Capítulo 5

Haciendo caso omiso al asombro en los rostros de celadores y pacientes, Hawkwood corrió hacia las escaleras, pensando que aquello era un maldito sinsentido.

¿Qué demonios habría llevado al coronel a refugiarse en casa de su víctima? Arrebatarle la cara al párroco había sido una pieza fundamental de su plan para así hacer creer a las autoridades que el pastor era el asesino. Si de verdad creía que su subterfugio iba a funcionar, aunque fuera por poco tiempo, tenía que saber que la casa del párroco sería el primer sitio adonde acudiría la policía.

La única explicación que se le ocurría a Hawkwood era que Hyde necesitara comida, de seguro también ropa y dinero. Con las señas del pastor en su poder —obtenidas probablemente en el transcurso de sus numerosas conversaciones— no tendría necesidad de vagar por las calles o asaltar alguna casa. Por cortesía de su víctima, tenía una vía de escape ya lista aguardándole. Después de todo, el pastor no iba a regresar a su casa de improviso para molestarle.

Sin embargo, el coronel sabría que iría contra reloj. Entonces ¿por qué no se había limitado a coger las provisiones que necesitaba y darse a la fuga?

La explicación más sencilla era, por supuesto, que el coronel Hyde estaba más loco que una cabra y no tenía por qué existir una razón lógica para ninguno de sus actos.

¡Rafferty! De entre todas las personas posibles, tenía que ser el maldito Rafferty.

El jefe Edmund Rafferty, un irlandés obeso, alelado y con tendencia al latrocinio, era, en opinión de Hawkwood, tan inútil como un taburete de dos patas. Su último encuentro no había acabado de la mejor de las maneras. El dedos ágiles de Rafferty había intentado hurtar un reloj de oro perteneciente a un botín incautado a una panda de rateros. Hawkwood había sorprendido al astuto pícaro en plena sustracción y amenazó al irlandés con cortarle las manos si lo veía hacerlo otra vez. Rafferty perdió ese asalto y el reloj fue devuelto a su legítimo dueño. Desde entonces, Rafferty mantenía la cabeza gacha. Con toda seguridad, eso explicaba por qué había enviado al guardia en vez de acudir él mismo; si bien era cierto que el jefe del Cuerpo de Vigilancia no gozaba de la mejor condición física para realizar actividades vigorosas, como ir corriendo a dar un recado, por ejemplo. En cualquier caso, había sido mejor que se quedara.

¿Y éste era el agente que el magistrado Read había enviado para detener a un homicida? Se preguntó Hawkwood amargamente. Si lo hubiera sabido en su momento, le habría protestado a James Read exigiéndole que enviara a otra persona. Aunque, a decir verdad, cuando los guardias recibieron las órdenes, se creía que el asesino era un humilde vicario que, con algo de suerte, se rendiría en cuanto la ley se presentara en su puerta. Lo que desde luego no se habrían esperado es que les hiciera frente un cirujano del ejército perturbado, que le había arrancado la cara al mencionado vicario con un bisturí tan afilado como una cuchilla.

Para cuando Hawkwood hubo llegado a las escaleras, el guardia ya lo había alcanzado y estaba a su lado, gorra en mano y con la cara todavía roja.

—¿Ha dicho que Rafferty fue a la parte trasera de la casa?

Hawkwood se percató de que el tono de su voz posiblemente delatara la mala opinión que le merecía el irlandés.

El guardia asintió.

—Fue entonces cuando el pastor se escapó. Oímos gritar al jefe Rafferty y corrimos a ver qué pasaba. El pastor le estaba atacando con un cuchillo. Intentó rebanarle el cuello, en serio. Tenía a la mujer con él.

—¿La mujer? —Hawkwood se paró en seco—. ¿Qué maldita mujer?

Estaban al pie de las escaleras. Cogido desprevenido, el guardia se había apartado oportunamente para evitar una colisión.

—Ni idea, señor. La llevaba a rastras hacia la iglesia. Cuando llegamos allí, el vicario había cerrado la puerta con llave tras de sí. Nos advirtió que no intentáramos entrar, o la acuchillaría. Fue entonces cuando el jefe Rafferty me dijo que viniera a buscarle, mientras él y el guardia Dawes se quedaban de guardia.

—¿Rafferty resultó herido?

—No, pero estaba bastante conmocionado —jadeó Hopkins—, ¡se zafó con mucha rapidez para lo grande que es!

«Lastima», pensó Hawkwood, volviéndose hacia la entrada. El portero andaba por allí.

—¡Abre la maldita puerta!

Tan pronto oyó el grito y vio que los dos hombres se abalanzaban hacia él cual toros bravos, el portero, haciéndose un lío con las manos, se apresuró a descorrer los cerrojos. Apenas estuvo entornada la puerta, Hawkwood y el guardia lo esquivaron para salir. Dejando boquiabiertos al guardia, a varios residentes y al personal, Hawkwood y Hopkins se alejaron a toda prisa de la entrada del hospital y corrieron hacia la cancela principal.

La iglesia de Saint Mary estaba situada al sur, cerca del río, probablemente a menos de un kilómetro en línea recta. Yendo a pie casi llegaba al kilómetro y medio, si tiraban por las calles principales, pero podían acortar un cuarto de la distancia si cogían por los callejones traseros. Con el agente de policía siguiéndole los pasos, Hawkwood corría para atrapar a un asesino.

