Capítulo 15

El boticario Locke se apartó de la ventana.

—¿Sabe?, nunca me he tenido por un hombre necio.

Hawkwood lo miró.

—No recuerdo haber dicho tal cosa, doctor.

El boticario inclinó la cabeza y escrutó a Hawkwood por encima de sus lentes.

—Entonces, quizás pueda confiar en mí. Tal vez podría ayudarle.

—No estoy seguro de entenderle, doctor.

—Dígame qué está haciendo aquí —dijo Locke.

—Fue usted quien me mandó llamar —respondió Hawkwood—. ¿No tendría que ser yo el que hiciera las preguntas?

Locke irguió la cabeza. El aire juvenil que Hawkwood había percibido en su primer encuentro se había esfumado; ahora, en su lugar, sólo había hastío. El boticario deslizó la mano por el borde de su escritorio.

—Perdóneme, pero en su anterior visita le pregunté por qué había venido. Después de todo, con la muerte del coronel Hyde debía darse por cerrada la investigación. Usted respondió (algo brusco, según recuerdo) que necesitaba completar su informe —Locke sonrió casi con timidez—. Un motivo lógico, habida cuenta de que nuestro primer encuentro se vio interrumpido por la llegada de un guardia requiriendo su presencia. Usted solicitó tener acceso a los partes de ingreso del coronel Hyde y yo podía proporcionárselo. Y, sin embargo, evidentemente la cosa no acababa ahí, puesto que aquí estamos de nuevo. Le envío un mensaje, una vaga oferta de información, y tarda menos de una hora en llamar a mi puerta.

El boticario levantó la mano y contempló el polvo de las yemas de sus dedos como si lo estuviera viendo por primera vez. Acto seguido alzó la vista.

—Lo encuentro de lo más curioso; me lleva a pensar que su investigación sigue en curso, pese al fallecimiento del coronel Hyde. Me pregunto cuál puede ser el motivo, y sólo se me ocurre una explicación —reclinándose contra su escritorio, el boticario se quitó los lentes y cubrió los cristales de vaho con su aliento—. Cree que el coronel Hyde sigue vivo, ¿no es cierto?

El silencio inundaba la habitación. Locke sacó un pañuelo de su manga y empezó a limpiar los lentes enérgicamente.

—No es que crea que Hyde sigue vivo —dijo Hawkwood—, ¡es que que el cabrón lo está! —las palabras salieron de su boca antes de poder contenerlas.

Esperaba oír una inmediata exclamación de asombro por parte de Locke, algún atisbo de sorpresa, pero curiosamente el semblante del boticario permaneció impasible.

—¿Cómo lo sabe?

—El cuerpo hallado en la iglesia no era de Hyde. Volvió a dar el cambiazo: desenterró el cadáver de un hombre recién fallecido, de edad y constitución similar a la suya, y lo dejó arder en su lugar.

—Por tanto, el coronel debía saber del entierro antes de fugarse —concluyó Locke prosaico.

Hawkwood asintió.

—Se lo diría el reverendo Tombs. Le contaría muchas cosas al coronel, y más si éste le formulaba las preguntas adecuadas. «Que es lo que yo debería haber hecho», pensó Hawkwood.

Locke volvió a meter el pañuelo en la manga y comenzó a pasear por la habitación con las manos a la espalda.

—Así pues, sus visitas posteriores se deben a su empeño en dar con él.

—Así es.

—¿Y qué ha descubierto?

—Sé que se está haciendo con cadáveres y los está diseccionando.

Locke dejó de pasear.

—Alguien dejó dos cadáveres a las puertas del hospital Saint Bartholomew. Les habían extraído algunas vísceras, también fragmentos de piel, incluidas las caras.

La mejilla del boticario tembló involuntariamente. Juntó las manos como si fuera a ponerse a rezar y apoyó la barbilla en la punta de los dedos. Después, empezó a pasear de nuevo.

—Prosiga.

—Sé que todas las maniobras del coronel Hyde tienen un propósito: granjearse la amistad del pastor, el robo del escalpelo y del láudano —en este punto, Locke se sonrojó—, el asesinato del reverendo Tombs, la fuga, el desenterramiento del cuerpo para reemplazarlo, el incendio de la iglesia para disimular su olor putrefacto y ahora la mutilación de las mujeres… Sé que todo forma parte de algún ambicioso plan, sólo que todavía no he averiguado cuál es.

Locke no dijo palabra. El silencio se prolongó unos largos segundos y, finalmente, el boticario volvió a su escritorio.

—Déjeme explicarle el porqué de haberle mandado llamar. Me encontraba en las dependencias del coronel cuando encontré esto…

Eran papeles doblados por la mitad, por lo que Hawkwood pudo observar.

—Estaba recogiendo las pertenencias del coronel —aclaró Locke—, cuando cogí una de las hojas y la abrí.

