Capítulo 12

—Muy bien, Hawkwood. Me ha convencido.

El magistrado jefe se apartó de su escritorio y se acercó a la ventana con las manos entrelazadas tras la espalda.

—Aunque usted lo vio caer. Usted y otras cien personas más.

—No —dijo Hawkwood—. No lo vimos caer, lo vimos saltar. No tropezó ni perdió el equilibrio. Saltó, maldita sea. Fue un acto deliberado. Sabía lo que estaba haciendo y nos engañó a todos. Por eso oímos la campana sonar. Utilizó la cuerda para deslizarse hasta el suelo. Después descendió hasta la cripta, cerró la trampilla tras de sí, atravesó el túnel, subió hasta el depósito de cadáveres y escapó. Debió contar con un margen muy ajustado y calcularlo al milímetro, pero lo logró. Fue condenadamente inteligente.

—Y no es un hombre joven —observó Read.

—No, no lo es, aunque el boticario Locke me dijo que es un hombre de constitución atlética que hacía ejercicio regularmente para mantenerse en buena forma física.

—En otras palabras —afirmó Read en tono categórico—: se estaba preparando.

Hawkwood asintió.

—Lo planeó todo hasta el más mínimo detalle, incluido el robo del escalpelo y del láudano. El boticario dijo que Tombs visitaba asiduamente la celda del coronel. Hyde aprovechaba aquellas visitas para sonsacarle información a Tombs. Así se habría enterado de la existencia del osario y del túnel, incluso de la maldita llave de repuesto. Tombs probablemente le habría divertido con el relato de algún desgraciado que se habría quedado encerrado dentro, de ahí lo de la otra copia de la llave. El asistente parroquial miró en la casa y faltaba la segunda llave. Apostaría a que el cabrón haría incluso que, en cada visita, el pastor le hablara de los últimos entierros y planeó la fecha de su fuga para hacerla coincidir con el entierro de una persona de edad y constitución similares a la suya. Sabía que si podía simular su propia muerte y hacernos creer a todos que se había quitado la vida, dejaríamos de perseguirle. Así que esperó a que apareciera el cadáver apropiado y entonces pasó a la acción. Desenterró al pobre diablo, a lo mejor incluso lo vistió con ropa del pastor (que habría encontrado en la casa) y depositó el cuerpo en la iglesia, encendiendo después su pira funeraria. No me sorprendería que llevara puestas las prendas mortuorias de Foley cuando se fugó. Probablemente las tenía guardadas en la cripta, listas para usarlas. El brillo que vimos en su vestimenta antes de saltar habría sido de agua. Se habría empapado antes como medida de precaución. Por eso la chaqueta y el calzón que encontré estaban húmedos al tacto. No habían tenido tiempo de secarse.

—Y la esposa del asistente se habría interpuesto en su camino —añadió Read apesadumbrado.

—Probablemente ella lo sorprendió en la casa, o quizá lo vio trasladando el cuerpo. Fuera lo que fuera, tenía que matarla; era un testigo. Dios, hay que reconocer que el hombre fue concienzudo; hasta soltó citas de las sagradas escrituras y del Libro de Tito. Y es un cabrón arrogante. No pudo resistir la burla final de dejar el rostro del pastor en el ataúd de la mujer. Pero su arrogancia le hizo caer en el descuido: no cerró bien la puñetera tapa.

Read parecía pensativo.

—A propósito ¿cómo está el guardia?

—Puede que pase unas cuantas noches en vela, pero lo superará. Aunque se merece una mención de honor. Su actuación fue buena.

—Me encargaré de ello —dijo Read. El magistrado jefe se acercó a su escritorio—. ¿Sigue creyendo que Hyde es el autor de las mutilaciones?

Hawkwood asintió.

Read se quedó mirándolo fijamente durante lo que pareció un largo rato. Finalmente, el magistrado jefe suspiró.

—¿Qué piensa hacer?

