Capítulo 2
Hawkwood contempló con mirada pétrea a través de las barandillas el estado del edificio en el que se disponía a entrar. Aún habiendo dominado el área desde su altura durante siglos y arraigarse en la conciencia pública, el lugar seguía produciendo una fascinación morbosa, incluso pese a estar cayéndose a pedazos.
La fachada original, que había llegado a tener más de quince metros de largo, estaba inspirada, o eso se decía, en el Palacio de las Tullerías de París. En su apogeo, el edificio debió haber sido una vista imponente.
Ya no lo era. El lugar, años desmoronándose; el mal estado y la podredumbre se habían cebado con él. El ala este, por recomendación del irrefutable informe de un perito, ya había sido demolida. Tan sólo quedaba la mitad del edificio original, lo que constituía poco más que un esqueleto. Ya no parecía un palacio sino una chabola, tan endeble y ruinosa como las tiendas de muebles de segunda mano que ocupaban las angostas calles de los alrededores.
Hawkwood no había visitado el hospital con anterioridad, si bien había perdido la cuenta dé las veces que había pasado por allí, y no lograba recordar ni una sola ocasión en la que no le hubiese invadido un siniestro presentimiento. Bethlem producía ese efecto.
Miro hacia arriba. Por encima de él, coronando los postes a ambos lados de la cancela de entrada, había dos estatuas yacentes de piedra. Las dos eran de hombres, desnudas y muy erosionadas, víctimas de más de un siglo de exposición al viento, la lluvia y el aire inmundo de la capital. Las muñecas de la figura de la derecha estaban unidas por una gruesa cadena y pesados grillos. La cabeza de la estatua estaba ladeada, mientras que la boca esculpida se abría en un grito silencioso de desesperación, como si advirtiese a los transeúntes de la cruel realidad que se escondía tras la cancela.
Escuchó risas, feliz sonido que de inmediato se reveló en desacuerdo con el luctuoso entorno. Miró por encima de su hombro derecho. Hubo un tiempo en que Moor Fields se contaba entre las mayores atracciones turísticas de la capital, sus paisajes de pastos y senderos amplios bordeados por verjas primorosas y altos y elegantes olmos, fuente de inspiración de artistas y poetas.
La mayor parte de eso había desaparecido hacía mucho. Lo que un día fuera una pradera llana, verde y muy cuidada era ahora un exiguo desierto cubierto de arena y hierbajos. Las verjas que quedaban estaban dobladas y rotas. Los árboles que flanqueaban los senderos parecían apáticos y descuidados bajo la luz apagada de la mañana. Partes del césped cercado presentaban hoyos permanentes que hacían que, tras noches de tormenta, éste se llenara de charcos de agua. Del borde de una de estas charcas poco profundas habían emanado las risas. Dos niños pequeños estaban jugando con un galeón de juguete, reconstruyendo alguna batalla naval, totalmente inmersos en su guerra imaginaria, inconscientes de la incongruencia de la escena.
Hawkwood se alejó. Subiendo unos peldaños, entró en el patio y se dirigió a la entrada principal del hospital. Había nichos a ambos lados de la puerta. Cada uno tenía un cepillo de madera pintado para las limosnas. Uno tenía la forma de un hombre joven; el otro representaba la figura de una mujer con el busto desnudo. Por encima de ellos había una inscripción que animaba al visitante a hacer una contribución a los fondos del hospital. Haciendo caso omiso del incentivo tallado, Hawkwood tiró de la campanilla, y aguardó.
En la puerta había una pequeña ventana a modo de mirilla. El batiente de la ventanilla se abrió hacia adentro y quedaron a la vista un par de ojos semicerrados.
—Agente Hawkwood. Bow Street. He venido para ver al boticario Locke.
La cara desapareció y la ventanilla se cerró de golpe. Se escuchó el sonido de un cerrojo descorriéndose; la puerta se abrió.