A primera vista, se asemejaba a los grabados que Hawkwood había visto en las paredes de la habitación del coronel: una serie de estudios anatómicos de la mitad inferior del torso y costillas, dibujados con minucioso realismo. Y en cambio, no eran iguales. Hawkwood examinó las láminas. Su cerebro le decía que había una diferencia, pero, por mucho que lo intentaba, era incapaz de verla.

Y entonces se hizo la luz: las piernas. Eran totalmente desproporcionadas. Los músculos del muslo, los gemelos y los huesos bajo la piel estaban claramente definidos, sin embargo, las extremidades inferiores eran demasiado estrechas y alargadas; y la postura, con los muslos abiertos y rodillas dobladas, no era natural. Resultaba extraña, como la pose de un espadachín antes de ejecutar una réplica, o de un acróbata a punto de dar un salto mortal. Y después estaba el torso, o al menos lo que Hawkwood pensaba fuese el torso, ya que no había visto en su vida nada igual. De hecho, parecía más bien una bolsa incubadora. Sus ojos fueron descendiendo hasta unos tobillos que parecían demasiado frágiles para soportar el más mínimo peso. En cuanto a los pies… eran la parte más rara, puesto que ambos eran absurdamente largos, con unos dedos flácidos que se abrían de manera grotesca. En realidad, si no hubiera sido porque era del todo imposible, habría dicho que se trataban más bien de…

—Ranas —concluyó Locke.

—¿Ranas? —repitió Hawkwood sintiéndose estúpido en el acto—. «Joder, pues claro que son ranas, ¿qué otra cosa podía ser?». ¿Por qué ranas?

—Muchos cirujanos, cuando están empezando a aprender anatomía, practican con cuerpos de animales. Incluso los niños diseccionan ranas en la escuela. Galen solía abrir simios de un tajo. Una vez, Astley Cooper diseccionó un elefante.

«¿Por qué me enseñará unas malditas ranas?», se preguntó Hawkwood. Volvió a examinar el dibujo.

—¿Qué es esto?

El boticario siguió su dedo con la mirada.

De los músculos a los extremos de las ancas amputadas surgían una serie de hilos ondulados. La punta de uno de los cables estaba unida a lo que fuera que fuese aquello semejante a una bolsa incubadora, mientras que el otro cabo estaba conectado a una especie de rueda provista de una manivela.

—Fascinante, ¿no? —susurró el boticario.

—Podría serlo si supiera qué demonios es —respondió Hawkwood, aunque debía admitir que el dibujo le resultaba intrigante.

—Creo que se trata de una ilustración de un experimento de Galvani. Era un médico italiano que pensaba que todos los animales poseían un fluido eléctrico especial producido por el cerebro y transmitido por los nervios a los músculos. Para demostrar su teoría, llevó a cabo numerosos experimentos con anfibios —Locke dio unos golpecitos sobre el grabado con la punta del dedo—. Creo que eso es lo que aquí se representa —el boticario señaló los hilos—. Y sospecho que estos son los cables por los que pasa el fluido —Locke sacudió la cabeza asombrado antes de apartar el grabado a un lado—. Y luego están éstas.

En la segunda hoja, había un dibujo de lo que parecían doce recipientes herméticos con forma de tarros, dispuestos en tres líneas de cuatro. De la tapa de cada uno de los botes, salía un tubo fino, cuyo extremo iba unido al siguiente tarro de manera alineada y en todas las direcciones, de forma que los tarros parecían estar cubiertos por una rejilla cuadricular. La mitad superior de cada bote era transparente, la mitad inferior era opaca o bien contenía algún tipo de líquido.

Hawkwood no sabía por qué, pero el dibujo le sonaba de algo.

—¿Qué es?

—Una máquina eléctrica. Mire, hay más —dijo Locke con voz excitada mientras alargaba la mano y desdoblaba la tercera hoja.

Extendió el papel sobre la mesa alisándolo.

En cuanto Locke pronunció la palabra «eléctrico», Hawkwood supo por qué le había resultado familiar el dibujo de los tarros. Los espectáculos con electricidad habían sido un medio de entretenimiento popular en algunos teatros de Londres. Hawkwood se encontraba entre el público del Astley's cuando un maestro de ceremonias ataviado con una capa negra rogó a un nutrido grupo de voluntarios, entre risitas nerviosas, formar un círculo y unir sus manos. Después les hizo sufrir convulsiones al contacto de un alambre y varias botellas de vidrio. Hawkwood recordaba que la descarga había afectado más a las mujeres que a los hombres. No tenía ni idea de por qué, pero en aquel momento no parecía importar mucho. Era un divertimento, nada más.

La tercera hoja no tenía el menor sentido. Había dibujado algo semejante a una columna de discos apilados, sujetos por cuatro varillas verticales externas. En la base de la columna había un recipiente en forma de cuenco unido al último disco mediante lo que parecía un hilillo de líquido. Los discos formaban grupos de dos y cada par estaba separado por otro oscuro de menor tamaño. Había dieciséis discos más grandes, lo que hacía un total de ocho pares. Cada disco estaba marcado con una letra: el primero de cada par con la letra Z y el de abajo con la A.

