II

La mujer que entró a mi despacho, a pesar de ser ciertamente humana, tampoco parecía pertenecer a la Tierra.

En su rostro pequeño estaba el desconcierto propio de los alienígenas recién desembarcados.

Así debieron de verme mis padres adoptivos cuando fui a estrellarme con mi nave y unos cuantos meses de edad, contra doce hectáreas de maíz listo para recolectar.

Ese año tuvieron que vender su casa. Pedir prestado. Perder la mitad de sus tierras.

Pero me tenían a mí.

Debieron conservar sus doce hectáreas.

—Jana Bryson —dijo la mujer, después de un momento.

Antes de continuar, de sentarse frente al escritorio y dejarme entrar a su vida, preguntó mi precio.

Todos tenemos un precio.

El mío, por casualidad, lo divulgaba a quien me lo pidiera. Precio económico, repito.

Suficiente para ella, con una cartera de piel de plástico y doce billetes arrugados mil veces de tanto contarlos, antes de que pudiera dármelos.

Si mi trabajo fuera gratis ella no vendría aquí.

Necesitaba que hiciéramos un trato: su dinero por mi lealtad.

Hay tratos peores.

Por ejemplo, el que ella había hecho: juró amar a un hombre (Walter Farragut) por toda la eternidad. La eternidad duró 329 días.

Después él se alejó, llegaba distraído del trabajo, perdía las quincenas, ya no era amable, discutía. No le hacía el amor.

Podía ser simple stress. Las dificultades del matrimonio.

Pero ese tipo de dificultades no abarca hechos como el desconocido entrando a la casa con una escopeta a las tres de la mañana para desintegrar al gato de la familia con un disparo a bocajarro.

La mujer despertando cuando el somnoliento «miau» de Micho fue acallado por la doble descarga.

El desconcierto de no saber qué pasaba, al mismo tiempo de comprobar que estaba sola en la cama, que Farragut no había llegado a pesar de ser tan tarde. Que bien podía entrar en ese instante dando un «buenos días» somnoliento, listo para ser callado por otro disparo.

¿Qué hacer? ¿Y cómo pensar en ello cuando es claro —por los sonidos— que alguien está destruyendo a culatazos el estéreo que regaló la mamá, la televisión a plazos, el cuadro de bodas que perdía los colores por un mal fijador?

El extraño recorrió los tres cuartos de su casa golpeándolo todo.

Bryson se acurrucó en su cama, se cubrió con las sábanas, abrazó las sombras pidiendo su protección porque su marido no estaba.

El extraño llegó ante su puerta y tocó, suavemente, con los nudillos.

—Buenas noches —dijo. Silencio.

Ella escuchó un ruido metálico, dos piezas al caer. Los cartuchos. El hombre al otro lado de la puerta estaba recargando su arma. —Dije Buenas noches. Silencio.

Chasquido. El arma lista, apuntando ya.

—B-buenas n-noches —respondió ella, con una voz enferma, con el miedo apretando su garganta. —Hasta mañana. —Has-hasta mañana. Silencio.

Un sonido suave. Los percutores depositados lentamente en su lugar, desactivando el disparo. —Dulces sueños. Luego, los pasos se alejaron.

Walter Farragut llegando poco después, descubriendo la puerta destrozada, una mancha orgánica en el piso que un par de horas antes era Micho, los muebles rotos.

La reacción lógica debió ser correr hacia la recámara. Mínimo para comprobar si su estado civil actual era casado o viudo.

Pero no hizo nada.

Cuando su mujer fue a verlo estaba en medio de la sala, mirándose las manos. Eso la asustó más que los disparos. Esa nada densa en la cual estaban sumergidos.

Debieron abrazarse, decir algo, protegerse.

Él pareció no darse cuenta de que ella lo observaba. De nada más que de sus manos. No temblaban.

Después, simplemente, salió de ahí.

No recogió su saco, no tomó su portafolio: dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí. Desde entonces no había regresado. Cuarenta y ocho horas en algún punto de Rotwang.

Lo que esa mujer deseaba era algo simple: su esposo.

No respuestas, ni venganza, o protección alguna. Lo quería a él, vivo, entre sus brazos.

Aun así contó los billetes antes de dármelos.

Muy humano.

Con el tono más profesional posible le pedí sus datos, los anoté como si sirvieran de algo. El susurro de la pluma en el papel afirmaba que alguien, por fin, estaba entrando en acción.

No tenía completos los datos de su esposo: no sabía cuánto ganaba, siempre ignoró sus horarios, jamás averiguó el nombre completo de la empresa donde trabajaba.

Me trajo seis fotografías.

En cada una de ellas el hombre se veía diferente. Lo único idéntico era el nombre: Walter Farragut.

Treinta y tres años. Ingeniero químico. Casado con ella: Jana Bryson, ahora posible viuda de Farragut.

La única esperanza era yo.

De ser Bryson también habría lucido como un alienígena recién desembarcado. El mundo era demasiado oscuro para ser el planeta nativo.

Acepté el trabajo, por supuesto. ¿Por qué no? Soy inmune a las balas. Alguna ventaja debe acarrear venir de otra galaxia.

No garanticé nada, de todas maneras. No dije fechas. Sólo tomé el dinero y prometí hacer lo posible.

Lo posible siempre es poco, y la mujer y yo lo sabíamos, pero ¿qué más podía conseguirse a esos precios en Rotwang?