—Coger al cabrón. Pero para ello necesito conocer mejor su historial.

—¿Tiene intención de volver a Bethlem?

—Es el punto de partida más lógico —convino Hawkwood.

Read parecía pensativo.

—¿Qué pasa?

—Según mis fuentes, los miembros de la junta directiva del hospital ansían ante todo evitar la difusión de información que pueda alarmar a la opinión pública.

—¿Qué demonios significa eso?

—Piensan que sería mejor para todos los concernientes que se mantengan en secreto los detalles de la fuga del coronel.

Hawkwood se puso rígido.

—¿Quiere decir que desean encubrirlo?

—Admitir que un asesino pueda fugarse premeditadamente del principal manicomio del país y formar un auténtico caos no es lo que se diría lo más propicio para conservar la confianza del público. Bethlem no es ninguna hacienda rural; está en una ciudad rodeada de un millón de habitantes que se ocupan de sus asuntos, mayoritariamente de forma legítima. Es preferible que puedan conciliar el sueño a que no puedan dormir por culpa de asesinos fugitivos que andan sueltos por ahí.

—Ese maldito lugar está plagado de asesinos sueltos —replicó Hawkwood, sin poder evitar el tono de exasperación en su voz—. Por eso contrata usted a personas como yo.

Read suspiró.

—Sabe perfectamente a lo que me refiero.

—Entonces, ¿qué van a hacer?: ¿Obligar a todo el mundo a hacer un voto de silencio? ¿Cómo van a explicar que la iglesia se incendiara? Eso ya ha salido en los periódicos.

—Se quemó una iglesia y murió un pastor. Ocurrió una tragedia.

Hawkwood miró fijamente al magistrado jefe.

—El pastor no se murió así como así, lo asesinaron. Y también a la esposa del asistente parroquial. Y el puto asesino sigue ahí, ¡suelto, en la calle!

—En lo que al público respecta, no. El asesino murió en el incendio —replicó Read.

El significado de las palabras del magistrado le golpeó de lleno.

—O sea, que el desgraciado del pastor va a cargar con la culpa.

—Un centenar de testigos oyeron su confesión y lo vieron suicidarse. Nos viene bien que continúen creyendo eso.

—Pero demasiada gente sabe lo que pasó en realidad.

—No tanta. Sólo dos miembros del personal del hospital saben la verdad: el boticario y el guardián, Leech. Se les ha persuadido para que cambien su declaración en interés del hospital. Si alguien hiciera preguntas, es al coronel a quien mataron, no a su visitante; y si circularan rumores sobre una versión distinta de los hechos, serían simplemente eso: rumores. Las otras dos personas que conocen la versión correcta se encuentran en esta habitación.

—También está Hopkins.

—¿Hopkins lo sabe?

—Lo sabe. Pensé que era justo contárselo. Aunque le advertí que si se le escapaba aunque fuera una sola palabra lo colgaría por las orejas del puente de Blackfriars. Y vaya si tiene unas orejas bien prominentes.

—Esperemos que le estuvieran funcionando correctamente cuando le comunicó su amenaza.

—Mantener entre nosotros que Hyde está vivo podría jugar a nuestro favor —accedió Hawkwood—. Probablemente él piensa que somos un atajo de patanes y que nos ha burlado. Y eso podría hacerle caer incluso en mayores descuidos… —Hawkwood hizo una pausa—. Si voy a seguirle la pista hasta atraparlo, puede que tenga que levantar más de una ampolla.

El magistrado jefe asintió. Un tic le recorrió la comisura de los labios.

—Me sorprendería mucho si no lo hiciera —respondió con sequedad—. Sea discreto, y por supuesto, manténgame informado.

—¿No es lo que siempre hago, señor? —añadió Hawkwood.

