Prólogo
Cuando escuchó los sollozos, el primer pensamiento del celador Mordecai Leech fue que probablemente sería el viento tratando de abrirse camino bajo el alero. En una noche como ésta, con la lluvia azotando las ventanas cual metralla, no era una reflexión aventurada; el enorme edificio estaba viejo y lleno de corrientes, y lo habían declarado en ruina hacía años. Fue al doblar la esquina al pie de la amplia escalera que llevaba al primer piso, cuando Leech, vela en alto, se percató de que los llantos no provenían del exterior del edificio sino de una de las galerías del rellano de arriba.
Las galerías eran largas, de altos techos abovedados; el sonido tendía a viajar a través de ellas, por lo que resultaba difícil determinar la procedencia exacta de la queja, o incluso si el afligido era hombre o mujer.
A buen seguro se trataba del maldito americano, Norris, pensó Leech, al tiempo que otro débil gemido se deslizaba por el hueco de la escalera. Le siguió un aullido interminable, como el de un perro pequeño. A juzgar por la intensidad del ululato, el pobre bastardo parecía estar soportando un tormento espantoso, inmerso en otra de sus habituales pesadillas. Entonces, Leech, en un raro momento de compasión, se dijo: «si me tuvieran encadenado a la maldita pared por el cuello y los tobillos, posiblemente también yo tendría pesadillas».
El aullido dejó paso a un lamento penetrante y Leech maldijo entre dientes. Más pronto o más tarde, el jaleo acabaría molestando al resto de ocupantes del ala; una vez captaran el alboroto y se unieran a él, aquello sonaría como el zoológico de la Torre de Londres a la hora de la comida de las bestias, lo cual garantizaba que nadie pegaría ojo. ¡Dios quiera que ese loco cabrón se pudra!
De mala gana, Leech se disponía a subir las escaleras, cuando le sobresaltó el violento tintineo de una campana. De pronto recordó que ése era el motivo por el que había bajado: para responder a la llamada de alguien de fuera, que solicitaba entrar. Leech se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y miró el reloj. Eran poco más de las diez. No necesitaba mirar por la mirilla para saber quién era.
Mientras alcanzaba con la mano los cerrojos del interior de la puerta, Leech se dio cuenta de que los quejidos habían cesado. Parecía que el sonido de la campana hubiese hecho el silencio. Suspiró aliviado. Tal vez sería una noche tranquila después de todo.
La puerta se abrió hacia dentro y descubrió a una delgada figura ataviada con una capa negra empapada de agua y un sombrero de ala ancha goteando. La bufanda de lana que el visitante llevaba enrollada al cuello y la cabeza agachada para protegerse contra las inclemencias del tiempo ocultaban sus rasgos.
Leech se echó a un lado y dejó paso al hombre.
—Buenas noches, reverendo —susurró—, me preguntaba si esta jodida lluvia le impediría venir. Perdone usted —se apresuró a añadir aún en voz baja, como si temiera poder ser escuchado. Los miembros del clero no eran bienvenidos aquí. Esas eran las normas, por orden de los directores.
El clérigo se quitó la bufanda, dejando al descubierto el alzacuello, y alzó la cabeza.
—Me retrasé; el funeral de uno de mis feligreses y un sinfín de otras obligaciones, lo lamento.
Al levantar la cabeza y elevarse así el ala del sombrero, el rostro del clérigo quedó expuesto. No era ni joven ni viejo. Sin embargo, su semblante reflejaba sabiduría, la había en sus ojos y patas de gallo, y en las profundas arrugas grabadas en mejillas y frente. También se veían varias cicatrices repartidas por la mandíbula: pequeña, redonda y con marcas que sugerían un antiguo encuentro con algún tipo de viruela. Lo que tenía el sospechoso aspecto de una herida por corte, le había creado un surco superficial que recorría la parte superior del pómulo derecho.