El interior del edificio estaba impregnado del olor acre a meado, mierda y paja húmeda. De camino al hospital, Hawkwood había rodeado la zona de Smithfield, donde aún flotaba en el aire el hedor a excrementos de caballo, ganado y ovejas del mercado del día anterior, la hediondez era tan penetrante que hacía llorar los ojos. Por un momento pensó que podía llevar algo pegado en la suela de las botas y levantó los pies para comprobarlo. Nada; el fétido olor debía ser algo intrínseco al edificio.
La puerta se cerró con fuerza detrás de él.
Una operación de limpieza estaba en pleno apogeo. Abundaban las fregonas y los cubos en un intento por devolver cierta apariencia de orden al lugar tras la tormenta de por la noche. A juzgar por los chorros oscuros que todavía escurrían por las paredes e inundaba el desnivelado suelo, la tarea parecía una causa perdida. Pese a la actividad, reinaba una aparente calma. La mayoría de los empleados trabajaban en silencio. Entre el grupo que limpiaba había varios hombres adustos con uniformes azules. Empleados del hospital, supuso Hawkwood.
El portero que le había abierto, un hombre delgado de nariz larga y expresión lúgubre, se apartó de la puerta.
—El boticario está en su despacho. Pediré a alguien que le lleve hasta allí —el portero se fijó en uno de los hombres de uniforme azul y le hizo señas—. ¡Señor Leech!, el agente Hawkwood. Viene de Bow Street.
El celador de uniforme azul asintió con la cabeza.
—Le estábamos esperando. Sígame.
Hawkwood se colocó detrás de su guía mientras subía la escalera hasta el rellano del primer piso. El estado aquí no parecía mejor que el de la planta baja.
La galería de arriba recorría todo lo largo del edificio, dividida a intervalos por un una reja del suelo al techo. El lado izquierdo de la galería estaba flanqueado por celdas, por lo que la gris luz de la mañana que sólo entraba por las ventanas de la pared norte, al otro lado, apenas complementaba el resplandor insuficiente de las velas.
El olor era peor que abajo y al pasar por delante de una de las celdas abiertas y ver lo que yacía en la habitación estrecha al otro lado, Hawkwood comprendió el porqué.
Había un catre de madera bajo con un colchón relleno de paja. Sentado sobre el colchón había un hombre, o al menos lo que parecía ser un hombre. Estaba terriblemente delgado, tenía el rostro macilento y afilado como el de una musaraña. Una manta sucia de lana le cubría la mitad inferior del cuerpo a excepción de los pies, los cuales sobresalían por debajo del tejido mugriento como dos babosas de un blanco pálido. Era evidente que bajo la manta el paciente estaba desnudo de cintura para abajo. Llevaba una camisa gris y un pañuelo amarillo alrededor del cuello, aunque lo que llamó la atención de Hawkwood fue lo que llevaba en la cabeza: un solideo rojo, debajo del cual asomaba una venda suelta otrora blanca. Hawkwood se quedó paralizado, no sólo por la expresión del hombre, que era de absoluto sufrimiento, sino por el arnés de hierro que le ceñía el pecho y la parte superior de los brazos, y por el aro de hierro en torno al cuello. El aro quedaba sujeto mediante una cadena a un poste de madera que iba en vertical desde la esquina del catre hasta una abrazadera en el techo. Al escurrirse la manta por una pierna costrosa, Hawkwood vio que el tobillo del hombre estaba atado con otra correa fijada al extremo del catre por una segunda cadena. Por su estado era patente que el hombre estaba sentado sobre sus propios excrementos.
El celador se percató de la repugnancia reflejada en el rostro de Hawkwood y siguió la mirada del runner.[2] Le preguntó al interno con desprecio:
—¿Y tú qué miras, Norris?
Hawkwood observó como una lágrima se deslizó lentamente por la cara demacrada del hombre engrilletado.
El celador pareció no darse cuenta, al contrario, se giró bruscamente y continuó por la galería. Hawkwood apartó la vista de la puerta abierta y siguió a su guía.