* * *

El hedor era igual de intenso que antes, pero al menos ya no chorreaba agua de lluvia por las paredes, lo que ya era en sí una especie de avance, supuso Hawkwood mientras subía tras el celador Leech por las escaleras principales. En contraste con la frenética actividad que había encontrado durante su última visita, el ambiente del edificio parecía extrañamente apagado. Pero la calma era transitoria. Cuando llegaron al rellano, el hechizo quedó roto por un prolongado grito, al que, como si de una señal se tratara, le contestó otra docena más. A Hawkwood le recordaron a las manadas de lobos que andaban sueltos por las montañas de España. La primera vez que había oído sus aullidos, se le había erizado el vello de la nuca. Sintió aquel familiar cosquilleo bajo el nacimiento del pelo, al tiempo que acudía a su mente un aluvión de recuerdos. Leech notó su reacción e hizo una mueca.

—El coro del diablo, lo llamamos. Bonito ¿no?

La habitación seguía tal y como la recordaba. El olor a cerrado y moho no se había disipado y todavía quedaban restos de humedad a lo largo de las cornisas y bajo los alféizares. La única diferencia es que habían encendido la chimenea, aparte de para contener el avance de la humedad, para proporcionar algo de calor y comodidad, supuso Hawkwood. El boticario Locke estaba sentado a su escritorio. Parecía igual de aprensivo que la primera vez.

—Gracias, señor Leech. Haré sonar la campanilla si le necesito.

El celador vaciló un instante y después salió de la habitación.

Locke estiró las manos.

—¡Cuánto papeleo! A veces estoy convencido de que acabaré aplastado bajo su peso.

El boticario lanzó una mirada taciturna a través de sus lentes al mar de formularios que tenía delante y se puso en pie.

—Un asunto terrible. El Chronicle informó que la mayor parte de la iglesia quedó destruida. ¿Es verdad eso? No he tenido ocasión de comprobarlo por mí mismo, y es que uno nunca está seguro de si las noticias de los periódicos exageran. La junta directiva solicitó un informe completo, naturalmente. Ni que decir tiene que incluiré detalles sobre mis propios… lapsus de juicio. Sólo espero que sean magnánimos en sus deliberaciones.

Locke se quitó las lentes y se sacó el pañuelo de la manga.

—Bueno, agente Hawkwood, ¿en qué puedo ayudarle?

El boticario sonrió nervioso.

Hawkwood se preguntó hasta qué punto esos nervios podían deberse al malestar del boticario con la nueva directiva de confidencialidad decretada por la susodicha junta. La actitud de Leech no parecía haber cambiado en absoluto, si bien, en su calidad de subalterno de un manicomio, probablemente estaba acostumbrado a hacer lo que se le ordenaba, aunque no le gustara. Claro que Leech no parecía ser del tipo de hombre con demasiados escrúpulos, sobre todo cuando su trabajo estaba en juego. Por el contrario, el boticario era diferente. Hawkwood intuía que Locke tenía un fuerte sentido de la integridad, y si esa observación era del todo cierta, el descontento del boticario por tener que acatar el deseo de secretismo de los miembros de la junta directiva era comprensible.

—Su suposición es correcta, doctor. Quiero ver los partes de ingreso relativos al internamiento del coronel Hyde en el hospital.

Locke asintió.

—Su visita no podía ser más oportuna, pues hace poco que los rescaté del archivo del doctor Monro. Pensé que serían útiles para mi informe. Aunque no los he leído todavía, le diré que no han salido indemnes de su hibernación. Como habrá observado, no somos inmunes a las vicisitudes de la madre naturaleza. A lo largo de los años las inundaciones han sido un enemigo persistente y el daño acumulado es considerable. Por fortuna, en lo que respecta al historial del coronel, no se ha perdido todo. Si me permite un momento; veré si puedo localizarlos. Los puse aquí, por alguna parte.

Sin esperar una respuesta, el boticario empezó a rebuscar entre sus papeles.

Finalmente, levantó un fino fajo de papeles amarillentos atados con una cinta negra.