Leech había pensado a menudo en la cicatriz y en el pasado del sacerdote, pero había sido cauteloso y se había abstenido de preguntarle directamente al reverendo. Nadie a quien se lo había comentado sabía cómo se había producido la desfiguración; o, si lo sabían, habían preferido no compartir información sobre el asunto. Así que Leech seguía sin saber nada y con algo más que una pizca de curiosidad.
El sacerdote se quitó el sombrero y la capa y los sacudió para descargarlos de agua.
—¿Cómo se encuentra?
Leech se encogió de hombros.
—No sabría decirle, reverendo. No tengo mucho trato con él. Posiblemente usted sepa más de él que yo. Me aseguro de que su puerta tiene el cerrojo echado y de que tenga comida; esa es toda la relación que tengo con él. Con eso me sobra y me basta. Para cualquier otra cosa, es mejor que le pregunte al boticario. ¿Hace cuánto que no le ve?
—Jugamos por última vez hace una semana. Me dio una buena paliza, he de decir. Su dominio de la estrategia es formidable y, lamentablemente, fui un adversario bastante débil. No obstante, se mostró sumamente magnánimo en la victoria —el sacerdote dio unas palmadas a Leech en el brazo—. Esperemos que la contienda de esta noche resulte más gratificante.
Otro gemido llegó vagando desde arriba y el celador se puso tenso.
—¡Joder! Esto… disculpe, reverendo.
Desde lo más profundo del edificio, el portazo de una puerta metálica resonó por el ala en penumbra. Le siguió el sonido de unos pasos firmes y una advertencia rellena de irritación.
—¡Maldita sea, Norris! ¡Si no te callas, entraré a apretarte los putos tornillos!
Como en respuesta a una señal concreta, la amenaza fue seguida de un coro policorde de voces con diversos grados de alteración, seguido, sin apenas transición, por una algarabía de gritos agudos, un repique de histéricas carcajadas y, con algo de incongruencia, lo que parecía el canto de apertura de una exultación religiosa.
—¡Por todos los demonios! —profirió Leech—. Ya se ha armado la gorda.
El sacerdote sacudió la cabeza.
—Pobres almas dementes.
«Pobres almas, y una mierda», farfulló Leech entre dientes. A continuación, dijo en voz alta:
—Vamos, reverendo, le llevaré con él. Dese prisa, manténgase pegado a mí. Me haría un favor si se vuelve a poner el sombrero y liarse la bufanda. No querría que alguna mirada indiscreta viera su alzacuello. No me gustaría que ninguno de los dos se metiese en problemas —el celador señaló al piso superior con el pulgar—. Después iré a ayudar con esos de arriba.
Oteando con cautela en derredor, Leech se giró y encabezó el camino a lo largo del corredor iluminado por una tenue luz. El sacerdote apresuró el paso. El sonido procedente de la primera planta disminuyó poco a poco conforme dejaban atrás las escaleras.
No era la primera vez que al sacerdote le sorprendía la rapidez con la que el deterioro se propagaba por el edificio. Había dilatadas grietas en las aristas del techo. El agua de la lluvia bajaba por las paredes a chorros. Muchos de los marcos de las ventanas estaban tan desencajados que ponían de manifiesto que algunas secciones del techo abovedado pesaban demasiado para las paredes. El edificio entero se desmoronaba.
Leech dobló la esquina. Delante de ellos un largo corredor se adentraba en una oscuridad estigia. Un golpe de lluvia salpicó con fuerza una ventana cercana. El sonido vino acompañado de un gemido, como el de un animal sufriendo de dolor.
Leech sonrió ante la expresión asustada del sacerdote.
—No se preocupe, reverendo, son sólo las vigas. Estuve un tiempo en la marina —agregó el celador—. Entiendo algo de construcción de barcos. Hay que dejar espacio entre las costillas para que respiren. Lo mismo pasa con este lugar. Claro que, esos desgraciados fueron a construirlo encima del foso de la ciudad, los muy imbéciles. ¿Sabe sobre qué nos apoyamos? Sobre casi un palmo de escombro, y debajo de eso no hay más que tierra. No es sólo que tengamos filtraciones, es que también nos hundimos, ¡maldita sea! —Leech miró hacia arriba—. Bueno, al menos ya hemos llegado.