En la penumbra de la iglesia de Saint Mary, el jefe del Cuerpo de Vigilancia, Edmund Rafferty, reflexionaba sobre la vida, la suya en particular, y sobre lo cerca que había estado de perderla.

Había sido un afeitado muy apurado, en el sentido más literal de la expresión. Sólo de pensarlo, al irlandés le asaltaba un sudor frío. En su mente se repetía la imagen de la cuchilla a punto de segarle la garganta. Se había sorprendido de su propia agilidad. Era un hombre corpulento y desgarbado, aunque su instinto de supervivencia le había dado una potencia muscular que desconocía poseer, permitiéndole apartar con presteza la cabeza hacia un lado en el último instante. Juraría haber oído el silbido de la hoja rozándole el cuello a la velocidad del rayo. Sólo después, mientras luchaba por recuperar el aliento, se había tanteado la garganta con la mano y había descubierto la fina mancha de sangre de color rojo intenso en la yema de sus dedos. Curiosamente, ni había sentido el contacto de la cuchilla. Intentó recordar el arma. Tenía una hoja muy fina, era de lo único que se acordaba; tan fina como la de una cuchilla de afeitar. Además, la destreza con la que el párroco de ropajes oscuros manejaba el cuchillo le había cogido totalmente desprevenido.

Pero lo que le había helado la sangre a Rafferty más aún que el ataque en sí, había sido la mirada en el rostro de su atacante. La expresión del pastor no revelaba pánico, como cabría esperar de una persona acorralada y temerosa ante su inminente arresto. Durante el breve instante en que sus miradas se cruzaron, Rafferty tuvo una visión del infierno, una malevolencia que trascendía todo lo visto hasta entonces. Si el diablo o cualquiera de sus acólitos pudieran cobrar forma humana, jefe Rafferty estaba convencido de haberse enfrentado cara a cara, si no con Belcebú, con uno de sus subordinados.

La expresión en el rostro de la mujer también era difícil de olvidar. No había color en su piel, sólo la enfermiza lividez propia de un terror atávico. Rafferty había visto que, al hacerla entrar a la fuerza por la puerta, la mujer abrió de repente los ojos fuera de las órbitas, quizás por haber reconocido su uniforme de policía y albergar la esperanza, frustrada al instante, de un rápido rescate. Rafferty apenas había tenido tiempo de percatarse del aprieto en que ella se encontraba hasta verse obligado a defenderse del ataque. Entonces, al apartarse bruscamente, la había oído soltar un estridente chillido que se ahogó en su garganta cuando la mano del párroco la agarró con fuerza por el cuello, arrastrándola hacia la iglesia mientras ella intentaba evitarlo revolviéndose desatinadamente. Rafferty se había desplomado de rodillas en el suelo, con el corazón saliéndosele del pecho, contemplando impotente cómo la pesada puerta de madera se cerraba de un portazo tras ellos.

Fue entonces cuando Hopkins y Dawes irrumpieron en escena.

Los tres agentes de policía se habían acercado con aprensión a la puerta de la iglesia; Rafferty iba cojeando y algo más rezagado que sus colegas. Puesto que acababa de salir con vida de un encontronazo de infarto, era lógico que el irlandés procediera con la máxima cautela.

Para alivio de Rafferty, la puerta de la iglesia estaba cerrada con llave. Fue Hopkins quien aporreó la puerta, repitiendo la misma advertencia que anteriormente se hiciera en la puerta principal de la casa; a saber, que venían por orden de Bow Street para iniciar la investigación concerniente a un asesinato ocurrido en el hospital Bethlem.

La respuesta fue un alarido que dejó a los tres hombres petrificados. Era un sonido que Edmund Rafferty no tenía deseo alguno de volver a oír. Le había puesto la carne gallina y un gélido escalofrío le había recorrido la columna. A su lado, los dos guardias contemplaban fijamente la puerta cual conejos hipnotizados.

Los gritos de la mujer continuaron durante lo que parecieron ser varios minutos, aunque en realidad tan sólo fueran unos segundos, hasta apagarse en un silencio incómodo. Acto seguido, vino la advertencia: una exaltada voz masculina les había gritado que no intentaran entrar por la fuerza o la mujer moriría.

Rafferty había esperado a que el vello de los antebrazos se retrayera antes de pegar una oreja a la puerta. Era vieja y de madera maciza, por lo que no pudo oír gran cosa. Le llegaba sobre todo lo que parecía ser el sollozo de una mujer. Pero también se escuchaba un débil e incesante murmullo, como si alguien estuviera rezando. Había algo inquietante en las casi inaudibles palabras y expresiones. Sonaban más a conjuro que a oración.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dawes nervioso. De más edad que Hopkins, era un hombre larguirucho y sin ambición, que no albergaba la más remota intención de acometer proeza alguna.

—Tú a la parte trasera. Mira a ver si hay otra puerta. Si la hay, te quedas vigilando. No quiero heroicidades.

Rafferty se volvió hacia Hopkins.

Cuando esa mañana temprano le comunicaron el nombre del runner asignado al caso, Rafferty pensó que eran pocas las probabilidades de pasar un día agradable. Hawkwood. Tan sólo con oír el nombre le entraban palpitaciones. En opinión de Rafferty, no existía ser vivo más cabrón sobre la faz de la tierra. El mero hecho de pensar que tendría que enfrentarse a esos ojos azules grisáceos y admitir haber sido amenazado y engañado por un maldito vicario, era suficiente para que a Rafferty se le encogieran los cojones como grosellas.