Muchas de las celdas por las que pasaban estaban ocupadas, la mayoría por más de un paciente. Era evidente que Norris no era el único que estaba encadenado. Incluso a pesar de la oscuridad imperante en los cuartos, Hawkwood pudo distinguir que cierto número de pacientes, tanto hombres como mujeres, estaban inmovilizados de la misma forma. Había varios guardianes más ataviados con uniforme azul trabajando: algunos supervisando a los pacientes, otros dedicados a tareas de limpieza.
El celador condujo a Hawkwood a lo largo del ala. Finalmente, se pararon frente a una puerta con una placa de latón grabada que leía Boticario. Leech llamó a la puerta y esperó la respuesta de dentro. Cuando se escuchó, abrió, cruzó unas breves palabras con el ocupante y acto seguido indicó a Hawkwood que entrara.
Era una habitación austera, de mobiliario sombrío, y, como el resto del edificio, emanaba un aire agobiante cargado de humedad y putrefacción. Había una gran cantidad de libros. En la pared que quedaba justo detrás del escritorio se sucedían en vertical varios estantes llenos de documentos enrollados. Informes de pacientes, supuso Hawkwood.
El boticario Robert Locke no era la figura autoritaria que Hawkwood había esperado encontrar. Se había imaginado a alguien de mediana edad, con aire de académico. Locke, por el contrario, parecía rondar los treinta y cinco años, era fornido, de semblante atento y algo barrigón. Su cara juvenil, enmarcada por un par de lentes pequeñas y redondas, estaba pálida y demacrada. Se volvió desde la ventana donde había permanecido con pose pensativa y saludó a Hawkwood con una inclinación de cabeza formal, aunque vacilante.
—A su servicio, agente Hawkwood. Le agradezco que haya venido. Por cierto, he pedido al señor Leech que se quedase, ya que fue él quien dejó entrar al reverendo Tombs en el hospital la otra noche.
Hawkwood no dijo nada. Primero puso sus ojos en el celador, luego en el boticario. Ambos le miraban con expectación.
—Perdóneme —dijo Hawkwood—. Estaba pensando en por qué me ordenaron preguntar por el boticario. ¿Por qué no me atiende el médico al cargo, el doctor Monro?
Los dos hombres intercambiaron miradas. El boticario Locke frunció los labios.
—Me temo que el doctor Monro está ocupado. Sus responsabilidades cubren, ¿cómo decirlo?, un amplio lienzo. Tiene otras obligaciones que requieren de su atención.
El celador Leech esbozó lo que podría confundirse con una sonrisa burlona.
—Pero aún es el responsable del hospital, y, por consiguiente, del bienestar de los pacientes, ¿cierto?
Locke asintió con un movimiento de cabeza.
—Así es. No obstante, sólo ostenta el título de médico visitante, por lo que está eximido de acudir al edificio a diario. Supervisa las recetas de los pacientes dos días a la semana y acude a la reunión del subcomité de directores los sábados por la mañana.
—¿Y el resto de los días?
Se atisbo una el reflejo de una ligera vacilación, a penas perceptible, aunque no por ello menos existente.
—Tengo entendido que la mayor parte del tiempo lo dedica a su academia, a visitas a domicilio y mmm… a sus exposiciones.
—¿Sus qué? —Hawkwood dudaba haber oído correctamente.
—Sus cuadros, agente Hawkwood. El doctor Monro es un mecenas respetado. Según tengo entendido el señor Turner solía ser uno de sus protegidos.
—¿Turner?
—Sí, el artista. Ha sido muy aplaudido por sus obras. Su fuerte son los paisajes, creo.
—Sé quien es Turner —contestó Hawkwood automáticamente.
El boticario se agarrotó y parpadeó. La expresión en el rostro del hombre con lentes sugería que la idea que éste había forjado respecto a un emisario de Bow Street correspondía más bien a un jefe del cuerpo de vigilancia, flemático, con gorra negra y chaleco azul, de modales atentos y entrado en carnes. Lo que desde luego el boticario no había previsto era encontrarse con un rufián arrogante de pelo largo, cara cortada y bien vestido, con ciertos conocimientos de arte.
