Capítulo 11

—Vaya, vaya —exclamó el cirujano Quill levantando la vista—. Agente Hawkwood, ¿tan pronto de vuelta? Es un verdadero honor.

Escalpelo en mano, el cirujano, que se hallaba inclinado sobre una de las mesas de exploración, había hecho una pausa a mitad de una incisión. Delante de él yacía el cuerpo de un hombre y había comenzado ya a diseccionarlo. Le había practicado una incisión en forma de Y en el pecho que partía desde los hombros hasta la base del esternón y bajaba hasta el hueso púbico. La piel había sido retirada para dejar al descubierto la caja torácica, los músculos y el tejido blando subyacente. Los musculosos antebrazos del cirujano estaban teñidos de rojo hasta los codos.

—Tiene un par de cuerpos —dijo Hawkwood.

No estaba de humor para preámbulos. Intentó no mirar la sanguinolento carnicería de la mesa, y sospechó que Quill estaría sonriéndose para sus adentros a causa de su malestar.

—Exactamente. De hecho tengo varios —el cirujano alargó un brazo, abarcando toda la sala de exploración. El movimiento hizo que un pegote de sangre se desprendiera de la hoja del escalpelo y salpicara el suelo. Quill no pareció percatarse de ello. Hizo una pausa sólo para limpiar la hoja en su sucio delantal y enarcó una ceja—. ¿Imagino que tiene en mente algunos en concreto?

—¿Los trajeron esta mañana?

—Efectivamente —respondió el cirujano asintiendo con la cabeza.

—Me gustaría verlos —prosiguió Hawkwood.

El cirujano hizo una mueca, enseñando los dientes.

—Pensé que así sería. Por aquí.

Hawkwood siguió al cirujano hasta una mesa situada en medio de uno de los tenuemente iluminados nichos de la cámara. Quill extrajo una vela de uno de los nichos más próximos y la sostuvo en alto. La mesa y su contenido estaban cubiertos por una sábana, casi tan mugrienta como el delantal del cirujano. Quill la retiró.

—Aquí tiene —le dijo.

Hawkwood contuvo la respiración y bajó la mirada. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo; y no tenía nada que ver con la temperatura de la cámara.

Los habían descubierto de madrugada dos guardias de la patrulla nocturna. Los agentes se encontraban haciendo su ronda, protegiendo la capital de granujas, vagabundos, criaturas nocturnas y todo tipo de malhechores, cuando empezó a nevar. Padeciendo ya los efectos del frío y el cansancio, el dúo había decidido cobijarse temporalmente bajo el arco de entrada del hospital Saint Bartholomew con idea de coger fuerzas para aguantar el resto de la patrulla con unas caladas de pipa de tabaco y un trago caliente de grog de la pequeña petaca que ambos llevaban.

Cuando se dirigían con paso rápido hacia la entrada del hospital, los ojos de lince del guardia John Boggs alertaron a su acompañante, Nathan Hilley, de las dos figuras agazapadas al otro lado de la cancela del hospital. A pesar de su oficio, ninguno de los patrulleros era curioso por naturaleza, y en circunstancias normales se lo habrían pensado dos veces antes de pasar a la acción. No obstante, los dos estaban ateridos y no les hacía nada de gracia tener que seguir caminando bajo los remolinos de copos de nieve que empezaban a caer en torno suyo en busca de un cobijo alternativo. Además, el rápido lingotazo de grog había servido para insuflarles una confianza en sí mismos que de otra manera no hubieran disfrutado.

Como era de prever, fue Boggs, el más joven de los dos, el primero que, sujetando la linterna en alto, rompió a correr identificándose y exigiendo a las dos figuras que se mostraran.

Las dos figuras parecían ser hombres. Uno de estatura media, mientras que su acompañante era más alto y corpulento. Ambos portaban una especie de fardo pero, como los bajos del arco estaban sumidos en una profunda oscuridad, era difícil distinguir bien los detalles. Boggs advirtió la facilidad con la que el hombre más voluminoso se movía con el objeto a sus espaldas, todo lo contrario que su acompañante, quien parecía batallar con su carga. La pareja se movía con impresionante rapidez, aunque con dos guardias pisándole los talones, no era de extrañar.

Los agentes no tardaron en percatarse de que los fugitivos se habían desprendido de su carga. Con las prisas, habían soltado lo que llevaban para evitar caer en las garras de sus perseguidores.

Cuando alcanzaron la entrada del hospital, Hilley y Boggs vieron cómo sus presas se perdían en la oscuridad entre los copos de nieve, y decidieron que era inútil continuar la persecución. Sin sentirse excesivamente apesadumbrados, los guardias regresaron al arco para averiguar de qué se habían deshecho el par de fugitivos. Se aproximaron con cautela con las linternas en alto. A pocos pasos de la entrada, había tres grandes canastas de enea apoyadas contra la pared. Los guardias levantaron con cierta indecisión la tapa de cada una ellas y miraron en su interior. Las tres estaban vacías. Los dos hombres se miraron estupefactos.

Entonces Hilley divisó los sacos. Estaban tendidos en el suelo, entre la última canasta y la pared, y parecía como si los hubiesen arrojado a toda prisa. Mientras su acompañante levantaba las dos linternas para alumbrarlos, Hilley se sacó la navaja, y con manos temblorosas, cortó las ataduras del saco más próximo, padeciendo ya los efectos de la espantosa pestilencia.

Hilley fue el primero en vomitar y Boggs no tardó mucho en imitarle.

—Intrigante —afirmó Quill—. ¿No le parece?

«Dios todopoderoso», pensó Hawkwood asintiendo con desgana y mirando fijamente el horrendo espectáculo que tenía ante sí. Intentó taparse la nariz para evitar el olor, pero era imposible.

Quill utilizó el escalpelo como puntero.

—Como puede ver, en los dos cadáveres se han practicado incisiones para acceder a los órganos internos, algunos de los cuales han sido extraídos.

—¿Órganos? —preguntó Hawkwood.

—Bazos, riñones… —empezó a enumerar Quill, interrumpiéndose para dirigirle una mirada—. ¿No querrá la lista completa?

—No —admitió Hawkwood.

—Es curioso pero muchos de ellos tienen relación con el aparato digestivo —musitó Quill.

—¿Tiene alguna importancia? —inquirió Hawkwood.

—No tengo ni idea —replicó con jovialidad Quill añadiendo acto seguido—: Como puede ver, también han tomado varios trozos de piel de la frente, mejillas, antebrazos y muslos, así como de las pantorrillas y la espalda —el cirujano se dio la vuelta—. Me va a preguntar si se trata de la misma persona ¿no es cierto?

