III

Siempre es necesario dejarle una tarea a los clientes, algo en qué ocupar las horas de espera.

Le pedí a Jana Bryson que fuera a vivir a otro lugar, que no le dijera a nadie dónde iba. Ella musitó el nombre de una madrina casi olvidada.

Le pregunté si su esposo sabía de esa mujer. —Sí.

—No sirve, entonces. Váyase a vivir a cualquier hotel lejos de Rotwang, visite algún viejo novio del cual nadie sepa nada.

Le pedí el teléfono de la madrina, y que la llamara cada tres días si había novedades.

De haberlas, la palabra clave sería Micho. Eso quería decir que era yo. Si alguien le dejaba un mensaje a mi nombre sin la palabra clave era una señal clara para huir de nuevo.

¿De qué? Quién sabe, pero huir es el mejor camino en estos días.

Fluir está de moda. Que cambiara de nombre, que no usara sus credenciales ni sus tarjetas, que huyera de otro hombre amable que diera las buenas noches.

La asusté.

Alguien asustado mira sobre su hombro. Se fija en los detalles, empieza a recordar… Se cuida.

Yo tardé mucho tiempo en mirar sobre el hombro. Creí que jamás iba a hacerlo. ¿Para qué? Me atropello un camión cuando niño y no pasó nada (un camión destrozado, por supuesto, yo parpadeando estúpidamente mientras el polvo se asentaba lo suficiente para que mi madre comprobara que el metal del cofre me había rodeado con el impacto, que era yo lo que había detenido el vehículo, y yo el que lo había destrozado por completo —sin querer— al no moverme. Huimos como quien rompe una figurilla en una boutique), me caí en un pozo, me metí entre las navajas de la trilladora. Eso último fue grave. No teníamos dinero para otras navajas.

Pero a mí nunca me sucedió nada.

No entonces.

Las cámaras y sus flashes estaban todavía muy lejos, los amables periodistas que ya no lo fueron conmigo, los artículos y comentarios que destrozaban lo que yo era entonces con su fría objetividad.

Aún lejana, imposible incluso, el resultado de una autopsia. El día en que llegué al tribunal y la gente se volvió a verme, llena de desprecio.

Miré la fotografía de Walter Farragut, sonriéndole confiadamente a la cámara. Tal vez también creyó que nada podía pasarle a él, nada grave.

Como él, yo estaba equivocado. Algo en común.

Farragut trabajaba en Dextroclocimentadora de Celhidrotoxinadratos. DeCe, para que el nombre no ocupara tanto lugar en las tarjetas de presentación. Sólo una empresa química podría atreverse a llamarse así.

Fui hasta ahí. Un edificio Supremo, para variar. Un nuevo edificio Supremo. Por lo visto 106 eran muy pocos. Las nuevas construcciones son vidrio, aluminio, amplios corredores. Frágiles.

Era el sitio lógico donde empezar.

Según su esposa, Farragut tenía una vida de costumbres pequeñas y constantes. No le gustaba viajar, y le costaba mucho conocer nueva gente.

Los problemas debieron de venir de cerca, de ambientes conocidos, cercanos.

Siempre creemos que lo familiar es seguro.

La mayor parte de los asesinos son familiares de las víctimas.

Matamos a lo que queremos, ¿no?

¿Quién quería a Farragut en su trabajo?

En cuanto llegué me reconocieron: el extraterrestre detective. No parecían impresionados. Yo ya no representaba nada. Ningún símbolo me abría paso, no me cobijaba bajo ningún emblema. Aunque lo hubiera hecho, ¿quién cree en símbolos?

Sólo supieron que llevaba los zapatos sucios, que mi sobretodo necesitaba una buena lavada o un fuego misericordioso. Creyeron que mi ropa me representaba.

No los culpo: yo creí lo mismo de ellos.

Pulcros trabajadores de batas blancas y lentes cuidadosamente limpiados, que cuando no estaban tecleando una computadora sostenían una tablilla de notas en las manos. Todos jóvenes. La jubilación se encontraba demasiado lejos.

Me llevaron por oficinas descoloridas, bajo neones que ocultaban que Supremo seguía haciendo unos edificios deficientes. Llegamos a un laboratorio y a un hombre de apellido Ginter que me miró como un espécimen.

—¿Cuánto cobra por su cuerpo, señor K.? —preguntó. —¿Haciendo qué? —Por su cadáver.

—Si cobrara por él, ¿cómo podría recoger el dinero?

—¿Ha pensado donarlo a la ciencia?