—Sí, aquí están. Como verá, las inclemencias han dejado su huella. Aunque puede que el deterioro no sea demasiado grave —el boticario le lanzó una mirada a los delatadores manchurrones que descendían por las paredes—. Me alegraré cuando nos traslademos a nuestro nuevo edificio. Las condiciones se están volviendo bastante insufribles.

Haciendo espacio en el escritorio, Locke desató la cinta.

Hawkwood se acercó y miró por encima del hombro del boticario. Notó que el cuello de la camisa de Locke estaba bastante deshilachado, y que, sobre el mismo, y sobre la espalda de la chaqueta había pelos sueltos y blancos copos de caspa.

El boticario apartó cuidadosamente la cinta y empezó a alisar los papeles.

Los documentos parecían en efecto gravemente afectados por la lluvia y la humedad. Oscuras manchas de agua enmarcaban los extremos superiores y se extendían formando feos manchones marrones de dos o tres pulgadas por la mitad superior de cada página. Separando la primera hoja, el boticario chasqueó la lengua en señal de desaprobación mientras pasaba la yema de los dedos sobre las antiestéticas marcas.

—Este es el parte de ingreso. Están los datos personales: nombre del paciente, edad, duración de la enajenación, etcétera. Como puede ver, y si recuerda los detalles de nuestra última conversación, el coronel Hyde fue ingresado en el hospital por sufrir melancolía.

Ignorando los daños y los borrones de tinta corrida, Hawkwood recorrió la página con la vista. En la parte superior de la misma, en letra borrosa apenas legible bajo las manchas de humedad, pudo leer las palabras: «se han de hacer constar los siguientes datos para el ingreso de pacientes en el hospital Bethlem».

El resto del formulario era exactamente como lo había descrito Locke; un resumen conciso de las circunstancias personales del paciente. Hawkwood observó que la duración de la enajenación indicada era de cuatro meses, lo cual no parecía mucho tiempo. Aparte de eso, el resto del denso texto ofrecía escasa información sobre el estado mental del paciente, a excepción del diagnóstico definido por una única palabra. Curiosamente, no había espacio para anotar la fecha de ingreso, pero en el margen alguien había escrito con una caligrafía algo descuidada: «23 de oct. de 1809».

Siguió recorriendo el texto con la mirada, y sus ojos se fijaron en la palabra «fianza».

—¿Qué es esto?

—¿La fianza? Es simplemente un trámite de garantía. El firmante accede a cubrir el coste de la indumentaria del paciente, de su recogida si se le de de alta o de su entierro a su muerte. Es un importe preestablecido, como verá: cien libras. Tengo la del coronel aquí.

Locke sacó otro papel de entre los documentos que había encima del escritorio y murmuró enojado. De todos los papeles, el de la fianza parecía ser el más descolorido. La tinta se había corrido y el cuarto superior de la página era completamente ilegible. Haciendo una mueca, Locke alisó la página lo mejor que pudo con la palma de la mano. El resto del documento sí era legible, aunque por muy poco.

Hawkwood se fijó en las dos firmas que figuraban en la esquina inferior derecha de la página.

La primera era inteligible. Si la mitad superior del documento no hubiera estado completamente deteriorada, habría podido leerse la anotación del oficial que detallaba claramente los nombres completos, pero el daño causado por la humedad lo imposibilitaba. De todas formas, no era el nombre del primer firmante lo que había llamado la atención de Locke. Su dedo se había parado sobre la segunda de las firmas, la más legible.

«Edén Carslow, Miembro del Real Colegio de Cirujanos».

Hawkwood leyó el nombre de nuevo.

—¿El mismo Edén Carslow?

Locke asintió. Con cierta cautela, pensó Hawkwood.

—¿Está seguro?

—Dudo que exista otro —murmuró Locke.

