Capítulo 17
El cadáver estaba encajonado en el ángulo formado por dos armazones que se extendían sobre el Fleet. Las gruesas vigas de madera se habían convertido en un elemento esencial en la Cloaca. Sostenidas por unos anchos soportes metálicos fijados a la fábrica de ambas orillas, impedían que las paredes de las chabolas que flanqueaban la ribera se desplomaran sobre las negras aguas cenagosas.
Hawkwood sabía que no podían haber dejado el cuerpo en la viga de forma intencionada. Era más probable que lo hubieran arrastrado desde el margen con la esperanza de que el río lo llevara a su hediondo lecho, succionándolo al laberinto de alcantarillas, ramales y arterias subterráneas que fluían bajo las calles de la ciudad. El reflujo de la marea y el cese de las lluvias habían provocado una notable bajada del nivel del agua, dejando expuestos los travesaños y su horripilante ornamento.
«Cada vez son más descuidados», pensó Hawkwood.
Permaneció callado mientras observaba cómo trasladaban al cuerpo hasta lo alto del margen. No había sido tarea para medrosos. El guardia que tuvo que descender por la viga para atar una cuerda alrededor del cadáver, a punto estuvo, más de una vez, de perder el equilibrio y caer a la emanación de espeso lodo que fluía bajo sus pies. El estado en el que se encontraba el cuerpo no había ayudado mucho. Incluso desde donde estaba, y a pesar de la claridad que se extinguía por momentos, Hawkwood pudo atisbar la herida abierta en el vientre de la muerta, así como las zonas de sus brazos y piernas donde la carne había sido extraída. A los pocos segundos de estar sentado a horcajadas sobre la viga, el guardia ya había echado las entrañas. El rostro, cada vez más ceniciento a medida que veía cómo subían al cadáver a tierra firme, y la mirada dirigida a Hawkwood, quien le había dado órdenes de rescatar los restos, no dejaba duda alguna sobre lo que pasaba por su mente.
Había unos cuantos mirones, aunque no los suficientes para formar una multitud. Allá donde hubiera un fiambre, no podían faltar los papamoscas, aún cuando las escenas de cadáveres no fueran nada insólitas. En este caso, el cuerpo de una mujer mutilada había bastado para que la gente le diera a la lengua más de lo habitual; hasta el punto de que algún ciudadano honrado —una rara avis en aquellos parajes— había ido a buscar a un guardia en lugar de abandonar aquella cosa a su suerte con la vaga convicción de que el río volvería a subir y lo arrastraría de nuevo a sus nauseabundas profundidades.
Hawkwood flexionó su brazo izquierdo dibujando una mueca al sentir reavivarse el dolor. No había tenido tiempo de que le vieran la herida. Por fortuna, la sangre había dejado de brotar. El corte transversal de la mejilla todavía derramaba lágrimas de sangre acuosa, aunque no era tan grave como su sensación y apariencia hacían pensar. Sanaría enseguida y, al igual que la herida infligida por la espada, se sumaría a la legión de cicatrices que zigzagueaba su cuerpo maltrecho por la guerra. Hawkwood era consciente de la suerte que había tenido. Una hoja más pesada habría incidido mucho más hondo y probablemente le habría sacado un ojo. Aún así, no se podía decir que el tajo no escociera como el demonio.
Pensó en la herida del brazo y se preguntó cómo se le había ocurrido intentar semejante jugada. Pero entonces decidió no darle más vueltas al asunto. Seguía vivo, era lo único importante. Miró hacia abajo, a su abrigo. Aunque le había salvado la vida, estaba totalmente desgastado. Pensó en Hyde, en la arrogancia, destreza con la espada y rapidez con la que había luchado. Indiscutiblemente, no era ningún imbécil, sino más bien un hombre que había mostrado, hasta segundos antes de aparecer Hopkins en escena, total calma y una clara determinación. Se trataba de un asesino decidido y, como Hawkwood casi llega a descubrir en sus propias carnes, sumamente peligroso.
«Quería calarle de cerca», le había confesado Hyde. A Hawkwood no le preocupaban tanto las palabras como que Hyde supiera quién era él. ¿Cómo lo había averiguado? ¿Y cómo había dado el coronel con él?
Un grito provinente de la ribera interrumpió sus cavilaciones. Era Hopkins indicándole que el cuerpo ya podía ser examinado. Hawkwood se aproximó para echarle un vistazo. Sin duda había sido objeto de la misma clase de mutilación que las demás, como a buen seguro confirmaría el cirujano Quill. Contempló las extremidades, grises y amputadas.
—El mundo es un pañuelo —soltó una voz a su espalda.
Hawkwood se giró y escrutó al hombre fornido y de espaldas anchas que había hablado; percatándose de su fuerte complexión, el pelo corto gris oscuro, y de sus facciones duras y hoscas a la par que atractivas.
—¡Joder! —exclamó Nathaniel Jago al ver la cara de Hawkwood—. Parece que vienes de la guerra.
—He estado buscándote —dijo Hawkwood—. Te he mandado mensajes.