—No.

—Debería pensarlo.

—Lo pensaré. ¿Conoce a Walter Farragut?

—Sí.

Silencio.

Mal asunto. Estaba a la defensiva. Generalmente los mejores datos los dan cuando no se les pregunta nada. Lo cual es una suerte. Nunca sé qué preguntar.

—¿Sabe si tenía problemas?

—¿Quién no los tiene?

—¿Problemas de trabajo?

—No.

—¿Cuál era el trabajo de Farragut?

—Variado. Depende. Generalmente investigación.

—¿Qué investigaba?

Sonrió. Mal, pero sonrió.

—A la tabla periódica.

No pude sacar más de él. No importa. Me permitieron vagar por los laboratorios con entera libertad. ¿Por qué no? Podría haber abarcado el lugar con mi visión calorífica y haber modificado un millón de reacciones químicas en marcha. Mejor nombrarme una edecán que, además, cuidaba que no fuera a romper nada.

El espacio de Farragut se resumía a una oficinita, tres laboratorios a su cargo, una computadora personal y acceso a la Red de Datos del consorcio que le compró a Supremo un edificio.

DeCe. Nada de Dextroclocimentadora de Celhidrotoxinadratos. Simplemente DeCe impreso en todas partes, en los gafetes de identificación, pequeñas placas adheridas en los muebles y las computadoras.

Todo reluciente, limpio, brillante. Como si un excelente servicio de mantenimiento dijera algo de la productividad.

Estaba ubicada en el centro financiero de Rotwang, rodeada de bancos y empresas inmobiliarias, del acero y aluminio de la prosperidad.

Mucho dinero.

Pero la esposa de Farragut tenía una cartera de plástico. ¿Pagaba mal DeCe, o Farragut necesitaba su capital para otro asunto? ¿Qué otro asunto?

En el organigrama que estaba colgado en la entrada Farragut ocupaba una rama no particularmente importante, uno de doce nombres. Ni siquiera completo: W. Farragut.

D. Ginter ocupaba un puesto similar, una ramificación idéntica. /. Hollenbeck era el superior inmediato. No estaba.

Su secretaria me dijo que había salido a comer. Prometí regresar después.

Por ello me gusta ser detective: nunca hay prisa.

Ginter, a pesar de sus ojos inquisitivos y su morbosa bata blanca me invitó amablemente al comedor de los empleados.

Como en estas épocas nadie regala nada si no es por algún motivo, acepté. Quería ver qué deseaba ese hombre de mí.

El comedor imitaba un estilo rústico, efecto arruinado por las cámaras de vídeo en las esquinas del cuarto, agazapadas, observando.

Demasiadas, bastaban para quitar el apetito: el registro para la posteridad de seis ángulos distintos de cómo se puede morder un bistec medio crudo.

Todo el lugar, los pasillos, las oficinas, los ascensores estaban llenos de ojos de cristal.

Ginter atacó su comida sin importarle.

Me miraba como una séptima cámara. Supe entonces qué deseaba de mí.

Miren comer al alienígena.

Cómo toma sus cubiertos, estira su servilleta, corta trocitos de comida, mastica doce veces sus alimentos, toma civilizados sorbitos de agua, se limpia la boca educadamente.

Miren cómo el extraterrestre se contaminó de los buenos modales de la tradicional familia campesina que lo crió.

Me observaba como se ve a un perro que hace un buen truco.

—¿Qué hace con los alimentos? —preguntó mirando su tenedor.

—Me los como.

Se volvió a verme.

—Lo sé, quiero decir ¿qué hace su estómago con ellos?

—Se los come.

Sonrió.

—Sé que usted es invulnerable. Hizo una vez una demostración en la que detuvo doce balas con el pecho. —Era joven.

—Detuvo un tren con una mano. —Deseaban deshacerse de ese tren.

—Parece fuerte, como si viniera de un planeta que fuera más denso que el nuestro, con más gravedad. —Tal vez.

—Pero, entonces, si es nativo de un mundo así, ¿por qué luce como un terrestre normal? —¿Mala suerte?

—Demostró que posee una fuerza inusual. Que es invulnerable. Su estómago deshace completamente los alimentos, ¿verdad? Sus ácidos digestivos son tan poderosos con nuestros alimentos terrícolas que los volatizan, ¿no es cierto? Eso quiere decir que no puede alimentarse con ellos. Que no hay un ciclo alimentario. Deducción: al no existir un ciclo alimentario usted no excreta, ¿no es así? Disculpe la pregunta, pero ¿tiene usted ano, utiliza su pene para orinar?