—¿Lo era?

El cirujano bajó la vista hacia los cuerpos y frunció el ceño.

—La verdad es que la similitud es asombrosa; sobre todo en lo que se refiere a las extirpaciones faciales. Indiscutiblemente quienquiera que sea el que ha empleado el chuchillo sobre estas pobres mujeres, lo ha hecho con el mismo grado de precisión del que le arrancó la piel del rostro al cuerpo que examiné antes.

—¿Se refiere a que poseía conocimientos médicos? —sugirió Hawkwood.

—Casi con toda certeza.

—¿Un cirujano?

—Es muy probable. De no ser así, tiene que ser una persona con un conocimiento de anatomía muy preciso. También puedo decirle que las intervenciones no se realizaron sólo post mortem sino también tras el enterramiento. ¿Tengo entendido que los encontraron a las puertas de Saint Bartholomew?

Hawkwood asintió.

El cirujano frunció los labios.

—No es nada inusual.

Quill no se equivocaba. Las tres canastas de enea que estaban tras la cancela del hospital lo atestiguaban. No se las había dejado olvidadas un camillero de hospital despistado. Las habían colocado allí deliberadamente, para conveniencia de los resucitadores. La mayoría de las bandas estaban compinchadas con el personal de los hospitales —camilleros o ayudantes de las salas de disección que trabajaban bajo las órdenes de los cirujanos—, y las cestas facilitaban el transporte de los cuerpos a los alzamuertos, sobre todo cuando tenían que entregar a sus clientes la mercancía por partidas múltiples.

El cirujano contempló los restos y frunció el ceño.

—Aunque he de confesar que no es frecuente que los cuerpos estén en este estado antes de la entrega. También es interesante que las dentaduras sigan intactas —Quill insertó la hoja del escalpelo entre los labios del cadáver más próximo, abriéndole la boca—. ¿Lo ve?

—Me basta con su palabra —dijo Hawkwood.

—¿Y los hospitales niegan tener conocimiento alguno de ello?

Hawkwood asintió. Aunque sospechó que si los hombres de la patrulla nocturna hubieran llegado diez minutos más tarde, los cuerpos estarían dentro de una de las canastas y ahora irían camino de la sala de disecciones. Era improbable que el hospital pusiese pegas al estado de los cadáveres. Los hospitales estaban tan faltos de especímenes que probablemente los hubieran aceptado sin hacer preguntas. Los ladrones habían tenido la mala suerte de haber sido avistados antes de la recogida de los cuerpos. Ni siquiera habían tenido tiempo de meterlos en una canasta. Aun así, el hallazgo hubiera pasado desapercibido si los guardias hubieran ignorado lo que habían visto y optado por buscar otro sitio en el que echarse un trago y fumar. Y eso es probablemente lo que habrían hecho, si no se hubieran supuesto inmediatamente que se trataba de las víctimas de un cruel asesinato, y no de una práctica médica ilícita. Mientras Hilley aguardaba junto a los cuerpos, su compañero había dado aviso a Bow Street. Fueron precisamente los informes y las descripciones de las espantosas lesiones proporcionadas por los dos guardias lo que despertó el interés de Hawkwood. Se quedó mirando la carne grisácea sin vida.

—Parece perplejo, agente Hawkwood —dijo Quill.

—Lo estoy —dijo Hawkwood—. Me estaba preguntando cómo podría haber hecho esto un hombre muerto y por qué.

La expresión de James Read era de total incredulidad.

—¿Qué me está diciendo exactamente, Hawkwood? ¿Que espera que me crea que el individuo que profanó los cadáveres de las mujeres y la persona que asesinó y mutiló al reverendo Tombs son la misma?

—Es lo que piensa el cirujano Quill.

—¿Eso le dijo?

Hawkwood vaciló.

—No exactamente, pero comentó que era una posibilidad. A las mujeres les habían extraído fragmentos de piel en varias zonas, incluida la cara. Dijo que la persona que lo había hecho conocía bien la anatomía femenina.

Read parecía escéptico.

—Los cuerpos fueron encontrados en el exterior de un hospital. Lo lógico es que provinieran de allí.

—No. Los guardias vieron cómo se producía la entrega. En cualquier caso, los camilleros no iban a dejar los cuerpos allí en sacos y en ese estado. Los hospitales no se deshacen de cuerpos, los aceptan. Lo cierto es que no se dedican a dejar trozos de cuerpos desperdigados por ahí; son demasiado valiosos para hacer algo así. Fue Hyde. Sé que fue él.

El magistrado jefe suspiró.

—Me parece que no sabemos… más bien, no sabe usted nada con total seguridad. E incluso si hubiera sido Hyde, ¿por qué iba a andar por ahí descuartizando cuerpos?

—Es cirujano. Se dedica a eso.

La expresión de James Read seguía reflejando su escepticismo.

—¿Cree que él fue uno de los hombres que dejó los cuerpos allí?

—No lo sé. En cualquier caso, dudo que fuera él quien los desenterrara. Además debe de tener un techo que lo cobije, y necesitará un sitio donde trabajar. Lo cual significa que hay alguien ayudándole.

Read negó con la cabeza.

—No, lo siento, Hawkwood, no acierto a comprenderlo. Eso no son más que puras especulaciones. El coronel Hyde está muerto. Se suicidó. Usted lo vio morir.

—Lo vi saltar. No lo vi morir.

El magistrado jefe se arrellanó en su silla, juntando las yemas de los dedos.

—Y ¿qué hay de los cuerpos encontrados en la iglesia? Usted ha visitado a Quill y ha visto los restos; o ¿es que se le ha borrado completamente de la memoria?

Hawkwood negó con la cabeza. Sabía que el magistrado jefe llevaba razón, naturalmente. La idea era tan incoherente como la de cualquiera de los pacientes de Bedlam. Y sin embargo…

Algo le rondaba en lo más profundo de su mente: el recuerdo de su encuentro con el boticario Locke. Intentó recordar la conversación; era sobre el reverendo Tombs. ¿Qué era exactamente? Y entonces cayó en la cuenta. Era la razón por la que la visita del pastor había sido más tarde de lo acostumbrado. Le vinieron al pensamiento las palabras del boticario: «…había estado atendiendo asuntos parroquiales. Un entierro, creo».

Entonces una pequeña idea comenzó a cobrar cuerpo en su mente.

El magistrado jefe volvió a su escritorio.

—Necesito que me consiga algo —dijo Hawkwood.