—¿No lo sabes? He estado fuera —Hawkwood arqueó una ceja—. Ocupándome de unos asuntos. Acabo de volver esta misma mañana —la ceja de Hawkwood permaneció levantada—. Mejor ni te cuento —añadió Jago con sonrisa burlona.
Hawkwood estaba al tanto de los muchos y diversos negocios de Jago; la mayoría de los cuales rozaban, sino cruzaban, las fronteras de la ilegalidad. Pensó que probablemente era mejor no escarbar demasiado.
Jago señaló el cuerpo y esbozó una mueca.
—No es un bonito espectáculo.
—No —convino Hawkwood, quien miró al hombretón diciendo—: No te tenía por trotacalles.
Jago sacudió la cabeza poniéndose serio.
—Y no lo soy, pero pensé que tal vez se trataba de alguien a quien estoy buscando, una amiga de una amiga —Hawkwood permaneció callado—. He estado frecuentando a una señorita. Una conocida suya, una chica de la calle, ha desaparecido y estoy corriendo la voz. Oí que habían encontrado un cuerpo de mujer, así que pensé que debía echar un vistazo, por si las moscas.
—¿No es la que buscas? —inquirió Hawkwood.
—Ni por asomo. Esta lleva muerta un buen tiempo —Jago frunció el ceño—. ¿Y tú que pintas aquí?
—No es la primera —declaró Hawkwood. Jago lo miró—. Por eso he estado intentado localizarte. Esperaba que pudieras echarme un cable proporcionándome información. Necesito ayuda, Nathaniel —esta vez, le tocó a Jago arquear una ceja—. ¿Qué sabes de la brigada de los alzamuertos?
—Joder… —profirió Jago.
Se encontraban en la licorería de Newton, frente a frente, tras una mesa mugrienta al fondo del establecimiento.
Hawkwood había dejado a Hopkins a cargo del cuerpo, que sería trasladado al sótano de Quill. Otros dos guardias tenían órdenes de buscar testigos. Hawkwood sabía que sería un milagro si conseguían averiguar algo. Aunque los vecinos hubiesen condenado la aparición de un cadáver desnudo y mutilado frente a su puerta, a nadie en su sano juicio se le habría ocurrido irse de la lengua, incluso si habían lanzado el fiambre al río con una salva de veintiún cañonazos.
El ambiente del Newton era el de una barcaza cargada de estiércol, sin embargo, era del refugio más cercano donde poder hablar sin miedo a ser oído. No es que el lugar estuviese vacío —de hecho no lo estaba—, pero atraía a una clase de clientela, que, a buen seguro, estaba demasiado borracha para poder escuchar o tan siquiera interesarse por una conversación ajena. Además, Jago conocía al dueño, el cual les había despejado la mesa y ofrecido, por cuenta de la casa, dos jarras bien llenas. Los dos hombres miraron el contenido de las jarras con desconfianza e inmediatamente apartaron a un lado las bebidas.
—¿Qué es lo que quieres de esos mal nacidos? —preguntó Jago.
Hawkwood empezó a relatarle toda la historia y cuando hubo acabado, Jago anunció:
—Pensándolo bien, creo que me tomaré una copa —se giró y llamó al propietario—: te puedes llevar esa bazofia —dijo Jago señalando con un gesto de cabeza las jarras intactas—. Tráenos mercancía de la buena y deja la botella.
Cuando llegaron las bebidas, Jago hizo los honores. Echó un trago y acto seguido se limpió la boca con el dorso de la mano.
—¿Así que crees que le están proporcionando a tu lunático doctor cuerpos robados? Y si los atrapas quizás des con tu hombre.
Hawkwood asintió.
—Esa es la idea.
—Tal vez si esperas lo suficiente, el tipo volverá a intentarlo —dijo Jago irónico. Meneó la cabeza cual padre decepcionado y añadió—: ¡Jesús! No te puedo dejar ni un minuto solo, ¿eh?
Hawkwood dibujó una sonrisa forzada, estremeciéndose de dolor al sentir como los músculos de la mandíbula tiraban de los nervios que recorrían su lacerada mejilla.
—Entonces, ¿conoces a alguno?
—Puede —contestó Jago con cautela—. Los muy hijos de puta no es que vayan anunciándose por ahí precisamente. Además, lo hacen todo sin rechistar. ¿Tienes alguna descripción?
El hombretón hizo una pausa y dirigió la mirada por encima del hombro de Hawkwood, en dirección a la puerta. Sus ojos se achinaron e hizo un gesto imperceptible de cabeza.
Hawkwood volvió la espalda. Un hombre se dirigía hacia ellos, abriéndose paso a través del salón. Hawkwood lo reconoció: era uno de los secuaces de Jago; se hacía llamar Micah. Parándose junto a la mesa, miró de soslayo a Hawkwood y se inclinó para susurrar al oído de Jago:
—Afuera hay una fulana.
—Lo contrario me sorprendería —contestó Jago—, es el distintivo del barrio.
El mensajero hizo caso omiso al comentario.
—Dice que tiene que ver con la información que buscas.