Aunque había muchos hombres cuyos nombres infundían un respeto inmediato, aquellos cuya reputación rozaba lo sobrenatural simplemente a causa de su profesión podían contarse con los dedos de una mano. Si el ejército tenía a Wellington y la Marina Real Británica a Nelson, el mundo de la medicina tenía a Edén Carslow.

—Dicen que gana más de quince mil al año sólo con consultas privadas —añadió Locke con un tono de sobrecogimiento en la voz—. Y que las clases que imparte a sus alumnos congregan audiencias de cuatrocientas personas o más.

—Lo cual le hace preguntarse a uno por qué se molesta en avalar una fianza de cien libras para un paciente ingresado en un manicomio —murmuró Hawkwood.

Locke permaneció callado. En un primer momento Hawkwood supuso que era porque seguía abrumado por la mención de tal eminencia, pero resultó que era porque estaba concentrado en otra de las páginas.

—Hay más —dijo Locke en voz baja pasándole la hoja—. También encontré esto.

Era una carta escrita con elegante caligrafía:

«Whitehall, 27 de octubre de 1810

Caballeros:

Mi recomendación es que se continúe reteniendo en su hospital como es pertinente al paciente lunático Tito Xavier Hyde, el cual se encuentra actualmente a su cargo. Asimismo recomiendo que se efectúen las diligencias oportunas con objeto de que se realice el pago de los costes habituales por vestimenta, etc., así como de los gastos de su funeral en caso de fallecer. Tengo el honor de ser su más humilde y sumiso servidor, Ryder».

Hawkwood leyó el texto, dándole vueltas en su cabeza. Finalmente, se apartó del escritorio y respiró hondo. Alguien tenía que decirlo.

—Bien, doctor, tengo que hacerle dos preguntas. La primera es: ¿por qué iba un hombre de la reputación de Edén Carslow a depositar una fianza por un paciente que está a cargo del centro? La segunda es: ¿le importaría decirme exactamente a cuántos pacientes se le ha denegado el alta hospitalaria debido a una nota personal del ministro del Interior?

Sawney y Hanratty se encontraban en el Perro.

—He estado haciendo algunas averiguaciones sobre ese runner —anunció Hanratty—, tal y como me pediste.

—¿Ah, sí? —Sawney se pasó la lengua por una caries dental haciendo una mueca de dolor al sentir el doloroso latido del nervio—. ¿Y qué has averiguado?

—Es un auténtico cabrón —dijo deslizándose por el banco de la mesa de Sawney.

—Vaya, hombre, eso te lo podía haber dicho hasta yo —replicó Sawney moviendo la cabeza incrédulo.

Siempre al acecho de oídos indiscretos, echó un rápido vistazo a su alrededor. El Perro se estaba llenando. El suelo estaba ya cubierto de cerveza desparramada, serrín negruzco y gargajos.

—Lo que quiero decir es que es más cabrón que la mayoría, y duro de pelar también.

—Por eso probablemente Tate y Murphy no han salido con vida —observó Sawney con mordacidad—. Les está bien empleado a esos gilipollas.

—Corren rumores de que estuvo en el ejército.

Sawney mostró un leve atisbo de interés.

—¿Ah sí?

—Ya sois dos, ¿no? Sería gracioso que os hubierais topado antes.

—No es probable —respondió Sawney irritado—. Me hubiera acordado. ¿Qué más has averiguado?

—¿Sobre qué?

—Sobre el precio de las manzanas. ¡No fastidies! Sobre ese maldito Hawkwood, por supuesto.

—He oído que fue el que puso a esa vieja bruja de Gant y a su prole bajo llave hace un tiempo.

—¿Aquella con el hijo imbécil?

—La misma. Probablemente anden ahora por la costa de Malabar, vomitando sus entrañas desde la cubierta de alguna maldita carraca rumbo a una colonia penal.

—Entonces quizá deberíamos invitar a ese capullo a tomarse una copa —dijo Sawney con sarcasmo.