Read levantó la vista.

—¿De qué se trata?

Hawkwood le contó su plan.

El magistrado jefe lo miró con escepticismo.

—Lo que me está pidiendo es del todo irregular. Podría incluso considerarse inmoral. ¿Con qué propósito? No estoy seguro de que pueda probar nada.

—Me quedaría más tranquilo —respondió Hawkwood.

El magistrado jefe frunció los labios.

—La tranquilidad de su conciencia no es razón suficiente para llevar a cabo un acto de tal gravedad —Read suspiró—. No obstante, por su expresión veo que está decidido a seguir adelante y que no va a dejar descansar el asunto, ¿me equivoco? —Read obsequió a Hawkwood con una mirada perspicaz—. No, ya me lo imaginaba yo. Muy bien, haré las diligencias oportunas, aunque no acierto a ver qué beneficio sacaremos de ello, aparte de abrir más interrogantes. ¿Algo más?

—Puede que necesite algo de ayuda.

—Eso también me lo temía —había un tono de aceptación resignada en la voz del magistrado jefe—. ¿Pensaba en alguien en particular?

—Hopkins. Me dio la impresión de ser un chico competente. Además es joven y está en buena forma.

James Read enarcó una ceja.

—¿Eso es relevante?

Hawkwood sonrió.

—Alguien tendrá que cavar.

El fuego había hecho su trabajo.

La torre continuaba en pie al igual que el cuerpo de la iglesia, pero habían quedado completamente destruidos por las llamas. La ennegrecida y derruida cantería daba fe de lo acontecido. Esquirlas del cristal de las ventanas rotas yacían esparcidas por el suelo como si fueran cáscaras de huevo aplastadas. En el interior de la nave, dos vigas del techo calcinadas se habían desplomado de manera desordenada sobre los restos del altar y media docena de bancos carbonizados. Todos los tejidos ornamentales —los tapices, los paños del altar, los cortinajes y similares— habían quedado reducidos a jirones de trapo. La nieve caída durante la noche y que había contribuido a apagar las llamas, se había derretido por completo, dejando tras de sí una brillante ristra de gotas. En el húmedo ambiente flotaba un inquietante olor a madera quemada.

El asistente parroquial Pegg miró fijamente las ruinas. Tenía el rostro demacrado. A juzgar por la destrucción, Hawkwood dudó que quedara gran cosa de valor que rescatar, pero entonces recordó que el asistente no había perdido sólo su modo de subsistencia, sino también a su mujer.

Le había encargado a Hopkins buscar al asistente y traerlo a la iglesia. Las primeras palabras del anciano al ver a Hawkwood habían sido: «¿Cuándo me la van a devolver?»

Hawkwood había tardado un segundo en darse cuenta de que el asistente se refería a su difunta esposa. Notó que el guardia Hopkins le lanzaba una mirada de consternación por detrás del anciano.

—Todavía estamos investigando —le respondió Hawkwood diplomáticamente—. Puede tardar.

«Aunque de todas formas no creo que quiera verla —pensó— no con el aspecto que tiene en estos momentos».

El anciano aceptó la noticia con filosofía encogiéndose de hombros.

—Aunque a veces era una verdadera arpía, habrá que enterrarla de todas maneras.

Se produjo un incómodo silencio.

—Hubo un entierro… —anunció Hawkwood rompiendo el silencio—. Un hombre, quizá de mediana edad. Lo enterraron hace unos días; probablemente a última hora de la tarde o por la noche. Habría sido el último funeral del reverendo Tombs.

El asistente parroquial levantó la vista, arrugando la frente ante el cambio de tema.

—Efectivamente. Un tal Foley —después frunció el ceño extrañado—. ¿Por qué lo pregunta?

Hawkwood señaló a Hopkins con el pulgar.

—Porque él lo va a desenterrar.

El asistente se quedó boquiabierto. El propio Hopkins parecía desconcertado, a pesar de que sabía qué esperar.

—¿No estará hablando en serio? No puedo permitirle hacerlo. No es… —el asistente buscó la palabra adecuada—…legal. ¿No?

—Tengo un documento firmado por un magistrado de Bow Street que dice que sí lo es —replicó Hawkwood.

Hawkwood se preguntó por qué Hopkins no había avisado previamente al anciano, y entonces se le ocurrió que el guardia habría optado por ir a lo seguro, eximiéndose de toda responsabilidad y dejando que fuera Hawkwood el que le diera la noticia. Al menos demostraba que el guardia Hopkins pensaba por sí mismo.

El asistente miró distraídamente a su alrededor y al que antaño había sido su lugar de trabajo. Parecía un hombre que estuviese hundiéndose poco a poco aún siendo plenamente consciente de su incapacidad para evitarlo. Cuando habló, su voz era apenas un tenue murmullo.

—Sigue sin parecerme bien —replicó encorvando sus estrechos hombros en señal de derrota.

—¿Por qué no nos muestra la tumba? —preguntó Hawkwood—, Necesitaremos una pala y un par de linternas.

—¿Linternas? —El asistente pareció vacilar—. Estamos a plena luz del día.

—Limítese a conseguirlas —ordenó Hawkwood.

El cementerio estaba junto a la iglesia. La tumba estaba retirada, en uno de los lados, cerca de un montículo y del tocón de lo que parecía ser un roble muerto hacía mucho. No tenía lápida, sólo una pequeña cruz de madera sobre la que habían tallado el nombre del difunto con una letra no excesivamente elegante.

—La cruz es temporal —explicó Pegg—. Los canteros siguen trabajando en la inscripción de la lápida.

El joven guardia miró primero a la pala y después a Hawkwood antes de pasar a concentrarse en la tarea que tenía ante sí. Cuando Hawkwood le había informado de la misión, el guardia Hopkins se había mostrado curioso, y luego extrañamente ilusionado ante la perspectiva. Pero ahora, viéndose ante la inminente exhumación de un cadáver, su entusiasmo se transformó de repente en una creciente sensación de inquietud.

—Mírelo por el lado bueno, guardia —le sugirió Hawkwood—, podría ser peor. Podría estar lloviendo.

Hopkins no parecía ni contento ni convencido.

—¿Sabe para que sirve una pala, guardia? El extremo más ancho se utiliza para mover tierra de un sitio a otro. Es fácil una vez que se le coge el tranquillo.

El guardia se sonrojó.

—Pues le queda una buena faena —dijo apesadumbrado el asistente Pegg. Como enfatizando la validez de su observación, éste remató su comentario aclarándose la garganta y expectorando el esputo de moco resultante contra el flanco de la lápida de una tumba cercana— a éste lo enterramos bien hondo.