Se encontraban frente a una puerta de madera maciza con una pequeña reja tic unos quince centímetros cuadrados a la altura de los ojos, parecida a la ventana de un confesionario. En la base de la puerta había un hueco, con el ancho justo para dejar pasar una bandeja de comida. Tanto la reja como el hueco estaban ribeteados por el amarillo resplandor de luz de vela que emanaba del interior de la habitación.
Leech se llevó la mano a la gran anilla de llaves colgada a su cintura.
—Usted sabe lo que tiene que hacer, reverendo. Tire de la campanilla como de costumbre. Sonará en la habitación de los guardianes. Yo termino a medianoche, a no ser que los desgraciados de arriba sigan despiertos, aunque el viejo Grubb estará de turno. Esperará para abrirle la puerta y acompañarle a la salida.
El sacerdote asintió con la cabeza.
Leech miró la puerta con recelo.
—¿Estará bien?
El sacerdote sonrió.
—Estaré totalmente seguro, señor Leech, pero gracias por el interés».
Leech golpeteó la puerta con el llavero y pegó la boca a la reja metálica.
—Tienes una visita. El reverendo está aquí.
Leech esperó.
—Puede pasar.
Era la voz de un hombre. Las suaves palabras fueron pronunciadas con mesura y precisión. Había algo de seductor en el tono de la invitación que hizo que a Mordecai Leech se le erizaran los pelos de la nuca causándole desasosiego. El celador, un poco desconcertado por la sensación, aunque sin saber muy bien por qué, abrió la puerta, la empujó para abrirla y retrocedió.
De la esquina de la habitación emergió una misteriosa figura que se fue acercando lentamente hacia la luz.
El sacerdote cruzó el umbral de la puerta. Leech cerró con llave, tras lo cual esperó, con la cabeza ladeada, escuchando.
—Buenas noches, coronel —era la voz del sacerdote—. ¿Cómo se encuentra esta noche?
La respuesta, cuando llegó, se oyó débil e imprecisa. Leech acercó un poco más la oreja a la puerta, pero la conversación se fue desvaneciendo a medida que los ocupantes se adentraban en la habitación.
El celador se quedó escuchando varios segundos, si bien, al darse cuenta de que era en vano, giró sobre sus talones y se marchó por el corredor. Conforme se acercaba a la escalera empezó a captar los sonidos de un canto disonante y refunfuñó. Parecía que seguían con lo mismo. Iba a ser una noche larga.
Treinta minutos después de la media noche, sonó la campanilla en la habitación de los guardianes. Amos Grubb suspiró, se echó la manta por encima envolviendo sus huesudos hombros, y cogió el candelero. El celador Leech le había avisado de que llamaría. Aún así, a Grubb le acometió un vivo resentimiento al pensar que tendría que desocupar su deformado colchón para atender la llamada. Ahora, tras el reciente alboroto, reinaba un mayor silencio en el ala. Era sorprendente el efecto que un poco de láudano podía causar hasta en el individuo más obstinado. Una gotita en una taza de leche y Norris dormía como un bebé. Casi todos los demás, calmados por la consiguiente tranquilidad, habían seguido el ejemplo sin tardar. Aún había algunos despiertos, sorbiéndose la nariz ruidosamente y susurrando entre ellos o para sí; no obstante, imperaba una paz relativa, después de todo. Incluso la lluvia había amainado, aunque el viento todavía silbaba por los huecos alrededor de los marcos de las ventanas.
Hacía un frío glacial. Grubb tenía escalofríos. Había esperado poder echar una cabezada durante algunas horas antes de hacer las rondas de primera hora de la mañana. Con todo, reflexionó Grubb pensativo, una vez se hubiera marchado la visita, podría disfrutar de una cabezadita con la conciencia tranquila.
El anciano guardián perjuró en voz baja mientras chapoteaba por el pasillo.