—¿Y esto? —preguntó Hawkwood.

—Es lo mismo, aunque creo que representa un dispositivo más avanzado.

Hawkwood señaló la columna de discos.

—De acuerdo, ¿pero qué son estas cosas?

Locke se ajustó las gafas. Su rostro se mostraba bastante animado tras los cristales.

—Mire, hay una leyenda a pie de página: la A corresponde a plata y la Z a zinc. Creo que también se pueden utilizar discos de cobre en lugar de plata.

—Muy bien, doctor, confieso que todo esto es fascinante pero ¿para qué querría el coronel Hyde estas máquinas eléctricas?

—Tal vez deberíamos preguntárselo al hombre que las dibujó.

—¿Cómo?

—Mírelas con detenimiento. Observe el estilo de los dibujos y la letra de la leyenda. ¿No le resulta familiar?

Hawkwood los examinó y sacudió la cabeza.

—Me he perdido, doctor.

Locke cogió los papeles y los puso a un lado.

—Tal vez pueda refrescarle la memoria —Locke rodeó el escritorio, abrió un cajón y sacó otra hoja. Desdoblándola preguntó—: ¿Recuerda esto?

Hawkwood reconoció el dibujo. Era el que Locke le había enseñado en su primera visita: el telar volador.

—Compare el estilo del grabado y la letra de la leyenda —dijo Locke apartándose.

Hawkwood observó atentamente los dibujos; sus ojos saltaban de uno a otro, una y otra vez. El parecido entre ambos era asombroso.

—Fíjese sobre todo en la letra —apuntó Locke—. Como por ejemplo, la fioritura inferior en la letra A.

Hawkwood siguió con la mirada la punta del dedo del boticario. Sin duda, era el mismo trazo, diminuto y limpio.

—¿Matthews? —inquirió Hawkwood—. ¿Se conocían? ¡Pero si estaban en distintas habitaciones! Pensé que mantenían separados a ese tipo de pacientes.

Locke encogió los hombros.

—Los hospitales, dada su naturaleza, son comunidades aisladas y Bethlem no es una excepción. Pese a la creencia popular de que somos la Bastilla de Inglaterra, no somos una cárcel. Permitimos cierto grado de fraternización entre algunos pacientes. Es más, cuando pensamos que la experiencia puede ser beneficiosa para ellos, no dudamos en fomentarla. Disponemos de salas comunes donde pueden encontrarse, bajo supervisión, por supuesto. James Tilly Matthews es uno de nuestros residentes más renombrados. Recuerdo el gran interés que manifestó el coronel por los dibujos de Matthews para el nuevo hospital y haberlos visto charlar en numerosas ocasiones.

Hawkwood examinó los papeles. Había dado por sentado que Hyde había estado todo el tiempo recluido en su habitación, teniendo como únicos contactos al guardián y al personal médico, y más tarde, al reverendo Tombs. Esto no se lo esperaba.

—Quiero ver a Matthews. Ahora.

Locke asintió y cogió los dibujos.

—Venga conmigo.

El boticario lo condujo por el pasillo de la primera planta. Las puertas de la mayoría de las celdas estaban abiertas. Los pacientes se mezclaban libremente con los celadores en uniforme azul.

Se pararon en el umbral de una puerta cerrada y Locke murmuró:

—No tiene al cuerpo judicial en muy alta estima, por tanto, sería preferible que no le dijera que es agente de policía.

Antes de que Hawkwood pudiera contestar, Locke llamó dos veces a la puerta y la empujó abriéndola.

—¡James, mi estimado amigo! —anunció en tono amistoso—. ¿Cómo andamos hoy? ¿Se puede?

La habitación era bastante más recogida que las dependencias del coronel; probablemente no superaba los doce metros cuadrados. En cambio, tenía el mismo mobiliario básico: cama, silla, una pequeña mesa y un arcón. En un rincón había una tubería de desagüe para los desperdicios. Para colmo de la claustrofobia, había varias estanterías repletas de libros y las paredes estaban cubiertas de dibujos. Eran todos planos arquitectónicos. Hawkwood reconoció una copia del diseño del nuevo hospital. Era menos detallado que el que Locke le había enseñado y supuso que se trataba de un primer esbozo. No obstante, el cuidado de los detalles era excepcional.

Un hombre de cabellos oscuros, robusto y de baja estatura, estaba inclinado sobre la mesa. Con una mano sostenía un lápiz, con la otra una regla. No alzó la cabeza, sino que continuó enfrascado en los dibujos extendidos ante él. Mientras su pálido rostro se hallaba inmerso en una total concentración, con el lápiz se daba golpecitos en la pierna derecha.

—¿James? —repitió Locke.

El hombre se giró sobresaltado.

—¡Doctor Locke! ¡Pase, pase!