Al oír las palabras del asistente, el ánimo del guardia decayó aún más. Pero entonces se acordó de que Hawkwood lo había hecho llamar específicamente a él, con su nombre y apellidos, lo que, al menos, significaba que el runner de cara implacable no le consideraba un completo patán; a menos, claro está, que no hubiera nadie más disponible. Esta podría ser la oportunidad que llevaba tiempo esperando, la oportunidad de demostrar que estaba listo para un ascenso. ¿Cómo era el dicho sobre dientes y caballos regalados?

Alentado por una nueva inyección de confianza en sí mismo, Hopkins hincó los hombros y empezó a cavar.

Quince minutos más tarde, el guardia cesó de cavar. Pese al frío, el trabajo le estaba resultando un tanto acalorado. La capa superficial de tierra estaba dura, pero la más profunda estaba húmeda y pesada y se pegaba a la hoja de la pala como cagadas de perro frescas. La lluvia hubiera sido una bendición. Al menos, serviría para refrescarle. Se quitó la gorra y la chaqueta y las colgó de una lápida. Tomando una bocanada de aire, se sacó un pañuelo del bolsillo del chaleco y se secó la frente. El anciano tenía razón, estaba tardando más de lo que esperaba. Echo un rápido vistazo por encima de su hombro, casi esperando recibir una fría y dura mirada, pero Hawkwood estaba de espaldas a él. Envuelto en su abrigo de montar, el runner parecía absorto en sus pensamientos, oteando el cementerio como un vigía en lo alto de un mástil. Hopkins se preguntó qué le estaría pasando por la mente.

—Ya no falta mucho —observó el asistente parroquial Pegg, interrumpiendo sus pensamientos—. Está casi a punto de alcanzarlo.

Tardó otros diez minutos. Cuando hubo cavado hasta la tapa del ataúd, Hopkins, ya contaba las ampollas de las manos y el número de músculos doloridos en sus dorsales. Su rojizo cabello se le pegaba al cuero cabelludo.

Bajo la atenta mirada del asistente, el guardia extrajo los últimos restos de tierra y esperó a recibir órdenes.

Hawkwood observó el interior de la fosa y divisó la archiconocida raja dentada que atravesaba la tapa del ataúd.

—Ábralo.

Hopkins tragó saliva nervioso.

—No se preocupes —dijo Hawkwood—. Está vacío.

El asistente parroquial y el guardia se giraron y lo miraron.

Hopkins encajó la hoja de la pala bajo la tapa y se apoyó sobre el mango. Después, invadido por una escalofriante sensación de pavor, hizo palanca y levantó la parte resquebrajada de la tapa hacia un lado de la tumba.

—¿Y bien? —preguntó Hawkwood.

Hopkins se arrodilló e inspeccionó el interior del ataúd abierto, arrugando la nariz al sentir cómo el penetrante olor a tierra arcillosa le daba de lleno en la cara. Levantó la vista.

—Tenía razón. No hay nada. ¿Cómo lo sabía?

Hawkwood ignoró la pregunta.

—¿Cómo iba vestido cuando lo enterraron, señor Pegg?

—Con su traje de los domingos.

—Dijo que no había ningún cadáver, guardia. ¿Hay alguna otra cosa? ¿Ropa, quizá? Métase y eche un buen vistazo. Hurgue bien a su alrededor.

El guardia hizo lo que se le ordenaba. «¿Que hurgue bien a mi alrededor?» Iba a necesitar un uniforme nuevo después de esto, pensó desalentado. Levantó la vista e hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—No hay nada.

—¿Está seguro?

—Sí, señor.

¿Por qué insistía Hawkwood tanto? Se preguntó.

—Bien, puede salir —Hawkwood le tendió una mano. Hopkins la agarró y cogió impulso para trepar hasta el borde exterior—. Y ya se lo he dicho: no me llame señor.

El guardia se sonrojó.

—Los cabrones se lo han llevado —dijo Pegg escupiendo otro esputo de flema al suelo.

—No —dijo Hawkwood—. No fueron ellos.

El asistente señaló hacia el ataúd abierto con un movimiento de cabeza.

—El puñetero está vacío ¿no? ¡Claro que se lo llevaron ellos!

Hopkins ignoró el arrebato.

—¿Cómo sabía que estaría vacío? —volvió a preguntar.

Su camisa tenía manchas oscuras de sudor por la zona de las axilas a causa de la excavación. Se sacudió el calzón para limpiarse los restos de barro más difíciles y cogió su gorra y chaqueta.

—No lo sabía; no con toda seguridad. Fue un presentimiento. Quería confirmarlo.

—¿No habrá sido la Cuadrilla de la Comuna?

—¡Ruines cabrones! —rugió el asistente entre dientes sin dirigirse a nadie en concreto.

Hawkwood negó con la cabeza.

—No fueron los resucitadores.

Pegg volvió la cabeza.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Hopkins.

—Porque el que lo haya desenterrado se lo ha llevado absolutamente todo —contestó Hawkwood.

Hopkins bajó la mirada hacia la fosa.

—No comprendo. —Un cadáver es juego limpio. Si te llevas el cuerpo, la ley no te puede hacer nada. Pero si te llevas la ropa, se trata de un robo. Te pueden condenar por ello. Lo mismo da si llevaba puesto una bata o un sudario. Dos semanas de travesía encerrado en una carraca rumbo a Australia, a la colonia penal de Botany Bay. En cambio, ahí abajo no queda nada, aparte del ataúd. Quienquiera que lo haya hecho se lo llevó todo. Si hubieran sido los alzamuertos, habrían dejado la ropa.

—Si no fueron ellos ¿quién fue? —preguntó Hopkins desconcertado.

Hawkwood no respondió. Al principio había explicado a Hopkins lo que iban a hacer, pero no le había dicho la razón que se escondía tras la exhumación; por el momento se contentaba con que el guardia siguiera sin saberlo. De todas formas, había concluido Hawkwood, probablemente era mejor que sólo él y el magistrado jefe conocieran la dimensión completa de su fracaso y bochorno si se demostraba el error de su teoría.

Miró hacia la iglesia, y hacia la torre y los muros que seguían en pie. Después se volvió hacia el asistente parroquial.

—El hombre que estaba enterrado aquí, ¿cómo murió?

—Cruzando la calle. Lo atropelló un carruaje. El cochero perdió el control. El pobre diablo quedó atrapado bajo las ruedas y su cuerpo fue arrastrado casi hasta el final de la calzada antes de que pudieran detenerlo. Quedó hecho trizas. No fue una escena nada agradable.

