XIII
La .44 era un buen juguete. Ginter creyó en su realidad de inmediato.
Encontrarlo, para poner ese tranquilo acero en la nuca y susurrarle «no te muevas» no fue sencillo.
Podía haber esperado a que terminara un nuevo turno en DeCe y seguirlo hasta su casa, pero no me era posible quedarme inmóvil un día más. No cuando alguien buscaba acelerar las cosas matando gente. Tenía que encontrarlo antes de que amaneciera.
Por ello utilicé el método estándar de investigación para hallar gente: la guía telefónica.
Veintisiete Ginter.
Doce de ellos vivían en lugares impropios para un ingeniero químico con un buen sueldo. Trece fueron despertados a deshoras por alguien que se limitaba a respirar por el auricular sin decir una palabra.
Dos no contestaron.
De inmediato me imaginé casas destrozadas, Michos asesinados en la sala.
Fui volando a revisarlas.
El Ginter número 26 era un anciano que sonreía al teléfono, feliz de no levantar el auricular porque ya «no quedaba nadie vivo al que quisiera ver».
En la casa del Ginter 27 no había nadie, no existían señales de violencia, pero tenía cara de muerta. En un escritorio pude ver una colección completa de artículos de oficina robados. Todos ellos con una plaquita afirmando que pertenecían a DeCe.
—Refrigerador —dijo Damon.
—Funcionando. La comida se ha echado a perder, pero no demasiado.
—Automóvil.
—En la cochera.
—Ropa y maletas.
—Todas aquí.
—Tal vez Ginter está de vacaciones.
—¿Me creerías que puedo percibir que no ha entrado nadie en esta casa al menos en quince días?
—No vas a decirme que tienes poderes metafísicos.
—He… los humanos huelen, ¿sabes?, y el olor se desvanece poco a poco cuando no están. La casa casi no… he… no…
—Casi no apesta. ¿No ibas a decir eso?
—Casi no huele.
—Directorio.
—Espera… no. Nada. No hay rastros de él.
—Busca fotografías, huecos en el librero, alguna estantería a mano que no tenga nada, pero sobre todo cualquier cosa que hubiera alimentado el ego de Ginter: ya sabes, trofeos, premios, medallas, cosas así.
—No cuelgues.
—Tómate tu tiempo…
—Nada que se parezca a lo que dijiste.
—Ningún secuestrador se hubiera molestado en llevarse cosas para hacer sentir bien al secuestrado. Es muy posible que Ginter haya salido por su propia voluntad. Y no piensa regresar, claro está, si no ¿para qué llevarse sus cosas más preciadas?
—¿Crees que haya huido?
—No. Lo viste hace menos de cuatro días. ¿Te parecía que huyera?
—No. Se veía… casi feliz.
—Tal vez la fortuna le sonrió. Tal vez el «Evento Equis» le trajo buena suerte a Ginter. Espera… estoy dando unos datos a la computadora… espera… listo. Se tarda un poco pero esta máquina es fiable. Tengo aquí la nueva dirección de Ginter.
—¿Cómo…?
—Dejó su automóvil, ¿no?, ropa y objetos de uso diario, ¿verdad? Lo viste apenas, así que vive aún en Rotwang, ¿no? Si dejó todo eso es que tiene cosas nuevas. Nuevo auto, nueva ropa; lógicamente nueva casa. Me conecté al registro de vehículos de tu ciudad, a las cuentas recién abiertas de teléfonos celulares, a un par de inmobiliarias. Y aquí está: la dirección. Créeme, amigo mío, te ahorrarías mucho tiempo investigando si te compraras una computadora.
La casa donde vivía Ginter era mejor que la de Farragut. Indudablemente realizaba horas extra.
Más o menos como 500 horas extra al día.
Había un automóvil elegante en la entrada, y un deportivo verde esperando, y césped terriblemente caro de mantener, y cristal cortado en las ventanas.
Por supuesto que Ginter podía haber heredado todo ello, pero las coincidencias nunca lo son.
Existe un «Evento Equis» vinculado con mucho dinero y, de pronto, Ginter es rico.
Entré a su auto fundiendo la cerradura, me instalé en el asiento trasero y empecé a moverme ligeramente de izquierda a derecha a toda velocidad, convirtiéndome en un ligero borrón para cualquier vista normal.
Ginter subió, sin sospechar nada, un poco desconcertado de que la carrocería vibrara. Arrancó su costoso juguete nuevo, feliz de tocar el cuero reciente, del ronroneo de un motor excesivamente costoso. Llevaba un traje gris, indudablemente exclusivo, y un estruendoso reloj dorado. No iba a trabajar. ¿Para qué, si lo tenía ya todo?
Entonces, ese día… ¿estaba en DeCe únicamente para esperarme? Para averiguarlo puse el cañón en su nuca y dejé de moverme.
Ginter saltó.
Una cara desconocida en su espejo retrovisor. Un punto para Damon, no supo que era yo. Tal vez el arma en su nuca acaparaba toda su atención.
—No se detenga —dije.
