Capítulo 20

Jago alzó la vista para contemplar la fachada del Número 13 de Castle Street.

—¿Por qué aquí?

—Es la dirección escrita en el trozo de papel que encontré en el chaleco de Sawney. Creo que se trata de la casa del antiguo mentor y héroe de Hyde: John Hunter. El boticario Locke me contó que Hyde había vivido aquí en su época de estudiante. Hunter solía impartir clases de anatomía en su residencia, por tanto, Hyde habría dispuesto de todo lo necesario para su carnicería. Sawney debía de haber traído a Molly Finn aquí; es por eso por lo que se rió al llamarte amo y señor del castillo.[6]

—No hay luces encendidas —apuntó Jago. Sus ojos se fijaron en las contraventanas cerradas y en el puente levantado—. ¿Qué querría de Molly Finn?

—No lo sé —contestó Hawkwood—. Eso es lo que me preocupa.

Jago sacó la ganzúa del bolsillo y lanzó a Hawkwood una mirada irónica.

—Asesinato, incendio premeditado y allanamiento de morada. ¿Nadie te ha dicho nunca que tienes una forma un tanto extraña de hacer cumplir la ley? Toma, sostén esto.

—Limítate a abrir la maldita puerta —replicó Hawkwood cogiendo la linterna que le pasaba Jago y desenfundado la pistola de Hopkins que llevaba en el cinturón.

Molly Finn fue despertándose lentamente. Sus párpados caían pesados e insensibles. Intentó levantar la cabeza, lo cual le resultó prácticamente igual de difícil; y cuando trató de mover los brazos y las piernas, era como si un enorme peso los estuviese presionando. Cada gesto le suponía un esfuerzo colosal. Quiso abrir la boca para hablar, pero lo único que consiguió fue tragar a duras penas notando un extraño sabor en el fondo de la garganta que no podía identificar.

Vio que la habitación estaba iluminada por velas; sin embargo, todo era borroso. Era como mirar a las estrellas a través de unos visillos negros. Tenía la sensación de que era una habitación amplia y su primer pensamiento fue que debía de estar en una iglesia o una capilla. Intentó recordar cómo había llegado hasta allí, empero, su mente se convirtió en un revoltijo de pensamientos vagos y confusos. Trató de concentrarse; sin embargo, sólo conseguía empeorarlo. Las llamas de las velas comenzaron a danzar y brillar a su alrededor. De repente, empezó a girar toda la habitación. Decidió que era mucho mejor permanecer con los ojos cerrados; en cambio, al hacerlo, tenía la sensación de estar deslizándose. Cuanto más luchaba contra ello, más cansada se sentía. Después de todo, lo más fácil era sucumbir. A decir verdad, cuando finalmente llegó el sueño experimentó un sentimiento de alivio.

—Parece que nos hemos equivocado —sentenció Jago con la voz llena de rabia mientras miraba a su alrededor.

La pistola de Samuel Ragg bailaba floja entre sus dedos.

Habían inspeccionado las dos habitaciones que comunicaban con el vestíbulo: eran oscuras, frías y sin nada en su interior. Las diminutas flechas de difusa luz de luna que se filtraban oblicuas a través de las pequeñas aberturas y agujeros de las contraventanas, no revelaban ninguna señal de que hubiera sido habitado hacía poco. El aire olía a polvo y abandono.

Hawkwood permaneció callado. Estaba tan seguro de que la respuesta la encontraría allí… Y en cambio, nada hacía pensar que hubiera alguien en la casa, excepto ellos dos. Se paró a los pies de la escalera y miró hacia el descansillo de la primera planta. Lo único que podía ver era un oscuro hueco. Extendió la mano y dijo:

—Pásame la linterna.

Habían recorrido la mitad de los escalones cuando Jago se detuvo.

—¿Hueles eso?

Hawkwood ya lo había notado. Era el mismo olor que emanaba de las cubas y de las mesas de trabajo en la bodega del Perro Negro. De golpe, sintió un terror incontrolable. Era como si la casa hubiera empezado a acorralarles.

La primera planta también estaba deshabitada. La mayor parte la ocupaba una amplia habitación con filas de estanterías vacías. Junto a una de las paredes descansaba un antiguo baúl de madera en cuyo interior había algunas cajas de cartón y una colección de tarros de vidrio sin contenido alguno.

El olor iba haciéndose cada vez más intenso a medida que subían. Jago fue el primero en utilizar el pañuelo que llevaba al cuello para taparse la nariz. Cuando llegaron al segundo piso, el hedor ya se les había instalado en el fondo de la garganta. Se detuvieron frente a una puerta cerrada. Del interior les llegaba una penetrante fetidez.

Hawkwood giró el picaporte y empujó.

—¡Cielos Santo! —exclamó Jago.

Cuando Molly abrió los ojos por segunda vez, parecía haber cambiado poca cosa. Todavía se sentía capaz de dormir durante cien años y el extraño sabor en la parte posterior de la garganta rehusaba marcharse.

El colchón estaba duro como una tabla. También tenía frío. Aún podía distinguir el resplandor de las velas, centenares de ellas, dispuestas a lo largo de la habitación. Sus ojos trataron de penetrar en la oscuridad circundante. Se percató de que las paredes tenían una curiosa forma curvada; hasta el punto de que parecían subir en espiral en dirección al techo. Era una sensación de lo más rara.

Se disponía a retirar la sábana, cuando se dio cuenta de que seguía sin poder mover los brazos y las piernas. Su primera reacción fue gritar, en cambio, sólo consiguió emitir un seco carraspeo. Hizo un esfuerzo por incorporarse; sin embargo, mientras más lo intentaba, más difícil resultaba. Sus fuerzas fueron mermándose progresivamente hasta que al final, exhausta, sintiéndose tan indefensa como un gatito, Molly se dejó caer y cerró los ojos.

Se sobresaltó al oír un ruido. Las velas todavía seguían encendidas; podía verlas parpadeando tenuemente y oler el sebo, habría vuelto a adormecerse, imaginó, o quizás se había desmayado. De ser así, ¿durante cuánto tiempo? Hacía mucho frío, y el ambiente se iba haciendo más gélido por minutos. Estaba temblando, con lo que alzó las manos a fin de subirse la sábana un poco más; no obstante, fue incapaz de realizar esa simple maniobra. Las paredes describían también un extraño movimiento; giraban a su alrededor como la peonza de un niño.

Volvió a oír el ruido que no tardó en reconocer pese a su estado de confusión: pasos sobre un suelo de madera. Mientras trataba de localizar la proveniencia del sonido, una oscura silueta emergió de las sombras más allá de la claridad de las velas y avanzó lentamente hacia ella.