El cadáver del hombre examinado por el cirujano Quill tenía, entre otras cosas, una pierna y un brazo rotos y el cráneo fracturado. Tanto el cirujano como Hawkwood habían aceptado las pruebas sin cuestionarlas porque concordaban con las lesiones producidas por una caída desde una altura considerable. Pero también podían haber sido causadas por el impacto contra un carruaje que pasaba a gran velocidad.

En cualquier casi, si Hyde había desenterrado el cuerpo sustituyéndolo por el suyo propio, aún quedaba por resolver la cuestión de cómo había escapado del incendio. Hawkwood y una veintena de testigos vieron como se arrojaba al fuego. Y, en aquellos instantes, el lugar ya estaba siendo consumido por las llamas. Hawkwood siguió mirando hacia la torre, que descollaba en el frío cielo invernal.

—Traed las linternas —ordenó.

El guardia y el asistente se miraron. Ninguno de los dos dijo nada, aunque la pregunta no formulada quedó flotando en el aire. Después, cogiendo cada uno una linterna, echaron a andar tras Hawkwood en dirección a la iglesia.

Cuando llegaron, Hawkwood levantó la vista. La distancia entre la ventana de la torre y el suelo era elevada. Hyde no había vacilado ni por un momento al arrojarse a las llamas. En un segundo estaba allí, y al siguiente se había esfumado, y su salto había coincidido con los tañidos de la campana. Nadie podía haber sobrevivido a la caída, ni al incendio. Hawkwood había oído hablar de un ave, el Fénix, que se consumía por la acción del fuego cada quinientos años, para resurgir de sus propias cenizas rejuvenecida. Pero aquello era una leyenda, y esto no era un ave sino un hombre. Y del montón de cenizas no había resurgido nada, exceptuando quizá el propio olor de las mismas.

Hawkwood se dio la vuelta. El asistente estaba apoyado contra un lienzo del muro y respiraba con dificultad.

—La iglesia —inquirió Hawkwood—, ¿cuando la construyeron?

El anciano parpadeó reaccionando ante la nueva pregunta.

—Este no es el edificio original —añadió Hawkwood.

—Pues claro que no lo es.

—Es porque el anterior se incendió también —prosiguió Hawkwood—, ¿No es cierto?

—Eso lo sabe todo el mundo. Terminó todo el maldito edificio envuelto en llamas, y la mitad de la ciudad con él.

Había ocurrido ciento cincuenta años atrás, o algo así, aunque eso no cambiaba nada; y todavía había partes de la capital que no se habían recuperado. Según se decía, se inició en una panadería, así que las casas de madera que se apiñaban unas contra otras no tuvieron posibilidad de salvación. El gran incendio de 1666 se había propagado por la ciudad destruyéndolo todo a su paso, todas las iglesias parroquiales incluidas, a excepción de un puñado, cuya reconstrucción había sido encargada por el rey al arquitecto Wren. Se habían terminado más de cincuenta. La de Saint Mary era una de tantas otras que se habían construido sobre los cimientos del templo anterior; una especie de Fénix de ladrillo, cristal y piedra.

Hawkwood agarró el brazo del asistente parroquial.

—¿Tiene cripta?

El asistente hizo una mueca.

—Pues claro que tiene una maldita cripta. Es una iglesia, ¿no?

—¿Dónde está?

El anciano tiró del brazo para liberarse y señaló hacia un montón de escombros y cascotes quemados que parecían ser la consecuencia de un bombardeo perpetrado por una batería de obuses.

—¿Dónde cree que está? Pues bajo esa mole.

—Enséñemela —dijo Hawkwood.

El asistente masculló algo ininteligible entre dientes, como si estuviera hasta el gorro de que le dijeran lo que tenía que hacer, pero después les hizo una señal con el dedo y se acercó con paso firme hacia el edificio en ruinas con Hawkwood y el guardia a sus espaldas.

Pisando con cuidado entre los escombros, el asistente los condujo hasta lo que había sido la cabecera de la nave. El olor a carbón flotaba en el aire. La lluvia había transformado las cenizas en un lodo negruzco. Hawkwood notaba que se le pegaba a las suelas de las botas. Mirando a su alrededor, quedó sorprendido por la magnitud del daño sufrido por la iglesia. Rafferty había dicho que el fuego había empezado de repente, intensificándose con una rapidez asombrosa. Estaba claro que el coronel no se había limitado a encender una cerilla esperando que ocurriera lo mejor.

—El cabrón usó el aceite de la lámpara —explicó Pegg—. Acababan de traernos una nueva provisión para que nos apañáramos durante todo el invierno. Los barriles estaban almacenados en la sacristía.

Así es cómo lo había hecho. Hyde había regado con aceite todo el interior del edificio, esparciéndolo sobre los bancos y el altar y por las escaleras que conducían a la torre. Los cortinajes y tapices que colgaban de la pared así como el mantel de lino del altar, impregnados con el aceite, habrían servido de mecha. Eso explicaba por qué las llamas habían prendido con tanta facilidad.

El anciano se detuvo de golpe y señaló entre las dos vigas astilladas y ennegrecidas los restos aplastados del altar.

—Ahí debajo.

Hawkwood evaluó la gravedad de los daños. A su lado, al guardia se le desencajó la cara. Hawkwood se enderezó y se quitó el abrigo. Encontró un trozo de viga que estaba relativamente seco y extendió el abrigo sobre ella. Después se volvió hacia el guardia.

—A quitarse la chaqueta, chico. Queda trabajo por hacer.

El asistente hizo lo mismo, si bien Hawkwood podía leer el aluvión de preguntas en los ojos del anciano. A primera vista, la tarea parecía abrumadora, pero Hawkwood había observado que gran parte de los escombros más visibles, aunque considerables, no eran inamovibles. Haciendo el trabajo entre los tres, al final no tardaron mucho tiempo. Se trataba más que nada de levantar y apalancar, aunque una vez hubieron retirado lo más difícil, una costra de ceniza y mugre les cubría la ropa y el rostro.

Ante ellos, en la base del altar ennegrecido por las llamas, apareció lo que una vez había sido una especie de alfombra que, por el efecto de las llamas y la nieve derretida, había quedado reducido a un trozo de estera empapada y chamuscada. A uno de los lados, se divisaba perfectamente la silueta de una trampilla en el suelo de piedra. En uno de los huecos de la portezuela había un gran aro de hierro.