No obstante, si había una máxima por la que Rafferty se regía era que, incluso los rangos intermedios tenían sus privilegios. Rafferty era consciente de que, mandando a Hopkins a Bedlam a localizar a Hawkwood en lugar de ir él mismo, no estaba sino retrasando lo inevitable, aunque al menos así pudo disfrutar de un pequeño respiro. Siempre cabía la posibilidad de que entre la marcha de Hopkins y la llegada de Hawkwood, el vicario se diera cuenta de lo erróneo de sus actos y se rindiera. Después de todo, estaban en una iglesia. Podían ocurrir milagros.

Los dos guardias no habían hecho más que marcharse a cumplir sus respectivas misiones, cuando otra incómoda realidad ya corroía el subconsciente de Rafferty: necesitaba echar una meada.

Rafferty era consciente de que, si abandonaba su puesto y el vicario se largaba a toda prisa, consiguiendo evadirse, Hawkwood le arrancaría, literalmente, las entrañas, a tenor de lo ocurrido en su anterior encuentro.

Rafferty clavó la mirada en la puerta de la iglesia. No se oían voces, aunque creyó advertir un sonido de rozamiento, como si alguien estuviera arrastrando muebles por el suelo de piedra. Rafferty probó a mirar por una de las ventana, pero los alféizares inferiores quedaban demasiado altos para él, aun poniéndose de puntillas. En cualquier caso, las ventanas estaban formadas por vidrieras de colores que impendían por completo la visión.

La necesidad de vaciar su vejiga se había convertido de pronto en su única obsesión. El irlandés divisó el indicio de la tumba más cercana: una alta cruz de piedra revestida de musgo. No le quedaba otra alternativa. Tendría que mear y seguir vigilando la iglesia al mismo tiempo.

Justo cuando se hallaba en plena faena, cayó en la cuenta de que hacer las dos cosas a la vez no era tan fácil como había supuesto en un principio. Si se concentraba sólo en la puerta, se arriesgaba a acabar mojándose el calzón. A Rafferty no le pasó por alto la ironía de la situación. Conforme se desahogaba en el pedestal de la cruz, se le ocurrió pensar que Hawkwood aún no había llegado al lugar y él ya corría el peligro de mearse encima.

Con la vejiga vacía, Rafferty, aliviado en muchos sentidos de que el delicado momento hubiera pasado sin incidentes, se dispuso a abotonarse el calzón.

—¡Che!

Pillado, si no con el calzón bajado, sí desabrochado, Rafferty se giró, la verga aún en la mano y con el corazón en la boca. Un hombre de unos sesenta años, menudo, de hombros redondos y rostro agrio, se dirigía a él con pasos contundentes blandiendo una azada de mango largo.

—¿Qué coño está haciendo?

En un dos por tres, Rafferty puso sus partes a buen recaudo, abrochándose el calzón.

—Le he preguntado que qué está haciendo —gruñó el hombre de nuevo. Levantó la azada, cruzándosela delante del cuerpo cual una lanza.

Recuperada su decencia, Rafferty tuvo la suficiente prudencia de seguir el viejo dicho de que un ataque es la mejor defensa.

—Asunto policial. ¿Y usted es?

—Quintus Pegg, el maldito asistente parroquial, ese soy yo. ¿Y desde cuándo un asunto policial le da derecho a mearse en las jodidas lápidas?

El portador de la azada señaló con la cabeza las delatadoras manchas oscuras sobre la piedra tallada al pie de la cruz y las finas espirales de vapor que ascendían de la hierba.

Rafferty frunció el ceño ante la inesperada y feroz respuesta. Evitó la inclinación natural de seguir la mirada airada del asistente parroquial y, en cambio, se enderezó.

—¿El asistente parroquial, dice? Bueno, amigo, cuando me ocupan asuntos policiales, creo que puedo mear donde me dé la real gana, incluso en su pescuezo, si así me lo parece. Y ahora dígame, ¿hay puerta trasera?

El asistente pestañeó ante el súbito cambio de tema.

—¿Qué?

—Ya me ha oído. La iglesia, ¿tiene una puerta por detrás?

Quintus Pegg parecía confundido.

—Sí, claro que hay, pero está cerrada y llave no hay. ¿Por qué pregunta?

Eso explicaba por qué Dawes no había regresado, pensó Rafferty. Al encontrar otra puerta, seguro que el pobre diablo estaba cagándose tan sólo de pensar que alguien pudiera franquearla. Pero al menos seguía en su puesto.

—¡Virgen Santísima! —exclamó Rafferty alzando los ojos ante la pregunta de su interlocutor—. Porque el vicario se ha encerrado dentro, por eso y…

—¡Capullo de mierda! —profirió el asistente.

Interrumpido por la observación, Rafferty pestañeó. Entonces reparó en que el asistente Pegg, ajeno a los sucesos de aquella mañana, suponía que el vicario se había quedado encerrado en la iglesia por accidente.

Estaba a punto de aclararle la situación, cuando el asistente parroquial enarcó una ceja.

—¿Quién dio el aviso? ¿Fue mi mujer?

—¿Su mujer? —repitió Rafferty. De repente le asaltó un oscuro presentimiento.

Mostrándose indiferente a la tardía respuesta del irlandés, Pegg sacudió la cabeza en dirección a la vivienda situada a sus espaldas.

