cualquier cámara cercana grabe sus palabras, me susurra:

—Vas a morir, cabrón. Te tenemos preparada una muerte gloriosa… Espera y verás…

Y yo le contesto:

—Una hora, diecinueve minutos y treinta segundos para tu puto funeral…

Me zarandea, se ríe ante lo que cree una bravata y me arrastran hacia una de las naves de transporte que, ante nuestra cercanía, despliega sus compuertas laterales como si de alas verdinegras se tratase. Hay toda una dotación de Bodyline Enterprise aguardándome en el interior. Son nuevos modelos Términus, medio metro de alzado superior al modelo antiguo y quince veces más potentes.

Lanzo una última mirada hacia la multitud que se agolpa tras el cordón de seguridad, los campos de repulsión activados son vibrantes escudos traslúcidos que no me impiden ver sus rostros. En mi interior los nanocirujanos dan cuenta de mis heridas, me los imagino como diminutos doctores vestidos de blanco correteando vertiginosos por los oscuros recovecos de mi cuerpo, cosiendo y sajando, anestesiando e inyectando coagulantes allí donde es preciso, todo ello bajo una frenética luz roja de emergencia y el aullido incesante de las alarmas. Podría desconectar mis terminaciones nerviosas y acabar así con el dolor, pero sentirlo me hace bien, me transmite la sensación de ser real y estar completo después de mucho tiempo. Como si el dolor, de una forma que no alcanzo a comprender, compensara la falta de Vincent Aurora. Si Sayed Juvenal pudiera verme ahora…

Las lecturas que se me vierten en la retina son positivas, todos los daños en mi interior son subsanables a medio plazo. Sonrío ante la chocante ironía entre ese mensaje y la implacable cuenta atrás con la que comparte la fina franja reservada en mi retina para la información de sistema.

Una hora, diez minutos y veinte segundos…

Del interior de la nave salen cuatro de los nuevos Términus en formación de combate, todos armados hasta los dientes, todos dispuestos a barrerme del mapa si hago un solo movimiento extraño, deseando en lo más profundo que lo haga para convertirme en un montón de humeante hollín y poder volver así a casa. No les hago ese favor. Moriré cuando llegue el momento, no antes. Uno de los Términus se adelanta a los demás. No va armado más que con las armas que forman parte de su cuerpo, y su color, dos tonos más oscuro que el de los otros, lo señala como capitán de escuadra. Una placa de su vientre se desliza hacia abajo con un audible plank y del compartimento que queda a la vista extrae dos pares de grilletes magnéticos y un cinturón de metal pesado que, con ayuda de uno de los que me ha llevado hasta allí, procede a colocarme, sin ningún miramiento, en muñecas, tobillos y cintura.

—Sujétale bien… —ordena al que todavía me mantiene aferrado del cuello.

El Términus oscuro activa los campos magnéticos de los grilletes y, al instante, mis muñecas se unen la una a la otra como si estuvieran soldadas; cuando pasa lo mismo con mis tobillos pierdo el equilibrio y si no caigo de nuevo al suelo es porque, por fortuna, el que me sujeta ha cumplido bien la orden. Activa también los campos del cinturón y los grilletes de mis muñecas se ven atraídos sin remedio hacia él. El golpe en mi bajo vientre es demoledor y quedo sin respiración un segundo. Las lecturas y alarmas de mi cuerpo se vuelven locas un instante para relajarse después.

Los Términus me empujan hacia el interior de la nave sin la menor contemplación, como si yo no fuera más que un saco que cargar o una inmundicia de la que tienen que librarse. Entran luego ellos, siniestros, enormes y silenciosos, ocupan sus asientos mientras yo quedo encogido en el suelo, saboreando la sangre que encharca mi boca. Todo apesta a sangre y metal.

Las puertas se cierran y capto un último vistazo del cielo surcado de luminarias y cámaras antes de que la luz rojiza del interior del vehículo reflejada en sus armaduras convierta a los Términus en demonios flamígeros. La estructura gruñe un instante cuando el piloto, un simple disco de identidad incrustado al panel de control, pone en marcha los motores. Aspiro una nueva vaharada de sangre y metal y me preparo para la brusca sacudida del despegue.