Jago consideró las connotaciones de esas palabras y después miró hacia la puerta asintiendo con la cabeza.
—Está bien, tráela —y dirigiéndose a Hawkwood añadió—: No tardaré mucho.
Jago siguió con la mirada a su lugarteniente mientras se retiraba y lanzó un suspiro.
—Probablemente será otra pérdida de tiempo. Ese es el problema: ofreces una pequeña recompensa y todos los borrachos vienen tambaleándose de no se sabe dónde con sus chuchos piojosos.
Pero Jago se equivocaba. No era ninguna borracha con su perro, sino precisamente lo que Micah había dicho: una fulana… y no una cualquiera.
—¡Demonios! —profirió Hawkwood.
—¿Qué?
—A esa la conozco.
Jago examinó a la mujer que estaban escoltando hasta su mesa y volvió a mirar a Hawkwood con asombro.
—¡Que no! —dijo Hawkwood en tono de fastidio—. Me refiero a que la he visto antes.
—Gracias a Dios. Por un momento, me has preocupado. ¿Prefieres darte al piro antes de que llegue?
—No será necesario.
En cualquier caso, era demasiado tarde.
El hombre de Jago se marchó una vez hubo acompañado a la mujer a la mesa. La prostituta se mostraba claramente aprensiva. Su cara estaba roja como un tomate y le temblaban las manos.
Jago alzó la vista con semblante neutra.
—¿Cómo te llamas, encanto?
—Lizzie… Lizzie Tyler.
Mientras hablaba, su mirada se posó en Hawkwood. Por un instante, no dio muestras de reconocerle, pero de pronto sus ojos se abrieron de par en par. Echó un rápido vistazo a su alrededor.
—Bien, Lizzie —dijo Jago sin prestar atención a su expresión asustada—. Me han dicho que quizás tengas información para mí, ¿es cierto?
La fulana se volvió sin poder evitar mirar la cara del agente. Hawkwood podía leer las preguntas que se estaba haciendo en sus ojos, en los que también se reflejaba su miedo, y no era poco. Era el miedo del informante al ser descubierto por la persona sobre la que informa. Era inconfundible, y sabía que la nueva cicatriz de su mejilla no ayudaba mucho.
—No pasa nada, Lizzie —la tranquilizó Jago—. No te preocupes por él —Jago echó hacia atrás la silla libre y señaló a Hawkwood con la cabeza—. Aunque tenga pinta de ser capaz de degollar a una monja por dos perras, es inofensivo. Cualquier cosa que me cuentes, se la puedes contar a él y no saldrá de estas cuatro paredes.
La mujer reflexionó unos instantes, dudando de manera ostensible y al mismo tiempo consciente de que era demasiado tarde para desdecirse. Finalmente, tras hacer un segundo reconocimiento por el salón, se sentó haciendo bambolear su pechera. La silla lanzó un fuerte crujido de protesta.
—¿Quieres beber algo, Lizzie? Tienes aspecto de necesitar una copa —Jago le arrimó su propia jarra deslizándola sobre la mesa—. Aquí tienes; y ahora para dentro.
La mujerona contempló la jarra antes de cogerla con mano temblorosa y llevársela a los labios. Le dio un buen trago y, a continuación, ligeramente avergonzada por su comportamiento, dejó la jarra en la mesa.
—¿Y bien? —soltó Jago incitándola a hablar.
Lizzie respiró hondo.
—He oído que estaba buscando a Molly Finn.
—Has oído bien. ¿La conoces? —Lizzie asintió—. ¿Y la has visto hace poco? —Dudó unos instantes y volvió a asentir rápidamente—. ¿Dónde?
—En Covent Garden. Estaba buscando clientes.
—¿Cuándo fue eso?
—Esta mañana, temprano.
Hawkwood estaba perplejo. La red de soplones de Jago era todavía más impresionante de lo que había pensado. La voz circulaba por las calles hacia tan solo unas cuantas horas y ya había recibido información sobre el paradero de la chica. Hubiera deseado que su propio cuadro de informadores fuera igual de diligente a la hora de responder, si bien sospechaba que los métodos de Jago para inducir al personal a interesarse por el llamamiento, seguramente eran más persuasivos que los suyos.
—¿Había alguien con ella? —inquirió Jago.
A una significativa y prolongada pausa le siguió una mirada de reojo en dirección a Hawkwood.
—La arpía de Sal Bridger.
—¿Quién es Sal Bridger?
Hawkwood se irguió en su silla.
—¿Qué? —preguntó Jago percatándose del movimiento—. Espera, no me lo digas… ¿a ella también?
Hawkwood fijó la mirada en Lizzie.
—¿Joven? ¿De cabello oscuro y ojos azules? —Lizzie no abrió la boca; la expresión de su cara regordeta bastaba. Hawkwood asintió—. Nos conocemos.
Jago volvió a dirigirse a Lizzie:
—¿También ella es una chica del oficio?
—Así es.
Jago miró a Hawkwood con recelo.
—Por lo que veo tenemos que hablar seriamente sobre la compañía que frecuentas últimamente.