—Es su ama de llaves. Por eso me dio por pasarme. Salí para que me afilaran esto —el asistente parroquial señaló la azada—, y pensé que volvería a tiempo para pillar algo de desayunar. Aunque la verdad es que antes no andaba por aquí; seguro que está en lo de su hermana. Son tontas del culo las dos. Esa bruja cascarrabias pasa más tiempo con ella que conmigo.

Rafferty vaciló, aunque sabía que la pregunta era obligada.

—Su mujer… ¿qué aspecto tiene la buena señora?

El asistente se sorbió la nariz y levantó la mano izquierda, con la palma hacia abajo.

—Así de alta, con cara de arpía, y una nariz buena para abrir cerrojos.

Rafferty supo entonces, sin sombra de dudas, la identidad de la mujer que se encontraba en la iglesia. Sospechaba que, dada su situación actual, se sentiría cualquier cosa menos cascarrabias.

—¿Para qué quiere saberlo? —preguntó Pegg mostrándose de pronto receloso.

Rafferty, irritado porque el asistente parroquial parecía hacer todas las preguntas pertinentes, se lo dijo.

El asistente miró aterrado la puerta de madera maciza. La azada se le resbaló entre los dedos.

—¡Por todos los demonios! ¿Qué vamos a hacer?

«¿Vamos?» pensó Rafferty. Entonces se acordó de que él era el agente de policía y por tanto el que supuestamente estaba a cargo de la situación.

—Esperaremos.

—¿Esperar? —el asistente parecía dudoso— ¿A qué?

—A los refuerzos —respondió Rafferty con sensatez—. Ya los hemos pedido.

«Dejemos que sea el maldito capitán Hawkwood quien arregle esto».

Pegg no pareció muy convencido con la respuesta del irlandés.

—¿Y eso cuánto va a tardar? —El asistente señaló hacia la iglesia con la cabeza—. No puede dejarla ahí dentro con él. Acaba de decirme que ya lo intento con usted, y usted es un agente de policía, ¡coño! A saber lo que puede hacerle a mi mujer. ¿Y si le da por propasarse con ella?

En contraste con el tono despiadado de sus comentarios anteriores, el asistente parecía ahora claramente angustiado ante la posibilidad de que su esposa se convirtiera en la víctima de una grave agresión sexual perpetrada por un vicario.

Antes se helaría el infierno, pensó Rafferty. Al darse la vuelta, descubrió que Pegg ya no seguía a su lado. Entonces llegó a sus oídos el finísimo sonido de un chorreo intermitente. Buscó la procedencia del mismo y vio que el asistente parroquial, habiéndose deshecho de la azada, estaba ocupado aliviándose junto a la misma lápida.

Nervios, supuso Rafferty. Cuando estaba a punto de soltarle un agudo comentario, el asistente parroquial elevó la nariz olfateando el aire.

—¿No huele…?

Rafferty le lanzó una mirada.

Quintus Pegg se abotonó el calzón y se secó las manos en ellos.

—No, eso no. Huele… como a quemado.

Los dos hombres se volvieron hacia la iglesia justo a tiempo para ver las primeras lenguas de fuego asomando desde detrás de las vidrieras.

Y los gritos empezaron de nuevo.

Habían dejado el hospital atrás y tomado un atajo por el callejón de Little Bell, que no era tanto un callejón como un pasaje de apenas dos metros de anchura infestado de ratas y anegado por las aguas residuales. En su carrera atraía miradas y abucheos por donde quiera que pasaban, pero el uniforme de Hopkins estaba resultando ser de gran utilidad para despejar la vía; además, la determinación en el rostro de Hawkwood conforme se abría paso entre el gentío, dejaba claro que sería una insensatez intentar interponerse en su camino.

Hawkwood respiraba con dificultad. Igualmente, empezaba a arrepentirse de haberse puesto el abrigo de montar, el cual ondeaba como si de una capa se tratara y parecía ganar peso con cada zancada que daba. Según la tradición, los runner se ganaron ese sobrenombre por la ligereza con la que se desplazaban. Medio kilómetro más, pensó Hawkwood, y terminarán llamándonos los caracoles de Bow Street. Se preguntaba cómo le iría a Hopkins. Oía a su espalda el golpeteo de las botas del guardia sobre la calzada.

Hawkwood no veía ninguna utilidad inmediata en informar a Hopkins de que el reverendo Tombs estaba muerto y de que el hombre al que perseguían era en realidad un interno del psiquiátrico de lunáticos de peor reputación del país. El agente, recordó Hawkwood, acababa de estrenarse en el puesto y ya parecía bastante excitado. Mejor no abrumarlo con un exceso de información. Aunque lo que sí era evidente era que el chaval tenía resistencia.

Hopkins estaba pensando lo mismo sobre Hawkwood, al tiempo que apretaba el paso para seguirle el ritmo.

El guardia se las había arreglado para esquivar la mirada de Hawkwood desde que salieran del hospital. Sospechaba que Hawkwood había notado su nerviosismo y eso no hacía más que incrementar aún más su agitación. Le había lanzado al runner unas cuantas miradas furtivas durante el trayecto, asimilando sus austeros rasgos, la cicatriz debajo del ojo y el pelo recogido con una cinta, y se preguntaba cuánto había de verdad y cuánto de habladurías en la temible reputación del capitán.