Hawkwood sintió cómo el corazón le latía con rapidez dentro del pecho. Levantando el aro, flexionó las rodillas, cogió fuerzas y tiró de él. Sorprendentemente la losa se levantó sin apenas oponer resistencia, cogiéndolo casi desprevenido. Hawkwood deslizó la losa hacia un lado. Una bocanada de aire frío y húmedo le dio en plena cara.

—Ahí abajo no hay gran cosa —apuntó Pegg sorbiéndose la nariz—; aparte de unos cuantos huesos.

El guardia palideció. Hawkwood cogió su abrigo y extendió la mano. Sin mediar palabra, el asistente parroquial le pasó una de las linternas, después se metió la mano en el bolsillo y le ofreció a Hawkwood un pequeño yesquero.

Hopkins se puso la chaqueta y cogió la segunda linterna. No tenía ni idea de por qué Hawkwood quería entrar en la cripta, como tampoco había comprendido por qué el runner había querido examinar la tumba, pero ya que había llegado hasta allí, no parecía razonable dar marcha atrás ahora. Además, estaba cada vez más intrigado por el insólito comportamiento de Hawkwood. Algo extraño ocurría. No sabía lo que era, pero si se mantenía a la sombra de su superior, cabía la posibilidad de que lo averiguara.

Hawkwood encendió la linterna y le dio al guardia la yesquera. Sostuvo la linterna sobre la abertura y miró hacia abajo. Varios escalones grises de piedra quedaron a la vista.

Si Hyde se había refugiado en la cripta, ¿cómo tenía pensado salir? Carecía de garantías de poder volver a abrir la trampilla. Las dos vigas desplomadas que Hawkwood, Hopkins y el asistente acababan de apartar, eran buena prueba de ello.

—Hay otra entrada —afirmó Hawkwood, volviéndose hacia el asistente parroquial—. ¿No es cierto?

El asistente levantó la cabeza.

—En efecto —respondió entrecerrando los ojos—. ¿Cómo lo sabía?

—¿Dónde está?

El asistente parroquial señaló con la cabeza hacia el camino por donde habían venido.

—Hay un túnel que sale al exterior por la esquina del cementerio, dentro del antiguo depósito de cadáveres.

Hawkwood recordó haber visto la pequeña estructura de piedra rematada con almenas, con la forma de un torreón de un castillo en miniatura, mientras esperaba a que Hopkins cavara la tumba. Eran frecuentes en algunos camposantos y se utilizaban para almacenar ataúdes. De igual manera, se utilizaban cada vez más para guardar los cuerpos, a veces durante varias semanas, con la esperanza de que la consiguiente putrefacción impidiera robos en las tumbas. Hawkwood se preguntó si habrían depositado el cuerpo de Foley allí. No tenía los suficientes conocimientos sobre la rapidez con que se deterioran los cuerpos tras morir como para saber si la descomposición del cadáver que había visto en el mortuorio había comenzado antes de ser devorado por las llamas. Quill no lo había mencionado. Con todo y con eso, incluso si hubiera permanecido almacenado, es probable que el grado de descomposición no fuera perceptible debido al daño causado por el fuego. No es que eso importara en aquellos momentos.

Hawkwood calculó la distancia entre la nave y el depósito de cadáveres. Significaba que el túnel debía tener una longitud de entre ochenta y noventa pasos aproximadamente.

El asistente parroquial le leyó la expresión.

—Es antiguo. Creen que existió otro túnel que salía más cerca del río. Dicen que lo usaban para trasladar a los muertos hasta las barcas que conducían río abajo a los apestados. Pero ya no está allí, si es que alguna vez lo estuvo. Muy posiblemente se trata de uno de esos cuentos que les narran a los críos para asustarlos.

Hopkins, que había estado escuchando la conversación, dio un paso atrás.

—No se preocupe, guardia —le tranquilizó Hawkwood en voz baja—. De eso hace mucho tiempo. Probablemente es bastante seguro.

—Puede que necesite esto —dijo Pegg.

Hawkwood miró hacia abajo. El asistente le mostraba una llave.

—¿Para qué es?

—La llave de la puerta del depósito de cadáveres. Creí que no le gustaría tener que volver atrás hacia la oscuridad. Pueden encontrar la salida ustedes mismos y devolvérmela más tarde.

Por supuesto que el lugar iba a estar cerrado con llave, pensó Hawkwood. No se les iba a ocurrir guardar ataúdes llenos allí dejando la maldita puerta abierta, ¿no? Pero en ese caso, Hyde habría tenido que abrir la puerta para recobrar su libertad, y el asistente acababa de darle la llave. Lo cual tenía que significar que…

—¿Cuántas llaves hay? —preguntó Hawkwood.

—Dos. El párroco guardaba la otra.

—¿Dentro de la casa?

—Exacto.

—¿Sigue allí?

—¿Cómo demonios voy a saberlo?

—Averígüelo.

—¿Eh?

—Quiero saber si la otra llave sigue allí. ¿Sabe dónde se guardaba?

—Con todas las demás. Están todas colgadas de ganchos detrás de la puerta de la trascocina.

—Entonces, no le llevará mucho comprobarlo, ¿no?

—Pero está cerrada con llave —protestó el asistente parroquial—. Por orden del obispo.

—Entonces fuerce la puerta —sugirió Hawkwood, apoyando el pie en el borde de la trampilla.

Abriendo y cerrando la boca como un pez, Pegg se quedó mirando cómo Hawkwood desparecía de la vista.

Hopkins seguía pensando en la frase que había usado Hawkwood —«probablemente es bastante seguro»— para referirse al posible riesgo que entrañaba seguir los pasos de las víctimas de la peste. Era el probablemente lo que le había preocupado. «Si no me dan una mención de honor después de esto», pensó con tristeza, «es que no existe la justicia». Encendiendo su linterna, le devolvió la yesquera al asistente parroquial.

—¿Hablaba en serio sobre lo de entrar a la fuerza? —preguntó Pegg vacilante—. No estoy seguro de si debería hacer eso.

—Se lo diré de una forma bien clara, señor Pegg —respondió Hopkins—: no me gustaría estar en su pellejo si él se enterara de que no lo ha hecho.

—Pero…

—Hágalo, señor Pegg. No se lo piense, limítese a hacerlo.

—Está bien, era sólo para que supiera que no es responsabilidad mía, eso es todo.

—Entendido, señor Pegg. Mejor que no pierda tiempo, ¿eh? —El guardia sonrió.

Entonces, rechinándole los dientes, y dejando que el reticente asistente Pegg fuera a investigar la vicaría, se colocó bien la gorra y bajó los escalones detrás de Hawkwood.