Por su parte, Hawkwood recordó la respuesta inicial de Locke a su pregunta. El giro utilizado por el boticario le resultó un tanto extraño en el momento, ya que había hecho hincapié en la palabra «lienzo». Ahora todo tenía sentido. La sonrisa burlona del celador Leech no había sido fruto de su imaginación. En el aire se palpaba una patente sensación de resentimiento. Tal vez este boticario de aspecto apocado tenía mucho más que contar de lo que había imaginado en un principio. Y definitivamente merecía la pena averiguarlo.
—Perdóneme, doctor, simplemente me parece curioso que el médico jefe del hospital pase más tiempo dedicado a sus cuadros que a sus pacientes. Sin embargo, por lo que sé, hay otro médico entre el personal, El cirujano Crowther, o ¿acaso él también tiene obligaciones fuera que le impiden estar aquí?
Hawkwood se permitió adornar el tono de su frase con la cantidad justa de sarcasmo. Su táctica se vio recompensada. Esta vez, la reacción del boticario resultó menos comedida. Se sonrojó y tosió con nerviosismo.
A su espalda, Hawkwood escuchó al celador Leech moverse.
Los ojos de Locke se posaron en el origen del sonido.
—He de pedirle, señor Leech, que sea tan amable de esperar fuera.
El celador vaciló y, a continuación, asintió con la cabeza. Locke esperó hasta que la puerta se hubo cerrado. Se volvió hacia Hawkwood. Quitándose las lentes, sacó un pañuelo del bolsillo y comenzó a limpiar los cristales.
—Me temo que el cirujano Crowther está… —el boticario frunció los labios—…indispuesto.
—¿De veras? ¿Y qué le ha ocurrido?
Locke volvió a colocarse las gafas sobre la nariz y se guardó el pañuelo.
—El hombre es un bebedor. No le he visto en tres días. Sospecho que, o está en casa empinando el codo, o completamente borracho en alguna licorería de Gin Lane —esta vez el tono de crispación en la voz del boticario era inconfundible, tan tajante que podría cortar el hielo—. Esa es la razón por la que está usted hablando con el boticario, agente Hawkwood. ¿Responde eso a su pregunta? Ahora, ¿tal vez no tenga inconveniente en ver el cuerpo?
El celador Leech iba delante. Mientras bajaban las escaleras, el boticario se detuvo como para pararse a pensar. Dejó a Leech adelantarse unos pasos y respiró hondo.
—Mis disculpas, agente Hawkwood. Debe considerarme indiscreto. Me temo que me he ido de la lengua, pero las cosas han sido algo difíciles últimamente, entre el informe final de los peritos, el aviso y demás.
—¿El aviso? —inquirió Hawkwood.
—El edificio ha sido declarado en ruina. ¿No se ha enterado? —dijo el boticario haciendo una mueca—. Hay quien opina que ya era hora. ¿Se ha percatado de que el ala este ya no está? Esa zona solía albergar a los pacientes varones. Desde su destrucción, hemos tenido que trasladar a los hombres a la misma galería que a las mujeres; no es la situación más adecuada, como podrá imaginar. Por suerte, no estamos funcionando a plena capacidad. Cuando comencé, había el doble de pacientes que hay ahora. Con un poco de suerte tendremos más espacio cuando nos traslademos a nuestras nuevas dependencias, aunque sólo Dios sabe cuándo será eso.
Tras bajar algunos escalones más, Locke dijo:
—Se ha conseguido un lugar en Saint George's Field. Está todo arreglado, si bien queda alguna duda con respecto a la financiación. Tal vez haya visto la campaña de suscripción para donaciones en The Times. ¡Ah, bueno!, no importa. Lamentablemente, la atención se ha desviado al Nuevo Bethlem muy a costa del antiguo. Hemos sido abandonados, agente Hawkwood. Algunos incluso dirían que traicionados. De lo que da fe el deplorable estado de las reparaciones que usted mismo puede comprobar.