Hawkwood examinó la cabeza; parecía ser de algún tipo de mono. Estaba metida en un bote, sobre una estantería. Daba la impresión de que los ojos del simio estaban a punto de abrirse, lo que hacía pensar que el animal dormía cuando le cortaron la cabeza. Aún estando llena de arrugas, la cara parecía extrañamente joven. Estaba coronada de un extravagante casquete de fino pelo rojizo.

El tarro era uno de los muchos tantos que poblaban las estanterías a lo largo de toda la pared a mano derecha. Había todo tipo de formas y tamaños, cada uno con su etiqueta. Todos y cada uno de ellos —observó Hawkwood— contenía un líquido turbio donde flotaba suspendido, cual insecto atrapado en ámbar, un desconcertante muestrario de objetos. Había lagartijas con dos colas o crías de cocodrilos saliendo del huevo. Según las etiquetas, otros contenían cerebros de ciervos, cabras, perros; ojos de leopardo; testículos de carnero; fetos de cerdos, gatos, ratones, serpientes; crías de tiburón y pollos de dos cabezas… Allí había toda clase de rarezas y anormalidades.

En cambio, no fueron las aberrantes partes de animales las que atrajeron la atención de Hawkwood. No era cirujano, aunque siendo soldado había visto a muchos trabajar y había padecido y disfrutado de sus cuidados. De igual manera, como runner se había codeado con los cirujanos al servicio del juez de instrucción, como McGregor o Quill; por tanto, estaba familiarizado con algunos de los aspectos más espantosos de su trabajo. Así pues, sabía qué era lo que tenía ante sus ojos: partes de seres humanos.

La mayoría de los especímenes parecían ser órganos internos, o al menos eso ponía en las etiquetas: corazones, hígados, tripas, riñones… la lista era interminable. Algunos de los contenidos eran fácilmente identificables, como los intestinos, que guardaban una curiosa semejanza con una piel de salchicha hueca. En cuanto a los otros, sólo podía hacer conjeturas. La capa de polvo sobre los tarros y la tinta semiborrada de las etiquetas indicaban que llevaban un tiempo en las estanterías. El sellado de algunos de los tarros se había podrido permitiendo que pasara el aire y se evaporara el líquido del interior. Hubiera lo que hubiera en el interior de los deteriorados tarros se había desintegrado hacía mucho, por lo que ya no guardaba ningún parecido con su forma originaria. Debajo de las estanterías había aproximadamente una docena de tarros rotos cuyo contenido se había derramado por todo el suelo. Resultaba difícil distinguir los vestigios de sus desecados contenidos de las cagaditas calcificadas de los roedores esparcidas por las tablas del suelo.

—¿Qué demonios son estas cosas? —susurró Jago.

—Preparaciones —contestó Hawkwood recorriendo la habitación con la mirada.

Dada la oscuridad reinante, no se había percatado de lo amplio que era el cuarto. Pensó que, probablemente, habían quitado uno de los tabiques con objeto de agrandar el espacio, al igual que en la planta baja. Había más estanterías en la pared de enfrente con otra colección de tarros. Una mesa rectangular ocupaba el centro de la habitación. Se acercó hacia ella y advirtió que sobre la misma había lo que parecía una tabla de carnicero y una serie de recipientes de mayor y menor profundidad. Sobre la tabla había algunos utensilios que le resultaban familiares: herramientas de mano. No obstante, no eran como los aparejos de carnicero encontrados en la bodega del Perro; éstos eran mucho más refinados. En cualquier caso, ya los había visto antes, en las manos del cirujano Quill. Eran instrumentos médicos.

Sus ojos barrieron la superficie de la mesa. Tardó un rato en percatarse de la diferencia entre la mesa y los especímenes de las estanterías a sus espaldas: no había polvo.

Algo salido de la nada le tocó el brazo. Molly dio un respingo.

—Se le está pasando el efecto —dijo una voz—. Está despertándose.

Al oír estas palabras y darse cuenta de que había dos personas con ella en la habitación, le asaltó el recuerdo de su suplicio a manos de los Ragg, y con él le sobrevino el pánico. Volvió a ver las lascivas caras de los Ragg, a sentir su fuerza bruta, oler sus sucios cuerpos pestilentes, ácidos como el vómito, mientras se turnaban con ella. Recordó igualmente su vergüenza por no resistirse a tal degradación con la vana esperanza de no sufrir mayores tormentos, consciente en todo momento de que eran hombres sin piedad, hombres que obtenían placer de la humillación infligida a los demás. En ese instante, al sentir las manos sobre su piel, Molly supo que estaba a punto de padecer más de lo mismo, pero esta vez no iba a entregarse sin dar guerra.

Cuando se disponía a dar golpes a diestro y siniestro, sus brazos y piernas se negaron a obedecer; era como si no le pertenecieran. Sintió cómo retiraban la sábana de su cuerpo. Miró hacia abajo y de inmediato comprendió por qué tenía tanto frío: estaba desnuda.

En ese preciso momento le invadió un auténtico pavor. Intentó chillar, pero una vez más sólo consiguió emitir un débil carraspeo.

Unas fuertes manos la agarraron por los hombros, presionándola hacia abajo.

—Sujétala —ordenó la voz.

Molly notó cómo le inmovilizaban las piernas; luego los brazos. Estaban amarrándole las muñecas y los tobillos con algún tipo de atadura. Giró rápidamente la cabeza a un lado y reparó en las gruesas correas de piel y en la fuerza con que las estaban ajustando.

Molly se dio cuenta de que no la estaban atando a una cama, sino a una mesa. Siguió resistiéndose, pero cuanto más luchaba, más le ceñían las correas. Quedó sujeta en un abrir y cerrar de ojos, paralizada; entonces, vio por primera vez el resto de la habitación percatándose aterrada de que no se trataba ni de una iglesia ni de una capilla.

La verdadera índole de la situación en que se hallaba atravesó a Molly como una flecha directa al corazón. Miró a su alrededor horrorizada. Oyó una voz quebrada que parecía provenir de muy lejos y que reconoció vagamente como la suya susurrando: «¿Voy a morir?».

La contestación, cuando llegó, fue formulada con suavidad y una calma tranquilizadora, casi afectuosa.

—No, querida. vivirás para siempre.

Los alaridos de Molly Finn ya resonaban en la habitación antes de que Titus Hyde situara el filo del escalpelo sobre el canal que formaban sus pálidos pechos. A continuación, con la mínima presión, deslizó la hoja a lo largo del esternón.

Hawkwood oyó maldecir a Jago entre dientes. Se giró y siguió su aterrada mirada clavada en el techo.