Hawkwood percibió inmediatamente que la cámara era muy antigua. Por lo que podía entrever en la oscuridad, los muros parecían fabricados con una mezcla de ladrillo viejo y piedra desmenuzada. El techo era bajo y arqueado. Le recordó a la cámara mortuoria de Quill, aunque en una versión peor iluminada, más pequeña y más claustrofóbica. Indudablemente databa de una fecha anterior a los restos de la iglesia que estaba sobre sus cabezas, o de una anterior, y muy posiblemente incluso de otra aún más antigua. Oyó las contundentes pisadas de las botas de Hopkins bajar los escalones tras él y se apartó para dejarle sitio al guardia.

Sosteniendo la linterna a la altura del hombro, Hopkins inspeccionó en derredor. Las sombras danzaban sobre su pálido rostro.

—¿Qué estamos buscando, se… capitán?

«Puede que lo averigüe cuando lo vea» pensó Hawkwood. Se apartó del lado de Hopkins sin responder, alejándose de los escalones y siguiendo la línea de la pared. Entre su cabeza y el techo no había mucho más de un pie de altura. Las ganas de bajar el cuello hasta los hombros se acrecentaban con cada paso que daba. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, observó que había huecos en la pared. Algunos contenían sarcófagos de piedra tallados con calaveras, hojas, cruces, números romanos. Sobre algunas de las tapas había efigies, algunas ataviadas con vestiduras litúrgicas, otras con lo que parecían ser atuendos militares. Al igual que la cripta que los albergaba, parecían muy antiguos.

Oyó pasos detrás de él y vio que Hopkins también había empezado a explorar. Hasta el final de la escalera se habían beneficiado de un rayo de luz solar que se colaba oblicuamente por la trampilla abierta, en cambio, a medida que se iban alejando de la entrada, el lugar se oscurecía por momentos. Las linternas sólo servían para iluminar un radio de unos pocos metros de donde se encontraban, aunque alumbraban lo suficiente para que Hawkwood y el guardia advirtieran que no eran los únicos allí abajo.

Hawkwood había divisado con el rabillo del ojo la oscilación producida en la luz de la vela por el lustroso pelaje de varias ratas que corrían en busca de refugio. Había notado más de una pasar rozándole los pies. A juzgar por los improperios que lanzaba Hopkins, el guardia también las había sentido.

Sin embargo, no vio indicios de ocupación humana reciente.

Oyó el leve murmullo de algo escurridizo cerca del suelo y sintió el contacto de unas diminutas garras corriendo por encima de la puntera de una de sus botas. Instintivamente dio una patada y oyó el agudo chillido producido al impactar su pie, seguido del sonido de un cristal quebrándose al chocar contra la piedra.

Miró hacia abajo. No había ni rastro de la rata. El roedor había salido victorioso en su pugna por sobrevivir un día más. Lo que sí captó la luz de la linterna fue un reflejo. Se agachó, creyendo que podía tratarse de un efecto óptico, pero entonces divisó una botella de cuello largo recostada sobre la base de uno de los sepulcros de piedra. Un poco más al fondo del nicho, vio un plato de estaño y una taza. Cogió la botella y la acercó a la linterna. Tenía un tapón de corcho y había líquido en su interior. Hawkwood depositó la linterna en el suelo y la descorchó. Sirviendo una pequeña cantidad en la taza, lo olfateó y tomó un pequeño sorbo. Era vino; y todavía era bebible.

Se enderezó al oír a Hopkins proferir una ruidosa inhalación.

El guardia estaba de espaldas a él a pocos metros de distancia. Se había quedado paralizado, mirando fijamente algo frente a ellos. Hawkwood dejó la taza y la botella en el suelo, recogió la linterna y avanzó con cautela.

«No hay gran cosa aparte de unos cuantos huesos», les había asegurado el asistente parroquial.

En cambio, no eran simplemente unos cuantos. Había cientos, quizá miles, que ascendían desde el suelo de tierra; una muralla de huesos apilados, de la anchura de una puerta y la longitud de un hombre alto, se extendía desde el centro de la cámara hasta donde alcanzaba la luz, como la fortificación de una ciudadela subterránea. Había más huesos en los nichos laterales. Todos y cada uno de los espacios, huecos y repisas disponibles estaban repletos de huesos. Cráneos grandes y pequeños; tantos que, vistos desde lejos, podrían confundirse con los guijarros de una playa; negras órbitas y cavidades nasales bajo la luz de la linterna. Junto a ellos había una montaña de fémures perfectamente apilados desde el suelo hasta el techo, como si se tratara de la leña para el invierno.

El guardia se había quedado clavado en un punto, como si le costara asimilar lo que estaba viendo. Hawkwood pasó por delante de él. Al aproximarse a la pila de huesos, se dio cuenta de que la empinada superficie reflejaba la luz, ampliando el radio de luminiscencia. La cámara era algo más que una cripta: era un osario.

Hawkwood pensó que debía llevar varios siglos en uso. Cada vez que el cementerio estuviese saturado, las distintas generaciones de sepultureros habrían ido reubicando los restos más antiguos, trasladando los huesos directamente desde el camposanto hasta la cripta a través del túnel, sin necesidad de pasar por la iglesia. Predominaban sobre todo los cráneos y los fémures, puesto que, como la superstición dictaba, eran imprescindibles para la Resurrección. Miró a la derecha. Al guardia le temblaba la mano.

—Sólo son huesos —dijo Hawkwood—. No le morderán.

—Bajo la iglesia de mi padre había un osario —explicó el guardia con voz áspera—. Un día, cuando había obreros trabajando, el suelo se derrumbó y dos de ellos cayeron. Aterrizaron sobre una pila de cráneos que se desmoronó encima de ellos. Permanecieron allí abajo en la oscuridad durante horas. Se decía que cuando por fin pudieron sacarlos, ambos habían perdido la razón. No paraban de gritar —la voz del guardia se disipó.

No era de extrañar que Hopkins se hubiera mostrado reticente a acompañarle, pensó Hawkwood.

Continuaron avanzando, siguiendo la pared de huesos. De vez en cuando, se producía algún crujido bajo sus pies cuando el tacón de una bota caía con todo su peso sobre un fragmento suelto de cráneo. La cripta era mucho más grande de lo que Hawkwood había supuesto.