Lizzie frunció el ceño.
—No tiene nada de malo que una chica intente ganarse la vida.
—Nunca dije que lo tuviera, Lizzie… Y bien, ¿cómo trabaja? ¿Por su cuenta? —Lizzie volvió a asentir—. ¿Y la viste con Molly?
—Sí, bajo el soportal, en un extremo de la plaza. Molly estaba sola y no parecía estar teniendo mucha suerte. Entonces, vi aparecer a Sal, y al poco, a las dos largándose juntas. Y allí iban ellas, cogidas del brazo, parloteando como tortolitos.
—¿Viste adonde iban, o si se encontraron con alguien?
—No.
Jago parecía pensativo.
—Háblame de esa Sal Bridger.
—Es una mala pécora.
—¿Ah, sí?
—Se cree la reina del mundo, sí señor. Siempre tiene que hacer lo que se le antoja —Lizzie señaló a Hawkwood con un gesto de cabeza—. Le había echado el ojo; por eso me tuve que retirar. Ordena y manda, eso hace Sal, sobre todo en el Perro. Irá a echarle el guante a lo que sea si piensa que le interesa a otra. Sin ánimo de ofender —se apresuró a añadir Lizzie.
—Tranquila —respondió Hawkwood.
—No importa si se trata del portero o del chico que vacía los orinales; si tiene polla, irá a por ella. Eso sí, también tiene su ración de peces gordos. Siempre vienen uno o dos buscando un poco de acción. Recuerdo una vez a un abogado, y a un párroco; de Cripplegate Way era el tipo —Lizzie torció el morro—. No, un momento, no era un párroco, se me va el tarro; era un sacristán. Es más, me parece que lo sigue viendo, porque estaba en el Perro la misma noche que usted apareció por allí. Recuerdo que estaba entrando por la puerta junto cuando yo salía. Ni me miró. De todas formas no se habría acordado de mí, aunque lo hayamos hecho unas cuantas veces. Eso sí, por aquel entonces yo no estaba tan metida en carnes como ahora. A él le gustan delgadas. Solíamos echar buenos ratos juntos hará tiempo, hasta que Su Majestad apareció. Aunque Sal es un pimpollo, eso no se puede negar… —Lizzie interrumpió su monólogo al advertir la expresión de Hawkwood—. ¿Qué?
Hawkwood inquirió manteniendo la voz serena:
—Ese sacristán, ¿cómo se llama?
—No tengo ni idea de su apellido. Le gustaba que lo llamara Lucy. En nuestros momentos íntimos, me refiero.
—¿Lucy? —preguntó Jago confuso—. ¿Qué clase de hombre se hace llamar Lucy?
—Es el diminutivo de Lucius —aclaró Hawkwood.
—Vamos a ver, ¿cómo demonios lo sabes?
—Háblanos del Perro —dijo Hawkwood sin prestar atención a la expresión de Jago.
Lizzie empezó a echar pestes con desprecio:
—Es donde Sal se gana principalmente las habichuelas. Como dije, se cree la reina de las malditas fiestas de mayo. Claro que es la chica de Sawney, y eso ayuda. A nadie se le ocurriría llevarle la contraria a Sawney y a su banda.
—¿Sawney? —preguntó Jago.
Hawkwood le lanzó una mirada.
—¿Lo conoces?
—Sólo de oídas. Es un compinche de Hanratty.
Hawkwood intuyó que había más.
—¿Y?
—Me preguntaste si conocía a alguno de esa escoria de resucitadores, ¿no? —Hawkwood no contestó; sabía que Jago se lo iba a contar de todas formas—. Dicen que este Sawney es nuevo en el negocio y que su forma de ganarse la vida no tiene nada de extraordinario, ya sabes a lo que me refiero. Según los rumores, él se encarga de desenterrarlos y Hanratty de almacenarlos antes de proceder a su entrega. Pero son tan sólo rumores… —Jago calló unos instantes—. Hay algo más. Si mal no recuerdo estuvo en el ejército; era carretero en el cuerpo militar que transportaba provisiones y heridos, el Royal Wagon Train. Allá por 1809, ocupaba el puesto de ordenanza.
Hawkwood se reclinó en su asiento. «¡Jesús!», pensó de manera incontrolada sintiendo un escalofrío de excitación por todo su cuerpo. Intentó sonar calmado.
—¿Y qué sabes de su banda?
—Unos caballeros, todos y cada uno de ellos —sonrió Jago forzadamente.
—Los Raggs no son ningunos caballeros —masculló Lizzie entre dientes—. Son unos putos animales, eso es lo que son. Les va lo duro. A algunas de las chicas también, pero a la mayoría no… y suelen ir precisamente por ellas. He visto a algunas después de haber estado con Lemmy y Sammy Ragg y no era un bonito espectáculo. Les gusta hacerlo juntos, por turnos; ya saben a qué me refiero. No sé nada de Maggett, no suele llamar tanto la atención.