Huesos; demasiados para poder contarlos, suspendidos de una fila de ganchos sujetos a las vigas como murciélagos marchitos en una oscura cueva. Fémures, peronés, costillas, huesos pélvicos, huesos de los pies, del antebrazo; muchos con sus correspondientes manos y dedos, ennegrecidos por el paso del tiempo y el hollín de las velas, colgaban junto a clavículas y columnas vertebrales, algunas de las cuales aún conservaban restos de músculo y lo que tal vez eran jirones de carne seca desde hacía mucho.

Hawkwood apartó la mirada. La segunda colección de tarros más cercana tampoco parecía estar cubierta de polvo. El líquido de su interior estaba mucho más limpio que el de los recipientes al otro lado de la habitación. Recordó las palabras de McGrigor quien le aseguro que el conservante por excelencia era el espíritu de vino. Hawkwood no tenía la menor intención de dar un sorbo para comprobarlo. La transparencia del líquido permitía ver el contenido con claridad. Trató de recordar qué partes habían sido extraídas de los cadáveres de Saint Bartholomew y del cuerpo encontrado sobre el Fleet. Por el color y la consistencia de la solución, no cabía duda de que los órganos de esos tarros habían sido añadidos a la colección hacía mucho menos tiempo.

—Ya he tenido suficiente —dijo Jago blanco como la cera—. Además, no estamos más cerca de encontrar a Molly Finn ni a tus malditos matasanos.

—No, pero los hijos de perra han estado aquí.

Hawkwood se volvió y se encontró hablando solo. Dejó a sus espaldas la habitación y su horripilante atrezo, y descubrió a Jago frente a una de las dos puertas al otro extremo del estrecho rellano.

A primera vista la habitación no era distinta de las otras que habían inspeccionado: pintura descascarillada, suelos sin enmoquetar, ventanas entabladas. En cambio, había un colchón; y encima un montón de ropa de cama sucia. Junto al colchón había una mesa pequeña sobre la que descansaban una palmatoria y algunas cerillas de azufre. Apoyada en la pared se encontraba una mesa más grande con una palangana desconchada y un jarro. Al fondo de la palangana brillaron algunas diminutas gotas de humedad bajo la luz de la linterna. Echó un vistazo a la chimenea. El hogar estaba lleno de ceniza.

Hawkwood se inclinó sobre la pila de ropa de cama. Se enderezó con unas enaguas en la mano.

Un grito de mujer desgarró la noche.

—¡Virgen Santa! —exclamó Jago girando sobre sus talones.

El alarido parecía provenir de debajo de ellos. A éste le siguió un segundo de igual intensidad, y otro a continuación, ambos en un lapso muy corto. Para entonces, Hawkwood ya había soltado las enaguas y corría hacia las escaleras pisándole los talones a Jago.

Habían recorrido la mitad de los escalones cuando los gritos cesaron bruscamente. Hawkwood no sabía qué era más inquietante, si los alaridos o el extraño silencio que le sucedió.

Jago se volvió hacia él como loco.

—¿De dónde demonios viene? ¡Maldita sea, hemos mirado por todas partes! ¡Aquí no hay nadie!

Jago tenía razón. Habían mirado.

Y entonces, justo al poner el pie en la planta baja, Hawkwood lo vio.

—¡Allí!

Jago lanzó imprecaciones. Había otra puerta inmersa en las sombras bajo las escaleras, casi oculta a la vista. Tanto a uno como a otro se les pasó por alto en el primer reconocimiento.

Conducía a otra habitación, reducida y sin ventilación, pero con señales de haber sido recientemente habitada: sobre una mesa reposaba una botella vacía de Madeira y algunas tazas, así como varias hojas de periódicos desperdigadas. Detrás de la mesa había una abertura que comunicaba con la parte de atrás de la propiedad. Hawkwood empezaba a darse cuenta de que la casa era como una madriguera de conejo. Se deslizaron por el hueco agachados y de nuevo se encontraron en otra habitación estrecha. Una fila de perchas jalonaba una de las paredes. El único elemento reseñable del mobiliario era un antiguo escritorio de madera.

Ambos lo vieron al mismo tiempo: una débil franja de luz filtrándose por debajo de una de las paredes del fondo.

Tras recibir un silencioso asentimiento de Jago, Hawkwood tiró de la puerta con fuerza.

Era de proporciones más reducidas que la sala de operaciones del Guy, sin embargo, la distribución era prácticamente idéntica: filas de banquillos en forma de gradas semicirculares que ascendían hacia el techo. En el centro del anfiteatro, rodeados por la luz de cientos de velas, había dos hombres en mangas de camisa y con delantales manchados de sangre inclinados sobre una mesa oval. Entre ambos yacía el cuerpo desnudo de una joven.

Al oír el sonido de pasos, los dos hombres se giraron con los rostros petrificados de asombro.

—Se acabó, coronel —sentenció Hawkwood—. Suelte el cuchillo y apártese.

Titus Hyde permaneció completamente inmóvil.

Hawkwood lanzó una mirada al compañero de Hyde.

—Eso también va por usted, cirujano Carslow —Hawkwood levantó la pistola—. Es una orden, no un ruego.

Los dos hombres se retiraron lentamente. A Jago se le cortó la respiración cuando el cuerpo sobre la mesa quedó a la vista.

La mitad inferior del torso de la mujer estaba cubierto por una sábana. Si lo habían puesto con la intención de preservar la honestidad de la víctima, el gesto llegaba demasiado tarde. En una escena casi calcada a las autopsias del cirujano Quill en el depósito de cadáveres, Hawkwood advirtió que habían abierto de un tajo el pecho de la muchacha. Estaban a punto de levantar la carne a ambos lados de la incisión. Si por los gritos aún no se había percatado, ahora Hawkwood no necesitaba confirmación alguna: ya no se podía hacer nada por Molly Finn. Sin vida, el joven rostro de la chica, ribeteado por una melena de cabellos rubios, parecía increíblemente sereno. Sin duda, su expresión contrastaba por completo con el miedo y el terror que debió de haber sentido momentos antes de que el escalpelo de Hyde la seccionara. Sin decir palabra, Hawkwood cubrió el resto de su cuerpo con la sábana.

Su atención se centró en la segunda mesa y en el objeto que descansaba encima, igualmente tapado por una sábana. Hawkwood la retiró con cuidado y se encontró mirando el interior de una especie de artesa de metal de poca profundidad llena de un líquido meloso. Inmerso en el líquido había otro cuerpo.

—Hermosa, ¿no le parece? —dijo Hyde.

Su voz dejaba traslucir cierto orgullo.