—James, permítame presentarle a un colega, el señor Hawkwood.

Hawkwood sintió como un par de ojos perspicaces le examinaban de pies a cabeza.

—Es un placer, señor Hawkwood.

Locke se aproximó a la mesa.

—James es un aficionado al grabado. Está trabajando en unas nuevas ilustraciones arquitectónicas. Venga a verlas.

Hawkwood se acercó.

Se trataba de un dibujo de una casa urbana, bastante imponente, con escalinata, pórtico y una fila de altos árboles custodiando la entrada. Había un plano de la planta baja de la casa extendido en horizontal. Al igual que los croquis colgados de la pared, la calidad era extraordinaria.

Locke dio una palmaditas en el hombro del paciente.

—James está preparando unos planos para una revista de ilustraciones arquitectónicas. ¿Cómo dijo que se iba a llamar? Me temo que me falla la memoria. Dígaselo al señor Hawkwood.

La cara de Matthews se iluminó.

—¡Por supuesto! Se llamará Arquitectura útil. Explicará los conceptos básicos de arquitectura a la gente corriente. También pretendo incluir croquis, de forma que cada lector pueda hacer uso de los mismos para sus propios fines —añadió en tono solemne.

—¿No le parece una idea espléndida? —preguntó Locke guiñando un ojo tras sus lentes.

—Espléndida —convino Hawkwood con cautela.

—Haré invernaderos para coles —anunció de repente Matthews agarrando a Hawkwood del brazo—. Ya conocerá los valiosos beneficios de un buen invernadero, ¿no, señor Hawkwood? Se lo expliqué a los franceses, pero esos imbécilesno me hicieron el menor caso, y mire lo que les pasó —agregó apesadumbrado.

Hawkwood, sin comprender, lanzó una mirada a Locke, quien movió de manera imperceptible la cabeza. Pero Matthews todavía no había acabado. Empezó a envanecerse sin soltar el brazo de Hawkwood.

—Cada hogar tendrá su propio invernadero. Luego, instaré al gobierno a que reclute al numeroso ejército de desempleados con la misión de recoger toda la basura de la ciudad. Entonces, la transportarán en carros, carretillas y barcazas a cada invernadero, donde la usarán de fertilizante para las coles que crecerán copiosamente, proporcionando así una nutritiva provisión de verduras a la nación. Y ahora —concluyó triunfante con las manos en las caderas—, ¿qué les parece, caballeros?

Hawkwood se preguntó si el paciente estaría esperando aplausos. Rescató su manga y vio como Locke le mandaba toques de advertencia desde el otro lado de la mesa. Tras sus lentes, las cejas del boticario subían y bajaban cual banderas de señales.

Hawkwood asintió.

—Es lo que tienen los franceses: no sabrían reconocer una buena idea ni aunque ésta les diera un mordisco en el culo.

Se hizo un silencio. Observó que las cejas de Locke casi le llegaban a las entradas. Entonces, James Matthews, a su lado, hizo un gesto de pinchar el aire con su lápiz.

—¡Ah! ¡Exacto, caballero, exacto! ¡Yo no lo hubiera expresado mejor! —dijo volviendo la mirada a su dibujo y empezando a tomar medidas con la regla. Sus movimientos eran enérgicos y precisos.

Locke dio rápidamente un paso adelante.

—Bueno, James, no querríamos distraerle, le dejamos, pues, proseguir su labor.

Matthews asintió distraído.

—Hay tanto que hacer y tan poco tiempo. —Levantó la mirada con determinación en su rostro—. Uno tiene que mantenerse ocupado, ¿no es cierto?

—¡Oh, sin duda alguna, James! Diría que es un deber. —Locke asintió con entusiasmo e hizo una pausa—. No obstante, antes de marcharnos, me preguntaba si podríamos pedirle opinión. El señor Hawkwood y yo, por desgracia, carecemos de conocimientos técnicos, y esperábamos que usted pudiera ayudarnos explicándonos qué es esto —Locke alzó los papeles que había cogido de la celda del coronel—. Me temo que escapan a nuestra comprensión. He pensado que un experto dibujante como usted podría arrojar algo de luz. ¿Qué me dice?

Hawkwood se preguntó si Locke no estaría exagerando un poco, pero entonces vio cómo los ojos del paciente parpadeaban en dirección de las hojas y recordó el comentario de Locke, según el cual algunos pacientes se crecían frente a la compañía. Y por lo que parecía, también frente al elogio y la curiosidad. Locke estaba manejando a su paciente con destreza, como a pez en un anzuelo.

—Por supuesto, doctor. Será un placer. ¿De qué se trata?

Locke extendió los dibujos sobre la mesa.

En cuanto vio la primera hoja Matthews esbozó una amplia sonrisa. Alcanzando el papel exclamó:

—¡Ah, sí! ¡Galvani!

—¿No me diga? —dijo Locke sin un asomo de malicia.