—¿Maggett? —soltó Hawkwood lanzando otra mirada interrogante en dirección a Jago, si bien, el ex-sargento parecía encantado de dejar a Lizzie hacer los honores.
Lizzie dibujó una mueca.
—Es la mano derecha de Sawney. Su cerebro no puede ser más reducido, pero el resto de su cuerpo lo compensa. Una vez le vi partirle un brazo a un tipo, sólo porque el pobre diablo le había tirado su bebida. Lo hizo como quien rompe una ramita.
—¿Es grande? —preguntó Hawkwood. Lizzie asintió—. ¿Cómo de grande? —volvió a preguntar Hawkwood.
—Grande —contestó Lizzie con firmeza.
—¿Y qué aspecto tiene ese tal Sawney?
—Es un mierda despreciable que nunca mira a los ojos.
—Estaba pensando más bien en su complexión —replicó Hawkwood—, en el color de su piel, ojos, etc.
Lizzie esbozó una mueca.
—Bueno, no es para nada igual de grande que Maggett. Claro que tampoco hay muchos como él. Es más o menos igual de alto que su hombre, el que me condujo hasta aquí, sólo que un poco más encorvado. Tiene el pelo oscuro, poco espeso por la coronilla, y los dientes estropeados.
—Parece todo un portento de belleza —añadió Jago—. A saber lo que ve en él esa Sal.
—Sobre gustos no hay nada escrito —convino Lizzie—. Aunque he oído que la tiene como un caballo, ya saben a qué me refiero —la mujer calló unos instantes—. Pero eso no quiere decir que no sea un mierda despreciable. También tiene un temperamento de mucho cuidado. Más vale no cruzarse con él.
Hawkwood cerró los ojos. Le vino a la memoria la descripción de los dos hombres a los que habían visto dejando los cuerpos en el Saint Bartholomew. Uno era de mediana estatura; el otro era un hombre corpulento, el cual, según los guardias que los persiguieron, había levantado con facilidad el cadáver que llevaba a cuestas. También recordó los indicios que había encontrado en la escena del asesinato de Doyle. Estos hacían pensar que podrían haber sido cuatro las personas que participaron en el ahorcamiento y en la crucifixión, una de ellas con la fuerza suficiente como para tirar de la soga y alzar el cuerpo.
—La madre que parió a Symes —dijo Hawkwood sacudiendo la cabeza—. Debí haberlo adivinado.
Con todo, sabía que no hubiera podido hacerlo, a no ser que el muy cabrón hubiera llevado un cartel en la frente.
—¿Symes? ¿Quién es ese Symes? —preguntó Jago.
—El sacristán de Lizzie. Y está metido hasta el cuello en el asunto —Hawkwood apretó el puño—. Tenemos que hablar, Nathaniel.
Jago, tras mirar fijamente la expresión de Hawkwood, asintió y se volvió hacia Lizzie.
—Eres una buena chica, Lizzie. Corre y habla con Micah en la salida. Dile de mi parte que se encargue de pagarte lo tuyo. El se encargará de ti.
La gruesa mujerzuela permaneció indecisa unos instantes, hasta que se percató de que la audiencia había concluido. Se levantó, inclinó la cabeza, y dirigiendo a los hombres una vaga sonrisa, se recogió la falda.
Hawkwood se inclinó hacia delante e inquirió:
—¿Conoces a alguien llamado Doyle, Lizzie? ¿Edward Doyle?
En la frente de Lizzie se perfilaron unas arrugas.
—No me dice nada, pero me parece que había un tal Eddie que de vez en cuando hacía alguna entrega para Maggett. Maggett es matarife. Tiene un matadero cerca de Three Fox Court.
Era un nombre bastante corriente, aunque quizás hubiera alguna conexión, pensó Hawkwood. Tal vez Doyle, después de todo, no formaba parte de ninguna banda rival. El asesino bien podía haber sido uno de los secuaces de Sawney y haberse tratado de una discordia entre ladrones.
Habiendo ya soltado la información, Lizzie se encaminó hacia la puerta. Pero entonces se detuvo.
—Nadie se enterará de que todo esto os lo he contado yo, ¿no? Verán, Molly me parece una chica dulce y no quiero ni pensar que le haya ocurrido algo. Siempre tenía tiempo para charlar, no como la otra mala pécora.
Hawkwood imaginó que se refería a Sal.
—Será nuestro secreto —aseguró Jago—. Hasta la próxima, Lizzie, cuídate.
Cuando Lizzie ya no podía oírles, añadió:
—Esto sí ha sido una sorpresa; no esperaba recibir noticias tan pronto.
—Probablemente no las habrías recibido —dijo Hawkwood—, si ella no le tuviera tanta inquina a Sal Bridger.
—No le cae muy bien, ¿eh? —convino Jago.
Al girarse, vio que Hawkwood le estaba mirando con cara de aturdido.
—Mira, no nos andemos con rodeos, ¿vale? Así que dime: ¿qué piensas de todo esto?