Había oído decir que Hawkwood era hombre que no soportara bien a los imbéciles, así que lo último que Hopkins deseaba era parecer imbécil, sobre todo ahora en los inicios de su carrera. Asimismo, había oído rumores de que Hawkwood se regía por sus propias normas, y que tenía valiosos contactos entre la delincuencia de los bajos fondos. Hopkins no estaba seguro de lo que entrañaban exactamente esas murmuraciones, y tampoco él iba preguntar, pero era evidente que incrementaban el aire amenazador asociado a la estela de Hawkwood. La simple mención de su nombre había bastado para dejar lívido al jefe Rafferty cuando éste se enteró de la identidad del agente encargado del caso.

En el corto espacio de tiempo que llevaba adscrito a Bow Street, Hopkins no había tardado en descubrir algunos de los rasgos cuanto menos poco encomiables de la personalidad del jefe Rafferty, entre los que destacaban la pereza y una mente retorcida. A Rafferty le gustaba además hacerse el gallito entre los nuevos. Por lo que la susceptibilidad a la intimidación no era una de sus debilidades más obvias. A Hopkins le había intrigado, pues, descubrir qué tendría Hawkwood para que el jefe Rafferty se lo hiciera en el calzón.

Ahora lo sabía.

Un ruido atronador interrumpió las cavilaciones del guardia. Levantó la cabeza, justo a tiempo de ver como el carruaje se abalanzaba hacia él. Se apartó con un torpe salto, a punto de perder el equilibrio en el intento. Al pasar el carruaje traqueteando a toda velocidad, le falto un pelo para ser empellado por el flanco del jadeante caballo, pero lo que no pudo evitar fue el salpiconazo de agua que las pesadas ruedas le lanzaron al hundirse éstas en uno de los enfangados charcos dejados por la lluvia nocturna. El agente soltó un improperio al ver que su calzón sucumbía víctima del aluvión. Recuperando el equilibrio y lo que le quedaba de dignidad, el empapado y desventurado guardia se apresuró a recuperar el terreno perdido.

Casi habían llegado. Hawkwood percibió el olor del río: una acre mezcla a dogales, alquitrán, cieno, pescado podrido y mierda procedente de las barcazas nocturnas que navegaban río abajo transportando estiércol. La fábrica de cervezas de Calvert estaba a un kilómetro de distancia y el olor a lúpulo fermentado flotaba pesadamente en el ambiente. Hawkwood pensó que a los lugareños no les haría falta acudir a una taberna para disfrutar de ella. Les bastaba con abrir las ventanas para embriagarse en el acto.

En esta parte, las calles eran más angostas y los edificios estaban más deteriorados. El comercio de la ciudad había propiciado el florecimiento tic la industria en las márgenes del río, y en vez de carruajes y faetones, en su carrera hacia la iglesia, se veían esquivando carretones, carretillas, y carros de mano.

Cuando su oído captó el sonido de la campana, Hawkwood pensó primero que se trataba de uno de los barcos mercantes de los que descargaban en un muelle cercano. Mas cuando los tañidos se intensificaron, entendió que avisaban de un asunto más urgente que un cambio de guardia.

Fue entonces cuando divisó el humo.

Invadido por una repentina sensación de temor, Hawkwood avivó su zancada. Sentía a Hopkins avanzando detrás de él. Los dos hombres salieron del callejón a la vez, y se pararon en seco.

—¡Por todos los demonios! —el agente Hopkins contempló la escena con ojos de asombro, olvidando por completo su calzón empapado.

La iglesia de Saint Mary se consumía por el fuego.

La iglesia era más pequeña de lo que Hawkwood había supuesto; sencilla, y de forma rectangular, con el campanario en el extremo norte. Había visto capillas más imponentes. Los muros exteriores parecían relativamente intactos, pero las vidrieras, iluminadas por cortinas de llamas danzantes provenientes del interior del edificio, resplandecían como joyas. Se produjo una sucesión de estallidos que sonaron a lejanos disparos de mosquete. Los curiosos congregados en el lugar gritaban al ver los fragmentos de cristal irisado estallar en los marcos a causa del calor y precipitarse sobre el suelo cual lluvia de granizo. Las columnas de humo negro que se escapaban por los cristales de las ventanas recién destrozadas, ascendían cual remolinos hacia el cielo como buscando cobijo entre las nubes grises. Pequeñas y feroces erupciones, que aunque tímidas al principio cobraron confianza rápidamente, brincaban asomándose desde el cuerpo de la iglesia. Hawkwood observó como las llamas comenzaban a devorar los bordes del tejado cual lenguas serpentinas.

A primera vista parecía que la torre fuera a quedar inmune a la destrucción que estaba desatando abajo. Pero, poco a poco, empezaron a salir fumaradas por las contraventanas de la cúspide de la torre. El edificio, con su aguja perfilándose en el horizonte, pronto adquirió el aspecto de un resplandeciente cirio de altar. La campana continuó sonando con gran estruendo, ahogando los gritos de alarma de la multitud que presenciaba la escena.

Entonces se produjo una súbita conmoción en la entrada de un callejón cercano. Media docena de hombres aparecieron a toda carrera tirando de un carro de madera. Había llegado el cuerpo de bomberos. La muchedumbre se apartó sumisa para dejarlos pasar. Tras detener su artilugio, los hombres se quedaron mirando estupefactos el edificio en llamas. En un principio, Hawkwood pensó que estaban buscando la placa que indicaba que el edificio estaba cubierto por la compañía de seguros que les contrataba. Sin placa a la vista, la cuadrilla se marcharía con toda probabilidad por donde había venido. La placa, empero, estaba colocada en la pared, a la derecha de la puerta, donde los bomberos no podían sino verla. Hawkwood se dio cuenta de que en realidad se habían parado, porque se sentían completamente abrumados. Y no era difícil entender el porqué: su rudimentario equipo era harto insuficiente para sofocar un incendio de tal magnitud.