Se detuvo ante la puerta cerrada y traqueteó las llaves contra la reja.
Se oyó el sonido de una silla deslizándose hacia atrás y un murmullo de voces en el interior.
Grubb abrió la puerta y se apartó, con la vela en alto.
—Listo, cuando quiera, reverendo.
Grubb vio que el reverendo ya llevaba puesta la capa. También se había encasquetado el sombrero y la bufanda. El clérigo se giró al llegar al umbral de la puerta.
—Adiós, coronel, gracias por una velada tan amena. Y tan bien jugada, si bien prometo hacérselo pasar mal la próxima vez —dijo al tiempo que hacía un gesto admonitorio con el dedo.
Al franquear la puerta, el sacerdote se enfundó bien en su capa y esperó mientras Grubb aseguraba la puerta tras de él.
Acto seguido, ambos procedieron a marcharse por el pasillo. Grubb iba delante, con la vela en ristre, a la caza de charcos. Percibía los sigilosos pasos del sacerdote a su lado y echó un vistazo atrás, tratando de mirar de soslayo el rostro del clérigo. Leech le había preguntado por las cicatrices hacía un mes o dos. Grubb había confesado no saber nada, aunque le picaba la curiosidad tanto como su colega por conocer la causa de las mismas. No veía demasiado en la penumbra. El clérigo llevaba la cabeza gacha, concentrándose en ver dónde ponía el pie. Si bien tenía el rostro parcialmente oculto bajo el ala inclinada del sombrero, Grubb logró distinguir las cicatrices a lo largo del borde de la mandíbula. Los ojos del guardián buscaron el verdugón irregular que cruzaba la mejilla derecha del sacerdote. Ahí estaba. Parecía un tanto cambiado, más inflamado de lo habitual, como extrañamente teñido de sangre.
Al sentirse observado, el sacerdote miró de reojo y Grubb sintió cómo se le cortaba la respiración. El sacerdote clavó los ojos en los suyos. Los ojos azabache hicieron que Grubb palideciese y bajase la vista. El anciano guardián notó que el sacerdote se subió la bufanda tapándose el rostro, probablemente para evitar más miradas escrutadoras.
En silencio, Grubb le condujo hasta el recibidor de la entrada y esperó a que el clérigo se ajustase el sombrero. Después abrió la puerta.
Al final del patio, casi sumido en la oscuridad, más allá de la cortina de llovizna, Grubb apenas lograba distinguir las columnas de la entrada y la gran cancela principal.
—¿Ve por donde va, reverendo, o quiere que vaya a buscar una linterna?
El sacerdote se adentró en la noche, y a continuación se paró, con la cabeza medio volteada. Al hablar, su voz sonó apagada.
—Gracias, no. Seguro que encontraré el camino. No hay necesidad alguna de que ambos cojamos una pulmonía. Que tenga buenas noches, señor Grubb.
Y cruzó el patio con la cabeza gacha.
Grubb lo miró de hito en hito. El sacerdote parecía tener prisa, como si estuviese deseando marcharse. Grubb no le culpaba. Aquel sitio causaba ese tipo de efecto en las visitas, en especial en aquéllos que elegían venir de noche.
El sacerdote desapareció en la oscuridad y Grubb le echó el cerrojo a la puerta. Ladeó la cabeza y escuchó.
Silencio.
Amos Grubb se envolvió bien en la manta y subió las escaleras en busca de calor y sueño.
* * *
Fue el mozo, Adkins, quien descubrió que la bandeja con comida permanecía intacta. Había pasado una hora desde que la deslizaran por el hueco de la parte inferior de la puerta, y las dos finas rebanadas de pan con mantequilla y el cuenco de gachas aguadas seguían allí. Adkins informó del extraño hecho al guardián Grubb, quien, encogiéndose de hombros en su chaqueta azul del uniforme, se dirigió a investigar, llaves en mano.
Grubb comprobó que Adkins no se equivocaba. No era habitual que se ignorasen los alimentos, habida cuenta del largo intervalo que mediaba entre las comidas.