—Creo que deberíamos haber mantenido esta conversación mucho antes —Jago hundió los carrillos—. Aunque puede que no nos hubiera servido de nada. Molly Finn no hubiera estado desaparecida entonces, y Lizzie no se habría sentido en la necesidad de cumplir con su deber cívico. Seguramente estaríamos igual de perdidos; aquí sentados con un palmo de narices.
Hawkwood lanzó un suspiro.
—Presumo que esas preguntas que querías hacerme ya están contestadas, ¿no? —concluyó Jago.
—Diría que sí. Al menos la mayoría. Una cosa está clara: todos los caminos llevan al Perro.
—Tanto a ti como a mí —Jago frunció el ceño—. ¿Piensas que es allí donde se oculta ese coronel chiflado tuyo?
—Es posible, aunque no tengo ninguna prueba concluyente de su relación con Sawney. Simplemente es una corazonada.
—Ya te he visto antes tener alguna de tus famosas corazonadas, y solías dar en el clavo.
—También me choca que se considere superior a la clientela habitual de Hanratty —Hawkwood frunció los labios—. En cualquier caso, voy a tener que volver allí a averiguarlo.
—Es curioso; yo también estaba pensando hacerles una visita.
—¿Crees que es allí donde Sal Bridger puede haber llevado a Molly Finn?
«¿Molly Finn y Hyde?» Al mismo tiempo que Hawkwood formulaba la pregunta, le iba pareciendo menos probable que ambos estuvieran bajo el mismo techo.
—Hasta el momento, es la única pista que tengo. Diría que ninguno de los dos tiene muchas opciones.
—Me pregunto qué querría Sal Bridger de Molly Finn. En el Perro no escasean precisamente las fulanas —señaló Hawkwood—. Y la última vez que vi a Sal, estaba muy afanada deshaciéndose de la competencia.
—Ya sabes lo que dicen —replicó Jago—: hay perros que cagan frente a su propia caseta. Quizás hayan tramado algo especial que no pueden hacer con alguna de las asiduas de la casa.
—No me gusta cómo suena eso.
—A mí tampoco.
—Seríamos dos contra siete, lo sabes, ¿no? Hanratty y sus chicos se pondrían de parte de Sawney; eso seguro.
—Pues bien, nos agenciaremos algo de ayuda. Incluso algo de ventaja —dijo Jago esbozando una sonrisa lobuna.
—Eres consciente de que soy agente del orden. Es mi deber actuar dentro de los límites de la ley.
—Por supuesto —contestó Jago en tono serio—. Bueno, entonces ¿cuántos crees que necesitaremos?
—Dos más como mínimo, tal vez tres —dijo Hawkwood, el cual advirtiendo cierta inquietud en Jago preguntó—: ¿Qué?
—Tendrán que ser condenadamente buenos. Los chicos de Hanratty son unos cabrones de mucho cuidado y la banda de Sawney tiene pinta de saber defenderse.
Hawkwood sabía qué insinuaba Jago. No era un trabajo para un guardia cualquiera, y la participación de otros runners implicaba burocracia, además de tiempo; y ambos sabían que no disponían de mucho.
—¿Conoces a alguien a quien recurrir? —preguntó Jago.
—¿Aparte de ti, te refieres?
—Joder, conmigo siempre has podido contar —dijo Jago—. Son cosas de la vida. Igual que yo siempre he podido contar contigo.
Hawkwood se permitió esbozar una sonrisa. No obstante, la pregunta le hizo reflexionar. Exceptuando a Jago, la lista de posibles candidatos con la pericia necesaria era tan reducida que resultaba deprimente.
—Tengo a uno —dijo Hawkwood—. Bueno, quizás.
No era seguro que la persona que tenía en mente quisiera verse mezclada en el asunto.
—Así pues, la pelota está en mi tejado —afirmó Jago—. ¿Tienes algo en contra de utilizar a algunos de mis chicos?
—No si son buenos.
—Son muy buenos —aseveró Jago—. Si no, no trabajarían conmigo.
—Está bien —dijo Hawkwood—. Pongámonos manos a la obra.
—Entonces, será mejor que nos vayamos yendo.
Jago se levantó de la mesa y recorrió el salón con la mirada. Sus ojos se posaron sobre la mesa junto a la puerta, donde Micah esperaba paciente, jarra en mano. Jago, sin decir palabra, hizo una seña para indicarle que él y Hawkwood se disponían a marcharse. Percatándose del gesto, Micah apuró su jarra, se puso en pie y aguardó hasta que los dos hombres se le unieron.
Al abrir la puerta, los tres se encontraron con que ya había anochecido. La bajada de temperatura a medida que dejaban atrás el calor del Newton, bastó para hacerles estremecer. Jago contempló el cielo nocturno.
—Es probable que nieve esta noche.
Micah no contestó y Hawkwood no tenía razones para contradecirle. Se subió el cuello del abrigo.
—¿Capitán?
Hawkwood sintió a Jago ponerse tenso. Micah se arrimó a Jago, Hawkwood volvió la espalda y miró fijamente al impaciente guardia.
—Le creía escoltando el cadáver al sótano del cirujano. ¿Qué está haciendo todavía aquí?