Hawkwood divisó a Rafferty paseándose inquieto junto al gentío.

Al notar que alguien le observaba, el irlandés se dio la vuelta. Un momentáneo destello de pánico chispeó en sus ojos, nada más ver a Hawkwood aproximarse.

—¿Qué demonios ha pasado aquí? —inquirió Hawkwood.

El modo en que el irlandés sacudió la cabeza, poniéndose en seguida a la defensiva, rayó en lo cómico.

—No he sido yo, capitán. Palabra, no he tenido nada que ver, lo juro por Dios. El pastor se encerró en el maldito edificio antes de que pudiéramos impedírselo.

—¿Está todavía ahí dentro? —Hawkwood contempló las llamas, horrorizado. De los canalones superficiales que bordeaban el tejado estaban empezando a elevarse bocanadas de vapor que emanaban del agua de lluvia acumulada tras la tormenta de la noche anterior, la cual había alcanzado el punto de ebullición debido al fuego de debajo.

Rafferty asintió incómodo.

—Hopkins dijo que había una mujer.

Rafferty levantó las manos en señal de impotencia.

—¿Ha intentado alguien forzar la entrada?

Rafferty, desde luego, no lo había hecho, pero no iba a admitirlo delante de Hawkwood. Se limitó a señalar la torre con un movimiento de cabeza.

—Ha bloqueado la puerta y se ha atrincherado dentro. ¡Cabrón chiflado! —añadió.

Si tú supieras, pensó Hawkwood.

Hawkwood advirtió a un hombre pequeño, delgado, y modestamente vestido en cuclillas junto a una lápida cercana con la cabeza entre las manos.

—El asistente parroquial —susurró Rafferty, siguiendo la dirección de su mirada—. La que está dentro es su esposa.

Se oyó un grito. Las agallas y la determinación habían terminado por vencer a la duda: los bomberos estaban intentando desenroscar su manguera. Hawkwood se preguntó por qué se molestaban. Hasta un ciego vería que apenas había esperanza. Pero el cuerpo de bomberos parecía decidido a continuar con el ritual de todas formas.

—No les queda ni una oración —masculló Rafferty entre dientes—. Pobres diablos.

Por una vez, Hawkwood estaba dispuesto a darle la razón.

Tras descargar sus baldes de cuero del carro, los bomberos corrieron hasta un abrevadero de caballos ubicado a la entrada del callejón y comenzaron a llenarlos de agua con la bomba. Dos de los hombres se armaron con hachas. Como si le hubieran leído el pensamiento a Hawkwood, uno se sacó un pañuelo de la camisa, lo empapó en agua y se lo ató tapándose la parte inferior de la cara. Sujetando con fuerza el hacha, se encaminó hacia la puerta de la iglesia. A medio camino se detuvo, interrumpiendo su zancada, y miró hacia arriba.

Fue entonces cuando Hawkwood cayó en que ya no oía el sonido de la campana.

La multitud también había quedado en silencio. Lo único que se oía era el crepitar de las llamas, seguido de varios estallidos fuertes producidos por la caída en cascada de los cristales de la ventana. Los bomberos miraron a su alrededor con aprensión. Hawkwood sabía que les preocupaba que el fuego se propagara; si eso ocurría, no había esperanza alguna de controlarlo. Por fortuna, la iglesia estaba separada por el cementerio de sus vecinos más inmediatos. Y caso de que la brisa arrastrara alguna chispa perdida, sería difícil que prendiera en la madera aún empapada por el aguacero de la noche anterior.

Un grito estridente cogió a todo el mundo desprevenido. La multitud alzó la vista, siguiendo la dirección que apuntaba la mujer con el dedo. A todos los presentes se le cortó horrorizados la respiración.

Las contraventanas con rendijas de la parte superior del campanario se habían abierto de golpe. Recortada contra el vano, apareció la silueta de un hombre, apareció la figura de un hombre ataviado con las vestiduras negras de un párroco.

—¡Jesús bendito! —exclamó el jefe Rafferty persignándose a toda prisa.

El bombero, camino de la puerta de la iglesia, se quedó petrificado ante la visión. El hacha se le resbaló entre los dedos. Al unísono, la multitud dio inconscientemente un paso atrás.

Envuelta en humo, la aparición con vestiduras negras elevó la mirada hacia el cielo. Un grito atormentado surgió entre el crepitar de las llamas.

—¡Oh Señor, permite que mi lamento llegue a ti!

Se produjo un momento de silencio y aturdimiento, roto bruscamente por una voz masculina, engolada por el alcohol.

—¡Que no es domingo, vicario! Un poco temprano para el sermón, ¿no?

—¡Cierra el pico, Marley, capullo ignorante!

La severa advertencia vino acompañada de un ahogado gruñido de dolor y el sonido de una botella estallando en pedazos sobre los adoquines.

Sin hacer caso al altercado que se producía más abajo, la silueta, con la cabeza aún mirando al cielo, extendió los brazos en súplica.

—¡Aquí me tienes, Señor, soy un mísero pecador!