—Es su experimento de la rana. Diseccionó una rana y puso una de las ancas en una placa de hierro. Cuando tocó el nervio con un escalpelo metálico, el anca se contrajo bruscamente. Por consiguiente, dedujo que el anfibio debía contener electricidad. Fascinante conclusión. Por supuesto, era un craso error y Volta se encargó de demostrarlo.

«Otro puñetero nombre que no conozco», pensó Hawkwood.

Locke levantó el papel para descubrir el segundo dibujo.

Matthews lanzó una exclamación de regocijo.

—¡Caramba, pero si es uno de mis dibujos!

—Pensamos que podría serlo —explicó Locke mirando a Hawkwood de reojo—. Nos preguntábamos qué sería.

Matthews sonrió indulgente.

—Me sorprende que no lo reconozca, doctor. Se trata de una batería de botellas de Leyden. Sirven para almacenar cargas eléctricas. Se las puede llenar de agua o forrarlas con una hoja de metal Las varillas que ven están hechas de latón. Cuantas más botellas haya en la batería, mayor será la carga. No obstante, sólo se puede liberar una única descarga eléctrica, después de lo cual vuelve a iniciarse el proceso de almacenaje y se acumula una nueva carga. Rudimentario, pero notablemente efectivo —añadió sin aliento.

—¿Cómo se produce la carga inicial? —inquirió Hawkwood recordando al público del teatro tambaleándose como bolos.

—Con máquinas de fricción. La carga se genera por el frotamiento de distintos materiales, como esferas de vidrio o piel —Matthews levantó un dedo—. Esperen, creo que tengo una ilustración. —Se retiró de la mesa para examinar los libros de su estantería—. Vamos a ver… —murmuró para sí—. Adams, Adams, Ad… ¡ah, aquí está! —Bajó el libro, abrió la cubierta, se humedeció un dedo y empezó hojear las páginas hasta que el dedo se detuvo—. Aquí lo tenemos —sostuvo la página abierta para que pudieran verla bien—. En el dibujo, vemos a un médico atendiendo a un niño, posiblemente a causa de dolores o parálisis del antebrazo. Cerca, en una mesa, hay una máquina de fricción.

Era un dispositivo de aspecto peculiar, compuesto de una manivela, una polea y varios objetos cilíndricos con unas curiosas sujeciones curvas.

—Como ven, a la derecha hay un generador cilíndrico que suele ser de vidrio. El receptor principal, o terminal como se le llama a veces, es ese objeto en el centro. ¿Ven la botella de Leyden de la que sale la varilla acabada en una esfera metálica? Un hilo metálico une la botella a una horquilla de tratamiento que, como ven, están en contacto con el antebrazo del crío. Cuando se acciona la manivela, el generador de vidrio gira produciendo la carga, la cual se transfiere al receptor donde se almacena. En el momento en que se acumula una cantidad suficiente de carga, el doctor libera una descarga eléctrica a través del hilo hasta las horquillas de tratamiento. Esto produce una brusca sacudida, una estimulación de los sentidos que activa los nervios y músculos del antebrazo del chico. Por lo que tengo entendido, puede ser sumamente beneficioso. Como saben, Cavendish utilizó una batería de botellas de Leyden para reproducir las propiedades del pez torpedo.

Hawkwood se percató de la fuerte impresión que debía de haberse reflejado en su rostro, ya que Matthews y Locke le estaban lanzando extrañas miradas.

—¿Ha oído hablar del pez torpedo, señor Hawkwood? —preguntó Matthews vacilante.

Hawkwood se dio cuenta de que se estaba masajeando el hombro izquierdo. Sintiéndose cohibido, procedió a bajar la mano.

—¡Oh, claro, conozco perfectamente los torpedos esos!

Las cejas de Matthews se arquearon.

—¿Ah, sí? Interesante. La mayoría de la gente no los conoce, ¿sabe? Pobre Cavendish. Lo acusaron de sacrilegio por decir que una máquina construida por el hombre podía funcionar del mismo modo que una criatura creada por la mano de Dios. En cambio, el tipo llevaba razón sobre el principio en sí.

Pese a la ilustración del libro y el entusiasmado comentario de Matthews, Hawkwood no estaba seguro de haber comprendido el principio mejor que antes. Se preguntaba si la explicación de Matthews sobre el último dibujo sería más fácil de seguir.

—Creo que ésta es otra de sus ilustraciones, James —dijo Locke afable descubriendo la última hoja.

—¡Así es! —exclamó Matthews con excitación—. Aquí tenemos el dispositivo más sofisticado de todos. ¿Recuerdan que les mencioné a Volta cuando estábamos viendo la primera ilustración sobre los experimentos de Galvani en una rana? Volta fue quien llegó a la conclusión de que no existía cosa tal como la electricidad animal, en realidad, lo que producía la carga eléctrica era la interacción entre los dos metales diferentes del escalpelo y de la superficie de la mesa, y el agua salada contenida en la rana. Y lo demostró construyendo su invento al que llamó pila. Ahora se le llama batería, ya que tiene la misma función que las máquinas de fricción y las botellas. La diferencia, sin embargo, es que con esto no hace falta almacenar la electricidad para poder descargarla, sino que la electricidad permanece constante, como la corriente de un río. No se requieren manivelas, ni cilindros de vidrio, ni botellas. Todo se reduce a una reacción química.