Hopkins vaciló, sintiéndose inseguro por el tono de Hawkwood.
—Esperar órdenes, capitán. No estaba seguro de si me necesitaría de nuevo. Dejé el cuerpo a cargo del agente Tredworth. Pensé que sería conveniente esperarle.
Los ojos del guardia saltaban rápidamente de Jago a su lugarteniente.
Jago le devolvió la mirada a Hopkins con expresión divertida. Micah se mantuvo impasible en silencio. A lo más, parecía vagamente aburrido.
—¿Ah, sí?
Hawkwood miró al guardia de hito a hito, percatándose de su delgada complexión; del todo menos favorecedor uniforme, y de las orejas y la pelambrera que asomaban por debajo de su ridícula gorra. Durante los pocos días que había trabajado con Hopkins, Hawkwood se había sentido notablemente impresionado por la actitud del joven agente. Puede que George Hopkins no hubiera tenido la posibilidad de rellenar su uniforme, sin embargo, Hawkwood podía percibir cómo había madurado en otros sentidos. La expresión de su rostro reflejaba, sin lugar a dudas, una nueva consciencia que antes no había. Quizás los acontecimientos presenciados habían conferido al guardia una inesperada comprensión de su propia mortalidad.
Hawkwood se dio cuenta de que Jago lo estaba mirando interrogante. Conocía lo suficientemente bien a Jago como para saber con exactitud qué pasaba por la mente de su exsargento. Se preguntó si llegaría a arrepentirse de su inminente decisión.
—¿Nos encontramos luego aquí? —inquirió Jago como si conociera la respuesta de antemano.
Hawkwood reflexionó unos instantes más y finalmente, asintió. Volvió la mirada hacia Hopkins.
—Consiga un arma y no se lo diga a nadie. ¿Entendido?
—Sí, s… capitán.
—Será mejor utilizar la puerta de atrás —dijo Jago—; así no alarmaremos a los clientes. ¿A qué hora quedamos?
Hawkwood hizo sus cálculos.
—No lleguéis tarde —les dijo Jago a ambos haciendo un guiño.
Hawkwood entró en el pub de Los Cuatro Cisnes, en Bishopsgate, y se detuvo para acostumbrar sus ojos tanto a la penumbra como a la nube de humo de tabaco que flotaba sobre las mesas cual densa bruma. Como de costumbre, el lugar estaba abarrotado. La clientela era una mezcla de bebedores asiduos que se sentían en la taberna como en casa, y de otros que estaban de paso. Estos últimos eran mayormente viajeros que, bien acababan de llegar en la primera diligencia de la tarde, bien estaban esperando la salida de ésta para proseguir su camino. En la taberna servían una cena excelente, por lo que normalmente era difícil encontrar asientos vacíos. Desde el umbral, Hawkwood atisbo una mesa con bancos, en el oscuro rincón del fondo, donde casi con toda certeza habría un asiento libre.
La vela de la mesa se había consumido hasta quedar prácticamente el cabo. El hombre sentado en la esquina, con el lateral derecho pegado a la pared, quedaba sumido en la sombra. Estaba devorando un consistente plato de estofado. Junto a su codo había un pichel de metal medio lleno.
—¿Qué tal está el cordero? —preguntó Hawkwood.
El hombre giró lentamente la cabeza y alzó la vista.
—Ni idea.
Elegí ternera.
Hawkwood se deslizó sobre el banco y tendió la mano izquierda.
—¿Cómo andas, comandante?
El comandante Gabriel Lomax dejó su tenedor en la mesa y ofreció a su vez la mano izquierda a Hawkwood.
—Ando bien, capitán. ¿Y tú? ¿Sigues cazando alimañas?
—Es un trabajo a jornada completa.
—Eso es una verdad como un templo —afirmó Gabriel Lomax con sonrisa burlona, o más bien con algo semejante a una sonrisa burlona.
Lomax era un antiguo oficial de caballería. Al igual que Hawkwood, era un veterano de Talavera quien, pese a haber sobrevivido a la batalla, no había escapado ileso. Atrapado bajo el peso de su caballo muerto, el antiguo dragón cayó preso de las llamas que habían asolado el campo de batalla al finalizar el combate. Un oficial francés que había advertido la gravedad de su situación, lo rescató de debajo de su abrasadora montura, pero no en tiempo de evitar que el fuego lo hiriera gravemente. Parecía que el lado derecho de su cara, desde el borde inferior del ojo hasta la garganta, hubiese sido azotado con clavos. El parche negro que acostumbraba llevar apenas conseguía ocultar la lacra de debajo, un cráter agrietado y surcado de cicatrices. Siempre que Lomax intentaba sonreír, sólo se le movía levemente el lado izquierdo. El efecto era el de una grotesca máscara asimétrica. Las llamas, además, habían transformado la mano derecha de Lomax en una garra retorcida. Era pues de extrañar que Gabriel Lomax no hubiera acabado pasando las noches sentado en la esquina de una mesa, sin más compañía que la suya. Inválido desde su época en el ejército, el oficial de caballería había hecho buen uso de su experiencia. Ahora, dirigía patrullas de caballos armadas, protegiendo a viajeros y diligencias por los caminos reales de Londres y sus inmediaciones.