Calculaba que habían recorrido entre sesenta y sesenta pasos desde la entrada cuando la pared de huesos se interrumpió bruscamente. Observó que la sección de la cripta que había más adelante empezaba a estrecharse. Hopkins murmuró una maldición cuando la superficie de su gorra rozó el techo de la cámara. Hawkwood sospechó que estaban a punto de entrar en el túnel que comunicaba con la entrada del cementerio. Los dos hombres se vieron obligados a agachar la cabeza. Sus sombras dibujaban extrañas siluetas jorobadas en las paredes a medida que la tierra iba estrechándose a su alrededor. Bajar los huesos de los muertos por el túnel hasta el osario debía haber sido como trabajar en una mina. Pero al menos los que desempeñaban aquella sombría tarea habrían tenido algo de luz con que guiarse. A ambos lados del conducto había una serie de nichos excavados a la altura de los ojos. En la base de cada uno de ellos había un pequeño cabo de vela apagada.

Hawkwood se acordó de los conductos que había visto en su época militar. Los excavaban ingenieros para minar terraplenes enemigos mediante cargas explosivas estratégicamente colocadas. Los hombres que realizaban las excavaciones se veían obligados a desplazarse reptando con pies y manos. A veces se cometían errores y las cargas se detonaban antes de que todos los zapadores hubieran tenido tiempo de evacuar el túnel, enterrando vivos a los hombres. Era una manera horrenda de morir.

El suelo del túnel comenzó a empinarse y más adelante apareció una abertura en el suelo. Hawkwood divisó la base de otra escalera de piedra que ascendía hacia una puerta de madera cerrada. Avanzaron en esa dirección.

Hawkwood iba delante. La puerta no estaba cerrada con llave, así pues, se abrió hacia fuera permitiéndole acceder a los oscuros confines del depósito de cadáveres. El alivio de poder erguirse le resultó casi embriagador. El resplandor de la linterna dejó a la vista una zona de almacenaje sin ventanas que albergaba seis caballetes de madera. Cuatro de ellos soportaban ataúdes baratos, todos con las tapas cerradas. El lugar desprendía un olor intensamente dulzón, similar al del incienso, que no pudo identificar. Sospechó que en el interior de al menos uno de los ataúdes había un cuerpo que había comenzado a pudrirse. Ahora que el párroco estaba muerto, se preguntó cuánto tiempo transcurriría hasta que los cuerpos fueran consignados a la tierra. ¿Y cómo sería entonces el olor? Atravesó la estancia rápidamente, metió la llave en la cerradura de la puerta que daba al exterior y la abrió.

Llenando sus pulmones de aire fresco, Hawkwood se vio invadido por una repentina sensación de entusiasmo. La taza, el plato y la botella de vino medio vacía indicaban que alguien había estado recientemente en la cripta, aunque no había pruebas de que hubiera sido Hyde quien los había puesto allí. De todos modos, era una posibilidad, y ello significaba que, al menos, podía llevarle algo al magistrado jefe a su regreso además del barro seco, la mierda de rata de sus botas y los churretes de ceniza en rostro y puños. Pero ¿era suficiente para convencer a James Read de que el coronel podría seguir vivo?

Oyó el suspiro de alivio de Hopkins al salir de la estancia detrás de él, seguido de una exhalación de aire cuando el guardia percibió el olor de los otros ocupantes del depósito de cadáveres.

Hawkwood se giró. Al hacerlo, sus ojos se fijaron en la esquina de la tapa del ataúd más cercano iluminado por la luz que se filtraba a través de la puerta abierta. Percibió que no estaba bien alineada, como si no la hubieran cerrado bien. Vio igualmente que algo asomaba entre la tapa y el ataúd. Curioso, pensó Hawkwood acercándose. Parecía una especie de tela.

Un forro quizás, aunque el ataúd no tenía aspecto de ser de tan buena calidad como para ir revestido. Hawkwood alargó la mano y acarició el oscuro paño entre sus dedos. Era demasiado tosco para ser un forro. Al tacto parecía más bien…

Colocando la linterna encima del ataúd contiguo, Hawkwood metió los dedos por debajo del borde de la tapa y la levantó.

Oyó al guardia ahogar un grito de sorpresa.

El vestido blanco descolorido y la delgada figura que yacía debajo demostraban que se trataba del cuerpo de una mujer. Sin embargo, el arrugado abrigo negro y calzón a juego que cubrían levemente el cuerpo y la cabeza, como si los hubieran arrojado allí a toda prisa, eran irrefutablemente de hombre. Alumbrándose con la linterna, Hawkwood vio que estaban muy manchados y salpicados de lo que parecía ser un polvo blanco. Cogió las ropas del ataúd y retrocedió, llevándolas hacia la puerta abierta. Al tocarlas, parecían algo húmedas. Hawkwood le dio la vuelta al abrigo. Había más marcas en las mangas y en los faldones del mismo. Se lo acercó a la cara, reconociendo inmediatamente el olor que desprendía. Era humo. Sabía que las marcas blancas no eran polvo, sino diminutas partículas de ceniza.

Y entonces, desde lo que parecía una milla de distancia, oyó a Hopkins decir con voz queda y silenciosa.

—Agente Hawkwood, hay algo aquí que creo que debería ver.

Hawkwood se giró. Hopkins estaba delante del ataúd abierto, mirándolo fijamente.

—¿Señor? —exclamó el guardia de nuevo.

Su voz denotaba un nuevo tono de exigencia.

Hawkwood se le acercó. Hopkins se había inclinado sobre el ataúd y sostenía la linterna cerca del cuerpo. Estaba escudriñando algo de cerca con los ojos entrecerrados, como si no pudiera asimilar bien lo que estaba viendo. De repente se enderezó y al notar la presencia de Hawkwood a su lado, se dio la vuelta. Su rostro estaba petrificado, tal que una dura máscara amarilla. Entonces entreabrió sus labios que continuaron moviéndose en silencio, y se atragantó, como si estuviera a punto de vomitar algo que acababa de tragarse. No fue capaz de pronunciar ni una palabra. Fue la expresión de horror en los ojos del guardia lo que obligó a Hawkwood a mirar hacia abajo.

—Mírele la cara —susurró Hopkins.

Hawkwood hizo lo que le pedía.

Adherida a la frente del cráneo del cadáver, perfectamente alineada con los ojos, la nariz, las mejillas y la mandíbula, se veía lo que parecía ser una especie de visera. Era el material con el que estaba confeccionado lo que había hecho que al guardia le temblara la voz. La visera no era de metal, ni estaba hecha con tela o cuero, aunque guardaba cierta semejanza con el cuero tratado. También daba la impresión de que la difunta había padecido alguna terrible enfermedad degenerativa en la piel. Se trataba de una máscara de piel humana.