El boticario dio golpecitos sobre el papel.

—¿Usando zinc y plata?

—¡Bravo! Aunque el zinc y el cobre funcionan igual de bien. Los discos de menor tamaño que separan el otro par de discos equivalen a la rana. Son de cartón empapado en una disolución de agua salada. Si se unen los discos de los extremos con un hilo y se cierra el circuito, entonces se obtiene una corriente eléctrica. ¡Así de sencillo!

—Y mientras más discos haya, mayor será la carga —dijo Hawkwood.

—¡Exacto! —Matthews frunció el ceño y preguntó señalando las ilustraciones—: Pero, ¿cómo las han conseguido?

—El coronel Hyde las dejó al marcharse —Locke bajó la voz—: Usted sabe que el coronel Hyde ya no está con nosotros, ¿no, James? Pues bien, el señor Hawkwood y yo estábamos ordenando sus enseres cuando las encontramos entre sus efectos personales y pensamos que tal vez usted querría recuperarlas.

—¡Caramba, doctor, es un detalle por su parte! Gracias.

—Así pues, usted conocía bien al coronel Hyde, ¿no es así, señor Matthews? —inquirió Hawkwood.

—Así es. Nos hicimos buenos amigos. Me prometió que a cambio de mis dibujos haría todo lo posible por llevar mi caso ante el ministro del Interior. Espero tener noticias suyas algún día de estos.

—Estoy seguro de que las tendrá… —afirmó Hawkwood percatándose de la mirada que Locke le lanzaba—. Así pues, el coronel le pidió que le dibujara estos aparatos, ¿no? ¿Le dijo por qué le interesaban estas máquinas?

—El coronel Hyde creía que la electricidad tenía el poder de cambiar el mundo. Decía que un día podría mover montañas.

—¿Eso decía? ¿Y cómo se suponía que la electricidad conseguiría hacer eso?

Los músculos faciales de Matthews se tensaron en actitud de reflexión, pero acto seguido sacudió la cabeza.

—No me lo dijo.

Hawkwood miró con detenimiento los dibujos. Hasta el momento, todo lo que Hyde había hecho, perseguía algún fin concreto. Así pues, ¿por qué le había pedido a Matthews estos dibujos? Pero, entonces, Matthews preguntó:

—¿Tienen el otro?

—¿El otro? —inquirió Locke confuso.

—Había tres.

—¿Le dio al coronel tres dibujos?

—Así es. ¿Dónde está el último que le hice? Dijo que era el más importante de todos.

—¿De qué se trataba?

—Quería que le dibujara una batería de mayor tamaño.

—¿Más botellas? —preguntó Hawkwood.

—¡Oh, no! Se refería a la batería de Volta. Me preguntó si era posible dibujar un dispositivo más potente utilizando los mismos principios. Le respondí que lo era y le enseñé cómo se hacía.

—¿Le comentó por qué lo quería?

—Sí, aunque no comprendí lo que quiso decir.

Hawkwood se quedó expectante.

Matthews miró de soslayo a Locke como pidiéndole permiso para lo que estaba a punto de desvelar.

—¿Qué le contó, James? —le interrogó el boticario.

—Aseguró que le acercaría a Dios.

—Muy bien, doctor. ¿Y si me cuenta lo que está pasando aquí? ¿Qué sabe usted que yo no sepa?

Habían vuelto al despacho de Locke. El boticario parecía pensativo.

—¿Qué sabe del pasado del coronel, de su educación, de sus estudios de medicina, por ejemplo?

—Estuve hablando con Edén Carslow. Estudiaron juntos, fueron a la misma clase y mantuvieron la amistad. Por eso suscribió la fianza. Cuando se marchó de Londres, Hyde fue a Italia a estudiar anatomía. Una vez acabados sus estudios, se alistó en el ejército, trabajando en hospitales de campaña en las Indias Occidentales, Sudamérica, Irlanda y España. Allí empezó todo.

—¿Todo? —Locke frunció el entrecejo—. ¿Está hablando de su melancolía?

—Tal vez sufriera de melancolía cuando lo internaron aquí, pero esa no fue la razón por la que lo mandaron de vuelta a casa, ponga lo que ponga en su hoja de ingreso.

El boticario lo interrumpió en mitad de su exposición:

—No le sigo.

—El coronel Hyde no volvió a Inglaterra porque tuviera melancolía sino porque estaba asesinando a prisioneros de guerra franceses y usándolos para sus carnicerías. Lo ingresaron aquí por ser amigo de Carslow, ya que este último tenía contactos con miembros de la junta directiva.