—¡Santo cielo! —exclamó Lomax al ver la cicatriz amoratada de la mejilla de Hawkwood—. Afeitarme me cuesta tres pares de cojones, ¡pero al menos yo tengo una excusa! —Lo escudriñó más de cerca, reconociendo inmediatamente la causa del tajo—. ¡Ah! mis disculpas. Confío, en tal caso, que el otro tipo saliera peor parado.
—Todavía no —respondió Hawkwood—. Pero lo hará.
Lomax, cuyo único ojo sano chispeaba visiblemente, volvió a reclinarse en su banco.
—De eso no tengo la menor duda. Así pues, dime, ¿qué te trae a mi mesa en una gélida noche como ésta? Pero antes, ¿quieres un trago para espantar el frío? ¿Un brandy, tal vez? Francés, no español —agregó en tono conspirador.
—No voy a decir que no.
—Buen chico —Lomax buscó con la mirada a la camarera más próxima y levantó la mano para llamarla—. Un brandy para el caballero, si eres tan amable. Asegúrate de que es el reserva especial, Beth. Es un amigo mío.
La chica sonrió asintiendo con la cabeza, hasta que vio el rostro de Hawkwood. La sonrisa vaciló tan sólo una fracción de segundo antes de girarse y marcharse con una mueca en los labios.
—Típico —dijo Lomax—. Acabo de conseguir que se habitúen a mí, y entonces apareces tú. Seguramente piensa que somos parientes. ¿Te importa si me acabo mi estofado? Llevo todo el puto día atropellando salteadores de caminos. Nada como la emoción de la caza para abrirle el apetito a un hombre.
—¿Capturaste algo?
—Unos pelagatos. Dos mozuelos intentaron asaltar una diligencia en el punto más alto de Mile End Road. No eran precisamente una pandilla de lumbreras. ¡Los tipos se bajaron del caballo para hacer el trabajito! Entonces pasamos por allí y sus monturas salieron pitando, dejando a los dos pobres desgraciados corriendo de un lado para otro como gallinas sin cabeza. Creí que me moría de risa.
Lomax terminó el estofado, echó un trago de su pichel y se limpió la boca con la manga. En ese momento llegó la bebida de Hawkwood. Lomax aguardó hasta que la chica se hubo ido y Hawkwood se refrescara el gaznate.
—¿Y bien? —inquirió—. Te iba a volver a preguntar qué te traía por aquí, pero lo llevas escrito en la cara. Sospecho que se trata de una proposición, ¿me equivoco? —Hawkwood vaciló—. Será mejor que lo escupas de una vez, capitán.
—Me voy de caza esta noche —anunció Hawkwood—, y necesito a alguien competente para guardarme las espaldas.
—¿Y has pensado en mí? Me siento halagado. ¿Es peligroso?
Hawkwood recordó el cuerpo de Doyle crucificado en el árbol.
—Probablemente.
—¡Espléndido! Soy tu hombre. ¿Necesitaré mi caballo?
Hawkwood no pudo evitar soltar una carcajada.
—No, comandante. Iremos a patita.
Lomax le lanzó una mirada incrédulo.
—¿Le estás pidiendo ayuda a un soldado de caballería tuerto, manco y sin montura? Joder, debes de estar desesperado.
—Contaremos con refuerzos.
—Me tranquiliza oír eso. ¿Estás seguro de que es a mí a quien quieres?
—¿Puedes disparar una pistola?
—Seguro.
—¿Sostener una espada?
—No al mismo tiempo.
—No muchos pueden —contestó Hawkwood—. Sin embargo, sabes cómo usarlas, y eso es lo que busco. Si es una después de otra, me basta.
—Me da en la nariz que se trata de una refriega privada.
—No exactamente, aunque necesito a alguien que no se ande con remilgos si la cosa se pone fea. Estamos buscando a un hombre y a una chica. Probablemente la chica querrá que se la encuentre; pero el hombre no. Habrá gente que intentará detenernos.
—¿Gente?
—Hombres de los que no se andan con chiquitas, de mala reputación. Es poco probable que nos den cuartel.
—¿Cuántos son?
—Siete, posiblemente.
—¿Y decías que contábamos con refuerzos?
—Unos amigos míos. No son muchos, pero no se amedrentan fácilmente.
—Suena interesante. ¿Dispongo de tiempo para pensármelo y tomar una decisión?
—Dispones del tiempo que tarde en acabarme mi copa.
Lomax se recostó en su asiento.
—¡Por Dios Santo, eres un maldito caradura!
—Algo más —dijo Hawkwood señalando con un gesto de cabeza la chaqueta azul y el chaleco escarlata de Lomax—. No necesitarás el uniforme.
Se hizo un largo silencio. Finalmente, Lomax se inclinó hacia delante y lanzando una mirada con su ojo sano al vaso de Hawkwood soltó:
—Entonces será mejor que vayas acabándote la copa.