Puede que fuera bello otrora, imaginó Hawkwood; quizás en plena flor de la vida. Conservaba los brazos, piernas y pechos, y se trataba indudablemente de una mujer; sin embargo, «hermosa» no era la palabra que hubiera usado para describir lo que tenía ante sus ojos. La carne tenía aspecto de cera derretida. Los retazos unidos con puntadas, claramente visibles a lo largo de los brazos, muslos, caderas y frente, indicaban las zonas donde habían trasplantado los fragmentos de piel extirpados a los cadáveres de Saint Bartholomew. Habían hecho una incisión y doblado la piel a la altura del esternón, siguiendo el mismo procedimiento que precisamente Hyde estaba utilizando con Molly Finn cuando lo interrumpieron. En cambio, mientras que el rostro de Molly Finn aún reflejaba el color y la frescura de la juventud, el de aquel cuerpo parecía tener mil años. A Hawkwood le hizo pensar en la cabeza de mono que había visto en uno de los tarros de la planta de arriba.

En el suelo de la sala de operaciones, junto a la segunda mesa, había un grupo de objetos cilíndricos, una docena en total, cada uno aproximadamente de la altura de medio hombre. Eran columnas de discos metálicos. El extremo superior de cada pila estaba conectado a la siguiente más cercana por un hilo de cobre. No hacía falta que nadie le explicara a Hawkwood lo que tenía enfrente: era una batería eléctrica.

Hawkwood tragó bilis y se giró.

—¿Realmente cree que puede hacer milagros, coronel?

Hyde alzó sus manos teñidas de sangre.

—Con éstas, sí.

—Coronel, usted no es Dios.

—No, soy cirujano.

—¿Y que le da derecho a cometer asesinato? Pensé que los médicos prestaban algún tipo de juramento.

—Es mi hija. Me la arrebataron. Tengo el poder de devolverla a la vida. Puedo reconstruirla de nuevo y volver atrás en el tiempo.

—¿Hija? Ella no es su hija, coronel, y nunca lo será. Ni siquiera estoy seguro de que pueda hablar de «ella» para referirse a esa cosa. A propósito, así solían llamarlos los alzamuerzos: cosas. Ahora es tan sólo piel y huesos y cualquiera que sea el fluido en el que está embalsamada. ¿Piensa que es hermosa? Qué Dios le ayude. Molly Finn era hermosa, antes de hacerle una carnicería. ¿Qué demonios pretendía, Hyde? ¿Qué le había hecho esa pobre chica? Santo cielo, ha matado a tres personas, ¿para esto? ¿Un saco de huesos en una bañera? Definitivamente, usted no está en sus cabales.

Hawkwood se giró hacia el compañero de Hyde.

—Me pregunto cuáles son sus motivos, cirujano Carslow.

—Usted no lo entiende —replicó Carslow.

—¿Ah no? Bueno, quizás pueda iluminarme. Sabía que alguien debía estar ayudándolo y tenía que ser alguien con dinero; y usted, Carslow, tiene más dinero que Dios. ¿Y así es cómo elige gastarlo?

Hawkwood se volvió de nuevo a Hyde.

—Aquí su amigo me contó que nunca le había visitado en Bethlem, pero eso no les impidió seguir manteniendo correspondencia, ¿me equivoco? ¿Qué hizo, coronel? ¿Escribir una lista de la compra? Me pregunto qué le mandaría en primer lugar, ¿el dibujo que consiguió de James Matthews? Este equipo no es ninguna baratija; tienen que habérselo hecho a medida. Y por supuesto, él le habría dicho que este lugar estaba deshabitado: su antigua escuela. Seguramente no quiso dejar escapar la oportunidad. Cuenta incluso con su propia sala de operaciones; le ha venido al pelo, ¿no es cierto? Me preguntaba cómo habría averiguado quien era yo, pero entonces caí en la cuenta de que debía haber sido Carslow quien le había dado mi nombre y descripción. Tiene que haber pasado un frío de narices dando vueltas por Bow Street, esperando a que yo apareciese. ¡Ah! y fue Sawney quien le delató a usted, coronel, en caso de que se estuviera preguntando cómo hemos llegado hasta aquí. Esta muerto, por cierto. Todos lo están. Ha sido una noche muy movidita —dijo Hawkwood sonriendo—. En cualquier caso, hay que ver el lado positivo: vamos a darle trabajo a Jack Ketch. Así podrá matar dos pájaros de un tiro. —Hawkwood se volvió hacia Edén Carslow—. ¿Qué? ¿Piensa que por mantener la boca cerrada no le van a incriminar? Ya es demasiado tarde para eso, hijo de perra.

Carslow empalideció y recuperándose en el acto se vino arriba.

—No sabe nada. ¿Piensa que la comunidad científica se quedará con los brazos cruzados?

—Dígaselo a Leonardo o a Galileo… o a John Hunter.

—Cirujanos como John Hunter y Titus Hyde, hombres dispuestos a ser los primeros en traspasar las fronteras del conocimiento, son los que iluminan el camino para el resto de los humanos. Usted ha estado en la guerra, Hawkwood, ha visto trabajar a hombres como el coronel Hyde, ha visto los milagros que son capaces de obrar. Imagino que incluso ha tenido motivos para agradecerle a hombres como Titus Hyde que le hayan recompuesto después de un maldito combate. ¿Cómo piensa que ha adquirido esa habilidad? Fue gracias a hombres que antes que él osaron explorar más allá de sus límites.

—Se puede ahorrar la clase, Carslow. No soy uno de sus condenados alumnos. No me impresiona en absoluto. Usted caerá también como su cómplice. Vaya mierda de final para una ilustre carrera, ¿no cree? Colgando de la horca. Me pregunto qué pensarán sus alumnos al respecto. Nunca se sabe, puede que acaben diseccionando el cuerpo de un asesino convicto como usted. Eso sí que me impresionaría.

Carslow palideció.

«Ahora ya no pareces un tipo tan duro, ¿a que no?» pensó Hawkwood.

Los finos labios de Hyde se abrieron por primera vez.