—¿A qué se refiere con «carnicerías»?

—Intentaba reconstruirlos.

—¿Reconstruirlos?

—Arreglarlos, o al menos eso es lo que McGrigor, el cirujano general, piensa. La segunda rúbrica de la fianza es suya, es la que nos resultaba ilegible. Refirió que Hyde tenía grandiosas ideas sobre el futuro de la cirugía y aseguraba que un día sería posible reparar a los heridos utilizando partes operantes de cadáveres.

Locke cerró los ojos.

—Se inspiró en las ideas de John Hunter.

—Era el profesor de anatomía de Hyde, su mentor. Un momento… ¿conocía esa relación?

—Sabía algo acerca de sus estudios de medicina. Solía hablar de ello a veces. Fue uno de los pocos alumnos afortunados en haber vivido bajo el techo de Hunter en su escuela de Castle Street.

—Fue Hunter quien ayudó a Hyde a conseguir su nombramiento. Ostentaba el puesto de cirujano general hace veinte años.

Locke permaneció callado.

—Y eso es todo, doctor. Ahora sabe tanto como yo —Hawkwood se acercó a la ventana y contempló los campos de Moor Fields—. En alguna parte, ahí fuera, hay un lunático que se cree Dios, que se dedica a descuartizar cadáveres de mujeres y que ha convencido a otro lunático para dibujarle máquinas eléctricas. Le confieso, doctor, que necesito toda la ayuda que pueda obtener; si tiene alguna sugerencia, soy todo oídos.

Hawkwood se giró y vio a Locke con la mirada clavada en él.

—¿Qué?

—Hunter…

—¿Qué pasa con él?

—¿Qué sabe acerca de John Hunter, agente Hawkwood?

—Aparte de su relación con Hyde y de que lo tiene en alta estima, ni pajolera idea. ¿Por qué lo dice?

El boticario vaciló como si estuviera debatiéndose entre proseguir o no, y entonces dijo:

—Hace muchos años, se publicó una historia en la Gentleman's Magazine sobre un falsificador encarcelado en Newgate y sentenciado a la horca. Pese a remitirle al Rey una petición rogándole la gracia, lo llevaron a Tyburn y lo colgaron. Tras la ejecución, se dijo que habían trasladado el cadáver del condenado a unas pompas fúnebres de Goodge Street en un coche fúnebre. Allí, lo dejaron en manos de varios miembros de la Royal Society, entre ellos Hunter. Según se cuenta, bajo la dirección de Hunter, friccionaron el cuerpo y lo colocaron cerca de una fogata para que entrara en calor; luego, utilizaron un fuelle para intentar inflar los pulmones. Cuando vieron que no funcionaba, le administraron descargas eléctricas usando botellas de Leyden para estimular el músculo del corazón y devolver al falsificador a la vida.

Locke quedó sumido en el silencio.

Hawkwood no abrió la boca. Le sobrevino un sombrío recuerdo, esa familiar sensación de tirantez alrededor de su garganta, el sonido de las ruedas chirriando sobre el entablado, el eco de estridentes carcajadas.

—¿Agente Hawkwood?

Hawkwood alzó la vista. Los recuerdos se refugiaron de nuevo en su guarida.

El boticario se echó hacia atrás alejándose de su escritorio.

—Sé lo que está pensando, agente Hawkwood. Hace poco le dije que no era un necio, y en cambio, heme aquí, contándole lo que parece un cuento de viejas. Pues bien, tengo otra historia para usted. Hace ocho años, ahorcaron a un asesino convicto en Newgate. Se llamaba George Forster. Una hora más tarde, bajaron su cuerpo y se lo llevaron a un profesor de física, quien a continuación realizó un experimento. Conectó el cuerpo a una batería, y cuando la activó (o, como diría James Matthews, cuando cerró el circuito) los ojos de Forster se abrieron. Mientras la corriente eléctrica fluía, Forster levantó un puño al aire, su espalda se arqueó y las piernas empezaron a dar patadas. Los asistentes al experimento estaban convencidos de que, durante un lapso de tiempo, George Forster volvió a la vida. El profesor era Giovanni Aldini, era italiano y estaba de visita en el país. Era el sobrino de Luigi Galvani.

«Yo soy el que se está volviendo loco», pensó Hawkwood.

Pero Locke aún no había acabado.

—¿Ha oído hablar de la Humane Society? Fue fundada por un boticario, William Hawes y un médico, Thomas Cogan, con el único propósito de salvar a personas ahogadas. La sociedad ofrecía recompensas de hasta cuatro guineas a cualquiera que, en un radio de 50 kilómetros de Londres, consiguiera devolver la vida a cualquier persona rescatada del agua ya muerta. Como puede imaginar, llegaron curanderos de muchos kilómetros a la redonda con propuestas sobre cómo resucitar a difuntos. Hubo de todo: desde sangrías y purgaciones hasta enemas e insuflaciones de vapores de tabaco. Finalmente, Hawes pidió consejo a Hunter, el cual le sugirió hacer uso de electricidad. Afirmó que, probablemente, fuese el único método existente para estimular el corazón.