—¿Qué te parece si le envío a mis chicos? Ellos se ocuparían de él —sugirió Hanratty esbozando una sonrisa torcida—. Además, les vendría bien el ejercicio.

Sawney negó con la cabeza. Ya había llegado a la conclusión de que Hanratty llevaba razón desde el principio. Enviar a Tate y a Murphy a cazar a Hawkwood había sido un error. Con la muerte de los dos, o al menos la de uno de ellos y la desaparición o clandestinidad del otro, probablemente lo mejor era que todos se calmaran.

—Nos lo tomaremos con calma durante un tiempo —dijo Sawney—. Pero mantendremos los ojos bien abiertos por si vuelve a husmear por aquí. No es que ese cabrón tenga algo de que acusarnos. Por lo que a todos los que estamos aquí respecta, Tate y Murphy no eran más que dos bandidos que probaban suerte. El sacristán ya ha pasado a mejor vida, con lo que el rastro está sepultado —Sawney sonrió—; por así decirlo.

Hanratty se rascó su incipiente barba con uno de sus dedos romos.

—¿Y qué hay de Sal?

—¿Qué pasa con ella? —los ojos de Sawney se entornaron.

—La gente de por aquí la habrá visto con Symes y sabrán que ella lo conocía.

—Querrás decir en el sentido bíblico —replicó Sawney—, porque lo mismo podría decirse de la mitad de tus malditos clientes o al menos de todos los que hayan tenido alguna vez dinero en los bolsillo. Dios, eso incluiría a cualquier persona que siga teniendo pulso de aquí a Limehouse Reach. Además ¿quién va a irse de la lengua? Está más claro que el agua que Sal no lo hará. Todo saldrá bien. Nos tomaremos un respirito, se calmará el patio, y ese runner se aburrirá y se irá con la misa a otra parte. Ya han pasado un par de días.

Hanratty se removió en su asiento.

—¿Qué? —inquirió Sawney.

—He oído que tiene ojos y oídos acechando nuestro lado de la calle.

—¿Eso qué significa?

—Se ha corrido la voz de que lo han visto con ese cabrón de Jago.

—Jago?

—Por Dios, Rufus, deberías salir más. Ese está entre los que definitivamente no te apetecería encontrarte. Dirige los chanchullos de la zona de Saint Giles.

—¿Y se supone que eso debe impresionarme?

—A mi sí que me impresiona, joder —contestó Hanratty con vehemencia.

—Bueno, mientras él no se salga de su territorio y se mantenga al margen… —dijo Sawney.

—Esperemos que así sea. Aunque seguiré indagando para ver si puedo averiguar algo más. No puede perjudicarnos echarle un ojo a la competencia —Hanratty acumuló flema y la escupió—. Y por lo que respecta a los demás, no nos moveremos del asiento, ¿no?

—Serás tú el que no se mueva de su asiento —replicó Sawney—; a algunos de nosotros nos queda trabajo por hacer.

Hanratty frunció el ceño y se pasó una mano por la coronilla.

—Creí que habías dicho que nos lo tomáramos con calma.

—Eso dije, pero eso no significa que debamos paralizarnos por completo. Tenemos bocas que alimentar. Interrumpiremos nuestros asuntos habituales pero tengo un cliente que está dispuesto a pagar un buen dinero por entregas especiales. Eso nos tendrá liados una temporadita.

—¿Tienes un encargo? —se interesó Hanratty.

—Puede ser. No lo sabré hasta que me den luz verde. Me reuniré con él más tarde. Por cierto ¿has visto a Maggsie o a los hermanos Ragg?

—Creo que Maggett está en su corral. Los hermanos Ragg se llevaron a un par de chicas arriba hace un buen rato. Les gusta montárselo juntos e intercambiar cuando van por la mitad. Tengo que confesar que a mí no me cogerían metiendo mi picha en ningún sitio en el que hayan estado esos dos.