—Mi estimado capitán, no pensará en serio que eso es lo que va a ocurrir. No sea ingenuo. A los cirujanos no los cuelgan, Hawkwood. Estamos en guerra. ¿Quién cree que va a remendar a todos esos guerreros malheridos? —Hawkwood no abrió la boca. Se percató de la mirada asesina de Jago. Hyde dio un bufido con desprecio—. ¿Con quién dijo que había hablado? ¿Con McGrigor? ¡Ese escocés mojigato! ¿Y se llama a sí mismo cirujano general? Puede que le haya sucedido, pero no le llega a John Hunter ni a la suela de los zapatos. A ese hombre le preocupa más no ofender a Dios que servir a la causa de la ciencia. ¿Qué le contó? ¿Qué se negaron a entregarme porque no aceptan órdenes de los franceses? ¿Cree que esa fue la única razón? Usted ha sido soldado, capitán. Ha visto el interior de las tiendas. Sabe lo que es: el sentimiento de desesperanza, de inutilidad. Piense qué potencial tendría si aprendiéramos a utilizar partes del cuerpo de los muertos para curar a los vivos. Si pudiéramos conseguirlo, las posibilidades serían infinitas. Por Dios, hombre, ¿cree que me habrían destituido de mi cargo si los gabachos no hubieran encontrado la maldita bodega? El motivo por el que no me entregaron fue porque necesitan cirujanos como yo para curar a los soldados británicos.

Usted mismo lo dijo: a lo peor me encerrarán de nuevo en Bedlam. La guerra no durará para siempre. Cuando finalice y los gabachos estén de vuelta en su terruño, yo estaré bebiendo brandy en el comedor de oficiales. Para entonces, ya habré podido volver a ganarme al doctor Locke. Como ya comenté, no es que sea un lumbreras, pero en un lugar como Bethlem uno debe dar gracias por lo que tiene. Necesitaré, empero, un nuevo contrincante de ajedrez. Sin embargo, no puedo quejarme. El pastor cumplió su cometido. Tiene su gracia que ambos volviéramos a encontrarnos. Una extraña coincidencia que visitara el hospital, ¿no cree?

Porque usted sabía que Tombs fue capellán del ejército, ¿cierto? Que fuimos compañeros en España. ¡Ah!, por la expresión de sus ojos, puede que no. Pues visitaba asiduamente las tiendas del hospital. Las cicatrices del rostro se las hizo precisamente allí, cortesía de un mortero francés. Fui yo quien le practicó los puntos más tarde. Irónico, ¿no cree? La verdad es que se mostró de lo más agradecido, incluso se ofreció a entregar misivas de mi parte cuando me encontraba recluido en el hospital. Estaba usted en lo cierto cuando acusó a Edén de mantener correspondencia conmigo. El reverendo Tombs era nuestro mensajero alado, nuestro Hermes —Hyde se hizo el olvidadizo—, Pero me estoy yendo por las ramas. ¿Por dónde iba…? ¡Ah, sí!, ya recuerdo. No, capitán Hawkwood, no nos colgarán. Somos condenadamente valiosos.

—No para mí —espetó Hawkwood.

Hyde abrió los ojos como platos cuando Hawkwood, en un visto y no visto, levantó su pistola y apretó el gatillo.

Oyó a Carslow lanzar un grito ahogado. Se produjo un destello, pero ahí quedo todo. En ese momento, Hawkwood supo que la pistola había fallado. Aunque el pedernal había golpeado el rastrillo y prendido la pólvora de la cazoleta, la chispa no alcanzó a penetrar en el agujero en el lateral del cañón. Lo único que la pistola disparó fue humo.

Hyde había desaparecido.

Era rápido; Hawkwood había olvidado lo rápido que era. Se había esfumado en un abrir y cerrar de ojos.

—¡La puerta!

Jago levantó su pistola y apuntó. Hawkwood vislumbró una silueta perdiéndose como una exhalación en un trecho de sombra que escapaba al resplandor de la vela; acto seguido se desvaneció.

—¡No! —exclamó Hawkwood señalando a un boquiabierto Carslow, sin habla por la sucesión de acontecimientos—. ¡Vigílale! ¡Hyde es mío!

Hawkwood salió corriendo.

Tan pronto cruzó la puerta, quedó de manifiesto que se había adentrado en un mundo diferente. No había lúgubres pasadizos ni sombrías escaleras ni suelos desnudos. En su lugar, encontró un largo pasillo flanqueado por retratos con una puerta abierta al fondo. Sin detenerse a reflexionar sobre el contraste, se precipitó por el oscuro corredor. Al franquear la puerta, entró en lo que parecía ser un amplio salón, desprovisto de mobiliario. Tampoco había luz artificial, pero arriba, en la pared, los postigos abiertos dejaban pasar la fría luz de luna a través de los ventanales. Se paró en seco. ¿Dónde estaba Hyde?

—Swaney dijo que era usted un cabrón. Tenía razón —pronunció una voz a su espalda.

Hawkwood se giró. Hyde estaba de pie mostrando una calma total. En la mano tenía un arma, cuya punta descansaba en el suelo junto a su pie. Se había deshecho del delantal salpicado de sangre. Parecía encontrarse de lo más tranquilo. Su rostro era gris a la luz de la luna; sus ojos negros y duros como la piedra.

Hawkwood supuso que Hyde había cogido la espada de uno de los estantes que cubrían las paredes de la habitación. Ahora entendía por qué no había muebles. Seguramente fue aquí donde Hyde se procuró el bastón-espada que llevaba la otra noche. La selección de armas expuestas en torno al perímetro de la habitación era digna de admiración y hubiera hecho justicia al arsenal de un regimiento. Por lo que Hawkwood veía, no sólo había espadas, sido también armas de asta, estiletes, sables y floretes que se disputaban el espacio con alabardas, gujas, bisarmas y picas.

—Veo que se estará preguntando dónde se encuentra —comentó Hyde—. Este lugar también era de Hunter. Ambas propiedades le pertenecían. Si atraviesa estas habitaciones y sale por la puerta principal, se encontrará en Leicester Square. Hizo construir toda esta parte más tarde (la sala de operaciones y todo lo demás). Tenía incluso un museo para sus especímenes. Recibía a sus mecenas y pacientes por Leicester Square y le hacían entrega de los cuerpos por Castle Street. Fascinante, ¿verdad?

»Solían llamar a esta habitación la sala de conversazione —continuó Hyde con aire risueño—. Era un salón recibidor. Es curioso que ahora esté más bien destinado al adiestramiento para el combate que al arte de la conversación. De las veladas al manejo de la espada, ¿eh? ¿Quién lo hubiera dicho? Pero está muy bien conservado, ¿no opina lo mismo? Aunque los retratos nos son los originales, por supuesto; esos se vendieron con el resto de enseres cuando Hunter murió. Fue entonces cuando arrendaron la casa principal. No estoy seguro de quién la tenía antes, pero ahora es una academia de esgrima; un lugar para que los hijos de la nobleza aprendan la noble ciencia. Así es como la llaman, ¿sabe? Con toda seguridad, Hunter también lo encontraría irónico —dijo Hyde soltando una risilla.