Al escucharse estas palabras, una figura delgada como un palillo sentada al pie de una lápida cercana, levantó despacio la cabeza.

De súbito, Hawkwood sintió un movimiento a su derecha producido por un pequeño cuerpo que se arrojaba delante de los curiosos.

—¡Cabrón asesino!

Las cabezas se giraron hacia el acusador.

—¡Has matado a mi Annie!

El asistente parroquial, con la cara crispada por la ira, apuntó con un dedo acusador a la silueta enmarcada por el humo.

Al oír tal arrebato, se extendió un murmullo entre la multitud. Todas las miradas se elevaron al cielo una vez más.

—¡Santa María madre de Dios! —exclamó Rafferty con voz áspera.

Hawkwood se dio cuenta de que los curiosos no estaban lo suficientemente cerca para ver que el hombre de negro no era quien ellos creían. Lo único que la multitud distinguía con claridad eran sus ropajes oscuros. Sólo veían lo que se esperaba que vieran. El coronel Hyde seguía con su falacia y la distancia daba credibilidad a su estratagema. Su aspecto había engañado incluso al asistente parroquial.

La figura vestida de negro volvió a vociferar una vez más. Era el angustiado y suplicante lamento de un alma en pena.

—¡Oí a Satán llamarme por mi nombre! ¡En mi estupidez le contesté! ¡Y por la lengua del diablo me dejé corromper hasta caer en las tinieblas!

—¡Así se habla, vicario! —volvió a exclamar el borracho espontáneo a viva voz—. ¡Enséñeles lo que es bueno!

—¡Por los clavos de Cristo!, Marley, O te callas la boca de una puta vez o no respondo de mis actos.

La estridente voz se alzó de nuevo hacia el cielo.

—¡Y he aquí que apareció un caballo pajizo, cuyo jinete se llamaba Muerte, el Hades lo acompañaba!

—¿Caballo? —dijo Rafferty, con expresión ceñuda—. ¿Qué maldito caballo? Por todos los santos, ¿de qué está hablando este desgraciado?

A su espalda se oyó una tos nerviosa.

—Mmm… Yo lo sé —dijo Hopkins. Un rubor invadió la seria cara del joven guardia. Era difícil saber si se debía al calor que desprendía el edificio en llamas o a la vergüenza de convertirse de pronto en el centro de atención—. Es de las Sagradas Escrituras.

Hawkwood se dio la vuelta y lo miró fijamente.

—Libro del Apocalipsis: capítulo seis, versículo ocho… —Hopkins vaciló antes de añadir algo abochornado—. Mi viejo es vicario.

El joven guardia apartó de repente la mirada y abrió los ojos como platos. Hawkwood se dio la vuelta. Arriba en lo alto, la figura de la torre, con las manos juntas en posición de rezo, estaba arrodillada, la cabeza gacha. La voz resonó una vez más.

—¡Pero en la luz guiadora de tu gloria, oh Señor, he visto el error de mi conducta y me arrepiento sinceramente de mis pecados!

—¡Ajá! —murmuró Rafferty—. Ahí va de nuevo.

Hawkwood miraba la torre fijamente. El humo seguía saliendo por el vano de la ventana. Parecía como si la sacerdotal figura estuviera arrodillada en las profundidades del infierno. Cubierto por el resplandor de las llamas, sus negras vestiduras brillaban cual terciopelo.

La figura alzó la cabeza bruscamente.

—¡Oigo tu voz, Señor! ¡Benditos sean los que han encontrado el camino de la rectitud! Entrego mi alma en tu seno con el conocimiento de que me limpiarás de todas mis transgresiones.

Por encima de sus cabezas, la oscura silueta se puso en pie tambaleándose, agachó la cabeza y bajó lentamente los brazos, con las palmas hacia arriba. Después, como si recitara una bendición, habló. Sus palabras se oyeron altas y claras.

—¡Te saludan todos los que están conmigo! ¡Saluda a los que nos aman en la fe! La gracia sea con todos vosotros… —A continuación, levantó la mano derecha a la altura del hombro e hizo la señal de la cruz—. Amén.

Después, haciendo un movimiento tan brusco como inesperado, la figura de negro se dio la vuelta, desplegó los brazos y se arrojó a las llamaradas.

Las mujeres de la multitud lanzaron gritos de terror. Los hombres irrumpieron en un clamor y profirieron exclamaciones de asombro.

En el instante en que el cuerpo se perdió de vista, un lastimoso tañido retumbó por el camposanto, sobresaltando a algunas personas. Hawkwood supuso que, en la caída, el cuerpo se habría golpeado o enredado con la cuerda de la campana. Eso o que alguna fuerza sobrenatural había hecho sonar la campana llamando al alma del difunto al más allá.

Hawkwood oyó un gruñido de consternación a su lado. Se dio la vuelta. El guardia tenía la cara blanca como el papel.

—¿Por qué? —susurró Hopkins, mirando fijamente el campanario que ahora estaba envuelto por completo en humo—. ¿Por qué lo ha hecho?

—Estaba loco. —Respondió Hawkwood toscamente.

El guardia se quitó el sombrero. Sus labios empezaron a articular un rezo silencioso. Hawkwood vio que entre la multitud otras personas actuaban de forma similar. Los más devotos se habían puesto de rodillas. Hawkwood pensó que no era el momento ni el lugar adecuado para decirles que sus plegarias por el reverendo Tombs no eran pertinentes y además llegaban con muchas horas de retraso.