Llegaron al pie de las escaleras. Algunos de los guardianes hicieron un gesto con la cabeza al pasar el boticario. La mayoría lo ignoraron y continuaron limpiando el suelo.
—Tengo ciento veinte pacientes a mi cargo, tanto hombres como mujeres, y menos de treinta empleados no cualificados para atenderlos. Eso incluye a los celadores, sirvientes, cocineros, lavanderas y jardineros (aunque bien sabe Dios que no son precisamente sus servicios los más necesarios). Se me exige dormir en el edificio y hacer rondas cada mañana, brindar asesoramiento y medicinas, y revisar el cuidado que los guardianes dispensan a los pacientes. Fíjese en que he dicho «revisar», agente Hawkwood. No tengo autoridad sobre ellos, sólo superviso sus tareas diarias. No me está permitido despedir o sancionar a los guardianes, pese a que muchos de ellos se dan con frecuencia a la bebida. Sin embargo, siguen haciendo oídos sordos a mis quejas. Espere, ¿he dicho «sordos»? Ausentes sería lo más apropiado.
Habían dejado el traqueteo de las fregonas y los cubos atrás. El olor a humedad, empero, parecía seguirles a lo largo del pasillo.
El boticario movió la nariz nerviosamente.
—¿Es ésta su primera visita, agente Hawkwood?
Admitiendo que lo era, Hawkwood se preguntó adonde quería llegar con la pregunta.
—¿Qué fue lo primero que le llamó la atención cuando atravesó la puerta? Le ruego que sea sincero —mientras hablaba, el boticario esquivó ágilmente un charco.
—El olor —admitió Hawkwood, sin dudar.
El boticario se detuvo y se giró hacia él.
—Claro, agente Hawkwood, el olor. Este lugar apesta. Apesta a cuatro siglos de excremento humano. Bethlem es un muladar; es donde Londres descarga sus desperdicios. Este sitio es el estercolero de la ciudad y evitar que el hedor vaya a más se ha convertido en mi prioridad personal.
Hawkwood sabía que algo malo le aguardaba. Lo había percibido en la palidez del rostro de Locke, en el pavor de los ojos del joven boticario, en su respiración acelerada y en el ligero temblor, aún evidente, en la mano de Leech mientras el guardián abría la puerta.
Las contraventanas estaban abiertas pero, con el cielo encapotado de la mañana, la habitación se teñía de una penumbra espectral. Cuando entró, Hawkwood sintió como si le hubiesen chupado todo el calor del cuerpo. Se preguntaba si se debía a la temperatura o a su sensación de creciente malestar.
Había visto la muerte muchas veces. Había sido testigo de ella y la había infligido a sus enemigos, tanto en el campo de batalla como en otros lugares; con todo, tan pronto observó el entorno, supo que esto iba a ser diferente a cualquier cosa que hubiese experimentado.
Escuchó las instrucciones que el boticario murmuraba al celador, el cual comenzó a dar vueltas por la habitación encendiendo cabos de velas. Las sombras se retiraron gradualmente y la distribución de la habitación empezó a cobrar forma, al igual que su contenido.
No se trataba de una habitación, observó Hawkwood, sino de dos, separadas por un arco, como si dos celdas adyacentes hubiesen pasado a ser una al quitar una sección de la pared de separación. Incluso así, con el suelo de fría piedra y las paredes oscuras y empapadas, la celda recordaba a la mazmorra de un castillo, más que a una habitación de hospital. Hawkwood recordó una investigación reciente de un caso de falsificación que le había llevado a la prisión de Newgate a interrogar a un preso. Aquella cárcel era como una perversa úlcera enconada, donde las celdas eran sucias ratoneras húmedas y oscuras. Se percató de que el diseño de este lugar era muy parecido, incluso en las rejas de las ventanas.
En la zona anexa, había algunos muebles rudimentarios: una mesa, dos sillas, un taburete, una cubeta para agua sucia en la esquina, cerca de lo que parecía ser el extremo de una tubería de desagüe, y un catre de madera colocado contra la pared. Encima del catre se distinguía la vaga silueta de una forma humana cubierta con una manta raída de lana.