—No sabes lo que estás haciendo —contestó.
Tenía toda la razón del mundo.
Antes de golpearlo para sacarle las respuestas tenía que pensar en un buen par de preguntas.
—No es lo que parece —dijo.
Ginter alzó la vista para que yo pudiera ver, en el espejo, lo sincero que lucía.
—Dile a Eugene —suplicó.
—¿Qué?
—Dile a Larken que no es lo que parece.
Yo fruncí el ceño, mientras trataba de pensar a toda prisa. Así que Larken tenía hombres con armas bajo su mando.
—Ellos lo sabían —dijo—, tenían mi nombre, el de Modeski… el nombre de todos los que nos quedamos en la empresa. Sabían todo: fechas, embarcos, los datos que nos cuidamos de no meter en las máquinas. Incluso la dirección de Danner. ¿Cómo se enteraron? No lo sé.
Ginter siguió manejando. Era posible ver su miedo, pero el arma en su nuca no lo redujo, no se convirtió en una víctima balbuceante.
La explicación era sencilla: lo esperaba.
Aguardó a un hombre armado durante días, seguro de que le permitirían el tiempo suficiente para tratar de dar una explicación. No era el momento de decirle que se equivocaba de hombre con un arma. Que hablara, que se disculpara. Tal vez así podría enterarme de lo que estaba hablando.
—Dijeron que si no los ayudaba iban a matarme. Eugene Larken conoce de lo que son capaces. Debes saberlo. ¡Iban a matarme!
—Pero en vez de eso te dieron un auto nuevo, ¿no?
Se puso pálido, de pronto consciente de que el aroma a cera nueva, a lujo industrial del auto era más fuerte que el tono de su sinceridad.
—No… no fue así. No me trataron de sacar nada, ¿para qué? Simplemente me dieron instrucciones a seguir. Me pagaron para que les hiciera un favor: recibir al títere. ¿Lo imaginas? Incluso tuve que comer con él. No sabes qué asco me dio. Dile a Larken que tenía toda la razón. Ni siquiera sospecha lo que es.
Al hablar de mí, existía en su rostro la expresión de aquel que va a probar por primera vez un molusco y éste se mueve repentinamente. Esperaba ver en mí un gesto semejante. ¿Los hombres de Larken sentirían lo mismo por mi persona?
—Buscaba a Farragut, ¿puedes creerlo? ¿Les gusta jugar con él? No sé qué les sucede. Pero ellos saben de nosotros. Lo saben todo.
—Empieza por el principio, exactamente, ¿qué es «todo»?
—¡La investigación! ¡Saben lo de la investigación! Me mostraron nuestras propias fórmulas. Estuvieron muy amables, casi podría decir que sonrientes. «Muy bonito —me dijeron—, estupendos resultados. Eugene Larken es un genio.» Yo les dije que no sabía de lo que estaban hablando. Ni siquiera se molestaron en contradecirme. Simplemente me dijeron que recibiera al títere. ¡Me dijeron que mencionara a Larken! ¿El títere será tan estúpido?
Aparentemente sí, porque tardé un segundo en reconocer el silbido que estaba escuchando: una señal. Ginter, protestando inocencia estaba mandando una señal.
Un silbido electrónico surgía de su muñeca, del elegante reloj que llevaba.
Podría haber hecho mil cosas. Pero decidí que ser el prisionero de ellos tal vez respondiera un par de preguntas. Pero ellos no tomaban prisioneros. El auto estalló en pedazos.
En un segundo pasé de estar detrás de un asiento de cuero, apuntándole al cuello a un mentiroso, y en el siguiente me encontraba rodeado de fuego.
Rodé por el piso. Cuando me puse de pie no quedaba nada que rescatar.
Habían detonado treinta, cuarenta kilos de explosivos. ¿Cuánto puede transportar un automóvil? ¿Qué importaba que estuviera en medio de una ciudad?
Cuando surgí de los restos aún había víctimas gritando, pidiendo ayuda, incendios, humeantes pedazos de la carrocería incrustados en muertos y paredes.
Y en medio de todo yo, sospechoso de vandalismo, incendio premeditado, posesión ilegal de explosivos, de destruir bienes del municipio como lo son las aceras pulverizadas, el asfalto hirviente, las instalaciones de desagüe, para no hablar de asesinato múltiple, terrorismo.
Menos mal que nadie vio cuándo me marché.
Fue fácil. Simplemente me moví decenas de veces más rápido que ningún humano. Fui una columna de humo que se desprendió del incendio, lengua de fuego que dobló la esquina, columna de aire desplazándose durante unas cuantas calles más, hasta la oscuridad.
Sobre mi cuerpo sólo quedaba una pátina gris de cenizas: mi ropa.
La impresión de encontrarme súbitamente desnudo hizo que reaccionara tan rápido.
Debí haberme quedado.
Tal vez mi ayuda podría haber sido de utilidad.
Pero, por lo visto, mi ayuda estaba matando a demasiadas personas.
No.
Yo no.
Ellos.