Hawkwood tenía los ojos clavados en la torre y en el hueco vacío de la ventana. Los bastidores y las contraventanas habían prendido y ardían sin remedio. Junto al edificio, los bomberos se habían visto obligados a darse por vencidos. Permanecían de pie en estado de incredulidad al igual que el resto de personas, presenciando cómo la iglesia se desmoronaba. El resplandor de las llamas confería a sus rostros un color rojo escarlata. El calor era intenso.

—¿Qué? —preguntó Hawkwood distraídamente, sin enterarse apenas de que el guardia había dicho algo.

Hopkins parpadeó.

—Las últimas palabras del reverendo. Son las que mi viejo solía decir.

—¿Ah, sí? —respondió Hawkwood, sin prestarle demasiada atención.

Hopkins asintió, confundiendo la respuesta de Hawkwood con una pregunta de cortesía.

—Me las aprendí de memoria a fuerza de oírlas repetir. Era la bendición que mi padre pronunciaba al final a la misa de los domingos. La epístola de San Pa…

Un estruendo procedente del interior de la torre en llamas apagó el resto de las palabras del guardia, todas menos una. Al oírla, Hawkwood sintió como si el mundo se hubiera parado de pronto a su alrededor. Se giró hacia él lentamente.

—¿Qué ha dicho?

Hopkins parecía avergonzado, intimidado por el tono de Hawkwood.

—Decía que conocía también las últimas palabras del reverendo.

—Esa parte la he oído —dijo Hawkwood con sequedad—. ¿Qué ha dicho después?

El guardia vaciló, atemorizado por la expresión en el rostro de Hawkwood.

—Mmm… ¿que era el último versículo?

—No —contestó Hawkwood suavemente—. Ha mencionado un nombre.

El agente tragó saliva con nerviosismo. Notó que tenía la boca completamente seca, como si hubiera metido la lengua en ceniza.

De niño, el guardia George Hopkins, como muchos otros jovencitos de mente curiosa, había sido un ávido coleccionista de mariposas y escarabajos, cuyos diminutos tórax empalaba con alfileres y preservaba para la posteridad en cajitas de cristal para el recreo de su familia y amigos. Cuando sintió aquellos ojos azules grisáceos posarse en él, el agente tuvo la inequívoca impresión de que así debían haberse sentido los escarabajos. Respiró hondo y recobró la voz.

—Es de la Epístola de San Pablo, del Libro de…

El agente calló por un instante, amedrentado por la mirada en la cara de Hawkwood.

—…Tito.[3]

Por encima del hombro del guardia, la iglesia de Saint Mary continuaba ardiendo a llama viva como si de la antorcha de un obrero de demoliciones se tratara.

El boticario Robert Locke estaba de pie junto a su ventana contemplando los tejados de la ciudad. Las nubes tenían el color metálico de una pistola y era difícil distinguir la línea que delimitaba la transición entre el borde de los tejados y el cielo.

Locke volvió a recordar la horrorífica celda del coronel. Cerró los ojos. Le vino a la mente la imagen del cadáver del reverendo. Volvió a ver su raída ropa interior, los pálidos miembros que sobresalían de ella, y la sangrienta monstruosidad que otrora fuera el rostro del pastor. Se estremeció. Sospechaba que esta imagen seguiría rondándole en sueños durante bastante tiempo.

Luego, sus pensamientos se centraron en su reciente visitante. No era el típico agente de la ley. Iba bien vestido —Locke reconocía una prenda bien confeccionada cuando la tenía delante— aunque encontraba el detalle del cabello largo recogido con una cinta una curiosa afectación; su arrogancia y perspicacia le habían parecido algo desconcertantes. De hecho, había habido momentos en los que a Locke le había resultado difícil sostener la penetrante mirada del hombre. Además de cerebro parecía tener fuerza física. Aunque esto era algo lógico por su condición de ex combatiente, oficial del cuerpo de fusileros, nada más y nada menos; uno de los regimientos del ejército británico mejor considerados. Locke se congratuló de lo intuitivo que había sido al descubrir esa faceta del pasado de Hawkwood y se preguntó qué habría llevado a un soldado como él a convertirse en agente de policía.

Soldado. De nuevo se abstrajo en sus pensamientos.

De la violencia del americano Norris, a las estrambóticas teorías de conspiración de James Tilly Matthews, Locke había visto muchas formas de locura. Ahora era testigo de otra más.

El coronel Tito Hyde: soldado, cirujano y párroco asesino.

Su mirada se posó sobre la mesa y el dibujo del Telar Volador de Matthews. Mientras lo observaba, a Locke le vinieron a la memoria las ilustraciones de anatomía de los aposentos del coronel. No era de extrañar que el coronel tuviera expuesto aquel tipo de material, habida cuenta de su pasado como médico. Era habitual encontrar gráficos y diagramas similares en la consulta de cualquier médico o en cualquiera de la docena de escuelas de anatomía de la ciudad. Durante siglos, dibujos como aquellos sirvieron de referencia a médicos y cirujanos.

Lo que a Locke le había parecido inusual —si bien era una observación que había resuelto no compartir con Hawkwood— era el leitmotiv que se repetía en toda la selección de ilustraciones de Hyde. Era algo que había intrigado a la vez que inquietado al boticario, sin saber muy bien por qué.

Todas las figuras que adornaban las paredes de la celda eran de mujer.