Sawney no hizo comentario alguno. Hacía mucho tiempo que el apetito de los hermanos Ragg había dejado de impresionarle, repelerle o incluso interesarle. Mientras cumplieran su parte y acataran las órdenes, a Sawney no le importaba en lo más mínimo lo que hicieran el resto del tiempo. Por lo que a él concernía, incluso le traía al fresco que tuvieran arriba una manada de monos y una banda de majorettes, siempre que no hicieran mucha bulla ni atrajeran la atención de las fuerzas de la ley, por supuesto.

Claro que eso no significaba que Sawney no pudiera permitirse saciar sus propios apetitos. Tenía varias horas que matar antes de la visita que debía hacerle al doctor. Sal estaba en el piso de arriba, y cuando la dejó para bajar a tomarse una rapidita, su mirada le había dejado bien claro que en cuanto hubiera saciado su sed, más le valía apresurarse en regresar. Cuando Hanratty se alejó de la mesa y regresó al mostrador, Sawney se deslizó por el banco y se dirigió hacia las escaleras. Sería una lástima desaprovechar la oportunidad, pensó.

James Read frunció el ceño.

—¿Edén Carslow y el ministro del Interior? ¿Y cuál fue la respuesta del boticario Locke?

—No me respondió a la pregunta sobre Edén Carslow. En cuanto al otro, dijo que conocía otro caso en el que el ministro del Interior había denegado el alta, y era Matthews.

—¿Matthews?

El magistrado jefe levantó la cabeza.

—James Tilly Matthews. Al parecer lo encerraron hace quince años tras haber acusado de traición a lord Hawkesbury. Pensaba que los franchutes revolucionarios le controlaban la mente. Pero claro, estaba loco de remate. Lo curioso es que el ministro del Interior sólo tardó un año en denegarle la libertad a Hyde, mientras que en el caso de Matthews tardó doce, y para entonces el hombre al que había acusado de traición se había convertido en ministro del Interior, así que no es en absoluto extraño que no aprobara su liberación.

El semblante de Read permaneció impasible.

—Matthews… Sí, creo que recuerdo el caso. ¿Dice que continúa siendo un paciente?

Hawkwood asintió.

—En lo que a ese se refiere, le han echado el cerrojo y han tirado la llave. Y si hay algo que añadir sobre nuestro coronel, es que no es un desconocido entre los poderosos.

—Eso es lo que parece —murmuró Read.

—Pero sigo sin saber por qué —prosiguió Hawkwood—. De hecho, no dispongo de más información que antes de mi visita. Sus malditos archivos me han sido igual de útiles que una mula de una sola pata… Espero que los nuestros sean mejores, por cierto. Me interesaría saber por orden de quién fue ingresado. Por lo que he podido comprobar, no tenía familia, ni esposa. Hubo una hija, Locke me lo comentó en mi primera visita, pero murió.

Read frunció el ceño.

—¿Qué está insinuando?

—No lo sé. El parte de ingreso dice que lo ingresaron en el hospital en octubre de 1809 y para aquel entonces llevaba cuatro meses en estado de melancolía. Así que los primeros síntomas se habrían manifestado en junio. ¿Dónde se encontraba en aquellos momentos? —Hawkwood se mordió los carrillos—. Claro que las otras opciones posibles, aparte de la melancolía, eran manía o demencia. Pero él no padecía ninguna de las dos. Quizá el historial era impreciso a propósito.

—¿A dónde quiere llegar…?

—Según los documentos hospitalarios el único mal que ha sufrido hasta la actualidad es melancolía. Y, sin embargo, doce meses después de su ingreso, nos encontramos con una nota remitida por Whitehall (nada más y nada menos que del mismísimo ministro del Interior) recomendando que lo mantengan encerrado, lo que parece un poco demasiado severo. Bien, pues mi teoría es que si uno recibe una recomendación de Whitehall, no se trata en realidad de una recomendación, sino de una orden.