»Por fortuna para mí, el maitre d'armes se encuentra indispuesto. Se está recuperando de una herida bastante grave infligida por un alumno demasiado entusiasta. Una feliz coincidencia también ha querido que dicho maestro sea paciente de Edén Carslow. Teníamos, pues, el sitio para nosotros hasta que usted cometió la estupidez de encontrarlo.

Hawkwood observó la hoja. Se preguntaba cuáles serían sus probabilidades de alcanzar un arma. Se preguntaba por qué Hyde no le había atacado nada más entrar en la habitación. Se le ocurrió que tal vez Hyde pretendía conducirle aquí desde el principio.

Hawkwood calculó la distancia que mediaba hasta la pared. Sería arriesgado. El coronel era rápido, mientras que él seguía llevando el puto abrigo, que ralentizaría sus movimientos. Hawkwood se fijó en que la punta de la espada de Hyde no tenía botón.

—¿Cómo va el brazo? —se interesó Hyde—. Casi olvido preguntarle. Si le duele, debería permitirme examinarlo. El corte de la mejilla, sin embargo, parece estar cicatrizando bastante bien —de repente, Hyde esgrimió una sonrisa—. Por cierto, ¿sabía usted, y esto si que es la más extraordinaria de las coincidencias, que atendí al joven Delancey después que usted le disparara? Aunque evidentemente no pude hacer nada por él. Murió en el acto; es lo que ocurre cuando se recibe una bala en el corazón.

Hawkwood lo miró fijamente. Delancey era un oficial de la Guardia Real a quien abatió en duelo tras la batalla de Talavera. Delancey le había desafiado después de que Hawkwood le hubiera acusado de ser un temerario que ponía en peligro a sus hombres. De no haber intervenido Wellington, Hawkwood hubiera sido destituido del servicio y enviado de vuelta a casa. I m cambio, se unió a la unidad británica de inteligencia de Colquhoun Grant, donde sirvió de enlace con los guerrilleros.

—Lo que me hace pensar en cómo se desenvolverá con la hoja en lugar de con la pistola. ¿Ha manejado alguna vez una espada, Hawkwood?

—En alguna ocasión.

—¿De verdad? ¡Ah, sí!, pero si es usted agente de la ley, ¿cierto? Edén me lo contó. Bueno, ¿qué me dice?

—¿Qué le digo de qué?

—De un cuerpo a cuerpo, ¿qué va ser si no? Al menos yo le estoy brindando la oportunidad de luchar, lo que usted no estuvo dispuesto a ofrecerme antes. ¿Sabe qué? se lo voy a poner fácil. Aquí tiene, cójalo.

Hyde le lanzó el estoque por lo alto. Si no hubiera sido por el reflejo de la luna sobre la hoja ondeante, Hawkwood la hubiera perdido de vista en el aire. Pero la amplia parábola no había sido más que una calculada artimaña que Hyde aprovechó para rearmarse. Para cuando Hawkwood hubo agarrado el estoque, Hyde ya se había vuelto y asido una espada del estante tras de sí.

—Puede que le resulte más sencillo si se quita el abrigo.

Hawkwood vaciló. «Esto es una locura», pensó.

—¿Y bien? —preguntó Hyde con una voz queda claramente desafiante.

Hawkwood se despojó de su abrigo y lo tiró al suelo. Oyó reír a Hyde.

Hawkwood notó que hacía un frío glacial en la habitación. Alzó la vista a las ventanas, por las que no entraba mucha luz. Se preguntaba si la nieve que Jago había pronosticado estaría a punto de caer.

Hyde atacó. El brazo armado se abalanzó como una mancha borrosa hacia a la garganta de Hawkwood.

Por instinto, Hawkwood efectuó una parada de cuarta a primera. La habitación resonaba con el entrechocar de las hojas. Hawkwood respondió proyectando la punta de su espada al flanco de Hyde. Hyde paró el ataque con soltura, desenganchó y retrocedió.

—Veo que tiene cierto manejo de la espada —espetó Hyde con desdén.

Hawkwood sabía que la táctica de apertura de Hyde no había sido más que un tanteo para poner a prueba sus reflejos. La estrategia de un buen espadachín se regía por las acciones defensivas de su contrincante. Hyde habría visto cómo Hawkwood sostenía la espada, cómo se movía, y la velocidad de ejecución de su respuesta. Probablemente el segundo ataque sería más agresivo, aunque con el mismo propósito de sondearlo.

Hawkwood aguardó.

La próxima acometida del coronel fue una estocada hacia el brazo armado de Hawkwood, quién la paró usando el forte y la curva de la guarnición de su espada para apartar el hierro. Respondió apuntando al flanco de Hyde, quien realizó una parada y volvió a adelantarse, con la hoja de su espada centelleando bajo la luz que se filtraba por las ventanas. Hawkwood efectuó una parada y respondió acometiendo contra el flanco derecho de su adversario. Hyde alzó su espada interceptando así la finta de Hawkwood, el cual, acto seguido, con un giro de muñeca hacia abajo, arremetió con un revés de mano contra el vientre de Hyde. Sintió la punta rasgar el torso de Hyde y le oyó emitir un gruñido al arañar la hoja el lateral inferior de su cuello. Mientras Hyde se retorcía, Hawkwood retrocedió antes de que su rival pudiera responder. Hyde se llevó la mano al pecho y a la barbilla, y contempló sus dedos manchados de sangre. Levantó los ojos. Los ojos oscuros de quien ha tomado una nueva conciencia.

De súbito, se lanzó hacia adelante. Hawkwood apenas tuvo tiempo de reaccionar ante el extremo de la hoja de Hyde acometiendo a sus costillas. Hawkwood tomó aire, dirigió su espada contra la de Hyde y sintió tensarse los nervios de su muñeca al contener con su hierro toda la fuerza del ataque de su adversario. Oyó a Hyde gruñir de nuevo. Hawkwood apartó con ímpetu la espada de su contendiente y aferró el puño de su arma pertrechándose para la próxima ofensiva del coronel.

Hyde volvió a la carga. Espada en alto, Hawkwood reaccionó para bloquear el tajo, pero fue demasiado lento, había malinterpretado la señal y sintió un dolor lacerante abrasarle el brazo derecho cuando la punta de la hoja de Hyde le sajó el bíceps. Escuchó a Hyde mascullar de placer por el corte.

Había llegado el momento de poner fin a aquello.