—¿Me está diciendo que funcionó realmente? —Hawkwood no podía creer que estuviera siquiera formulando esa pregunta.

—No lo he visto con mis propios ojos, pero, sí, he leído informes donde se habla de restablecimientos con éxito.

—¿De Forster, el criminal?

—No, Forster no fue resucitado. La demostración de Aldini resultó ser un interesante experimento, nada más.

—¿Y qué fue del otro, del falsificador?

—Existen distintas versiones. Unos dicen que Hunter fracasó y que enterraron al falsificador; otros que sobrevivió. Según un periódico, estaba viviendo en Glasgow, mientras que otro publicó que había estado cenando con un irlandés en Dunkirk. Estaba intentado acordarme del nombre del tipo y lo acabo de recordar: se llamaba Dodd, reverendo William Dodd.

«Dios, otro puñetero pastor no», pensó Hawkwood.

Se giró y se puso a mirar por la ventana. La nieve casi se había derretido por completo, aunque a lo largo y ancho de Moor Fields quedaban retazos de nieve fangosa a medio derretir, tenazmente aferrados a los bordes de las charcas, o a los pies de los árboles, entre las raíces descubiertas. Vistos desde lejos, parecían pegotes sucios de mazapán.

—Al ver los dibujos y recordar mis conversaciones con el coronel, me han venido a la memoria los experimentos de Hunter —dijo Locke a su espalda—. ¿Recuerda cuando le dije que algunas ideas del coronel Hyde me habían parecido innovadoras? Sonaban como algo fantástico, sin embargo, ahora que sé el verdadero motivo por el cual fue ingresado y su convicción de que él está detrás de la mutilación de los dos cadáveres hallados en Saint Bartholomew, siento verdadero horror por las intenciones del coronel. Por mucho que lo intente, soy incapaz de creer que alguien pueda pensar en hacer algo así.

Hawkwood se giró.

—Sé que es difícil de creer, pero usted mismo lo dijo: todo lo que Hyde había hecho, perseguía algún fin concreto. ¿Recuerda que comparé la mente de un trastornado con un maelstrom, un torbellino del cual, en un momento de iluminación, puede surgir a veces un solo pensamiento que desencadena e incide en cada una de las decisiones que el paciente adopta en lo sucesivo? Esas decisiones conforman el marco de la existencia del paciente, su razón de ser. Quizás, fue descubrir el dibujo de Galvani lo que sembró la primera semilla. El coronel Hyde fue alumno de John Hunter. Probablemente, Hunter habría hablado acerca de sus experimentos sobre resucitación usando descargas eléctricas con sus alumnos, sin duda alguna, con aquellos más capaces. Las conversaciones de Hyde con James Matthews (quien, a pesar de sus obsesiones posee una auténtica competencia técnica) podrían haber actuado como catalizador, tal vez como el percusor final que lo lanzó a su gran designio.

—¿Su gran designio?

Los dos hombres se miraron mutuamente. A Hawkwood le daba vueltas la cabeza. No podía ser verdad. Era una idea absurda, descabellada, una pesadilla. Cerró los ojos.

—¡Es una locura!

—Sí, estoy de acuerdo con usted —convino Locke—. Precisamente eso es lo que es. Dígame, agente Hawkwood, ¿conoce a Shakespeare?

—Hace siglos que no voy al teatro, doctor.

—Hay una cita de Hamlet que dice así: «Ello es, Horacio, que en el cielo y en la tierra hay más de lo que puede soñar tu filosofía.»

—¿Qué significa…?

—Significa: todo es posible.

Quedaron sumidos en el silencio. Ninguno deseaba ser el que verbalizara lo que ambos estaban pensando. Hawkwood fue el primero en hablar:

—McGrigor pensaba que el coronel podía estar haciéndose con partes de cuerpos con objeto de llevar a cabo algún tipo de práctica quirúrgica. Usted piensa que pretende resucitar a un muerto. Y yo pienso que ambos están en lo cierto. Ese es su gran designio. Esa es la razón por la que está procurándose cuerpos y extrayendo sus órganos internos; la razón por la que le pidió a Matthews dibujar su máquina eléctrica. Pretende utilizar piezas de recambio para reparar un cadáver, tras lo cual, va intentar devolverlo a la vida.

—Eso es imposible —susurró Locke.

Hawkwood lo miró.

—Hace un momento me dijo que todo era posible.

—Pero no eso —replicó Locke.

—Parece que el coronel sí lo cree. Mi pregunta es: ¿a quién piensa resucitar?

Vio como el boticario le miraba fijamente, con rostro conmocionado.

—¿Doctor?

—Creo que lo sé —anunció lentamente Locke.

—¿A quién?

—A su hija.