—Disculpe, Hawkwood, pero no acierto a comprender.

—Me refiero a que Locke no consideraba a Hyde una persona peligrosa, y mucho menos asesina. Nadie en el hospital le consideraba como tal. Pero si, como sospechamos, el coronel llevaba tiempo planeando el asesinato y su fuga, entonces quizá tenía esa tendencia asesina desde el principio y ese hecho se mantuvo oculto, lo que significaría que las únicas personas que conocían su verdadera personalidad eran las mismas que organizaron su detención y denegaron su libertad.

—¿Está sugiriendo que lo ingresaron bajo un diagnóstico falso? Pero ¿por qué? ¿Cuál habría sido la razón?

—Quizá es eso lo que deberíamos intentar averiguar. En primer lugar me gustaría saber cuál es la relación entre el coronel Hyde y Edén Carslow. Eso ciertamente me intriga.

—¿Tiene intención de interrogar a Carslow? —preguntó Read.

Había un claro tono de cautela en la voz del magistrado.

—Le prometo que seré cortés —replicó Hawkwood antes de poder contenerse.

—Tendrá que serlo. Carslow tiene amigos poderosos. Tiene influencia.

—Eso me suena. ¿No es lo que dijimos sobre ese maldito lord Mandrake?

—No, eso era lo que pensamos de William Lee. Por lo que sabíamos, lord Mandrake no era más que otro de sus amigos bien situados.

—Que resultó ser un cabrón traicionero —soltó Hawkwood.

Lee era un aventurero americano quien, con el apoyo de lord Mandrake, había sido el cabecilla de una trama urdida por los franceses para asesinar al príncipe de Gales. Lee murió en el atentado; Mandrake cogió un barco en Liverpool y escapó cruzando el Atlántico.

—En efecto. Por otra parte, Carslow es probablemente el mejor cirujano del país. Su aportación a la medicina ha sido extraordinaria. Usted dijo antes que quizá tuviera que levantar más de una ampolla. Y en lo que se refiere a Edén Carslow, sería sensato que se anduviera con mucho cuidado. Hablo en serio, Hawkwood. Aunque tengo una gran confianza en su instinto investigador, hay otras personas de temperamento… ¿cómo se lo explicaría?… refinado, que podrían interpretar su estilo directo como una actitud recalcitrante hacia la autoridad. Le insto a que se muestre circunspecto.

—Sí, señor. Entendido. En ese caso, ¿puedo ofrecerle el mismo consejo en su trato con el ministro del Interior?

Read parpadeó.

—¿Cómo dice?

—Bien, es que se me ocurrió, que mientras yo interrogo a Carslow sobre su relación con el coronel Hyde, usted podría servirse de su competencia para averiguar por qué el ministro del Interior Ryder sintió la necesidad de añadir su nombre a la lista de personas que hubieran preferido que el coronel permaneciera en Bethlem.

—Tiene usted una cara más dura que el mismísimo diablo, Hawkwood.

—Sí, señor. Gracias, señor. ¿Entiendo que eso es una confirmación de que hablará con el ministro del Interior? Después de todo, usted se reúne regularmente con él para tratar asuntos de seguridad. Sería una pena no sacar ventaja de ello. ¿O le parece que estoy siendo recalcitrante, señor?

—Está rozando la insolencia, lo que demuestra mi argumento —espetó Read.

—¿Pero le hablará usted?

Read suspiró.

—Uno no le habla al ministro del Interior, Hawkwood; uno habla con él. Y sospecho que el mismo principio podría aplicarse a su inminente conversación con Carslow.

—Lo tendré en mente —respondió Hawkwood.

—Asegúrese de que es así. Y ahora ¿tenía algo más que añadir? ¿Una regañina pública al Primer Ministro, quizá?

—Posiblemente —respondió Hawkwood dirigiéndose a grandes zancadas hacia la puerta—. El día aún no ha acabado.