Grubb golpeó la puerta con el puño.
—El desayuno, coronel. El joven Adkins está aquí para vaciarle la escupidera. ¡Vamos a levantarnos ya! ¡Andando!
Grubb trató de recordar la hora a la que se había marchado la visita del coronel la noche antes. Entonces cayó en que no había sido la noche pasada, sino esa misma madrugada. Quizá el coronel estaba en su catre, agotado por su victoria al ajedrez, aunque eso era muy normal. El coronel tenía la costumbre de levantarse temprano.
Grubb lo intentó de nuevo pero, al igual que antes, su llamada no obtuvo respuesta.
Lanzando un suspiro, el guardián escogió una llave de la gran anilla y abrió la puerta.
La habitación estaba oscura. La única iluminación era cortesía de los delgados e intermitentes haces de luz que se filtraban por los huecos de las contraventanas.
Los ojos de Grubb se volvieron hacia la cama baja de madera adosada contra la pared del fondo.
Sus sospechas, según pudo comprobar, eran acertadas. La figura acurrucada debajo de la manta lo decía todo. El coronel seguía en la cama.
Los hay con suerte, pensó Grubb. Se acercó a la pared arrastrando los pies y abrió las contraventanas. Las bisagras llevaban tiempo sin engrasarse y las corroídas charnelas chirriaban como uñas arañando un tejado de pizarra. La diáfana luz de la mañana comenzó a impregnar la habitación. Grubb miró por la ventana atrancada. El cielo estaba gris y el amenazante color auguraba que no haría mucho calor en el día que tenían por delante.
Grubb suspiró con desánimo y se dio la vuelta. Para su sorpresa, la figura de debajo de la manta, con la cabeza mirando hacia la pared, no parecía haberse inmutado.
—¿Cojo la escupidera, señor Grubb? —El chico había entrado en la habitación detrás de él.
Grubb asintió distraído y caminó encorvado y sin ganas hacia el catre. Entonces se acordó de la bandeja de comida e hizo un gesto con la cabeza hacia ella.
—Mejor pon eso allí sobre el taburete. Seguro que todavía quiere el desayuno, como si lo viera.
Adkins cogió la bandeja y siguió las instrucciones del guardián.
Grubb se inclinó sobre la cama. Comenzó a olfatear, al advertir de repente en la habitación un tufo extraño que no había notado antes. El olor le parecía curiosamente familiar, si bien no conseguía identificarlo. No importaba, todo el maldito sitio estaba lleno de olores extraños. Uno más no importaba demasiado. Alargó la mano, levantó el borde de la manta y la echó hacia atrás. Cuando cayó la manta, la figura dé la cama se movió.
Grubb dio un respingo hacia atrás, con sorprendente agilidad para un hombre de su edad; el chico soltó un chillido al aterrizar el talón de la bota de Grubb sobre su dedo del pie; la bandeja salió volando, desparramando plato, cuenco, pan y gachas por el suelo.
Amos Grubb, ceniciento, miró fijamente el catre. Al principio, su cerebro era incapaz de procesar lo que estaba viendo, entonces tomó conciencia y desencajó los ojos presa del horror. De pronto, se percató de una sombra a su espalda. Adkins, ignorando el desastre del suelo y dejándose llevar por la curiosidad, se había acercado boquiabierto para mirar.
—¡NO! —consiguió gritar Grubb. Trató de tender la mano a modo de barrera, mas descubrió que el brazo no le respondía. Su miembro le resultaba tan pesado como el plomo. Súbitamente, sintió el dolor. Era como si alguien hubiera introducido una mano en su cuerpo y agarrado el corazón con un frío puño estrujándolo con todas sus fuerzas.
El intento del anciano por proteger los ojos de Adkins de la escena que tenía ante él resultó un pésimo fracaso. Apenas el guardián Grubb hubo caído al suelo, apretándose el escuálido pecho, el alarido de terror ya asomaba por la garganta del mozo.