Hawkwood lanzó una repentina estocada al brazo armado de Hyde, quien rechazó la hoja con desdeñosa agilidad y esgrimió la espada contra el tórax del agente, el cual, a su vez, repelió con violencia el arma echándola a un lado. Entonces, Hyde contraatacó. Hawkwood cruzó su espada en diagonal frente a su cuerpo y golpeó con fuerza la superficie de la hoja de su rival, forzándola hacia abajo y afuera. Nada más empezar a revirar los hombros del coronel, Hawkwood efectuó su jugada: dando un paso a la izquierda, giró a la derecha arrimándose a su contrincante y con su brazo izquierdo inmovilizó el brazo armado del coronel. Hyde era un hombre flexible con un alcance profundo. Metiéndose de lleno en el ataque de Hyde, y recortando así la distancia entre ellos, Hawkwood había reducido el margen de maniobra de su adversario. Había roto la cadencia de Hyde.

Haciendo caso omiso a la dolorosa agonía de la herida de su brazo, Hawkwood empujó su cuerpo enérgicamente contra el hombro de Hyde hasta que ambos estuvieron casi espalda con espalda. Mientras Hyde luchaba por mantenerse en equilibrio, Hawkwood cambió de dirección y, usando la parte exterior de su rígido brazo izquierdo como fulcro, forzó el brazo armado de Hyde hasta apartarlo de su cuerpo. Sintió abrírsele la herida del brazo y el cálido chorro de sangre, pero siguió dando la vuelta hasta ponerse derecho y erguirse por completo. Cogido totalmente de sorpresa por la celeridad del ataque de Hawkwood, Hyde se vio atrapado, con su brazo armado fuera de posición, su guardia rota y la punta de la espada de Hawkwood suspendida a un pelo de su ojo izquierdo.

Y aún entonces, Hawkwood advirtió que no había miedo en su rostro, sólo una especie de turbación, que mudó en respeto y luego en incertidumbre.

—Había un maestro de esgrima llamado John Turner —dijo Hawkwood—, Su especialidad era matar a su contrincante atravesándole el ojo con la punta de la espada. Una vez maté a alguien así; le hinqué una barrena en el cerebro. Pero existe otro tipo de ataque, supuestamente perfeccionado por un maestro francés de nombre Le Flamand. Él lo llamaba el botte de Nouilles: la hoja se clava entre los ojos… —Hawkwood movió la punta del estoque un par de centímetros a la derecha—. Es un punto débil, según tengo entendido. Aunque no estoy seguro a ciencia cierta.

Hyde frunció el ceño.

Hawkwood ejecutó un golpe recto.

La punta se hundió sin apenas resistencia. Los ojos de Hyde se abrieron sobrecogidos. Y permanecían abiertos cuando Hawkwood retiró su espada y dio un paso atrás. Observó el cadáver de Hyde caer de bruces contra el suelo. Contempló el cuerpo inerte durante unos segundos. Luego, tras recoger su abrigo, arrojó la espada tirándola a un lado y salió de la habitación.

Jago alzó los ojos con alivio al ver a Hawkwood emerger de la oscuridad.

Hawkwood suspiró cansado.

—Váyase a casa, Carslow.

Oyó a un atónito Jago ahogar un grito.

—¿No estarás hablando en serio?

El cirujano miró fijamente la puerta por la que Hawkwood y Hyde habían desaparecido.

—Ya me ha oído, Carslow. Váyase a casa —Hawkwood clavó una mirada incisiva en el cirujano—. Pero asegúrese de presentarse en Bow Street antes del mediodía. No quiero tener que ir a buscarle. Y yo de usted, tampoco haría planes para impartir clases por un buen tiempo.

Con la serenidad hecha añicos, Carslow se puso blanco como la cera. Hawkwood giró sobre sus talones.

—¿Nos vamos, sargento?

James Read estaba de pie frente al fuego, contemplando las llamas con un aire —pensó Hawkwood— de profunda reflexión.

—Es un asunto desagradable, Hawkwood.

Hawkwood supuso que era una frase retórica y no replicó.

El magistrado jefe se volvió.

—¿Cómo sigue el brazo?

—Curándose.

Read asintió lentamente.

—Estuve hablando con Edén Carslow.

Hawkwood aguardó en silencio a que continuara.

—Comprende que se ha malinterpretado su actuación con el coronel Hyde.

—¿Malinterpretado?

—Al considerarlo en retrospectiva admitió que le pudo la lealtad profesada a su amigo a la razón. No obstante, una vez se desencadenaron los hechos, ya fue tarde para echarse atrás.

—¿Tarde para intervenir y salvar a Molly Finn?

Read frunció la boca.

—¿Acaso Carslow le contó qué querían de ella?

—Molly Finn no era… —Read calló unos segundos—…en sí un requisito. Cualquier mujer que rondara su edad hubiera valido. Era su corazón lo que querían.

Hawkwood se quedó petrificado.

—¿Iban a colocar el corazón en el cadáver de su hija? ¿Hyde iba a hacer latir el corazón de Molly con su máquina eléctrica?

—Eso pretendía, sí.

—Como hiciera John Hunter con el reverendo Dodd.

—¿Dodd? —repitió el magistrado jefe frunciendo el ceño—. No me suena ese nombre.

Hawkwood se lo explicó todo.

—Ya veo. En efecto, Carslow dijo que ése era el plan de Hyde.

—¿Es posible hacerlo? ¿Podrían haberlo conseguido?

—Hyde estaba convencido de que sí, mientras que Carslow confesó no saberlo.

—¿Qué no lo sabía? Pero él bien que siguió adelante con ello.

—Le atraía la posibilidad de que pudiera conseguirse. A Carslow no le interesaba el hecho de resucitar a la hija de Hyde; participaba simplemente, según él, para nutrirse de conocimientos.

—Dudo que a Hyde se lo dijera así —comentó Hawkwood.

—Admitió que coincidía con Hyde en que algún día sería posible utilizar órganos y sangre de muertos o moribundos para prolongar la vida de los vivos. Añadió que si uno creía de verdad en el avance de la cirugía, había que estar dispuesto a asumir riesgos, a forzar los límites de la ciencia y de la medicina en pos de un bien supremo: el beneficio para la humanidad. Reconoció abiertamente que la habilidad y los conocimientos de anatomía de Hyde superaban con creces los suyos propios. La pericia adquirida por el coronel tratando a los heridos en el campo de batalla le confirió un entendimiento único del funcionamiento del cuerpo.

—¿Y qué hay de la chica?

—Dijo sentirse profundamente arrepentido.

—¿Arrepentido? ¿Eso es todo? ¿Arrepentido?

—Me contó que le invadía un gran remordimiento, así como vergüenza por sus actos, pero no habló de culpabilidad y, por sus formas, no percibí que la sintiera.

—En otras palabras, en lo que a él respecta, su único crimen ha sido que le echaran el guante.

—Aunque suene crudo, sospecho que así es.

—Se librará de ésta, ¿cierto? —afirmó Hawkwood con gravedad.