No quise hacerlo pero me puse rojo. Intensamente rojo. Mi madre me había enseñado que hay ciertos temas que nunca se tratan con extraños, en público, en un comedor comunal, bajo los ojos transparentes de seis vídeos. Como si uno caga o no.

—Eso es un asunto personal.

—La vida de Farragut también, ¿no cree?, y sin embargo la investiga. Yo también investigo, es nuestro trabajo. ¿Por qué se ofende?

Mastiqué lentamente, sin apartar los ojos de su cara, como dándole tiempo a que dedujera qué pasaría si un ser invulnerable y sumamente fuerte decidiera que estaba furioso con él.

Me miró inocentemente esperando una respuesta.

—No excreto —dije.

Eso lo puso feliz. Era un genio.

—¿Y el ano?

—Esta ahí. No quiero hablar de ello, ¿de acuerdo? —De acuerdo.

Dejó pasar treinta segundos exactos. —Entonces ¿qué come?

—Si se acuerda de las balas en el pecho y lo del tren, sabe qué como. —Los periódicos afirmaban que comía luz. Fotófago. Se alimenta de la radiación de nuestro sol amarillo. —Algo así.

—Pero… ¿es cierto? Quiero decir, si usted de veras tiene un ciclo alimentario fotosintético debería tener una gran superficie receptora, ¿no? Debería parecerse a un girasol gigante.

—Posiblemente aprovecho mejor la luz que un girasol. ¿No cree?

—Pero, aun así… ¿por qué se parece tanto a los humanos? No debería: no somos fotosensitivos.

—¿No ha pensado que, tal vez, aún no saben cómo serlo? Posiblemente el siguiente paso en su evolución sea convertir su piel en fotorreceptora.

—El negro es el mejor color para ello… Entonces ¿por qué…? —¡No lo sé!

Me miró a los ojos, sorprendido del tono de mi voz. Después, un chirrido metálico hizo que viera mis manos. Para ser un científico tardaba en comprender los datos. Datos sencillos.

El acero de los cubiertos es excelente para estrujar, como quien no quiere la cosa. Si los doblara no sería tan impresionante como lo es licuarlos.

Dejé que imaginara que fueran sus huesos.

—Deberá pagar ese tenedor —dijo, muy tranquilo.

Me levanté, y dejé un billete arrugado en la mesa. No debería haberlo hecho, pero mi padre me enseñó a que si rompía algo, mi deber era reponerlo.

Ginter me alcanzó antes de que llegara a la salida. Pensé que me iba a decir que el billete no alcanzaba.

—Disculpe —dijo, con el mismo tono con el cual da uno la hora.

—No hay problema —respondí, aunque sí lo había. Fantasmas bajo la superficie, agitándose al ritmo de sus preguntas.

«Entonces ¿por qué…?»

El tono despiadado del tribunal, de los periodistas, la curiosidad que no busca más que satisfacerse a sí misma. Una forma de comprobar lo extraño que es uno, lo distinto. Lo patético.

Caminamos hacia la salida, sin decir más.

Ginter me despidió con un apretón de manos. Miró demasiado fijamente mis dedos. Antes de irse me dio un último dato.

—Farragut tiene un amigo fuera de la corporación, ¿sabe? Un tipo llamado Larken, Eugene Larken, que le habla de vez en cuanto. Yo estaba una vez que le pasaron una llamada. Se trataban como grandes amigos. Ya sabe, el tipo de persona a la cual le cuentas todo, el que sabe los secretos que ni siquiera la esposa conoce. Era raro escuchar a Farragut tan relajado. A pesar de ser un buen investigador, Farragut no sabe tratar a la gente. Se aleja de ella. Pero no de Eugene Larken. Si alguien sabe qué le pasaba, es él.

—¿Sabe dónde trabaja?

—No.

—¿Sabe dónde se veían? —No.

—¿Farragut apostaba?

—Sólo a que el argón podía usarse como catalítico… perdón, chiste de empresa. No creo. Era demasiado bueno con las estadísticas. —¿Drogas?

—¿En DeCe? Nos controlan más que a deportistas. Piensan que un científico drogado podría hacer volar su edificio.

El tono con el que lo dijo daba a entender que la desaparición de un edificio Supremo no era mala idea.

No añadió más. Con eso limaba cualquier aspereza. Dato por dato.

En números redondos había dado más información sobre mí, que la conseguida sobre Farragut.

Con lo que cobro es lógico deducir que no soy un buen detective.