El boticario se acercó hasta la cama. Se enderezó, como preparándose para lo que venía.
—Acerque la vela, señor Leech, haga el favor.
Se volvió hacia Hawkwood.
—Debo avisarle que se prepare para esto.
Hawkwood ya lo había hecho. El aroma penetrante de la muerte ya había lanzado su propio aviso. Al mismo tiempo se preguntaba si la humedad de la celda era un fenómeno permanente o únicamente una consecuencia del diluvio de la noche anterior. Le llegaba un débil golpeteo procedente de algún lugar cercano; llegó a la conclusión de que probablemente era agua de lluvia goteando por un agujero del techo.
Locke levantó la esquina de la manta y tiró de ella. A pesar de que Leech sostenía la vela sobre la cama, la luz tenue hizo que tardaran un segundo o dos en asimilar la espantosa visión.
Hawkwood había visto las heridas sufridas por los soldados. Había visto brazos y piernas acuchillados y cortados por espadas y bayonetas. Había visto miembros hechos pedazos por bolas de mosquetes y a hombres destrozados por la metralla. Pero nada de lo visto hasta ahora podía compararse con esto.
El cadáver, vestido únicamente con la ropa interior, estaba tumbado boca arriba. El cuerpo parecía no presentar rasguño alguno, a excepción de uno innegable: no tenía rostro.
Hawkwood alargó la mano.
—Déme la luz.
Leech le pasó la vela. Hawkwood se agachó. Por lo que podía ver, al cadáver le faltaba cada centímetro de la piel del rostro, desde las cejas hasta la barbilla. Lo único que quedaba era un óvalo desigual de carne viva supurante. Los párpados continuaban en su sitio, así como los labios, aunque eran finos y estaban pálidos, y a Hawkwood le recordaron al cuerpo que había examinado a primera hora de la mañana. A diferencia de aquel cadáver, sin embargo, éste todavía conservaba la lengua y los dientes.
A su lado, el boticario miraba fijamente el cadáver, como hipnotizado por la brutalidad épica de la escena. Sacando su pañuelo, Locke se limpió las lentes enérgicamente y se las volvió a colocar sobre la nariz.
—Por lo que creo, la primera incisión se hizo probablemente cerca de la oreja. Después, se dibujó con la hoja la circunferencia del rostro, ejerciendo la presión justa para atravesar las capas de la epidermis. Luego, la hoja fue insertada debajo de la piel para recortarla, separándola poco a poco de los músculos subyacentes —el boticario hizo un mohín—. De forma muy parecida a cortar un pescado en filetes. Finalmente, esto le permitiría despegar y levantar la totalidad de los rasgos faciales del cráneo, probablemente de una pieza, como una máscara… —Locke hizo una pausa—. Se realizó con destreza, como podrá observar.
—¿Dónde diablos habría aprendido algo así un pastor? —preguntó Hawkwood.
El boticario parecía desconcertado.
—¿Pastor?
—Bueno, sacerdote. El reverendo Tombs, ¿no es ése su nombre?
El boticario se puso tenso. Se giró y le lanzó una mirada al guardián, levantó las cejas a modo de interrogación. El guardián se ruborizó y negó con la cabeza. El boticario apretó la mandíbula y se dio la vuelta.
—Me temo que ha habido un malentendido.
Hawkwood le miró.
Locke dudaba, claramente incómodo.
—¿Doctor? —pronunció Hawkwood.
El boticario respiró profundamente y contestó:
—No ha sido el sacerdote quien ha cometido este acto de barbarie.
Hawkwood volvió a mirarle.
—El reverendo Tombs no es el asesino, agente Hawkwood. No fue él quien blandió la cortante arma. No pudo haberlo hecho él —Locke señaló con la cabeza en dirección al cuerpo tumbado sobre el catre—. El reverendo Tombs fue la víctima.