—Carslow no se enfrentará a un juicio, eso téngalo por seguro. Hoy no será el día en que se sienten precedentes. Usted sabe tan bien como yo que nunca se ha enviado a un cirujano a la horca por relacionarlo con bandas de resucitadores. En cualquier caso, sería de lo más improbable que a una figura tan eminente como Edén Carslow le leyeran la cartilla.

—¡Pero ha sido cómplice de asesinato!

Read lanzó un suspiro.

—Las autoridades ya han decretado que al coronel Hyde lo mató el reverendo Tombs en el hospital Bethlem. Un muerto no puede resucitar y cometer asesinato.

—Pero fue eso precisamente lo que hizo —objetó Hawkwood.

—No quedará constancia de la muerte de la chica a manos del coronel Hyde —aseveró Read.

—Tenía un nombre —espetó Hawkwood—. Molly Finn.

Read levantó la cabeza, con la mandíbula apretada. Entonces, la expresión de su rostro se ablandó.

—Tiene razón. Perdóneme, Hawkwood. No puedo decir que esta situación me guste más que a usted.

—¿No puede hacer nada?

—Hay asuntos que traspasan la competencia de esta oficina —el magistrado jefe unió las manos formando un rombo—. Creo haberle avisado con anterioridad, Hawkwood, de que Edén Carslow se movía por círculos privilegiados. Tiene amigos poderosos e influyentes. El primer ministro y al menos dos miembros del gabinete son pacientes suyos. Molly Finn era una chica de la calle, alguien insignificante. Conste que son sus palabras, no las mías. Encuentro su arrogancia algo irritante, como podrá imaginar.

—¿Quiere decir que están cerrando filas?

—En efecto.

—¿Y ahora qué? ¿Reanudará sus visitas a domicilio como si nada?

—No del todo.

—¿Qué quiere decir?

—Tengo entendido que se le ha propuesto para recibir el título de sir. No vi mal alguno en advertirle que tal honor entraña ciertas responsabilidades para el titulado. Le dije que de seguro llegaría el día en que se le recordaría su… aberración, y sus obligaciones para con esta oficina.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que está en deuda con nosotros.

—Así que a él lo hacen sir mientras que a Molly Finn la entierran en la flor de la vida. ¿Y qué hay de la justicia?

—¿Justicia, Hawkwood? —preguntó retóricamente James Read soltando un suspiro—. El mundo funciona así.

—Pero está mal.

—Puede, aunque el mundo sigue girando, no hay nada que lo detenga. Es algo imparable, inevitable.

—Eso no quiere decir que tenga que gustarme.

—No —reconoció Read.

Pasó un ángel entre ellos. Sólo se oía el crepitar del fuego en la chimenea. Fue Read quien rompió el hechizo.

—¿Cómo está el comandante Lomax?

—Vivirá. Tiene más vidas que un gato.

—Me complace oírlo. ¿Y el guardia Hopkins?

—Tengo que hablar con él sobre el mantenimiento de armas ligeras.

—¿Y el sargento Jago?

—Tan autosuficiente como siempre.

Read torció el morro. Por cierto, supongo que Twigg le ha informado de que descubrió la ubicación de la tumba de la hija de Hyde.

—No.

—Un asunto de lo más interesante.

—¿Y eso?

—Parece ser que el cuerpo aún se encontraba allí.

—¿Qué?

—No se había tratado de forzar la tumba. El cuerpo que Hyde intentaba resucitar no era el de su hija.

—¿Entonces de quién era?

—Dudo que alguna vez obtengamos respuesta a esa pregunta. Me temo que si alguien puede arrojar luz sobre el misterio, ése es Edén Carslow. Me dijo que Hyde le había pedido hacerse con el cuerpo a él personalmente.

—¿Le dijo eso?

—En uno de los momentos en que bajó la guardia.

—Aunque no lo desenterraría él mismo.

—No. Sí que admitió, empero, recurrir con frecuencia a una de las bandas de resucitadores. Su enlace es un portero del Saint Thomas, un tal Butler. Le interesará saber que Butler también fue soldado, y socio de Swaney durante la guerra. Tendría gracia que le hubieran encomendado a Swaney recuperar el cuerpo de la hija. Twigg me ha explicado que la tumba era de piedra y estaba protegida por una rejilla metálica. Creo que no es aventurado suponer que Swaney y sus secuaces, si efectivamente fueron ellos, habrían encontrado esa exhumación en particular una empresa demasiado ardua. Es obvio que robaron otro cuerpo en su lugar y guardaron silencio sobre el tema. Dudo que Carslow lo supiera. Por supuesto, el coronel Hyde no había visto nunca a su hija. Depositó su confianza en Carslow para que éste recobrara el cuerpo y lo conservara hasta que él pudiera escapar. Carslow guardó el cuerpo en el número 13 de Castle Street… —El magistrado jefe arrugó una ceja—. Fue una suerte que encontrara esa nota.

—¿Qué van a hacer con el sitio?

—Aún no se ha tomado decisión alguna al respecto. Seguramente trasladarán los enseres a la posada Lincoln, donde pasarán a engrosar el resto de la colección de John Hunter. Aún no me han explicado por qué no fueron retirados antes, cuando se cerró la casa. Parece haber sido un descuido.

—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Hawkwood.

—En efecto. Los caminos del Señor son inescrutables. Caminos que, por cierto, me llevan a otro misterio. Me intriga, aunque no me preocupa lo más mínimo, el haber sabido del incendio que redujo a cenizas el Perro Negro. Tengo entendido que el dueño y sus hijos murieron presos de las llamas, junto con Swaney y sus socios.

—Eso he oído —dijo Hawkwood—. Toda una tragedia.

—En efecto. ¿No sabrá usted por un casual cómo empezó el fuego? Por suerte no se propagó a los edificios aledaños, aunque creo que los vecinos pudieron brindar alguna ayuda. La nevada de esta madrugada también habrá contribuido a humedecerlo.

El magistrado jefe miró por la ventana.

—Probablemente habrá sido una chispa extraviada —contestó Hawkwood caminando hacia la puerta—. Ya sabe la facilidad con la que ocurren esas cosas.

James Read se giró y contempló la punta de su alargada nariz.

Hawkwood se detuvo, la mano sobre el pomo de la puerta, y, señalándole al magistrado jefe con la cabeza la recién instalada pantalla de chimenea, dijo:

—Le puede pasar a cualquiera, señor…

Read entornó los ojos.

Cerrando la puerta tras de sí, Hawkwood dirigió una sonrisa forzada a Ezra Twigg, quien se encontraba sentado tras su escritorio en la antesala, y masculló entre dientes:

—… incluso a los cirujanos.

Fin